jueves, 24 de mayo de 2012

Errico Malatesta - "Sobre la violencia"


LA VIOLENCIA

Los anarquistas están en contra de la violencia. Esto es cosa sabida. La idea central del anarquismo es la eliminación de la violencia de la vida social, es la organización de las relaciones sociales fundadas sobre la libertad de los individuos, sin intervención del gendarme. Por ello somos enemigos del capitalismo que obliga a los trabajadores, apoyándose sobre la protección de los gendarmes, a dejarse explotar por los poseedores de los medios de producción o incluso a permanecer ociosos o a sufrir hambre cuando los patrones no tienen interés en explotarlos. Por ello somos enemigos del Estado, que es la organización coercitiva, es decir violenta, de la sociedad.
Pero si un caballero dice que él cree que es cosa estúpida y bárbara razonar a bastonazos y que es injusto y malvado obligar a alguien a hacer la voluntad de otro bajo la amenaza de un revólver, ¿es acaso razonable deducir que ese caballero se propone hacerse dar bastonazos y someterse a la voluntad de otros sin recurrir a los medios más extremos de defensa?
La violencia sólo es justificable cuando resulta necesaria para defenderse a sí mismo y a los demás contra la violencia. Donde cesa la necesidad comienza el delito… El esclavo está siempre en estado de legítima defensa y, por lo tanto, su violencia contra el patrón, contra el opresor, es siempre moralmente justificable y sólo debe regularse por el criterio de la utilidad y de la economía del esfuerzo humano y de los sufrimientos humanos (1).
Hay por cierto otros hombres, otros partidos, otras escuelas tan sinceramente devotas del bien general como podemos serlo los mejores de nosotros. Pero lo que distingue a los anarquistas de todos los demás es justamente el horror por la violencia, el deseo y el propósito de eliminar la violencia, es decir, la fuerza material, de las competencias entre los hombres.
Se podría decir entonces que la idea específica que distingue a los anarquistas es la abo­lición del gendarme, la exclusión de los factores sociales de la regla impuesta mediante la fuerza bruta, sea ésta legal o ilegal.
Pero entonces se podrá preguntar por qué en la lucha actual contra las instituciones político-sociales que consideran opresivas, los anarquistas han predicado y practicado, y predican y practican cuando pueden, el uso de los medios violentos que están sin em­bargo en evidente contradicción con sus fines. Y esto hasta el punto de que en ciertos momentos muchos adversarios de buena fe creyeron -y todos los de mala fe fingieron creer- que el carácter específico del anarquismo era justamente la violencia.
La pregunta puede parecer embarazosa, pero es posible responderla en pocas palabras. Ocurre que para que dos personas vivan en paz es necesario que ambas deseen la paz; si uno de los dos se obstina en querer obligar por la fuerza al otro a trabajar para él y a servirlo, para que ese otro pueda conservar su dignidad de hombre y no quedar reduci­do a la más abyecta esclavitud, pese a todo su amor por la paz y por el entendimiento, se verá sin duda obligado a resistir a la fuerza con medios adecuados (2).
La lucha contra el Gobierno se resuelve, en último análisis, en lucha física, material.
El Gobierno hace la ley. Debe tener por lo tanto una fuerza material -el ejército y la policía- para imponerla, puesto que de otra manera sólo la obedecerían quienes qui­sieran y ya no sería una ley sino una simple propuesta que cada uno está en libertad de aceptar o de rechazar. Y los gobiernos tienen esa fuerza y se sirven de ella para poder fortificar con las leyes su dominio y satisfacer los intereses de las clases privilegiadas, oprimiendo y explotando a los trabajadores.
El límite de la opresión del gobierno es la fuerza que el pueblo se muestra capaz de oponerle.
Puede haber conflicto abierto o latente, pero conflicto hay siempre, puesto que el go­bierno no se detiene ante el descontento y la resistencia popular sino cuando siente el peligro de la insurrección.
Cuando el pueblo se somete dócilmente a la ley, o la protesta es débil y platónica, el gobierno se beneficia de ello sin preocuparse por las necesidades populares; cuando la protesta se vuelve enérgica, insistente, amenazadora, el gobierno, según sea más o menos iluminado, cede o reprime. Pero siempre se llega a la insurrección, por que si el gobierno no cede el pueblo termina rebelándose, y si el gobierno cede el pueblo adquiere fe en sí mismo y pretende cada vez más, hasta que la incompatibilidad entre la libertad y la autoridad se hace evidente y estalla el conflicto violento.
Es necesario entonces prepararse moral y materialmente para que al estallar la lucha violenta el pueblo obtenga la victoria (3).
Esta revolución debe ser necesariamente violenta, aunque la violencia sea por sí misma un mal. Debe ser violenta porque sería una locura esperar que los privilegiados reco­nocieran el daño y la injusticia que implican sus privilegios y se decidieran a renunciar voluntariamente a ellos. Debe ser violenta porque la transitoria violencia revoluciona­ria es el único medio para poner fin a la mayor y perpetua violencia que mantiene en la esclavitud a la gran masa de los hombres (4).
La burguesía no se dejará expropiar de buen grado y habrá que apelar siempre al golpe de fuerza, a la violación del orden legal con medios ilegales (5).
También nosotros sentimos amargura por esta necesidad de la lucha violenta. Noso­tros, que predicamos el amor y combatimos para llegar a un estado social en el cual la concordia y el amor sean posibles entre los hombres, sufrimos más que nadie por la ne­cesidad en que nos encontramos de defendernos con la violencia contra la violencia de las clases dominantes. Pero renunciar a la violencia liberadora cuando ésta constituye el único medio que puede poner fin a los prolongados sufrimientos de la gran masa de los hombres y a las monstruosas carnicerías que enlutan a la humanidad, sería hacernos responsables de los odios que lamentamos y de los males que derivan del odio (6).
Nosotros no queremos imponer nada con la fuerza, y no queremos soportar ninguna imposición forzada.
Queremos emplear la fuerza contra el Gobierno porque éste nos tiene dominados por la fuerza.
Queremos expropiar por la fuerza a los propietarios, porque éstos detentan por la fuer­za las riquezas naturales y el capital, fruto del trabajo, y se sirven de ella para obligar a los demás a trabajar en su propio beneficio.
Combatiremos con la fuerza a quienes quieran retener o reconquistar con la fuerza los medios que les permiten imponer su voluntad y explotar el trabajo de los demás.
Resistiremos con la fuerza contra cualquier “dictadura” o “constituyente” que quisiera sobreponerse a las masas en rebelión. Y combatiremos al Gobierno, como quiera que haya llegado al poder, si hace leyes y dispone de medios militares y penales para obligar a la gente a la obediencia.
Salvo en los casos enumerados, en los cuales el empleo de la fuerza se justifica como defensa contra la fuerza, estamos siempre contra la violencia y en favor de la libre voluntad (7).
Pienso, y lo he repetido mil veces, que no resistir al mal “activamente”, es decir, de todos los modos posibles y adecuados, es absurdo en teoría, porque está en contradic­ción con el fin de evitar y destruir el mal, y es inmoral en la práctica, porque reniega de la solidaridad humana y del consiguiente deber de defender a los débiles y a los oprimidos.
Pienso que un régimen nacido de la violencia y que se sostiene con la violencia sólo puede ser abatido por una violencia correspondiente y proporcionada, y que por ello es una tontería o un engaño confiar en la legalidad que los opresores mismos forjan para su propia defensa. Pero pienso que para nosotros, que tenemos como fin la paz entre los hombres, la justicia y la libertad de todos, la violencia es una dura necesidad que debe cesar, conseguida la liberación, donde cesa la necesidad de la defensa y de la seguridad, bajo pena de que se transforme en un delito contra la humanidad y lleve a nuevas opresiones y nuevas injusticias (8).
Estamos por principio contra la violencia y por ello querríamos que la lucha social, mientras ocurre, se humanizara lo más posible. Pero esto no significa en absoluto que queramos que esa lucha sea menos enérgica y menos radical, pues consideramos más bien que las medidas a medias llegan en fin de cuentas a prolongar indefinidamente la lucha, a volverla estéril y a producir, en suma, una cantidad mayor de esa violencia que se querría evitar. Tampoco significa que limitemos el derecho de defensa a la resis­tencia contra el atentado material e inminente. Para nosotros el oprimido se encuentra siempre en estado de legítima defensa y tiene siempre el pleno derecho de rebelarse sin esperar que comiencen a descargar las armas sobre él; y sabemos muy bien que a menudo el ataque es el mejor medio de defensa.
Pero aquí está en juego una cuestión de sentimiento, y para mí el sentimiento cuenta más que todos los razonamientos.
F. habla tranquilamente de “romper la cara al enemigo después de haberle atado las manos, aunque las reglas morales y consuetudinarias no consentirían en que eso se hiciera”. Este es un estado de ánimo que ya puede llamarse fascista, porque los fas­cistas han vuelto lamentablemente consuetudinario el hecho de emplear las peores violencias contra aquellos a los que se ha puesto preventivamente en la imposibilidad de defenderse, pero que, dejando de lado las teorías, me parece indigno de quien lucha por la emancipación humana.
La venganza, el odio persistente, la crueldad contra el vencido reducido a la impoten­cia pueden comprenderse e incluso perdonarse en el momento de la irritación, por parte de alguien que ha sido cruelmente ofendido en su dignidad y en sus afectos más sagrados; pero postular sentimientos de ferocidad antihumana y elevarlos a principios y táctica de partido es lo más malo y contrarrevolucionario que se pueda imaginar.
Contrarrevolucionario, porque la revolución para nosotros no debe significar sustitu­ción de un opresor por otro, del dominio de los demás por el nuestro, sino elevación humana en los hechos y en los sentimientos, desaparición de toda separación entre vencidos y vencedores, hermanamiento sincero entre todos los seres humanos, sin lo cual la historia seguiría llena de esa permanente alternativa de opresiones y rebeliones como siempre ha sido, en detrimento del verdadero progreso y, en definitiva, de todos los hombres, vencidos y vencedores (9).
La violencia es desgraciadamente necesaria para resistir a la violencia adversaria, y debemos predicarla y prepararla si no queremos que la actual condición de esclavitud larvada, en que se encuentra la gran mayoría de la humanidad, perdure y empeore. Pero contiene en sí el peligro de transformar la revolución en una batalla brutal no iluminada por el ideal y sin posibilidad de resultados benéficos; y por ello es necesario insistir en los fines morales del movimiento y en la necesidad, en el deber de contener la violencia dentro de los límites de la estricta necesidad.
No decimos que la violencia es buena cuando la empleamos nosotros y mala cuando la emplean los demás contra nosotros. Decimos que la violencia es justificable, es buena, es “moral”, constituye un deber cuando se la emplea para la defensa de sí mismo y de los otros contra las pretensiones de los violentos; y es mala, es “inmoral” si sirve para violentar la libertad de otro.
No somos “pacifistas”, porque la paz no es posible si no la quieren las dos partes.
Consideramos a la violencia como necesaria y un deber para la defensa, pero sólo para la defensa. Y se entiende, no sólo para la defensa contra el ataque físico, directo, inmediato, sino contra todas las instituciones que mediante la violencia mantienen esclavizada a la gente.
Estamos contra el fascismo y querríamos que se lo derrotara, oponiendo a su violencia una violencia mayor. Y estamos, sobre todo, contra el gobierno que es la violencia permanente (10).
A mi parecer, si la violencia es justa incluso más allá de la necesidad de la defensa, en­tonces es justa incluso cuando la ejercitan contra nosotros, y no tendríamos ninguna razón para protestar. En ese caso no podríamos ya confiar en la fuerza material -esa fuerza que lamentablemente no tenemos- (11).
La posible incapacidad popular no se remedia poniéndonos nosotros en el lugar de los opresores derrotados. Sólo la libertad o la lucha por la libertad puede ser secuela de libertad.
Pero se dirá: para iniciar y llevar a su término una revolución es necesaria una fuerza armada y organizada. ¿Y quién lo pone en duda? Sin embargo, esta fuerza armada, y mejor las múltiples organizaciones armadas de los revolucionarios, harán obra revolu­cionaria si sirven para liberar al pueblo y para impedir toda constitución de un gobier­no autoritario; serán en cambio instrumento de reacción y destruirán su propia obra si desean servir para imponer un determinado tipo de organización social, el programa especial de un determinado partido... (12)
Como la revolución es, por la necesidad de las cosas, un acto violento, tiende a desa­rrollar, más bien que a suprimir, el espíritu de violencia. Pero la revolución realizada tal como la conciben los anarquistas es la menos violenta posible y desea frenar toda violencia apenas cesa la necesidad de oponer la fuerza material a la fuerza material del gobierno y de la burguesía.
Los anarquistas sólo admiten la violencia como legítima defensa; y si están hoy en favor de ella, es porque consideran que los esclavos están siempre en estado de legítima defensa.
Pero el ideal de los anarquistas es una sociedad de la cual haya desaparecido el factor violencia, y ese ideal suyo sirve para frenar, corregir y destruir el espíritu de prepotencia que la revolución, en cuanto acto material, tendería a desarrollar.
El remedio no podría ser en ningún caso la organización y la dictadura, que sólo pue­de fundamentarse en la fuerza material y tiende necesariamente a la glorificación del orden policial y militar (13).
Un error opuesto a aquel en que caen los terroristas amenaza al movimiento anar­quista. Un poco por reacción contra el abuso que se ha hecho de la violencia en estos últimos años, un poco por la supervivencia de las ideas cristianas, y sobre todo por la influencia de la predicación mística de Tolstoi, a la cual el genio y las elevadas cualida­des morales del autor dan boga y prestigio, comienza a adquirir una cierta importancia entre los anarquistas el partido de la resistencia pasiva, que tiene por principio que es necesario dejarse oprimir y vilipendiar a sí mismo y a los demás, más bien que hacer el mal al agresor. Es lo que se ha llamado anarquismo pasivo.
Puesto que algunas personas, impresionadas por mi aversión contra la violencia inútil o dañina, han querido atribuirme, no sé muy bien si para elogiarme o denigrarme, tendencias hacia el tolstoísmo, aprovecho la ocasión para declarar que a mi parecer esta doctrina, por más sublimemente altruista que parezca, es en realidad la negación del instinto y de los deberes sociales. Un hombre puede, si es muy... cristiano, sufrir pacientemente toda clase de presiones sin defenderse con todos los medios posibles, y seguir siendo quizás un hombre moral. Pero ¿no sería en la práctica y aun sin quererlo un terrible egoísta si dejase oprimir a los demás sin tratar de defenderlos? ¿No lo sería, por ejemplo, si prefiriese que una clase fuese reducida a la miseria, que un pueblo fuese hollado por el invasor, que un hombre fuera ofendido en su vida y libertad, más bien que arrancar el pellejo al opresor?
Puede haber casos en los cuales la resistencia pasiva sea un arma eficaz, y entonces resultaría por cierto la mejor de las armas, porque sería la más económica en sufrimien­tos humanos. Pero las más de las veces profesar la resistencia pasiva significa asegurar a los opresores contra el temor de la rebelión, y por lo tanto traicionar la causa de los oprimidos.
Es curioso observar cómo los terroristas y los tolstoístas, justamente porque unos y otros son místicos, llegan a consecuencias prácticas casi iguales. Aquéllos no dudarían en destruir a media humanidad con tal de hacer triunfar la idea; éstos dejarían que toda la humanidad permaneciese bajo el peso de los más grandes sufrimientos más bien que violar un principio.
Para mí, yo preferiría violar todos los principios del mundo con tal de salvar a un hom­bre; lo cual equivaldría en verdad, por otra parte, a respetar el principio, porque según mi opinión, todos los principios morales y sociológicos se reducen a uno solo: el bien de los hombres, de todos los hombres (14).

 

LOS ATENTADOS

Recuerdo que en ocasión de un resonante atentado anarquista, alguien que figuraba entonces en las primeras filas del partido socialista y acababa de volver de la guerra turco-griega, gritaba fuerte, con aprobación de sus compañeros, que la vida humana es sagrada siempre y que no hay que atentar contra ella ni siquiera por causa de la liber­tad. Parece que exceptuara la vida de los turcos y la causa de la independencia griega.
¿Es esto ilógico o hipócrita? (1)
La violencia anarquista es la única justificable, la única que no es criminal.
Hablo naturalmente de la violencia que tiene en verdad caracteres anarquistas, y no de éste o aquel hecho de violencia ciega e irrazonable que se ha atribuido a los anarquistas, y que quizás fue cometido por verdaderos anarquistas empujados a un estado de furor por infames persecuciones, o enceguecidos, por exceso de sensibilidad no moderada por la razón, por el espectáculo de las injusticias sociales, por el dolor que les producía el dolor de los demás.
La verdadera violencia anarquista es la que termina donde cesa la necesidad de la de­fensa y de la liberación, Está moderada por la conciencia de que los individuos, tomados aisladamente, son poco o nada responsables de la posición que les ha asigna­do la herencia y el ambiente; éste no se inspira en el odio sino en el amor; y es santa porque tiende a la liberación de todos y no a la sustitución del dominio de los demás por el propio.
Ha habido en Italia un partido que, con fines de elevada civilidad, se ha aplicado a extinguir en las masas toda fe en la violencia… y logró hacerlas incapaces de toda re­sistencia cuando llegó el fascismo. Me pareció que el mismo Turati ha reconocido más o menos claramente o lamentado este hecho en su discurso de París, en ocasión de la conmemoración de Jaurés.
Los anarquistas no son hipócritas. Es necesario rechazar la fuerza con la fuerza: hoy contra las opresiones de hoy; mañana contra las opresiones que pudieran tratar de sustituir a las de hoy (2).
McKinley, jefe de la oligarquía norteamericana, instrumento y defensor de los grandes capitalistas, traidor de los cubanos y los filipinos, el hombre que autorizó la masacre de los huelguistas de Hazleton, las torturas de los mineros de Idaho y las mil infamias que todos los días se cometen contra los trabajadores en la “república modelo”, el que encarnaba la política militarista, conquistadora, imperialista a que se lanzó la pingüe burguesía americana, cayó víctima del revólver de un anarquista.
¿De qué queréis que nos aflijamos, como no sea por la suerte reservada al hombre generoso que, oportuna o inoportunamente, con buena o mala táctica, se ofreció en holocausto a la causa de la igualdad y de la libertad?
“El acto de Czolgosz (podría responder L’Agitazione) no ha hecho progresar en nada la causa del proletariado y de la revolución; a McKinley le sucede su igual, Roosevelt, y todo queda en el estado anterior, salvo que la posición se ha vuelto un poco más difícil para los anarquistas.” Y puede ocurrir que L’Agitazione tenga razón: más aún, en el ambiente norteamericano, por lo que yo sé, me parece probable que sea así.
Y esto quiere decir que en la guerra hay movimientos brillantes y otros equivocados, hay combatientes sagaces Y otros que, dejándose llevar por el entusiasmo, se ofrecen como fácil blanco al enemigo, y quizás comprometen la posición de los compañeros; esto quiere decir que cada uno debe aconsejar, defender y practicar la táctica que crea más adecuada para lograr la victoria en el tiempo más breve con el menor sacrificio posible; pero no puede alterar el hecho fundamental, evidente, de que quien combate bien o mal contra nuestro enemigo y con nuestros mismos propósitos es nuestro amigo y tiene derecho no sólo a nuestra incondicional aprobación, sino también a nuestra cordial simpatía.
El hecho de que la unidad combatiente sea una colectividad o un individuo solo no puede cambiar nada en el aspecto moral de la cuestión. Una insurrección armada que se realiza en forma inoportuna puede producir un daño real o aparente para la guerra social que nosotros libramos, como ocurre con un atentado individual que choca con­tra el sentimiento popular; pero si la insurrección se hace para conquistar la libertad, no habrá nadie que se atreva a negar el carácter de combatientes político-sociales que tienen los insurgentes vencidos. ¿Por qué debería ser de distinta manera en caso de que el insurgente sea uno solo?...
Aquí no se trata de discutir de táctica. Si se tratase de eso, yo diría que en líneas gene­rales prefiero la acción colectiva más bien que la individual, incluso porque en el caso de la acción colectiva, que requiere cualidades medias bastantes comunes, se puede realizar más o menos la asignación de tareas, mientras que no se puede contar con el heroísmo excepcional y por naturaleza esporádico, que requiere el sacrificio individual. Se trata ahora de una cuestión más elevada: se trata del espíritu revolucionario, del sentimiento casi instintivo de odio contra la opresión, sin el cual no vale nada la letra muerta de los programas, por más libertarios que sean los propósitos que se afirmen; se trata del espíritu de combatividad, sin el cual incluso los anarquistas se domestican, y terminan por una u otra vía en el pantano del legalismo...(3)
Gaetano Bresci, operario y anarquista, asesinó al rey Humberto. Dos hombres: uno muerto inmaduramente, el otro condenado a una vida de tormentos que es mil veces peor que la muerte. ¡Dos familias sumergidas en el dolor!
¿De quién es la culpa?...
Es cierto que si se toman en cuenta las consideraciones de herencia, educación y ambiente, la responsabilidad personal de los poderosos se atenúa mucho y quizás desaparece por completo. Pero entonces, si el rey es irresponsable de sus actos y de sus omisiones, si pese a la opresión, el despojo, la masacre del pueblo realizada en su nombre, hay que mantenerlo en el primer lugar en el país, ¿por qué sería responsable Bresci? ¿Por qué debería Bresci pagar con una vida de inenarrables sufrimientos un acto que por más que se lo quiera juzgar equivocado, ninguno puede negar que se inspiró en intenciones altruistas?
Pero esta cuestión de la investigación de las responsabilidades no nos interesa mucho.
Creemos en el derecho de castigar, rechazamos la idea de la venganza como sentimien­to bárbaro: no nos proponemos ser ejecutores de la justicia, ni vengadores. Más santa, más noble, más fecunda nos parece la misión de liberadores y pacificadores.
A los reyes, a los opresores, a los explotadores les tenderíamos con gusto la mano, siempre que quisieran volverse hombres entre los hombres, iguales entre los iguales. Pero mientras se obstinen en disfrutar del actual orden de cosas, y en defenderlo con la fuerza, produciendo así el martirio, el embrutecimiento y la muerte por privaciones de millones de seres humanos, nos vemos forzados a oponer la fuerza a la fuerza y tenemos el deber de hacerlo.
Sabemos que estos hechos de violencia aislada, sin suficiente preparación en el pueblo, son estériles y a menudo producen, al provocar reacciones a las que es incapaz de resis­tir, dolores infinitos y dañan la causa misma que tratan de servir.
Sabemos que lo esencial, lo indiscutiblemente útil consiste no ya en matar la persona de un rey, sino en matar a todos los reyes -los de las Cortes, de los Parlamentos y de las fábricas- en el corazón y la mente de la gente; es decir, en erradicar la fe en el principio de autoridad al cual rinde culto una parte tan considerable del pueblo (4).
No necesito reiterar mi desaprobación, mi horror por atentados como los del Diana, que aparte de ser malos en sí son también estúpidos, porque dañan inevitablemente a la causa a la que deberían servir. Y no he dejado nunca, en casos similares, también y especialmente cuando resultó que esos casos eran obra de anarquistas auténticos, de protestar enérgicamente. He protestado cuando la protesta podía beneficiarme perso­nalmente y también lo hice cuando me habría sido más útil guardar silencio, porque mi protesta se inspiraba en elevadas razones de principio y de táctica y constituía para mí un deber, pues me ocurre encontrar gente que, dotada de escaso espíritu crítico personal, se deja guiar por mis palabras.
Pero ahora no se trata de juzgar el hecho, de discutir si estaba bien o mal hacerlo y si estaría bien o mal cometer otros similares. Ahora se trata de juzgar a hombres amenazados por una pena mil veces peor que la muerte, y entonces hay que examinar quiénes son esos hombres, cuáles eran sus intenciones y las circunstancias ambientales en que actuaron...(5)
Pero he dicho que esos asesinos son también santos y héroes; y contra esta afir­mación protestan aquellos amigos míos, en homenaje a los que ellos llaman héroes y santos verdaderos que, según parece, no se equivocan nunca.
Yo no puedo sino confirmar lo que he dicho.
Cuando pienso en todo lo que aprendí de Mariani y de Aguggini, cuando pienso qué buenos hijos y hermanos eran y cuán afectuosos y devotos compañeros se mostraban en la vida cotidiana, siempre dispuestos a correr riesgos y realizar sacrificios cuando la necesidad urgía, lloro su suerte, lloro la fatalidad que hizo asesinos de aquellas natura­lezas bellas y nobles.
Dije que se los celebrará un día -no dije que los celebraría yo-; y se los celebrará porque, como ocurrió con tantos otros, se olvidará el hecho brutal, la pasión que los extravió, para recordar sólo la idea que los iluminó, el martirio que los hizo sagrados.
No quiero extenderme aquí en recuerdos históricos; pero si quisiera podría encontrar en la historia de todas las revoluciones, en la del Risorgimento italiano -no trato en absoluto de aludir a los casos de Felice Orsini y otros semejantes-, en la misma historia nuestra, mil ejemplos de hombres que cometieron hechos tan malos y estúpidos como el del Diana, y son sin embargo celebrados por los respectivos partidos, justamente porque se olvida el hecho y se recuerda la intención, y el hombre se vuelve símbolo y la historia se transforma en leyenda.
Torquemada, que torturaba y se torturaba para servir a Dios y para salvar almas, era un santo y un asesino.
La madre que consagrara, como no es raro que ocurra, todo su tiempo y sus medios, y se expusiera a todos los peligros y sufrimientos para asistir y socorrer a los enfermos, dejando que sus hijos se consumieran en la suciedad y murieran de hambre, sería una santa, pero también sería una madre asesina.
Se podría sostener fácilmente que el santo y el héroe es casi siempre un desequilibrado. Pero entonces todo se reduciría a una cuestión de palabras, de definición. ¿Qué es el santo? ¿Qué es el héroe?
Basta de sutilezas.
Lo importante es no confundir el hecho con las intenciones, y al condenar el hecho malo, no omitir el hacer justicia a las buenas intenciones. Y esto no sólo por respeto a la verdad, no sólo por piedad humana, sino también por razones de propaganda, por los efectos trágicos que nuestro juicio puede producir.
Existen, y existirán siempre mientras duren las actuales condiciones y el ambiente de violencia en que vivimos, hombres generosos, rebeldes, supersensibles, pero privados de reflexión suficiente, que en determinadas circunstancias son pasibles de dejarse arrastrar por la pasión y asestar golpes a ciegas. Si no reconocemos paladinamente la bondad de sus intenciones, y no distinguimos el error de la maldad, perdemos todo ascendiente moral sobre ellos y los abandonamos a sus impulsos ciegos. En cambio, si rendimos homenaje a su bondad, a su coraje, a su espíritu de sacrificio, podemos por la vía del corazón llegar a su inteligencia y hacer de modo que esos tesoros de energía que residen en ellos se empleen en favor de la causa de una manera inteligente, buena y útil (6).

LA EXPROPIACIÓN

Para suprimir en forma radical y sin peligro de retorno esta opresión, es necesario que todo el pueblo esté convencido del derecho que tiene al uso de los medios de produc­ción, y que realice este derecho suyo en forma primordial expropiando a los detenta­dores del suelo y de todas las riquezas sociales y poniendo aquél y éstas a disposición de todos los hombres (1).
[En Teramo], en un comicio entre campesinos, el secretario de la Cámara confederal, el presidente de la Cooperativa socialista y los diputados socialistas Lopardi y Agosti­none dijeron a los campesinos: Manteneos preparados; cuando vuestros jefes os digan que hagáis huelga, abandonad los campos, pero si os dicen de cosechar vuestra parte, obedeced y dejad perder la otra mitad.
He aquí consejos de buenos reformistas. De hecho, cuando se pierde la cosecha se pue­de decir más fácilmente a la gente que la revolución no se puede hacer porque todos morirían de hambre.
¿Cuándo se decidirán estos malos pastores a decir a los campesinos: recoged todo y no deis nada a los patrones? Y después de haber cosechado preparad el terreno y sembrad para el nuevo año con la firme idea de que los patrones no deben tener más nada (2).
Será necesario, si se quiere cambiar verdaderamente la sustancia y no sólo la forma exterior del régimen, abatir de hecho al capitalismo expropiando a los detentadores de la riqueza social y organizando en seguida, localmente, sin pasar por ningún trámite legal, la nueva vida social. Lo cual quiere decir que para hacer la “república social” es necesario hacer primero… ¡la Anarquía! (3)
Uno de los puntos fundamentales del anarquismo es la abolición del monopolio de la tierra, de las materias primas y de los instrumentos de trabajo, y consiguientemente la abolición de la explotación del trabajó de otro que realizan los detentadores de los medios de producción. Toda apropiación del trabajo de otro, de todo lo que sirve a un hombre para vivir sin dar a la sociedad su contribución productiva, es un robo desde el punto de vista anárquico y socialista.
Los propietarios, los capitalistas han robado al pueblo, con la violencia y el fraude, la tierra y todos los medios de producción, y luego de este robo inicial pueden sustraer cada día a los trabajadores el producto de su trabajo. Pero fueron ladrones afortunados, se volvieron fuertes, hicieron leyes para legitimar su situación y organizaron todo un sistema de represión para defenderse tanto contra las reivindicaciones de los trabaja­dores como contra los que quieren sustituirlos para hacer lo mismo que ellos hicieron. Y ahora, el robo de esos señores se llama propiedad y comercio, industria, etcétera, mientras que el nombre de ladrones se reserva, en el lenguaje común, para quienes querrían seguir el ejemplo de los capitalistas, pero al haber llegado demasiado tarde y en circunstancias desfavorables no pueden hacerlo sino rebelándose contra la ley.
Sin embargo, la diferencia de los nombres utilizados comúnmente no basta para anular la identidad moral y social de las dos situaciones. El capitalista es un ladrón que logró éxito por mérito suyo o de sus antepasados; el ladrón es un aspirante a capitalista que sólo espera volverse tal en la realidad para vivir sin trabajar del producto de su robo, o sea del trabajo de otros.
Como somos enemigos de los capitalistas no podemos tener simpatías por el ladrón que aspira a transformarse en uno de ellos. Como partidarios de la expropiación reali­zada por el pueblo en beneficio de todos no podemos, en tanto anarquistas, tener nada en común con una operación en la cual no se trata sino de hacer pasar la riqueza de las manos de un propietario a las manos de otro.
Naturalmente que me refiero al ladrón profesional, a quien no quiere trabajar y busca los medios para poder vivir como un parásito del trabajo ajeno. Es muy distinto el caso cuando se trata de un hombre a quien la sociedad le niega los medios para trabajar, y que roba para no morirse de hambre y no dejar morir de inanición a sus hijos. En este caso el robo -si se le puede llamar así- es una rebelión contra la injusticia social, y puede transformarse en el más sagrado de los derechos e incluso en el más imperioso de los deberes.
Por cierto, el ladrón profesional también es a su vez una víctima del ambiente social. El ejemplo que viene de lo alto, la educación que se recibió, las condiciones repug­nantes en que los hombres se ven a menudo obligados a trabajar, explican fácilmente que algunos, que no son moralmente superiores a sus contemporáneos, puestos en la alternativa de que los exploten o de explotar a otros elijan ser explotadores y traten de llegar a lograrlo con los medios de que son capaces. Pero estas circunstancias atenuan­tes pueden aplicarse también a los capitalistas, y esto no hace sino probar mejor la identidad sustancial de las dos profesiones.
Las ideas anarquistas, por consiguiente, así como no pueden impulsar a la gente a que se vuelva capitalista, tampoco la pueden impulsar a que se vuelva ladrona. Por el con-trario, al dar a los descontentos una idea de vida superior y una esperanza de emanci­pación colectiva, los alejan, en la medida de lo posible, debido al ambiente actual, de todas las acciones legales o ilegales que sólo son una adaptación al sistema capitalista y tienden a perpetuarlo.
Pese a todo esto, el ambiente social es tan poderoso y los temperamentos personales son tan diversos, que puede muy bien haber entre los anarquistas algunos que se vuel­van ladrones, como hay entre ellos algunos que se vuelven comerciantes o industriales, pero en tal caso unos y otros actúan no a causa de sus ideas anarquistas sino pese a esas ideas (4).