PRESENTACIÓN
La polémica,
entre los libertarios italianos Errico Malatesta y Saverio Merlino, que a
continuación publicamos, se desarrolló en 1897 y tuvo una enorme resonancia en
territorio italiano e incluso en el seno del movimiento anarquista y socialista
europeo.
La primera
vez que leímos esta polémica, si la memoria no nos es infiel, fue en 1990.
Quisimos publicarla en papel, en nuestra editorial Ediciones Antorcha, pero
finalmente es hasta ahora, ¡casi quince años después!, que pudimos concretar
este objetivo ya como edición virtual.
Nos hemos
basado para su elaboración en el magnífico libro publicado en 2002 por la Fundación
Anselmo Lorenzo, titulado Escritos de Errico Malatesta.
La riqueza,
llamémosle pedagógica, de esta polémica es evidente. Tanto Merlino como
Malatesta echan, como se dice comúnmente, mano de sus mejores
argumentos para intentar vencer al oponente, logrando con ello que quien
resulta a fin de cuentas vencedor, no es otro que el lector, que,
independientemente de sus particulares puntos de vista, puede aprender
muchísimo de los planteamientos expresados por los polemistas.
También, y
no está de más el señalarlo, el tema de las elecciones y el parlamentarismo, de
ninguna manera pueden considerarse como temas superados en el seno del
movimiento libertario internacional. Las dos posturas, esto es, tanto la que
plantea el absoluto rechazo a las elecciones y al parlamentarismo, como la que
considera que ese rechazo a lo único que conduce es al enclaustramiento voluntario
de un movimiento cuyos planteamientos merecen mejor suerte, siguen presentes, y
dudamos que llegue el momento en que el tema se cierre al vencer una de los dos
posturas con la victoria absoluta.
Ojala esta
polémica proporcione a quien la lea elementos de comprensión a las alternativas
libertarias.
Chantal
López y Omar Cortés
Me preguntan
desde varios lugares mi parecer acerca de si se debe o no tomar parte en las
elecciones políticas.
En el número
de hoy del Messaggero leo que también, en una reunión mantenida en
Senigallia, se ha interpretado de una manera sui generis cuanto he dicho
a propósito del tema en una conferencia pronunciada en Nápoles.
Es
manifiesto que carece de importancia conocer lo que pienso: en cambio, importa
muchísimo saber cuál de las dos opiniones -la favorable o la contraria a la
participación en las elecciones- es la verdadera. Y esto es lo que yo querría
discutir de una vez por todas y para todos.
Es de sobra
sabido que los socialistas, en lucha con los republicanos y con los demócratas,
han sostenido por muchos años -y muchos lo sostienen todavía- que las formas
políticas no tienen ningún valor, que tanto vale la monarquía como la República
y que las libertades sancionadas por los estatutos son una simulación, porque
quien es pobre es esclavo.
La cuestión
social -se ha dicho- consiste enteramente en la dependencia económica de los
obreros con respecto a los patronos: socavemos ésta y la libertad vendrá por sí
sola.
Esto es una
gran verdad. Las libertades políticas existen, ¿pero quién las tiene? ¿Quién
puede ejercerlas verdaderamente bajo el régimen actual? No puede ser
políticamente libre el pueblo que económicamente es esclavo. Pero, si las
libertades políticas y constitucionales tienen menos valor que el que
generalmente se cree, no se sigue de ello que no sirvan para nada. Sirven
mientras que el gobierno nos las arranca, tratando de retardar la emancipación
de la clase obrera.
En
consecuencia tienen un valor innegable.
Pero estas
libertades no consisten simplemente en el derecho al voto y en el uso que se
puede hacer de él.
Son también
los derechos de reunión y asociación, la inviolabilidad personal y del domicilio,
el derecho de no ser castigado o perseguido por simple sospecha (como sucede en
los casos de la amonestación y del domicilio forzado), etc., etc.
Y estas
libertades se defienden no sólo en el parlamento (el parlamento, dijo una vez
Lemoine, se asemeja a cierto juego de niños, que hace mucho ruido sin ningún
fruto), sino que se defienden sobre todo fuera del parlamento, luchando cada
vez que el poder ejecutivo comete una arbitrariedad o una prepotencia contra
una clase de ciudadanos o incluso contra un solo individuo (como sucede en
otros países, donde incluso sin tener representantes en el parlamento, el
pueblo sabe imponer el respeto a sus libertades).
Con esto no
quiero decir que la lucha por la libertad -y hasta cierto punto también la
lucha por el socialismo- no se pueda y deba hacer también durante las
elecciones y en el parlamento.
Yo creo que
nosotros, combatiendo a ultranza, como lo hemos hecho, el parlamentarismo, nos
hemos pillado los dedos: porque hemos contribuido a crear esta horrible indiferencia
de la población, no solamente por el sistema parlamentario, sino también por
las libertades constitucionales, de modo que el gobierno ha podido impunemente
violarlas sin que un solo grito de protesta se haya elevado de los hijos de
aquellos que dieron la vida para conquistarlas.
El
parlamentarismo no es el fénix de los sistemas políticos; al contrario. Pero
por pésimo que sea, es siempre mejor que el absolutismo, al cual nos
encaminamos a grandes pasos.
Por tanto,
hoy por hoy, al partido socialista (en el cual incluyo también a los
anarquistas no individualistas) le corresponde también la defensa de la
libertad.
Esta lucha,
según mi opinión, debe ser librada sobre todos los terrenos -comprendido el de
las elecciones- pero no solamente sobre éste.
Los
socialistas anárquicos no tienen necesidad de candidatos propios: no aspiran al
poder y no sabrían qué hacer con él. Pero deben protestar contra la reacción
gubernamental, tomando parte en la agitación electoral. Y está claro que entre
un candidato crispino, rudiniano o zanardelliano -dispuesto a votar estados
de sitio, leyes de excepción, elegibilidad de candidatos políticos, quizá
masacres de multitudes hambrientas- y un socialista o republicano sincero,
sería locura preferir al primero.
Sin embargo,
deben decir claramente al pueblo que no se hacen ilusión (como les sucede a
algunos socialistas) de poder abrir brecha en la ciudadela burguesa, y
conquistarla, a golpes de papeleta.
Asimismo,
sólo pueden y deben decir a los socialistas que el voto no es más que un
episodio de la lucha por el socialismo, y no el más importante; la verdadera
lucha debe ser llevada acabo en el pueblo y con el pueblo sobre los terrenos
económico y político.
La
emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos;
no puede ser obra de los políticos.
He aquí mi
opinión sobre la más grave razón de disidencia entre socialistas y anarquistas.
Desgraciadamente,
éstos y aquellos se han hecho daño y -lo que es peor- se han insultado
recíprocamente: y el recuerdo de tales cosas nubla su vista y les impide
considerar el verdadero interés de la causa.
Algunos
cabecillas legalistas son intolerantes y mezquinos (el periódico máximo del
partido no ha tenido una palabra de protesta por mi arresto singularisimo en
Florencia); los anarquistas son iracundos e implacables.
Con estas
peleas el gobierno disfruta.
Merlino
Del Messaggero,
del 9 de enero de 1897.
Estoy
informado de que los socialistas parlamentarios de Italia dicen que yo, de
acuerdo con Merlino, encuentro útil que los socialistas anárquicos participen
en las luchas electorales votando por el candidato más avanzado.
Dado que me
hacen el honor de ocuparse de mi opinión, no se me estimará presuntuoso si me
apresuro a poner en su conocimiento y en el de la población lo que
verdaderamente pienso de la cuestión.
Por cierto,
no critico a mi amigo Merlino que piense como quiera y lo diga sin reticencias.
Hubiera preferido que antes de anunciar públicamente un cambio de táctica -que
no tiene ningún valor si no es aceptado por los compañeros- discutiera más a
fondo la cosa entre aquellos del partido al cual ha pertenecido hasta ahora y
con el cual espero que querrá continuar combatiendo. Pero también esto, más que
culpa de Merlino, lo es de la crisis prolongada que ha afligido a nuestro
partido y del estado de reorganización todavía incipiente en el que nos
encontramos.
Sin embargo,
es necesario hacer constar que lo que Merlino ha dicho en relación al
parlamentarismo y a las luchas electorales no es otra cosa que una opinión
personal, que no puede prejuzgar la táctica que adoptará el partido socialista
anárquico.
Por mi parte
-a pesar de que me disguste disentir en asunto tan importante con un hombre de
valor como Merlino y al que me ligan tantos vínculos de afecto- me siento
obligado a declarar que, según mi parecer, la táctica preconizada por Merlino
es nefasta y conduciría fatalmente a la renuncia de todo el programa socialista
anárquico. Y creo poder afirmar que así lo piensan todos o casi todos los
anarquistas.
Los
anarquistas permanecen, como siempre, adversarios decididos del parlamentarismo
y de la táctica parlamentaria.
Adversarios
del parlamentarismo porque creen que el socialismo sólo debe y puede realizarse
mediante la libre federación de las asociaciones de producción y de consumo, y
que cualquier gobierno -el parlamento inclusive- no sólo es impotente para
resolver la cuestión social y armonizar y satisfacer los intereses de todos,
sino que constituye por sí mismo una clase privilegiada con ideas, pasiones e
intereses contrarios a los del pueblo, a quien tiene forma de oprimir con las
fuerzas del pueblo mismo. Adversarios de la lucha parlamentaria, porque creen
que ésta, lejos de favorecer el desarrollo de la conciencia popular, tiende a
deshabituar al pueblo del cuidado directo de sus propios intereses y es una
escuela, para unos de servilismo, y para otros de intrigas y mentiras.
Estamos
lejos de desconocer la importancia de las libertades políticas. Pero las
libertades políticas no se obtienen sino cuando el pueblo se muestra decidido a
conseguirlas; ni, una vez obtenidas, duran y tienen valor sino cuando los gobiernos
sienten que el pueblo no soportaría la supresión de las mismas.
Acostumbrar
al pueblo a delegar en otros la conquista y la defensa de sus derechos, es el
modo más seguro de dejar vía libre al arbitrio de los gobernantes.
El
parlamentarismo es mejor que el despotismo, es verdad; pero sólo cuando
representa una concesión hecha por el déspota por miedo a lo peor.
Entre el
parlamentarismo aceptado y elogiado y el despotismo sufrido por la fuerza, con
el ánimo dispuesto a la rebelión, es mil veces mejor el despotismo.
Sé bien que
Merlino da a las elecciones una importancia mínima y quiere, como nosotros, que
la lucha verdadera se lleve adelante en el pueblo y con el pueblo. Sin embargo,
los dos métodos de lucha son incompatibles, y quien acepta ambos, acaba
fatalmente sacrificando al interés electoral toda otra consideración. La
experiencia lo prueba, y la natural tendencia a vivir tranquilo lo explica.
Y Merlino
demuestra comprender bien el peligro cuando dice que los socialistas anárquicos
no tienen necesidad de presentar candidatos propios, dado que ellos no aspiran
al poder y no saben qué hacer con él.
Pero, ¿es
ésta una posición sostenible? Si en el parlamento se puede hacer el bien, ¿por
qué habrán de hacerlo los demás y no nosotros, que creemos tener más razón que
ellos?
Si no
aspiramos al poder, ¿por qué ayudar a quienes aspiran a él?
Si no
sabemos qué hacer con el poder. ¿Qué harían los demás, sino ejercerlo en contra
del pueblo?
Que Merlino
esté seguro de esto; si hoy le dijéramos a la gente que vote por alguien,
aconsejaría rápidamente votar por mi, dado que creo (y en esto probablemente
estoy equivocado, pero es una equivocación humana) valer tanto como cualquiera
y me siento seguro de mi honestidad y firmeza.
Por cierto,
con las precedentes consideraciones no he dicho todo lo que se podría decir,
pero temo abusar demasiado de vuestro espacio. Me explicaré más ampliamente en
un escrito adecuado; ni faltará, lo espero, un acto colectivo del partido que
reafirme los principios antiparlamentarios y la táctica abstencionista de los
socialistas anárquicos.
Esperando
que consideréis que la presente es de utilidad para informar al público sobre
la actitud que los diversos partidos observarán en las próximas elecciones y
que por ello querréis publicarla, os agradezco anticipadamente.
Malatesta
Del
Messaggero, del 7 de febrero de 1897.
ANARQUISTAS
Y SOCIALISTAS EN LAS ELECCIONES POLÍTICAS
El amigo
Malatesta, en nombre -parece- de todos o casi todos los anarquistas, ha
creído poder reafirmar, en respuesta a mi carta del 9 de enero -y parece que se
prepara a reafirmarlo también con otro escrito y con un acto colectivo del
partido- los principios antiparlamentarios y la táctica abstencionista de los
socialistas anárquicos.
Envidio a
estos anárquicos. Yo también querría poder nutrir la antigua fe acostumbrada a
los triunfos (verdaderamente, no se si a los triunfos, pero ciertamente a las
batallas). Yo también querría haber conservado las ideas simples e íntegras de
hace diez años. Entonces, también yo me ilusionaría y llamaría al estado de
desintegración del partido anárquico un estado de reorganización incipiente.
También yo podría decir que sé con seguridad de qué manera -y no de otra-
actuará el socialismo. También yo repetiría que el gobierno, todo gobierno, no
es sino la organización de la clase privilegiada que oprime al pueblo con las
fuerzas del pueblo mismo y que éste, nombrando diputados, delega en ellos la
conquista y la defensa de sus derechos. Y cuando hubiera dicho esto, me
sentiría satisfecho y esperaría el día de la gran revolución, que debe cambiar
la faz de la tierra (pero que tiene el inconveniente, según pienso yo
gravísimo, de hacerse esperar demasiado).
Desgraciadamente,
lo confieso, me he hecho más maduro, a pesar de que me resultaría cómodo, no
quiero dejar de lado la experiencia de diez o quince años. Estoy convencido de
que el partido anárquico ha equivocado el camino; estoy convencido de que los
anarquistas, todos o casi todos, tienen mi misma convicción; sólo que no osan
confesarlo y no tienen la fuerza de ánimo necesaria para separarse de su pasado.
La táctica
abstencionista ha traído dos resultados:
1. Nos
ha separado de la parte activa y militante del pueblo;
2. Nos
ha debilitado frente al gobierno.
Es muy lindo
decir que abstención no quiere decir inacción, sino participación en la
agitación electoral con propaganda antiparlamentaria. Con esta lógica, que mi
amigo invoca, los anarquistas abstencionistas debían terminar y han terminado
por quedarse en casa; cuando no han votado por algún candidato de su corazón
(como individuos se entiende, no como partido), sin hablar de aquellos que
además han pasado el Rubicón y han ido a alinearse -por el mero deseo de hacer
algo- con los socialistas legalistas.
El gobierno,
luego, ha aprovechado nuestro aislamiento para sacudirnos por todos lados,
legal o ilegalmente (el gobierno, como se ve, no tiene nuestros mismos
escrúpulos).
Estamos
maniatados hasta el punto de no poder hacer la menor propaganda. La policía
puede, a su albedrío, encarcelarnos, hacernos condenar, confinarnos. ¿Qué
resistencia oponemos nosotros? Ninguna.
Nuestra
guerra ha sido de brazos cruzados. Si por lo menos fuéramos partidarios de la no
resistencia al mal, tendríamos con qué consolarnos. Pero no, nosotros
esperamos que madure la revolución. Entre tanto, hemos visto en estos días que
quien ha podido llevar una palabra de apoyo a los huelguistas de Civitavecchia
ha sido un diputado socialista. ¡Y continuamos diciendo que no sirve para nada
la lucha parlamentaria!
Malatesta
dice:
Si debemos
votar por los socialistas o por los republicanos, tanto más valdría ir nosotros
mismos al parlamento.
Para
nosotros no se trata -como para los socialistas- de triunfar e ir a defender
nuestro programa en pleno parlamento, en presencia de elementos cultos y
célebres sino que se trata de conseguir cuantos más opositores sinceros y
enérgicos al gobierno sea posible -trescientos Imbriani, por así decir- pero
Imbriani que no se contenten con bombardear con interpelaciones a los ministros
del parlamento, sino que lleven adelante una guerra seria y continua al
gobierno del país, aprovechándose inclusive, hasta que les priven de ellas, de
las prerrogativas parlamentarias.
Malatesta
afirma que la lucha extraparlamentaria por la libertad no se puede librar
cuando se adopta la lucha electoral. Yo pienso justamente lo contrario.
Lo que no
puedo admitir de ninguna manera es que la táctica parlamentaría, lejos de
favorecer el desarrollo de la conciencia popular, tienda a deshabituar al
pueblo del cuidado directo de sus propios intereses.
Esto es
doctrinarismo puro. La agitación electoral socialista arranca a las multitudes
de su indiferencia hereditaria en los asuntos públicos: en Italia ha
conquistado para nuestra causa regiones que ya se habían demostrado y son
todavía refractarias a la propaganda anarquista.
El
parlamentarismo tiene sus inconvenientes: ¿Pero qué cosa no los tiene?
¿Qué
táctica, o agitación, o acción, podría aconsejar Malatesta que no presente
inconvenientes iguales, si no mayores? Algunos de nuestros amigos se han puesto
a organizar cooperativas: trabajo éste utilísimo también, pero no es nuestro
trabajo.
Ni los
socios de las cooperativas pueden ser todos socialistas y anarquistas, ni el
gobierno toleraría cooperativas así formadas. Sin contar que no pocas
cooperativas se convierten en empresas capitalistas y que algunas, incluso,
nacen como tales.
¿Qué hacer
entonces? ¿Organizar sociedades obreras de resistencia? Pero apenas éstas
empiezan a ser numerosas y potentes (como las Uniones inglesas) surge un estado
mayor de presidentes, vicepresidentes, secretarios y cajeros; en suma, un
parlamentarismo peor que el otro.
El
parlamentarismo no es un principio, es un medio: se equivocan los que hacen de
él una panacea, pero se equivocan también los que lo miran con santo horror
como si fuera la peste bubónica.
Y, por otra
parte, no es verdad que el parlamentarismo esté destinado a desaparecer
enteramente. Algo quedará de él incluso en la sociedad que anhelamos. Yo
recuerdo un escrito que Malatesta envió a la conferencia de Chicago de 1893
donde sostenía que para algunas cosas el parecer de la mayoría deberá
necesariamente prevalecer sobre el de la minoría.
Pero aparte
de esto, incluso en caso de unanimidad, no todos aquellos que han deliberado se
pondrán a ejecutar en masa el resultado de sus deliberaciones. A menos de no
admitir este aforismo -que tengo razones para creer que Malatesta repudia tanto
como yo- será necesario distribuir los encargos confiándolos a los más capaces.
Y he aquí
que estos encargados formarán un gobierno o una administración... por favor, no
hagamos sutilezas con las palabras. Un mínimo de gobierno o de administración
lo habrá incluso en la sociedad menos organizada; sólo debemos estudiar las
maneras de hacerlo inocuo, de impedir que una minoría se apropie del poder en
contra de la mayoría, obtener que el pueblo ejercite una censura continua y
efectiva sobre sus administradores o delegados.
Yo reconozco
los inconvenientes del sistema parlamentario y deseo eliminarlos, pero no deseo
volver al despotismo.
Reconozco
pésimo el ordenamiento actual de la justicia, pero no vería con gusto el
retorno a la ley de Lynch, ni al sistema de la venganza privada; como
reconozco los errores del poder judicial, no querría poner mi libertad en manos
del juez togado.
Reconozco la
injusticia de las leyes, pero no querría volver al tiempo en que la voluntad
del príncipe era ley.
Quiero, en
suma, progresar como un buen positivista, que cree que la sociedad se
perfecciona, no se refunde y remodela, ni se hace con una receta de principios
abstractos. Estoy convencido de que los socialistas, todos -anarquistas,
marxistas y republicanos- tienen poco más o menos las mismas aspiraciones, y
querría verlos luchar juntos; y, francamente, querría ver algún resultado. Me
resultaría lamentable morir con la expectativa en que vivo desde hace varios
años.
Merlino
Del
Messaggero, del 10 de febrero de 1897.
LOS
ANARQUISTAS Y LAS ELECCIONES
Una
declaración mía en el Messaggero del 29 de enero a favor de la lucha
política parlamentaria como medio y estímulo para una vasta y fecunda agitación
popular ha dado lugar a una polémica que, de las columnas de ese diario, se ha
desplazado hacia la prensa socialista y anarquista. No he respondido sino a uno
de mis contradictores. Malatesta, amigo mío desde hace muchos años, con quien
he acabado siempre, bien que difiriésemos temporalmente -y espero acabar
también esta vez- por ponerme de acuerdo. A los demás les respondo ahora
colectivamente, porque me urge decir todo mi pensamiento y cerrar, por mi
parte, una polémica por demás ingrata.
Se afirma
que la lucha política parlamentaria es contraria a los principios socialistas
anárquicos.
La aserción
es de aquellas que, expresadas por alguien, pasan de boca en boca y se repiten
hasta convertirse en axiomáticas dentro de un círculo dado de personas, sin que
nadie las haya analizado.
Entendámonos.
Lo que es contrario a nuestros principios es participar en el gobierno como
ministros, como funcionarios, como policías, como jueces, tal vez como
legisladores... Sí también como legisladores, porque yo sostengo que el
diputado o socialista u obrero o revolucionario no debe ser un legislador, sino
un agitador. Pero no es contrario a nuestros principios que el pueblo ejercite
una injerencia, por indirecta y de poco valor que esta sea, en la
administración de la cosa pública. Podemos y debemos lamentarnos que
esta injerencia hoy sea mínima; que la soberanía popular no se ejerza más que
durante el cuarto de hora de las elecciones, que luego, al volver a casa los
electores -el campesino al arado, el obrero a la fábrica -los elegidos sean
árbitros de la cosa pública y dispongan a su guisa de los más graves intereses
del país. Esto es lo malo, no la participación de una parte del pueblo en las
elecciones a diputados y concejales.
Pero este
mal no se remedia absteniéndose de votar, sino más bien induciendo al pueblo
ante todo a ejercer con conciencia y vigor la poca autoridad que tiene, y luego
reclamando más; habituándolo a luchar y prolongando la lucha más allá del breve
periodo electoral.
La lucha
política debe desarrollarse en el parlamento y fuera de él. Aquí está la
diferencia entre mi modo de entender y el de los políticos y también el de
algunos socialistas y el de muchos demócratas.
Para éstos,
la lucha política consiste enteramente en mandar a la cámara el mayor número
posible de diputados del propio partido.
Para mí, en
cambio, la elección de los diputados hostiles al gobierno no es sino un modo de
agitación popular, y el objetivo de los diputados nos es ya proponer leyes y
charlar sobre órdenes del día presentados a la cámara; sino combatir a la
mayoría parlamentaria y al gobierno, denunciar al país las arbitrariedades y
las prepotencias y tomar parte en todas las agitaciones populares, dejándose
incluso encarcelar con sus electores.
Sin embargo,
los diputados democráticos de hoy no hacen nada de esto; hacen esperar
inútilmente al pueblo con discursos e interpelaciones, pero evitan
cuidadosamente promover o secundar agitaciones serias.
El gobierno
disuelve asociaciones, prohíbe reuniones, pisotea las libertades populares. El
honorable Cavallotti, a quien preguntaba qué pensaba hacer, respondía: hablaré
en la Cámara.
Las aulas
universitarias son invadidas por policías que maltratan a profesores y
estudiantes. Paciencia: el honorable Cavallotti hablará en la Cámara.
Las flotas
europeas bombardean a los insurgentes de Creta y la diplomacia sofoca el grito
de libertad de los pueblos que gimen bajo la dominación turca. Consolémonos:
Cavallotti hablará en la Cámara.
Francamente,
ésta no es una conducta de demócrata, sino de uno que desconfía del pueblo y
cree que las grandes y pequeñas cuestiones políticas se deben tratar en las
alcobas ministeriales o en esa antecámara del ministerio que es el parlamento
nacional.
Nosotros, en
cambio, debemos querer que el pueblo haga valer su voluntad y sus intereses
contra la voluntad y los intereses de la camarilla dominante, que luche -sobre
el terreno político como sobre el económico- por la propia emancipación; y que
mire al gobierno, no como a un patrón al que se deben obediencia y pleitesía,
sino como a un servidor al que se manda y que se puede despedir cuando no
cumpla su deber o cuando ya no haya necesidad de sus funciones.
Años atrás,
los obreros de nuestras grandes ciudades se avergonzaban de inmiscuirse en
política. Los conservadores insinuaban que era deber de los obreros ocuparse
únicamente de los propios intereses económicos y permanecer extraños a toda
agitación política; y a lo sumo les permitían aclamar a los reyes y a los
ministros y votar, en las elecciones generales y municipales, por sus
herméticos patronos.
Fue un
progreso que los obreros empezaran a votar por los individuos de su clase, y
muchos de ellos concibieron la ambición de ir al parlamento y a los consejos
municipales y provinciales; y se logró un progreso mayor cuando, constituido el
partido socialista, fueron a votar por una gran idea.
Todavía hoy,
multitudes de obreros y campesinos permanecen ligados a los patronos, que los
explotan económica y políticamente, como trabajadores y como electores. ¿Es
quizá contrario a nuestros principios tratar de arrancar a estas multitudes de
su servidumbre y arrojarlas en la lucha política, incluso cuando sea necesario
comenzar por las elecciones?
Pero -se
dirá- si no es contrario a nuestros principios que el pueblo, en lugar de dejar
la elección de los diputados y de los concejales de la clase dominante, se
presentara a ser elegido, es ciertamente contrario a nuestros principios
aceptar el mandato, ir a la cámara o al ayuntamiento, votar las leyes,
convalidar los actos del gobierno y participar en las expoliaciones del poder.
De acuerdo,
pero yo repito, se puede ir al parlamento o al ayuntamiento no a gobernar, sino
a combatir al gobierno; no a hacer leyes, sino a demostrar la injusticia de las
leyes que existen; no a mancharnos, sino a gritar al ladrón. Se puede ir
al parlamento como un obrero, delegado por sus compañeros, va a una reunión de
patronos a discutir las condiciones de trabajo; o como un acusado o su defensor
van al tribunal a decir sus razones o las de su cliente, incluso si no
reconocen la autoridad de los jueces. En tanto esté vigente el actual sistema,
el acusado se debe defender, el obrero se debe esforzar por obtener condiciones
menos duras por parte de los patronos y el pueblo debe protegerse de la tiranía
poniéndole dificultades al gobierno.
Por poco que
valgan las elecciones, sirven para arrancar alguna concesión al gobierno o para
imponerle un cierto respeto por la opinión pública. Y por poco que valga la
presencia de los socialistas o de los revolucionarios en el parlamento, sirve a
veces para impedir una grave injusticia. Y por poco que valgan las inmunidades
parlamentarias, no se puede negar que muchas reuniones se efectúan gracias a la
presencia de los diputados. ¡Oh! El gobierno restringiría con gusto al
electorado, el número de los diputados y las inmunidades de que éstos gozan; y
sería feliz si pudiera actuar sin la rémora de los diputados y de las
elecciones.
Los mismos
anarquistas abstencionistas reconocen que algún fruto se puede extraer de las
elecciones; y aquí en Roma han deliberado acerca de proponer a Galleani para
liberarlo del confinamiento. Óptima idea, también porque Galleani es un joven
inteligente, sincero y enérgico, tres cualidades que no se encuentran reunidas
en muchos hombres. Pero -digo yo- suponed que tenga éxito, ¿renunciará luego
para volver al confinamiento -de donde vosotros deberéis sacarlo con una nueva
elección- y así continuamente?
Y si no es
contrario a los principios votar para liberar a un confinado político, ¿será
contrario a ellos votar para impedir que el gobierno nos convierta en otros
tantos confinados políticos?
El gobierno
anuncia para el próximo período parlamentario la revisión de la ley sobre el
domicilio, una restricción del electorado y continuar disolviendo asociaciones
y prohibiendo reuniones; sus candidatos están dispuestos a aprobar todo esto, y
tal vez nuevos estados de excepción y nuevas masacres de multitudes hambrientas.
¿Dejaremos
hacer? ¿Permaneceremos como espectadores inermes de una lucha cuyas
consecuencias recaen sobre nosotros? Por poco que nuestra obra sirva para
impedir el éxito de candidatos ministeriales. ¿Renunciaremos nosotros? Y,
renunciando, ¿no le haremos un favor al gobierno?
Pero algunos
en verdad se complacen con la reacción. Porque las ideas progresan a pesar de
las persecuciones, ellos se imaginan que progresan a causa de éstas. Hay quien
repite lo que escribe Malatesta: el despotismo es preferible al híbrido
sistema actual.
Supongamos
que el gobierno les tome la palabra y dé un golpe de Estado: suprima el
parlamento, elimine la libertad de prensa y reduzca a Italia a la situación
política de Rusia. Díganme sinceramente, amigos míos: ¿La causa del socialismo
ganaría algo con ello? ¿O la lucha por el constitucionalismo absorbería e
impediría por muchos años la lucha por el socialismo, como justamente sucede en
Rusia?
Me dirán: Éstas
a las que os habéis referido, son las ventajas de la lucha electoral. A ellas
se contraponen daños largamente mayores: la corrupción, las ambiciones, los
compromisos con los partidos afines.
Podría
responder que daños de este género se verifican en toda obra nuestra: son el
tributo que se debe pagar a la imperfección de la naturaleza humana.
Si fundamos
un diario, he aquí que surgen ambiciones, envidias, celos y tal vez (si el
diario prospera) un interés económico en éste o en aquel redactor o
administrador. ¿Renunciaremos nosotros, por este inconveniente, a propagar
nuestras ideas por medio de la prensa?
Y no diré
que la ambición puede ser útil, porque no todos los hombres que luchan por una
idea son movidos a actuar por la pura convicción de la justicia de su causa.
Muchos héroes de las revoluciones pasadas fueron empujados al sacrificio por el
deseo de hacer hablar de sí, por celos, por los problemas financieros en que se
veían envueltos; y podemos admitir que también hoy los hombres practican el
bien por una variedad de motivos buenos, mediocres y malos.
En algunas
localidades el partido socialista ha salido adelante porque algunos han
advertido en él un medio de acceder a los ayuntamientos o al parlamento. Mejor
que haya sido así y no que no surgiese en absoluto. Poco a poco se irá
depurando; porque la fuerza del socialismo está en esto, que responde a los
grandes intereses de la gran mayoría del pueblo; y cuando ello es así, las
ambiciones y las vanidades individuales deben ceder y desaparecer.
Pero ¿es
verdad entonces que las elecciones no son sino una escuela de corrupción? Los
que van a votar por un candidato socialista u obrero o revolucionario,
desafiando iras gubernamentales e iras patronales y poniendo algún dinero, no
me parece que se corrompan; al contrario, se apasionan por la causa, y el mismo
ardor que ponen en la lucha electoral, pueden ponerlo en otro género de lucha.
No creo que los partidarios fervientes de la lucha electoral deban ser
necesariamente tibios revolucionarios.
Pero la
lucha electoral nos obliga a compromisos. También aquí podría responder que
compromisos contraemos todos los días, ya sea trabajando para un patrón,
ejerciendo una profesión, un comercio, notificando a la policía las reuniones
públicas concertadas por nosotros, mandando al fiscal el primer ejemplar de
nuestros diarios, recurriendo a abogados que nos defiendan ante los tribunales
o entendiéndonos con otros partidos para organizar campañas conjuntas. Y si
mañana, hecha la revolución, debiéramos poner en práctica el socialismo, digo y
sostengo que estaríamos constreñidos a contraer compromisos, salvo que
quisiéramos imponer nuestras ideas a los demás o someternos a las suyas.
Por otra
parte, si nuestra participación en las elecciones no produjese otra ventaja que
la de acercarnos a los partidos afines, haciéndonos reconocer lo que puede
haber de justo en sus programas y lograr que los partidos afines se acerquen a
nosotros, haciéndoles coincidir por lo menos en una parte de nuestras
reivindicaciones y finalmente acercarnos a todo el pueblo e inducirnos a tener
en cuenta las verdaderas necesidades, sentimientos y aspiraciones de éste, sólo
por esto habría que aprobarlo.
En Alemania,
en Francia, en Bélgica, el interés electoral ha empujado a los socialistas a
consagrar una parte de sus fuerzas a la propaganda para ganar a los campesinos
a la causa del socialismo. Bastaría este hecho para justificar la táctica
electoral; porque, ¿quién no ve que sin el concurso de los campesinos una
revolución socialista es imposible y que, en caso de estallar, terminaría en un
desastre?
Yo no soy
profeta, pero he predicho a mis amigos abstencionistas que (donde no presenten candidatos-protesta)
no desarrollarán ni siquiera la propaganda abstencionista.
Las
elecciones se realizarán, todos los partidos saldrán reforzados, y de vosotros,
de vuestros principios y de los intereses que os importan, no se hablará.
Seréis olvidados.
Lo repito,
los hechos me darán la razón. La abstención tiene su lógica. Desde el momento
en que las elecciones no sirven, lo mismo da quedarse en casa. Por otra parte,
la gente está poco dispuesta a escuchar sermones; y durante la agitación
electoral no se apasiona sino por aquellos principios que toman cuerpo o
identidad; que se convierten, por así decir, en candidatos.
Por tanto,
si queréis que se discuta de anarquía -les he dicho y repetido a mis amigos-
debéis alinearos en pro o en contra de alguno. Con esta condición vuestra
palabra será escuchada; vuestra opinión respetada, admitida o combatida, y de
todas maneras discutida; vuestra amistad buscada y vuestra enemistad temida.
Pero los
abstencionistas no entienden estas razones. Son doctrinarios y argumentan así:
El
parlamentarismo es contrario a los principios anarquistas. Por tanto debemos
combatirlo con la palabra, esperando que se presente la ocasión de destruirlo
con los hechos.
Si nuestras
fuerzas bastan o no para esta obra; si la ocasión se demora y entre tanto el
pueblo languidece y se descorazona; si el pueblo sigue o no nuestra iniciativa;
si nuestras ideas se pondrán en práctica hoy o de aquí a mil años; o si, por
ventura, son demasiado simples y abstractas para ser aplicadas, todo esto no
nos importa. Afirmemos las ideas: éstas encontrarán el medio de hacerse
realidades.
El pueblo
admirará nuestra coherencia y vendrá a nosotros. E incluso si no viniese, si
nuestras ideas no debieran ser puestas en práctica ni ahora ni nunca, nosotros
habríamos cumplido nuestro deber. Los términos medios nos debilitan, nos
corrompen, nos dividen; sólo la verdad, expresada enteramente y sin ambages,
nos puede salvar.
Ante todo,
este modo de razonar implica el convencimiento de que ellos solos -los
anarquistas abstencionistas- están en lo cierto, que poseen toda la verdad y
que no hay más que una manera de resolver la cuestión social: la propuesta por
ellos.
En segundo
término, el razonamiento está radicalmente equivocado. Las ideas no valen por
si mismas, sino por la acción que ejercen sobre el destino de los hombres.
Una verdad
que no puede convertirse en actos, no puede ser perfectamente verdadera; un
partido que no logra ganar a las multitudes a su causa, ha equivocado el
camino. La lucha debe tener un fin inmediato; cuando tantos millones de
nuestros semejantes sufren diariamente, es insensato consumir las propias
energías en luchas de partido y en enfrentamientos académicos.
El sistema
parlamentario quizás no convenga a la sociedad futura; pero entretanto, la
lucha electoral nos ofrece medios y oportunidades de propaganda y de agitación.
También tiene inconvenientes, como todas las cosas de este mundo. Mucho depende
del modo en que se lleva a cabo.
¿Qué dirán
los anarquistas a quien argumentase así: la violencia es contraría a
nuestros principios; por tanto, no debemos usar la fuerza ni siquiera para
defender nuestra vida?
Responderían
ciertamente que el uso de la fuerza nos es impuesto por las condiciones de la
sociedad en que vivimos; así respondo yo a sus argumentos contra la lucha
política parlamentaria.
¿Es cierto o
no que el uso de los medios legales nos es impuesto en los tiempos ordinarios,
como el de la violencia en las ocasiones extraordinarias?
Yo digo que
si.
No nos
ilusionemos. Sobre cien personas, se pueden encontrar quizá diez capaces de
afrontar la muerte en el campo de batalla o en una insurrección; pero
difícilmente se encontrará una dispuesta a afrontar las pequeñas persecuciones
de todos los días, a ir a la cárcel, a hacerse expulsar por el patrón, a ver a
su mujer y a sus hijos pasar hambre.
Y a las
poquísimas que resisten estas persecuciones, el gobierno las cuenta, las
vigila, las reprime y las dispersa en un momento.
Un partido
verdaderamente revolucionario debe ser comprendido por el pueblo, y esto no se
puede conseguir sino mediante una acción que no esté expuesta a demasiados
peligros en tiempos ordinarios. La lucha electoral responde efectivamente a
esta condición; y no se puede negar que, por haberla adoptado, el partido
socialista ha logrado reunir un gran número de obreros en sus filas.
Por el
contrario, los anarquistas han visto las suyas debilitarse, justamente porque
se han querido obstinar en su práctica abstencionista; y yo no dudo que, si
continúan obstinándose, dejarán incluso de existir como partido; y no se
hablará de ellos -como ya no se habla- sino cuando al gobierno le de la gana de
perseguirlos para liberar su ansia de persecución.
Resumiendo,
sin creer que la cuestión social pueda ser resuelta por medio de leyes y
decretos, estoy por la lucha electoral y parlamentaria, porque no es contrario
a los principios socialistas y anarquistas el que el pueblo haga valer su
voluntad y sus intereses de todas las maneras posibles; porque es necesario
sustraer a las clases trabajadoras de su dependencia hereditaria respecto de
los propietarios y patronos, impedir que sean tratadas como rebaños en las
elecciones y ejercitarlas en las vidas pública y política; porque las
elecciones ofrecen oportunidad de propaganda, agitación y protesta contra las
arbitrariedades y las prepotencias del gobierno, como los mismos
abstencionistas reconocen son sus candidaturas-protesta; porque en el
momento actual es casi la única afirmación que nos es consentida; el gobierno
quiere privamos también de ésta, y seria insensato ceder; porque, en general,
tenemos el deber de no perder las libertades que nuestros padres conquistaron
combatiendo, sino que debemos defenderlas enérgicamente y acrecentarlas;
porque, sin creer muy eficaz la obra de los diputados socialistas, obreros o
revolucionarios en la cámara, es en cambio utilísima la acción que pueden y
deben desplegar en pro de la causa fuera del parlamento; porque la experiencia
ha demostrado que eran exagerados nuestros temores en cuanto a la influencia
corruptora del ambiente parlamentario sobre los elegidos de nuestro partido;
más bien, el evidente contraste entre los hombres desinteresados de carácter y
que representan el socialismo y los representantes corrompidos y astutos de la
burguesía, no puede sino conquistar para nuestra causa la simpatía de la parte
sana de la población; porque, en fin, debemos participar en todas las luchas y
agitaciones populares y desplegar nuestra acción en medio de la masa, no en los
pequeños conciliábulos de partido.
Puedan estas
razones convencer a mis amigos e inducirlos a salir de la reserva que se han
impuesto, para prestar en cambio la contribución de sus fuerzas a la actual
campaña electoral contra el gobierno y en la defensa de la libertad y la
justicia. En cuanto a mí, repito que mi finalidad, al combatir la estéril
táctica abstencionista, no ha sido la de satisfacer una ambición personal y
acrecentar en uno el número de los diputados socialistas en el parlamento.
Merlino
De, Avanti!,
del 9 de marzo de 1897.
LAS
CANDIDATURAS-PROTESTA
Los
compañeros de Roma presentan candidato a nuestro amigo Luigi Galleani, que se
halla confinado y parece que en otros lugares se han presentado otras candidaturas-protesta.
Es difícil y penoso para nosotros decir franca y claramente nuestra opinión.
Cuando hombres que estimamos y amamos y que han hecho mucho y harán más todavía
por nuestra causa, están presos o confinados y se propone un medio para
hacerlos salir, ¿cómo se hace para decir, por malo que sea el medio: no,
dejadlos donde están?
No obstante,
nos esforzaremos y abriremos nuestro corazón. Si alguien nos encuentra
demasiado intransigentes, que nos perdone en consideración al hecho de que
también nosotros hemos estado en la cárcel y confinados; que estamos expuestos
a volver siempre, y que podemos permitirnos ser severos con los demás porque
tenemos conciencia de que sabríamos serlo con nosotros mismos. En cuanto a los
amigos candidatos, ciertamente nos lo perdonarán, porque sabrán apreciar
nuestros motivos: incluso con respecto a algunos de ellos, sabemos que están
completamente de acuerdo con nosotros acerca del tema. La candidatura-protesta,
especialmente cuando se está seguro de que el elegido no querrá de ninguna
manera hacer de diputado, no es, por sí misma, contraria a nuestros principios
y tampoco a nuestra táctica; pero es, no obstante, una puerta abierta al
equívoco y a las transacciones. Es el primer caso en una pendiente resbaladiza
en la que es difícil detenerse.
Si se quiere
votar por un candidato- protesta, es necesario ser elector; por tanto,
es necesario inscribirse, y quien no se inscribe es un negligente que no
prepara los medios para alcanzar sus fines. Un paso todavía, un pequeño paso, y
diremos también nosotros, imitando a los socialistas: no es un buen anarquista
quien no se inscribe como elector. Y cuando se está inscrito y no se tiene a
mano un candidato-protesta, es fuerte la tentación de ir a votar para
favorecer a un amigo o para dar un disgusto a un adversario. Somos todos
hombres y cuesta tan poco ir a poner una papeleta en una urna. La experiencia
enseña.
Luego viene
la cuestión de la conducta del elegido. ¿Escucháis a Merlino? Éste ya señala la
contradicción al decir: cuando hayáis sacado a Galleani del confinamiento
nombrándolo diputado. ¿Deberá dimitir para que lo manden de nuevo allí y
vosotros os divirtáis sacándolo otra vez?
Estamos
seguros que Galleani, si fuera elegido, no iria a Montecitorio o iría sólo un
momento para escupir su desprecio en la cara a los diputados, pero esta vez, la
razón está de parte de Merlino. Y además, ¿tendrían todos la fuerza de ánimo
que conocemos en Galleani?
Las candidaturas-protesta
nos han devuelto a algunos compañeros y nos alegramos de corazón. Pero no
podemos ocultarnos que éstas han hecho a nuestro partido un daño grandísimo.
La
candidatura de Cipriani, por ejemplo, consiguió liberar a Cipriani; pero fue la
que insinuó el parlamentarismo en Romaña y rompió la unidad anarquista de
aquella región.
Con esto no
deseamos criticar a los compañeros de Roma. Al contrario, comprendemos y
apreciamos sus generosos motivos. Sólo nos lamentamos de que nuestro partido
esté en tan tristes condiciones de no poder hacer otra cosa en pro de nuestros
proscritos que recurrir al medio débil y peligroso de las candidaturas de
protesta.
Trabajemos,
propaguemos, organicemos y podremos a continuación obtener, a favor de los
nuestros, manifestaciones de la opinión pública mucho más significativas y
eficaces que las elecciones.
Malatesta
De,
L'Agitazione, del 4 de marzo de 1897.
ANARQUÍA Y
PARLAMENTARISMO
Los
parlamentaristas están de fiesta, según ellos, no hay más abstencionistas
porque... Merlino se ha convertido al electoralismo. Creen que los anarquistas siguen
ciegamente, como a menudo sucede entre ellos, a este o a aquel hombre; nosotros
en cambio consideramos que Merlino se quedará sólo y deberá buscar sus
colaboradores fuera del campo anarquista, porque los principios anarquistas se
concilian mal con el trabajo sostenido por él. Consta entretanto que hasta
ahora ningún anarquista, que yo sepa, ha suscrito las ideas de Merlino.
Merlino
niega que la lucha política parlamentaria sea contraria a los principios
socialistas-anárquicos.
Entendámonos
bien.
Lo que es
contrario a nuestros principios es el parlamentarismo, en todas sus formas y
gradaciones. Consideramos que la lucha electoral y parlamentaria educa al
parlamentarismo y termina por transformar en parlamentaristas a quienes la
practican.
Merlino -que
parece que todavía se considera anarquista y va haciendo continuas reservas
sobre la abolición plena del parlamentarismo y sustenta la fe novísima de la
posibilidad de un gobierno que sea servidor del pueblo y al que se pueda
despedir cuando no cumpla con su deber o no se tenga más necesidad de su obra-
debería ante todo explicarnos cómo sería su anarquía parlamentaria.
Hasta ahora el socialismo anarquista, a fin de cuentas, no ha sido sino el socialismo
antiparlamentario, ¿por qué, entonces, continuar llamándolo anarquista?
La
abstención de los anarquistas no debe confrontarse con la de, por ejemplo, los
republicanos. Para éstos, la abstención es una simple cuestión de táctica: se
abstienen cuando creen inminente la revolución y no quieren distraer fuerzas de
la preparación revolucionaria; votan cuando no tienen nada mejor que hacer y
para ellos lo mejor es el trabajo minoritario, dado que rehuyen, por razones de
clase, las agitaciones que pueden destruir el orden social. En realidad, están
siempre en el buen camino: quieren un gobierno parlamentario y los electores
que conquistan ahora les servirán para mandarlos un día a la constituyente.
Para
nosotros, en cambio, la abstención está estrechamente ligada con las
finalidades de nuestro partido. Cuando llegue la revolución nos negaremos a
reconocer los nuevos gobiernos que traten de implantarse, no queremos darle a
ninguno un mandato legislativo; por tanto, tenemos la necesidad de que el
pueblo tenga repugnancia a las elecciones, se niegue a delegar en otros la
organización del nuevo estado de cosas, y que, más bien, se encuentre en la
necesidad de actuar por sí mismo.
Debemos
hacer que los obreros se habitúen desde ahora -en la medida de lo posible, en
las asociaciones de todo género- a regular por sí mismos sus propios asuntos y
no sigan con su tendencia a delegarlos en otros.
Merlino por
ahora dice, todavía, que las elecciones deben servir como medio de agitación,
que los socialistas elegidos no deben ser legisladores y que la lucha
importante se debe librar fuera del parlamento.
Pero
escuchad un poco a sus amigos del Avanti! Ellos son lógicos. Ellos
quieren ir al poder -para hacer el bien al pueblo, no lo dudamos- y por tanto
tienen todo el interés en educar al pueblo para que elija diputados, mientras
ellos aprenden a gobernar.
Pero ¿dónde
quiere llegar Merlino? ¿Se quedará siempre entre el sí y el no, entre el me
decido y no me decido?
Él, con su
temperamento de hombre activo, se decidirá ciertamente --creemos, y lo
lamentamos de verdad- se decidirá por deshacerse de toda reminiscencia
anarquista y convertirse en un simple parlamentarista.
No faltan
los síntomas que indican esa decisión definitiva.
En su
primera carta al Messaggero la lucha parlamentaria era un simple
episodio de escasa importancia. En la segunda, las asociaciones de resistencia,
las cooperativas y el resto no tienen éxito y no se puede hacer otra cosa que
ir al parlamento. En su primera carta, los anarquistas debían mandar a los
demás al parlamento, pero no ir ellos; en el artículo del Avanti! ya se
dice que los diputados pueden hacer tan buenas cosas que verdaderamente sería
una traición el negarnos a hacerlas también nosotros. Y luego se habla de hacerse
arrestar con el pueblo. ¿Cómo perder la magnífica ocasión de sacrificarse
por el pueblo?
Merlino
-estamos convencidos porque le conocemos- es sincero cuando dice que no quiere
ir al parlamento. Pero la lógica de su posición será más fuerte que él, e irá
al parlamento... si quieren mandarlo.
Toda la
fuerza de la argumentación de Merlino consiste en un equívoco. Contrapone por
una parte la lucha electoral y por otra la ciencia, la indiferencia y la
aquiescencia supinas a las prepotencias del gobierno y de los patronos; y está
claro que, en ese caso, la ventaja corresponde a la lucha electoral.
De esta
manera, sería fácil demostrar que es bueno ir a misa y esperar bondades de la
divina providencia, dado que el hombre que cree en la eficacia de la plegaria
es superior al idiota que nada desea, nada espera y nada teme.
¿Se deduce
de todo esto que deberíamos ponernos a predicar a la gente que se vaya a la
iglesia y confíe en Dios?
La cuestión
es otra. Se trata de buscar cuál es el camino que -mientras satisface las
necesidades del momento- conduce más directamente a los destinos futuros de la
humanidad; cuál es el modo más útil de emplear las fuerzas socialistas.
No es cierto
que sin el parlamento falten los medios para hacer presión sobre el gobierno y
poner freno a sus excesos. Al contrario. Cuando en Italia no había sufragio
universal, había una libertad que hoy nos parecería grande; y la violencia
gubernativa, mucho menor que la de Crispi y Di Rudini, provocaba una
indignación y una reacción popular de las que hoy no tenemos ni idea. El mismo
sufragio al que dan tanta importancia, ha sido obtenido naturalmente, cuando no
había sufragio; y ahora que lo hay, amenazan con eliminarlo. ¡Efecto milagroso
de su eficacia!
Merlino dice
que Malatesta ha escrito que el despotismo es preferible al híbrido sistema
actual. Si la memoria no me falla, Malatesta escribió que el parlamentarismo
aceptado y elogiado es preferible al despotismo sufrido por la fuerza y con el
ánimo dispuesto a la rebelión. Es una cosa bien distinta, y en esa diferencia
está la razón de nuestra táctica. Si el gobierno redujese a Italia al estado
político de Rusia, no deberíamos recomendar la lucha por el constitucionalismo,
porque sabemos ya cuánto valen las constituciones y encontraríamos modos de luchar
por nuestros ideales incluso sin las migajas de libertad que sirven más bien
para ilusionar a las masas que para favorecer el progreso.
Los
socialistas parlamentarios, en cambio, empeñando toda su actividad en torno a
la lucha electoral, se condenan a un trabajo de Sísifo; y cada vez que el
gobierno quiere minimizar las libertades políticas y garantías
constitucionales, ellos deben dejar de lado el programa socialista y volver a
ser constitucionalistas. Como prueba de ello, la Liga de la Libertad
de los tiempos crispinos, en que Turati, Cavallotti y Di Rudini se habían
convertido en correligionarios y hermanos.
Por otra
parte el hecho es éste: si en el país hay conciencia y fuerza de resistencia,
si hay partidos extraconstitucionales que amenazan al Estado, entonces el
gobierno respeta el estatuto, extiende el sufragio, concede libertades (para
abrir válvulas de seguridad a la creciente presión); y en el parlamento los
diputados burgueses, para hacerse populares, truenan contra los ministros. Si en
cambio el gobierno ve que los partidos populares fundan sus esperanzas sobre la
acción parlamentaria y que la cosa que más molestias le da son los diputados
socialistas, entonces rechaza el sufragio, cierra el parlamento, viola el
estatuto; y si los diputados tienen agallas -cosa rara- de resistir más que por
burla, van presos a pesar de la medallita y de la inmunidad.
Cuando
Merlino dice que los abstencionistas son doctrinarios, y se complace en poner
en boca de éstos una serie de razonamientos separados de toda realidad y que
conducen al más completo quietismo, entonces Merlino es... menos que sincero.
Hay, es
verdad, anarquistas que se cuidan poco de la viabilidad de sus ideas y limitan
su objetivo a la defensa de nociones abstractas que consideran la verdad
absoluta... alcanzables hoy, o dentro de mil años, no importa.
Pero Merlino
sabe que esa tendencia no es mayoritaria ente los anarquistas, que en Italia
apenas se encontraría la traza de esa posición, incluso en el exterior, en el
fondo sólo está representada por unas cuantas personalidades.
Servirse de
la existencia de una tal tendencia para atribuirla a todos los anarquistas y
darse así el aire de tener razón, puede ser hábil estratagema polémica,
pero no es digno de quien busca y quiere propagar la verdad.
Esa
tendencia quietista, por el hecho de haber encontrado simpatías en algunos
hombres de ingenio y de fama, ha sido ciertamente una de las causas que han
detenido el desarrollo del movimiento anarquista. Merlino y nosotros (y muchos
más), hemos combatido esta tendencia; y si él hubiese continuado por el camino
anterior, aún nos tendría por compañeros. Pero Merlino, justamente cuando los
anarquistas comienzan a salir de la crisis y a retomar un trabajo fecundo,
reniega de todo lo que él mismo había dicho; y sin presentar una sola razón
nueva que no hubiese sido dicha ya mil veces por los legalistas -y por él mismo
refutada- querría que nosotros le siguiésemos.
Hoy, las
críticas que puedo hacer acerca de los errores en que han caído los
anarquistas, no tienen ya eficacia, porque no son más las observaciones de un
compañero expresadas en bien de la causa común, sino los ataques de un
adversario, que corren el riesgo de no ser tomados en cuenta por
considerárselos sospechosos.
Malatesta
De,
L'Agitazione, del 4 de marzo de 1897.
MAYORÍAS Y
MINORÍAS
Me alegro de
la próxima publicación del diario L´Agitazione, y os deseo de corazón el
más completo éxito.
Vuestro
diario aparece en un momento en que es grande la necesidad de él y espero que
podrá ser un órgano serio de discusión y propaganda, así como un medio eficaz
para reunir y consolidar las esparcidas filas de nuestro partido.
Podéis
contar con mi colaboración para todo lo que mis fuerzas -sin embargo escasas-
me permitan.
Por esta vez
-tanto como para desbrozar el terreno de la futura colaboración- os escribiré
algunos puntos que, si en cierto modo me competen personalmente, no dejan de
tener importancia para la propaganda general.
Nuestro
amigo Merlino -que, como sabéis, se pierde hoy en la inútil tentativa de querer
conciliar la anarquía con el parlamentarismo- en una carta suya al Messaggero,
queriendo sostener que el parlamentarismo no está destinado a desaparecer
enteramente y que algo quedará de él, incluso en la sociedad que anhelamos,
recuerda un escrito enviado por mí a la conferencia anarquista de Chicago de
1893, en que yo sostenía que para algunas cosas el parecer de la mayoría
deberá necesariamente prevalecer sobre el de la minoría.
La cosa es
cierta, y mis ideas no son hoy distintas de las expresadas en el escrito de que
se trata. Pero Merlino, tomando una frase fuera de contexto parece sostener una
tesis distinta de la que yo sostenía, deja en la sombra y en el equívoco lo que
yo verdaderamente entendía.
Helo aquí: había
en aquella época muchos anarquistas -y hay todavía algunos- que confundiendo la
forma con la sustancia y cuidándose más de las palabras que de las cosas,
habían elaborado una especie de ritual del verdadero anarquista que
paralizaba su acción y los arrastraba a sostener cosas absurdas y grotescas.
Así éstos,
partiendo del principio de que la mayoría no tiene el derecho a imponer su
voluntad a la minoría, concluían que nada se debía hacer nunca si no era
aprobado por la totalidad de los presentes. Confundiendo el voto político, que
sirve para nombrar patronos, con el voto emitido para expresar de modo
expeditivo la propia opinión, consideraban antianarquista toda clase de
votación. Así, si se convocaban unas elecciones para protestar contra una
violencia gubernativa o patronal, o para mostrar la simpatía popular por un
suceso dado, la gente venia, escuchaba los discursos de los promotores,
escuchaba los de los opositores, y luego se iba sin expresar su propia opinión,
porque el único medio para expresarla era la votación sobre varios órdenes del
día... y votar no era anarquista. Un circulo quería hacer un manifiesto:
había diversas redacciones propuestas que dividían los pareceres de los socios;
se discutía sin fin, pero no se lograba nunca saber la opinión predominante,
porque estaba prohibido votar, y entonces, o el manifiesto no se
publicaba o algunos publicaban por su cuenta lo que preferían; el circulo se
dividía cuando no había en realidad ninguna disensión real y se trataba sólo de
una cuestión de estilo. Una consecuencia de estos usos, que decían ser
garantías de libertad, era que sólo algunos, con más facultades oratorias,
hacían y deshacían, mientras aquellos que no sabían o no osaban hablar en
público y que son siempre la gran mayoría, no contaban para nada. Mientras la
otra consecuencia, más grave y verdaderamente mortal para el movimiento
anarquista, era que los anarquistas no se creían ligados por solidaridad
obrera, y en tiempo de huelga iban a trabajar, porque la huelga había sido
votada por mayoría y contra su parecer. Y llegaban hasta no combatir a los
esquiroles, autodenominados anarquistas, que pedían y recibían dinero de
los patronos -podría citar nombres de ser necesario- para combatir una
huelga en nombre de la anarquía.
Contra éstas
y similares aberraciones estaba dirigido el escrito que mandé a Chicago.
Yo sostenía
que no habría vida social posible si en verdad no se pudiera hacer nunca nada
en conjunto sino cuando todos estuviesen de acuerdo. Que las ideas y las
opiniones están en continua evolución y se diferencian por matizaciones
insensibles, mientras las realizaciones prácticas cambian a saltos bruscos; y
que, si llegase un día en que todos estuvieran perfectamente de acuerdo sobre
las ventajas de una cosa dada, ello significaría que en la misma todo progreso
posible estaba agotado. Así, por ejemplo, si se tratara de hacer una vía
férrea, habría ciertamente mil opiniones distintas sobre el trazado de la
línea, sobre el material, sobre el tipo de máquinas y de vagones, sobre el
lugar de las estaciones, etc., y estas opiniones cambiarían de día en día; pero
si se quiere hacer la vía férrea, hay que elegir entre las opiniones
existentes, y no se puede modificar cada día el trazado, cambiar de lugar las
estaciones y cambiar las máquinas. Y dado que se trata de elegir, es mejor que
estén contentos los más que lo menos, con la salvedad, naturalmente, de dar a
los menos toda la libertad y todos los medios posibles para propagar y
experimentar sus ideas en intentar ser mayoría.
Por tanto, en
todas aquellas cosas que no admiten varias soluciones simultáneas, o en las
cuales las diferencias de opinión no son de tal importancia que valga la pena
estar divididos y actuar cada fracción a su manera, o en que el deber de
solidaridad impone la unión, es razonable, justo, necesario, que la minoría
ceda a la mayoría.
Pero este
ceder de la minoría debe ser efecto de la libre voluntad, determinada por la
conciencia de la necesidad; no debe ser un principio, una ley, que se aplica en
todos los casos, incluso cuando no hay realmente necesidad. Y en esto consiste
la diferencia entre la anarquía y una forma de gobierno cualquiera. Toda la
vida social está llena de estas necesidades en que uno debe ceder las propias
preferencias para no ofender los derechos de los otros. Entro en un café,
encuentro ocupado el lugar que me gusta y voy tranquilamente a sentarme a otro,
donde quizás hay una corriente de aire que me molesta. Veo personas que hablan
dando a entender que no quieren ser escuchadas y me mantengo a distancia,
quizás a disgusto, para no incomodarlas. Pero esto lo hago porque me lo impone
mi instinto de hombre social, mi hábito de vivir en medio de las gentes y mi
interés por no hacerme tratar mal; si procediera de otra manera, aquellos a
quienes incomodo me harían sentir pronto, de un modo o de otro, las
consecuencias de ser grosero. No quiero que los legisladores vengan a
prescribirme cuál es el modo en que debo comportarme en un café, ni creo que
ellos lograran enseñarme aquella educación que yo hubiese sabido aprender de la
sociedad en medio de la cual vivo.
¿Cómo hace
Merlino para obtener de esto que un resto de parlamentarismo deberá haberlo
incluso en la sociedad que anhelamos?
El
parlamentarismo es una forma de gobierno en la cual los elegidos del pueblo,
reunidos en cuerpo legislativo, promulgan, por mayoría de votos, las
leyes que les place y las imponen al pueblo con todos los medios coercitivos de
que disponen.
¿Es una
muestra de esta aberración lo que Merlino querría conservar también en la
anarquía? O bien, dado que en el parlamento se habla, se discute y se delibera
-y esto se hará siempre en cualquier sociedad posible- ¿Merlino llama a esto un
resto de parlamentarismo?
Pero
realmente, eso sería jugar con las palabras, y Merlino está capacitado para
emplear otros y mucho más serios procedimientos de discusión.
¿No se
acuerda Merlino que cuando polemizábamos juntos contra los anarquistas enemigos
de todo congreso -porque justamente consideran los congresos como una forma
de parlamentarismo- sosteníamos que la esencia del parlamentarismo está en
el hecho de que los parlamentos crean e imponen leyes, mientras un congreso
anarquista no hace sino discutir y proponer resoluciones que no tienen valor
ejecutivo sino después de la aprobación de los mandantes y sólo para aquellos
que las aprueban?
¿O es que
las palabras han cambiado de significado ahora que Merlino ha cambiado de
ideas?
Malatesta
De,
L´Agitazione, del 14 de marzo de 1897.
SOBRE LA
LÍNEA DEL ANARQUISMO
Osvaldo
Gnocchi Viani, hablando en Lotta di classe acerca de la discusión entre
Merlino y yo a propósito de la lucha electoral, dice que nosotros -Merlino y
yo- nos hemos separado del estilo anárquico-individualista y hemos
evolucionado hacia el método de organización y la acción política y, por
tanto, concluye que ambos hemos sufrido una evolución del mismo género y que
sólo diferimos porque uno ha avanzado más que el otro, y que yo no sé y no
quiero llegar hasta allí (esto es, hasta aceptar la táctica electoral).
Todos estos
despropósitos serían aceptables por alguien que ignorara completamente la historia
del movimiento en Italia; pero en un Gnocchi Viani son excesivos y muestran
hasta qué punto el tomar partido puede nublar el juicio (incluso en los hombres
informados y, de ordinario, más serenos y ecuánimes).
¡Separados
del tronco anarco-individualista! Pero, ¿cuándo Merlino y yo hemos sido
individualistas? ¿Y qué es ese tronco anarco -individualista? En Italia,
durante mucho tiempo, todos los anarquistas fueron socialistas; más bien, el
socialismo nació anarquista, hace hoy casi treinta años. Gnocchi Viani debe
recordarlo. El individualismo llamado anarquista vino mucho más
tarde y siempre nos tuvo por adversarios, tanto a Merlino como a mí.
¡Evolución
hacia el método de la organización y de la acción política! Pero, ¿quién de
nosotros ha dejado alguna vez de reconocer y propugnar la suprema necesidad de
la organización y de la lucha política? Acerca del primer punto, siempre hemos
sostenido que la abolición del gobierno y del capitalismo sólo será posible
cuando el pueblo, organizándose, se ponga en condiciones de hacer frente a las
funciones sociales que realizan hoy, explotándolas en su provecho, los
gobernantes y los capitalistas. Por tanto, no queriendo gobierno, tenemos una
razón más que todos los demás para ser cálidos partidarios de la organización.
Y en cuanto
al segundo punto, ¿quién ha puesto más énfasis que nosotros en sostener que a
la lucha contra el capitalismo hay que unir la lucha contra el Estado, es
decir, la lucha política?
Existe
actualmente una escuela que por lucha política entiende la conquista de los
poderes públicos mediante las elecciones; pero Gnocchi Viani no puede ignorar
que la lógica impone otros métodos de combate a quien quiera abolir el gobierno
y no ya ocuparlo.
Merlino y yo
hemos estado de acuerdo en señalar los errores que, en nuestra opinión, se
habían deslizado en las teorías anarquistas, así como los males que habían
afligido a nuestro partido (en ese aspecto Merlino ha desarrollado, me
complazco en reconocerlo, más actividad que yo). Pero cuando los males que
lamentábamos son ya reconocidos por casi todos; cuando los errores comienzan a
ser rechazados; cuando el partido empieza a organizarse en serio y se alientan
esperanzas, Merlino cree encontrar la salvación en la táctica electoral -que ha
causado tantas desdichas a la causa socialista- y nos deja. Tanto peor.
Continuaremos lo mismo sin él.
Esto
significa haber avanzado un poco más o un poco menos por el mismo camino, y
luego, llegados a la bifurcación, habernos separado, siguiendo uno por un lado
y otro por otro. ¿No le parece así también a Gnocchi Viani?
Malatesta
De,
L'Agitazione, del 21 de marzo de 1897.
DE UNA
CUESTIÓN DE TÁCTICA A UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS
Nota de Malatesta:
Bajo este título hemos recibido de Saverio Merlino el artículo siguiente, que
publicamos con placer.
Merlino
puede estar seguro de encontrar siempre en nosotros la serenidad y el amor sin
límites por la verdad, que él desea. Por otra parte, convenimos con él en que a
menudo los anarquistas nos hemos mostrado intolerantes y demasiado inclinados a
la ira; pero no es necesario por ello, en el entusiasmo de los mea culpa,
cargar con todos los errores y olvidar que el ejemplo y la provocación, a
menudo han venido de los demás. Sin remontarnos a los tiempos de Bakunin y a
las calumnias infames y mentiras desvergonzadas que todavía se cuentan a los
jóvenes que no conocen nuestra historia, nos basta con recordar la manera en
que los socialistas demócratas se han conducido en los últimos congresos
internacionales respecto a los anarquistas, así como ciertos artículos
aparecidos, no hace mucho, en la prensa socialista democrática de varios
países.
De todas
maneras, en lo posible, buscamos ser justos, a pesar de cuanto hagan y digan
nuestros adversarios.
He aquí el
artículo de Merlino:
Veamos si es
posible continuar discutiendo serenamente, sin iras ni sospechas, tal como
hemos comenzado. Sería una cosa casi nueva y de tan buen augurio, que debería
alegrarme haber ofrecido a mis amigos la oportunidad de demostrar que el
partido anarquista comienza a educarse en la observancia de los principios que
profesa.
Y, antes que
nada, ¿soy yo anarquista?
Respondo: si
la abstención es dogma de fe anarquista, no. Pero yo no creo en el dogma. No
creo que la defensa y el ejercicio de nuestros derechos, ni siquiera de los
mínimos, sean contrarios a nuestros principios. No creo que ejerciendo el
derecho al voto, que nos es concedido, renunciemos a otros mayores, que se nos
niegan y que debemos reivindicar.
Creo que la
agitación electoral nos ofrece modos y oportunidades de propaganda. a los
cuales sería locura renunciar -especialmente en este momento en Italia, donde
prácticamente nos está prohibida toda afirmación- y creo también que no se
extrae todo el provecho posible cuando se sostiene la abstención. Esto lo hemos
probado aquí en Roma en estos días, cuando por medio de la candidatura de
Galleani hemos podido hacer manifestaciones, difundir manifiestos, ganarnos la
simpatía de muchos que eran hostiles o indiferentes, como no habríamos podido
hacerlo nunca si hubiéramos permanecido abstencionistas. Por otra parte, no
creo en la conquista de los poderes públicos, sostengo que la lucha, tanto por
la libertad como por la emancipación económica, debe ser librada principalmente
fuera del parlamento. La obra de los diputados obreros, socialistas y
revolucionarios la considero útil pero no por sí misma sino como apoyo a la
lucha extraparlamentaria. Y si pensando así no me encuentro perfectamente de
acuerdo ni con los anarquistas ni con los socialistas-democráticos, lo lamento
sinceramente, pero, ¿puedo desdecirme?
En pro y en
contra de la participación en las elecciones, me parece que se ha dicho poco
más o menos todo cuanto se podía decir. Me complace que la disputa haya sido
llevada por Malatesta a la esfera de los principios (y, también por esto, no me
arrepiento de haberla suscitado).
Es innegable
que en torno a nuestros principios -que son verdaderos, si se los interpreta
rectamente- han pululado muchos errores y muchos sofismas.
Algunos de
éstos dicen que los hombres deben hacer todo por sí, individualmente; que un
hombre no debe hacerse nunca representar por otro; que las minorías no deben
ceder ante las mayorías (siendo más probable que se engañen éstas y no
aquellas); que en la sociedad futura los hombres se encontrarán milagrosamente
de acuerdo o, de lo contrario, los disidentes se separarán y cada uno
actuará a su guisa; y que toda otra conducta sería contraria a nuestros
principios.
Querría
repetir aquí, palabra por palabra, las muy justas y lúcidas consideraciones que
formula Malatesta en el número 1 de L'Agitazione (y no por primera vez),
contra ese modo de entender la anarquía. Concluye diciendo:
Por tanto,
en todas aquellas cosas que no admiten varias soluciones contemporáneas, o en
las cuales las diferencias de opinión no son de tal importancia que valga la
pena estar divididos y actuar cada fracción a su manera, y cuando el deber de
la solidaridad impone la unión, es razonable, justo, necesario que la minoría
ceda a la mayoría.
Sin embargo,
creo disentir con él en dos puntos: en primer lugar, Malatesta parece creer que
las cosas en las cuales -por varias razones que expone- se hace necesario estar
de acuerdo, son todas de poca monta. Esta impresión surge de los ejemplos que
emplea. Voy a un café, encuentro ocupados los mejores lugares; debo
resignarme a estar en una corriente de aire o irme. Veo personas hablar bajo:
debo alejarme para no ser indiscreto, etc. Yo en cambio creo (y quizá
Malatesta también, pero no lo dice) que entre las cuestiones en la que
convendrá el acuerdo -y, si éste no es posible, habrá que buscar un compromiso-
las hay de índole muy grave, y tales son justamente las cuestiones referentes a
la organización general de la sociedad y a los grandes intereses públicos. En
la sociedad puede haber alguien que considere justa la venganza, pero la
mayoría de los hombres tiene derecho a considerarla injusta e impedirla. Puede
haber una minoría que prefiera organizar los transportes por ferrocarril según
un modelo cooperativista, colectivista, comunista o de cualquier otra manera;
pero, al no poder adoptar más que un tipo de organización, es necesario que
prevalezca el parecer de la mayoría. Puede haber, incluso, quien considere como
una vejación determinado procedimiento adoptado para impedir la difusión de una
enfermedad contagiosa, pero la sociedad tiene derecho a defenderse de las
epidemias.
La segunda
diferencia entre Malatesta y yo consiste en que yo creo poder profetizar que en
la sociedad futura la minoría, siempre y en todos los casos, se rendirá
voluntariamente al parecer de la mayoría. Malatesta, en cambio, dice: Pero
este ceder de la minoría debe ser efecto de la libre voluntad, determinada por
la conciencia de la necesidad.
¿Y si esa
voluntad no existe? ¿Si esta conciencia de la necesidad no existe en la
minoría? ¿Si más bien la minoría resistiendo está convencida de cumplir con su
deber? Evidentemente, la mayoría -no queriendo sufrir la voluntad de la
minoría- hará la ley, dará a su propia deliberación (como dice Malatesta a
propósito de los congresos), un valor ejecutivo.
Malatesta
dice más aún; y, a propósito de quién encuentra ocupado el lugar preferido de
un café o de quien se debe alejar de una conversación confidencial, manifiesta,
si procediera de otra manera, aquellos a quienes incomodo me harían pronto darme
cuenta, de un modo u otro, de las consecuencias de mi grosería. ¡Coacción!
Y se trata sólo de relaciones individuales con escasas consecuencias.
¡Figurémonos si se tratara de un grave asunto de interés público, como aquellos
a que me he referido más arriba!
Está bien
que la coacción deba ser mínima -y posiblemente más bien moral que física- que
se deban respetar los derechos de las minorías e incluso admitir, en algunos
casos, la separación de la minoría disidente. Pero, en suma, es sólo cuestión
de más o menos; de modalidad y no de principios.
En los casos
en que resulte útil y necesario -digo yo- no es contrario a los principios
anarquistas ni el llegar a una votación ni el proceder a la ejecución de las
deliberaciones tomadas; y cuando no puedan hacerlo los interesados directamente
(por razones de número o de capacidad), tampoco es contrario a los principios
anarquistas que -tomadas las debidas precauciones contra los posibles abusos-
dichas funciones sean delegadas.
Por tanto,
concluyo:
O se cree en
la armonía providencial que reinará en la sociedad futura, y entonces está
equivocado Malatesta y tienen razón los individualistas; o Malatesta tiene
razón, no se tiene derecho a decir que toda representación todo acto mediante
el cual el pueblo confíe a otros el cuidado de sus intereses, es contrario a
nuestros principios.
Me parece
difícil esquivar este dilema.
Merlino
De,
L´Agitazione, del 28 de marzo de 1897.
SOCIEDAD
AUTORITARIA Y SOCIEDAD ANÁRQUICA
Sin
duda, Merlino dice muchas cosas justísimas que también decimos nosotros; pero
al afirmar ideas generales sobre las necesidades de la vida social, pierde de
vista -a nuestro parecer- la diferencia entre autoritarismo y anarquismo y las
razones de dicha diferencia. De modo que todo su argumentar podría servir muy
bien para sostener la necesidad de un gobierno y, por tanto, la imposibilidad
de la anarquía.
Establezcamos
rápidamente cuáles son los puntos en los que estamos de acuerdo, de manera que,
ni Merlino ni otro a quien plazca polemizar con nosotros, pierda el tiempo en
combatimos a causa de ideas que no sustentamos, y sólo logre así desperdiciar
sus energías en cerrar puertas que están abiertas.
Nosotros
pensamos que en muchos casos la minoría -incluso cuando está convencida de
tener razón- debe ceder a la mayoría, porque de otra manera no habría vida
social posible, y fuera de la sociedad es imposible toda vida humana. Sabemos
muy bien que los casos en que no se puede alcanzar la unanimidad y que es
necesario que la minoría ceda, no son los casos de menor importancia, sino que
son, especialmente, los de importancia vital para la economía de la
colectividad.
No creemos
en el derecho divino de las mayorías, pero tampoco creemos que las
minorías representen, siempre, la razón y el progreso. Galileo tenía razón
contra todos sus contemporáneos; pero hay todavía quienes sostienen que la
Tierra es plana y que el sol gira a su alrededor, y nadie dirá que tienen razón
porque se han convertido en minoría. Por otra parte, si es verdad que los
revolucionarios son siempre una minoría, también están siempre en minoría los
explotadores y los esbirros.
Así estamos
de acuerdo con Merlino en admitir que es imposible que cada hombre haga todo
por sí mismo, y que, incluso si fuera posible, sería sumamente desventajoso
para todos. Por tanto, admitimos la división del trabajo social, la delegación
de las funciones y la representación de las opiniones y de los intereses
propios confiada a otros.
Y sobre todo
rechazamos como falsa y perniciosa toda idea de armonía providencial y
de orden natural en la sociedad, porque creemos que la sociedad humana y el
hombre social mismo son el producto de una larga y fatigosa lucha contra la
naturaleza, y que si el hombre cesara de ejercitar su voluntad consciente y se
abandonara a la naturaleza recaería pronto en la animalidad y en la lucha
brutal.
Pero -y aquí
está la razón por la que somos anarquistas- queremos que las minorías cedan
voluntariamente cuando así lo requiera la necesidad y el sentimiento de
solidaridad. Queremos que la división del trabajo social no divida a los
hombres en clases y haga a unos directores y jefes, exceptuados de todo trabajo
ingrato, y condene a los otros a ser las bestias de carga de toda la sociedad.
Queremos que delegando a otros una función, esto es encargando a otros de un
trabajo dado, los hombres no renuncien a la propia soberanía y que, donde sea
necesario un representante, éste sea el portavoz de sus mandantes o el ejecutor
de sus voluntades, y no ya quien hace la ley y la hace aceptar por la fuerza, y
creemos que toda organización social no fundada sobre la libre y consciente
voluntad de sus miembros conduce a la opresión y a la explotación de la masa
por parte de una pequeña minoría.
Toda
sociedad autoritaria se mantiene por coacción. La sociedad anarquista debe
estar fundada sobre el acuerdo mutuo: en ella es necesario que los hombres
sientan vivamente y acepten espontáneamente los deberes de la vida social y se
esfuercen por organizar los intereses discordantes y por eliminar todo motivo
de lucha intestina; o al menos que, si se producen conflictos, éstos no sean
nunca de tal importancia como para provocar la constitución de un poder
moderador, que con el pretexto de garantizar la justicia a todos, reduzca a
todos a la servidumbre.
Pero ¿si la
minoría no quiere ceder? Dice Merlino, ¿si la mayoría quiere abusar de la
fuerza? Preguntamos nosotros.
Es claro que
en un caso como en el otro no hay anarquía posible.
Por ejemplo
nosotros no queremos policía. Esto supone naturalmente que pensamos que
nuestras mujeres, nuestros hijos y nosotros mismos podemos andar por las calles
sin que nadie nos moleste, o al menos que si alguno quisiera abusar de su
fuerza superior con nosotros, encontraremos en los vecinos y en los paseantes
una protección más válida que en un cuerpo de policía pagado para ello.
Pero ¿si en
cambio bandas de malhechores van por las calles insultando y apaleando a los
más débiles y la población asiste indiferente a tal espectáculo? Entonces
naturalmente los débiles y aquellos que aman la propia tranquilidad invocarían
la institución de la policía y ésta no dejaría de constituirse. Se podría quizá
sostener que, dadas esas circunstancias, la policía sería el menor de los
males; pero no se podría decir, ciertamente, que se vive en anarquía. La verdad
sería que cuando hay tantos prepotentes de un lado y tantos bellacos del otro,
la anarquía no es posible.
Más bien es
que el anarquista debe sentir fuertemente el respeto de la libertad y del
bienestar de los otros, y debe hacer de este respeto el objetivo preciso de su
propaganda.
Pero, se
objetará, los hombres hoy son demasiado egoístas, demasiado malos para respetar
los derechos ajenos y ceder voluntariamente a las necesidades sociales.
En verdad, nosotros
siempre hemos encontrado en los hombres, incluso en los más corrompidos, una
tal necesidad de ser estimados y amados y, en circunstancias dadas, tanta
capacidad de sacrificio y tanta consideración por las necesidades de los otros
como para esperar que, una vez destruidas con la propiedad individual las
causas permanentes de los más grandes antagonismos, no será difícil obtener la
libre cooperación de cada uno al bienestar de todos.
Sea como
sea, los anarquistas no somos toda la humanidad y no podemos ciertamente hacer
solos toda la tarea para la realización de nuestros ideales intentando eliminar
la lucha y la coacción en la vida social.
Y después de
esto ¿tiene razón Merlino al sostener que el parlamentarismo no puede
desaparecer completamente y que deberá quedar algo incluso en la sociedad que
nosotros anhelamos?
Creemos al
llamar parlamentarismo o proyecto de parlamentarismo a ese
intercambio de servicios y a esa distribución de las funciones sociales sin las
cuales la sociedad no podría existir, es alterar sin razón el significado
aceptado de las palabras y no puede sino oscurecer y confundir la discusión.
El
parlamentarismo es una forma de gobierno; y un gobierno significa poder
legislativo, poder ejecutivo y poder judicial; significa violencia, coacción,
imposición por la fuerza de la voluntad de los gobernantes a los gobernados.
Un ejemplo
esclarecerá nuestro concepto.
Los varios
Estados de Europa y del mundo están en relación entre ellos, se hacen
representar los unos ante los otros, organizan servicios internacionales,
convocan congresos, hacen la paz o la guerra, sin que haya un gobierno
internacional, un poder legislativo que haga las leyes a todos los Estados
y un poder ejecutivo que se imponga a todos.
Hoy las
relaciones entre los diversos Estados están todavía en gran parte fundadas
sobre la violencia y sobre la sospecha. A las supervivencias atávicas de las
rivalidades históricas, de los odios de raza y religión y del espíritu de
conquista, se agrega la competencia económica, y cada día los grandes Estados
hacen la violencia a los pequeños.
Pero ¿quién
osaría sostener que para remediar este estado de cosas sería necesario que cada
Estado nombrase representantes, los cuales, reunidos, establecieran entre
ellos, por mayoría de votos, los principios de derecho internacional y las
sanciones penales contra los transgresores y que poco a poco legislaran sobre
todas las cuestiones entre Estado y Estado y tuvieran a su disposición una
fuerza para hacer respetar sus decisiones?
Esto sería
el parlamentarismo extendido a las relaciones internacionales; y lejos de
armonizar los intereses de los diversos Estados y destruir las causas de los
conflictos, tendería a consolidar el predominio de los más fuertes y crearía
una nueva clase de explotadores y de opresores internacionales. Algo de este
género existe ya en germen en el concepto de las grandes potencias y
vemos sus efectos liberticidas.
Y todavía
dos palabras sobre el concepto de abstencionismo electoral.
Merlino
sigue hablando de la actividad propagandística que se puede desplegar por medio
de las elecciones; pero no piensa en lo que se podría hacer si, rechazando la
lucha electoral, se llevase esa actividad sobre otro campo más consonante con
nuestros principios y nuestros fines.
Merlino no
cree en la conquista de los poderes públicos; pero nosotros no querríamos esa
conquista, ni para nosotros ni para los demás, ni aún si la creyésemos posible.
Somos adversarios del principio de gobierno y no creemos que quien fuera al
gobierno se apresuraría luego a renunciar al poder conquistado. Los pueblos que
quieren la libertad demuelen las Bastillas; los tiranos en cambio, piden entrar
y fortificarse, con la excusa de defender al pueblo contra los enemigos. Por
tanto nosotros no queremos que el pueblo se acostumbre a mandar al poder a sus
amigos, o pretendidos tales, y a esperar la emancipación de su ascensión al
poder.
La
abstención para nosotros es una cuestión de táctica; pero es tan importante
que, cuando se renuncia a ella, se acaba por renunciar también a los
principios. Y esto por la natural conexión de los medios con el fin.
Merlino se
lamenta de no estar completamente de acuerdo ni con nosotros ni con los
socialistas democráticos; pero dice que no se puede desdecir. No le pedimos
ciertamente que se desdiga, contra sus convicciones y contra su conciencia.
Pero nos permitimos hacerle una observación.
Una táctica,
por buena que sea, no vale sino cuando es captada por aquellos que deberían
practicarla. Ahora, con razón o sin ella, nosotros y todos los anarquistas no
queremos saber nada de la táctica propuesta por Merlino. ¿No es mejor que él
esté con nosotros, con quienes tienen ideales comunes y medios principales de
lucha también comunes, mejor que gastar sus fuerzas en una tentativa que
permanecerá estéril, estamos seguros, a menos que él renuncie a la anarquía y
busque sus partidarios entre los adversarios nuestros y suyos?
Malatesta
De,
L'Agitazione, del 28 de marzo de 1897.
POCAS
PALABRAS PARA CERRAR UNA POLÉMICA
En una
sociedad organizada según los principios del socialismo anárquico, las minorías
deberán, en las cosas de grave interés común indivisible, ceder al parecer, o
digamos mejor, al querer de las mayorías; pero las mayorías no deberán abusar
de su poder dañando los derechos de las minorías. Sin un compromiso de este
género, la convivencia no sería posible.
Hasta aquí
estamos de acuerdo.
Pero ¿si una
minoría no quiere doblegarse al parecer de la mayoría en una de estas
cuestiones? Vosotros decís que en este caso no se podrá ya estar en anarquía.
Por tanto la voluntad de una pequeña minoría, incluso de un solo hombre, podrá
hacer que la anarquía -como vosotros la entendéis- no se aplique en
absoluto. Un puñado de matones o de reaccionarios o de excéntricos o de
neuróticos, incluso un solo individuo podrá impedir que funcione el sistema
anárquico, solamente con decir que no; negándose a ceder voluntariamente a la
mayoría. Y como algún ruin siempre lo habrá en cualquier sociedad, la
consecuencia de vuestro razonamiento es que la anarquía es algo muy grande y
bello, pero no existirá jamás.
Yo en cambio
tomo la anarquía con un sentido menos absoluto. No pongo la intransigencia que
ponéis vosotros. La idea anarquista para mi comenzará a practicarse mucho antes
de que los hombres alcancen el estado de perfección por el cual, compenetrados
de las ventajas de la asociación, cederán voluntariamente los unos a los otros.
Ella nos debe sugerir desde ahora modos de proveer a los intereses comunes y de
resolver los conflictos que puedan nacer, sin autoridad, sin centralización,
sin un poder constituido en medio de la sociedad, capaz de imponer la voluntad
propia y los propios intereses a la multitud de sujetos.
Esta es la
única anarquía viable incluso a corto plazo; sólo de ella vale la pena
ocuparse.
Tomemos los
ejemplos adoptados por vosotros; decís: en una sociedad anarquista no puede
haber policía. Pero para que no haya policía, es necesario que los hombres
se respeten mutuamente, que un hombre de bien pueda caminar por las calles sin
miedo a ser atracado o al menos, con la seguridad de ser defendido por los
vecinos y viandantes si es agredido por uno más fuerte que él. Si los débiles
temieran ser atacados en la vía pública, pedirían policía para que los
protegiese y la anarquía desaparecería.
Exponéis el
dilema: o ninguna forma de defensa social o colectiva contra el delito -salvo
la defensa fortuita de la muchedumbre- o bien la policía, el gobierno, el orden
de cosas actual.
Yo en cambio
creo que entre el sistema actual y el que presupone el cese del delito hay
lugar para formas intermedias -para una defensa social que no sea la función de
un gobierno, pero que se ejercite, en cada localidad, bajo los ojos y el
control de los ciudadanos como cualquier servicio público de higiene,
transporte, etc.- y por tanto no pueda degenerar en opresión y dominación.
Preparar
estas formas, y hacerlas prevalecer sobre la forma autoritaria actual u otras
similares, es justamente la tarea de los socialistas anárquicos. Pero esta
tarea no la ejecutarán si dicen: la anarquía no es posible cuando la
sociedad tiene la necesidad de luchar contra el delito.
Entre las
relaciones entre los pueblos vosotros decís: los Estados hoy hacen la paz y
la guerra, observan ciertas normas de justicia en sus relaciones (derecho de
gentes, etc.). Sin un gobierno, un parlamento, una policía internacional.
¿Cómo nos os dais cuenta de que el gobierno de los gobiernos existe, y es de
aquella potencia de donde consiguen el mayor número de cañones y el mayor
número de hombres para cargarlos y defenderlos? ¿Cómo no os dais cuenta de que
las relaciones actuales entre pueblos son embrionarias, los tratados de
comercio, las convenciones postales, sanitarias, monetarias, y el así llamado
derecho de gentes, son las primeras líneas de un organización de los intereses
internacionales que se irá desarrollando cuando los Estados actuales hayan
cesado de existir?
Nosotros
debemos trabajar para que esta organización sea hecha en forma federativa y
libertaria; no negar la necesidad y la utilidad. A mi me parece que vosotros
permanecéis a medio camino entre el individualismo y el socialismo.
Dejadme
ahora volver a la cuestión de principios a la de la táctica.
En el
articulo de fondo del número 3 vosotros os ocupáis de las recientes elecciones
y decís: Nos alegramos mucho del triunfo de los socialistas, porque, si bien
excepcional, demuestra siempre que la idea del socialismo avanza, que crece el
número de aquellos que se rebelan a las órdenes del patrón, del cura y del
carabinero y que esta Italia no es ya realmente aquella tierra de muertos que
parecía ser en estos últimos años.
Preciosa
confesión que en realidad me ha maravillado. Vosotros abstencionistas, que
predicáis que un pueblo que vota abdica su soberanía en la minoría, ahora en
cambio veis nada menos en el voto reciente de los electores italianos una
rebelión a las órdenes del patrón, del cura y de la autoridad, una afirmación
tan importante de los derechos y de las aspiraciones del pueblo, que exclamáis
jubilosos que por estas elecciones ha quedado probado no ser Italia esa tierra
de muertos que era estos últimos años.
¿Os parece
poco esta demostración?
Poned si
queréis en la cuenta del parlamentarismo los compromisos, el difuminar de los
programas, la corrupción, etc. Estos males no podrán jamás hacer contrapeso a
la inmensa ventaja de haber sentido batir el alma de un pueblo que, como
vosotros decís, parecía muerto y resignado a la quietud de la tumba.
Ahora, si a
vosotros está permitido decir después de las elecciones que éstas han logrado una
espléndida afirmación del socialismo, no se me puede negar el decir antes de
las elecciones que era necesario votar. Si no obstaculiza a los principios
anarquistas que vosotros os congratuléis del triunfo de los socialistas, no
debe tampoco obstar el que yo declare que lo deseaba. Vuestras congratulaciones
no habrían llegado si alguno no hubiese trabajado para el triunfo del
socialismo en las elecciones. Y yo no me equivoco si me obstino en sostener que
los anarquistas pueden hacer bastante más que mirar y congratularse del triunfo
de los demás.
Al gobierno
no le basta para continuar existiendo la fuerza material de las bayonetas:
necesita también una fuerza moral que intenta conseguir en las elecciones una
apariencia de consentimiento popular. Y la adquisición de esta fuerza moral
nosotros debemos intentar quitársela, porque reducido a la sola fuerza
material, nosotros podremos combatirlo con éxito en la primera ocasión.
Una última
palabra. Vosotros decís que todos los anarquistas son abstencionistas. ¡Cómo os
engañáis! Los abstencionistas más encarnizados votan ahora por los
republicanos, luego por los socialistas, más tarde por amigos personales, sin
hablar de los Azzaretti, ¡que no son pocos! Lo que se gana con la táctica
abstencionista es participar en las elecciones, no en nombre de nuestros
principios sino bajo falso nombre o a beneficio de otros partidos.
Merlino
De,
L'Agitazione, del 19 de abril de 1897.
CONCEPCIÓN
INTEGRAL DE LA ANARQUÍA
Merlino está
aprendiendo un modo curioso de discutir. Elige una frase aislada, la estira, la
retuerce y logra, dado que no tiene en cuenta el contexto, hacerse decir lo que
él quiere. Además, no contesta nunca a tus preguntas y a tus refutaciones, sino
que se agarra a un ejemplo tuyo o a un argumento incidental y discute éste sin
recordar más la cuestión principal, de modo que el objeto de la polémica a cada
réplica se convierte en otro.
De hecho,
¿quién podría adivinar que nosotros estábamos discutiendo si el parlamentarismo
es compatible o no con la anarquía?
Continuando
así podríamos discutir un siglo, pero no lograremos saber ni siquiera si
estamos de acuerdo o no.
De todas
maneras sigamos a Merlino en su terreno.
¿Por qué
dice Merlino que nos estamos acercando?
¿Porque
nosotros admitimos la necesidad de la cooperación y del acuerdo entre los
miembros de la sociedad y nos plegamos a las condiciones fuera de las cuales
cooperación y acuerdo no son posibles? Pero esto es socialismo, y Merlino sabe
que nosotros siempre hemos sido socialistas y por ello siempre muy cercanos.
La cuestión
ahora es si el socialismo debe ser anárquico o autoritario, vale decir si el
acuerdo debe ser voluntario o impuesto.
¿Pero si la
gente no quiere ponerse de acuerdo? Entonces habrá tiranía o guerra civil, pero
no anarquía. Por la fuerza la anarquía no se hace; la fuerza puede y debe
servir para abatir los obstáculos materiales, para poner al pueblo en
condiciones de elegir libremente cómo quiere vivir, pero más no se puede hacer.
¿Pero si un
puñado de matones o neuróticos o incluso un solo individuo se obstina en decir
no, entonces no es posible la anarquía?
¡Diablos! No
falsifiquemos. Estos individuos son libres de decir no, pero no podrán impedir
a los otros actuar, y más bien deberán adaptarse lo mejor que puedan. Y si
luego los matones o los neuróticos fueran tantos como para poder
perturbar seriamente la sociedad e impedirle funcionar pacíficamente,
entonces... sin embargo, no estaríamos todavía en la anarquía.
Nosotros no
hacemos de la anarquía un edén ideal, que por ser demasiado bello, se deba
postergar para las calendas griegas.
Los hombres
son demasiado imperfectos, demasiado habituados a rivalizar y a odiarse ente
sí, demasiado embrutecidos por los sufrimientos, demasiado corrompidos por la
autoridad, para que un cambio de sistema social pueda, de un día para otro,
transformarlos a todos en seres idealmente buenos e inteligentes. Pero
cualquiera que sea la extensión de los efectos que se puedan esperar del
cambio, el sistema es necesario cambiarlo y para cambiarlo es necesario que se
realicen las condiciones indispensables de dicho cambio.
Nosotros
creemos que la anarquía es posible, porque creemos que las condiciones
necesarias para su existencia están ya en los instintos sociales de los hombres
modernos, a pesar de la continua acción disolvente, antisocial, del gobierno y
de la propiedad. Y creemos que como remedio contra las malas tendencias de
algunos y contra los intereses creados de otros no es un gobierno cualquiera,
que al estar compuesto de hombres no puede sino hacer inclinar la balanza de la
parte de los intereses y de los gustos de quien está en el gobierno, sino la
libertad, que, cuando tiene por base la igualdad de condiciones, es la gran
armonizadora de las relaciones humanas.
Nosotros no
esperamos para ser aplicada la anarquía que el delito, o la posibilidad del
delito, haya desaparecido de los fenómenos sociales; pero no queremos la
policía, porque creemos que ésta, mientras que es impotente para prevenir el
delito, o reparar las consecuencias, es luego por sí misma fuente de mil males
para la sociedad; y si para defenderse hubiera necesidad de armarse, queremos
estar armados todos y no constituir en medio de nosotros un cuerpo de
pretorianos. Nosotros nos acordamos demasiado de la fábula del caballo que se
hizo poner el bocado y montar la grupa al hombre para mejor cazar al ciervo; y
Merlino sabe bien qué mentira es el control de los ciudadanos, cuando
los controlados son aquellos que tienen en mano la fuerza.
Merlino es
también inexacto cuando se sirve de nuestro ejemplo del concierto europeo.
Nosotros no hemos dicho que en las relaciones actuales entre los Estados haya
igualdad y justicia, ni hemos negado la necesidad de una organización
federativa y libertaria de los intereses internacionales. Hemos dicho solamente
que la prepotencia y la injusticia que prevalecen hoy entre los Estados, no las
remediaría un gobierno y un parlamento internacional. Grecia sufre hoy la
oposición de las grandes potencias y resiste; si ella tuviera un representante
en un parlamento internacional y se hubiera empeñado en respetar las
resoluciones de la mayoría de dicho parlamento, sufriría una igual o mayor
prepotencia y no tendría ya el derecho de resistirse.
Y luego,
¿qué pretende Merlino cuando dice que nosotros estamos a medio camino entre
el individualismo y el socialismo?
El
individualismo, o es la teoría de la lucha: cada uno para sí y mueran los
débiles, o bien es aquella doctrina que sostiene que pensando cada uno en
sí mismo y haciendo a su modo sin preocuparse de los demás resulta, por ley
natural, la armonía y la felicidad de todos.