NOTA EDITORIAL
Esta magistral conferencia
digitalizada aquí, fue dada en Francia por el teórico anarquista ruso Pedro
Alejandro Kropotkin en 1897. En ella, encontramos, además de una información
riquísima y poco conocida en torno a la historia medieval europea, un muy
interesante concepto de carácter eminentemente sociológico y jurídico, por
medio del cual el autor busca demostrar cuan parasitarias y anticomunitarias
son las instituciones que conforman el macro organismo conocido con el nombre
de: el Estado.
En efecto, Pedro Kropotkin,
desarrollando un peculiar concepto de la teoría de los grupos sociales, se
esfuerza por demostrar la gran importancia que la dinámica de tales grupos
guarda para con el mantenimiento, el desarrollo y el progreso de comunidades
humanas específicas, y de cómo la vieja idea romanista de la centralización,
base plena del desarrollo de las teorías estatistas en sus diversos matices,
impide el desenvolvimiento de dichos grupos apropiándose sus iniciativas.
Kropotkin arremete en contra del
impersonalismo centralista autoritario, en su opinión consubstancial a la idea
misma de Estado, exponiendo el enorme daño que a los grupos sociales y a
sus integrantes causa, además del dique que representa para el desarrollo de
las tendencias proigualitarias coparticipativas inherentes, de nuevo, en su opinión,
a cualquier grupo social sea cual sea su actividad.
Frente al monismo normativo estatal,
Kropotkin blande el pluralismo confederal normativo, advirtiendo que la mejor
garantía para el mantenimiento del equilibrio comunitario se encuentra no en el
desarrollo de rígidas, frías e impersonales concepciones normativas sino, por
el contrario, en la flexibilidad atemperada por los grupos sociales, de un
marco normativo en el que prive una coparticipación plena tanto en la toma de
decisiones comunitarias como en la elaboración y observancia de las propias
normas.
Para Pedro Kropotkin el Estado
es un organismo de carácter parasitario que no sólo frena el desenvolvimiento a
plenitud de los grupos sociales sino que, aún más, se conforma en una auténtica
muralla que impide la comunicación entre éstos para que puedan satisfacer sus
necesidades.
El Estado, finalmente, no
constituye ningún avance en el desenvolvimiento histórico de las sociedades
humanas, sino más bien un retroceso; no es una garantía de equidad y
desarrollo, sino un dique monstruoso que evita todo progreso, que mata toda
iniciativa comunal igualitaria, que destroza a los grupos sociales
pulverizándolos en individuos.
Sin duda que la conferencia que aquí
publicamos es de por sí polémica e invita a la crítica, a la reflexión y al
debate.
Chantal López y Omar Cortés
Tomando por tema de esta conferencia
El Estado y su papel histórico, creo responder a una necesidad que se
deja sentir imperiosamente en estos momentos: la de profundizar la idea misma
del Estado, estudiar su esencia, el papel que representó en el pasado y la
parte que puede caberle representar en el porvenir.
Es precisamente, respecto a la
cuestión del Estado, por lo que andan divididos los socialistas. En el conjunto
de fracciones existentes entre nosotros y que responden a la diferencia de
temperamentos, a los diversos modos de pensar, y, sobre todo, al grado de
confianza en la próxima revolución, se dibujan dos grandes corrientes.
De una parte, los que esperan
efectuar la revolución social dentro del Estado, manteniendo la mayor
parte de sus atribuciones, hasta ampliándolas y utilizándolas a beneficio de la revolución. De otra
hay los que, como nosotros los anarquistas, ven en el Estado, no solamente en
su forma actual, sino hasta en su esencia y bajo todas las formas que podría
revestir, un obstáculo para la revolución social, un obstáculo por
excelencia para el desarrollo de una sociedad basada en la igualdad y en la
libertad; una forma histórica para prevenir este florecimiento, y que trabajan,
por consiguiente, para abolir y no para reformar el Estado.
Como veis, la división es profunda.
Corresponde a dos corrientes divergentes que se hallan en toda la filosofía, la
literatura y la acción de nuestra época. Y si las nociones corrientes sobre el
Estado permanecen en la oscuridad tanto como sucede actualmente, no cabe duda
que será sobre esta cuestión del Estado por lo que se librarán las más
obstinadas luchas, cuando, y esperemos que sea pronto, las ideas comunistas
busquen su realización práctica en la vida de las sociedades.
Importa mucho, pues, después de
haber hecho tan a menudo la crítica del Estado actual, investigar el por qué de
su aparición, profundizar el papel que ha desempeñado en el pasado y compararlo
con las instituciones que vino a sustituir.
Por de pronto, entendámonos antes
sobre lo que queremos significar con el nombre de Estado.
Ya sabéis que existe la escuela
alemana que se complace en confundir el Estado con la Sociedad. Esta
misma confusión se halla también en los escritos de los mejores pensadores
franceses, los cuales no pueden concebir la sociedad sin la centralización por
el Estado, y he aquí porque continua y habitualmente dirigen a los anarquistas
el reproche de que quieren destruir la sociedad, que predican la
regresión a la guerra perpetua de cada uno contra todos.
Razonar de este modo significa
ignorar por completo los progresos realizados en el dominio de la historia
durante estos últimos treinta años; es ignorar que el hombre ha vivido en
sociedades durante millones de años antes de conocer el Estado; es olvidar que
el Estado es de origen reciente dentro de las naciones europeas, pues apenas si
data del siglo XVI; es desconocer, en fin, que los períodos más gloriosos de la
humanidad fueron aquellos en que las libertades y la vida local no estaban aún
destruidas por el Estado y en que las masas humanas vivían en municipalidades (comunas)
y en federaciones libres.
El Estado no es más que una de las
formas revestidas por la sociedad en el curso de la historia. ¿Acaso se pueden
confundir?
Por otra parte, se ha confundido
asimismo el Estado con el Gobierno. Ya que no puede haber Estado sin Gobierno,
se ha dicho algunas veces que lo que hay que realizar es la abolición del
gobierno y no la del
Estado.
Paréceme, no obstante, que en el
Estado y en el Gobierno tenemos dos nociones de orden diferente. La idea de
Estado implica algo muy contrario a la idea de Gobierno. Comprende, no tan sólo
la existencia de un poder colocado muy por encima de la sociedad, sino también
una concentración territorial y una concentración de muchas funciones de la
vida de las sociedades entre las manos de algunos o hasta de todos. Implica
nuevas relaciones entre los miembros de la sociedad.
Esta distinción, que tal vez nos
escapa a primera vista, aparece sobre todo cuando se estudian los orígenes del
Estado.
Para comprender bien lo que es el
Estado sólo hay un medio; estudiarlo en su desenvolvimiento histórico. Y esto
es lo que voy a intentar.
El Imperio Romano fue un Estado en
el verdadero sentido de la
palabra. Hasta nuestra época subsiste como ideal para el
legislador.
Sus órganos cubrían un vasto dominio
de cerrada red. Todo afluía hacia Roma: la vida económica, la vida militar, las
relaciones judiciales, las riquezas, la educación, hasta la religión. De Roma
venían las leyes, los magistrados, las legiones para defender el territorio,
los gobernadores, los dioses. Toda la vida del Imperio remontaba al Senado, más
tarde al César, el omnipotente, el omnisciente, el dios del Imperio. Cada
provincia, cada distrito, tenía su Capitolio en miniatura, su pequeña
proporción de soberano romano, para dirigir toda su vida. Una sola ley, la ley
impuesta por Roma, reinaba en el Imperio, y este Imperio no representaba de
ningún modo una confederación de ciudadanos; era un rebaño de súbditos.
Aun hoy el legislador y el
autoritario admiran la invasión de los bárbaros, la muerte de la vida local
incapaz de resistir por más tiempo los ataques del exterior y la gangrena que
se extendía desde el centro, destrozaron aquel Imperio, y sobre las ruinas se
desarrollo una civilización nueva que aun hoy día es la nuestra.
Y si dejando a un lado las
civilizaciones antiguas, estudiamos los orígenes y los desarrollos de la joven
civilización bárbara hasta los períodos que, a su vez, dieron nacimiento a
nuestros Estados modernos, podremos hacernos cargo de la esencia del Estado
mejor que si nos lanzásemos al estudio del Imperio Romano o del de Alejandro, o
el de las monarquías despóticas de Oriente.
Tomando por punto de partida estos
poderosos demoledores bárbaros del Imperio Romano, podremos seguir la evolución
de toda la civilización desde sus orígenes hasta su fase: el Estado.
EL ESTADO II
La mayor parte de los filósofos del
siglo pasado se formaron una idea muy elemental sobre el origen de las
sociedades.
Al principio, decían, los hombres
vivían en pequeñas familias aisladas, y la guerra perpetua entre estas familias
era el estado normal. Pero un día se dieron cuenta de los inconvenientes de
estas luchas sin fin y los hombres se decidieron a constituirse en sociedad.
Entre las familias esparcidas se estableció un contrato y se sometieron
voluntariamente a una autoridad, la cual -¿tengo necesidad de decirlo?- se
convirtió en el punto de partida y en iniciador de todo progreso...
¿Hay necesidad de añadir, puesto que
ya os lo habrán enseñado en la escuela, que nuestros actuales gobernantes se
han arrogado este bello papel de pacificadores y de civilizadores de la especie
humana?
Concebida en una época en la cual no
se sabía gran cosa de los orígenes del hombre, esta idea dominó en el siglo
pasado, y es necesario decir que en manos de los enciclopedistas y de Rousseau,
la idea del contrato social se convirtió en una arma poderosa para
combatir a la realeza de derecho divino. No obstante, a pesar de los servicios
que haya podido prestar en el pasado, esta teoría debe ser reconocida como
falsa.
El hecho real es que todos los
animales, a excepción de algunos carniceros y de algunas aves de rapiña, y
salvo algunas especies que están en vísperas de desaparecer, vivían en
sociedad. En la lucha por la vida, las especies sociables son las que subsisten
sobre las demás. En cada clase de animales ocupan el peldaño más elevado de la
escala y no puede caber la menor duda de que los primeros seres de aspecto
humano vivían ya en sociedad.
El hombre no ha creado la sociedad. La sociedad
es anterior al hombre.
Actualmente se sabe también - la
antropología lo ha demostrado a la perfección - que el punto de partida de la
humanidad no fue la familia, sino el clan, la tribu. La familia
paternal tal como la conocemos, o tal como nos la pintan las tradiciones
hebraicas, hizo su aparición más tarde. Millares de años vivió el hombre en la
fase tribu o clan, y durante esta fase - llamémosla tribu primitiva o salvaje,
si queréis - ya el hombre desarrolló toda una serie de instituciones, de usos,
de costumbres, de mucho anteriores a las instituciones de la familia paternal.
En estas tribus no existía la
familia aislada, como no existe tampoco en muchos mamíferos sociables. La
división en el seno de la tribu se fue formando mejor por generaciones, y desde
una época remotísima, que se pierde en el crepúsculo del género humano, se
habían ido estableciendo limitaciones para impedir las relaciones de matrimonio
entre las diversas generaciones, mientras que estaban permitidas entre
individuos de una misma generación. Se descubren aún las huellas de este
período en ciertas tribus contemporáneas y se las encuentra en el lenguaje, en
las costumbres y en las supersticiones de los pueblos muy avanzados en la
civilización.
Toda la tribu efectuaba la caza o la
contribución voluntaria en común, y aplacada su hambre, se entregaba con pasión
a sus danzas dramatizadas. Actualmente se encuentran aún tribus, muy cercanas
de esta fase primitiva, arrojadas sobre los circuitos de los grandes
continentes, o en las regiones alpestres menos accesibles de nuestro globo.
La acumulación de la propiedad
privada no podría efectuarse en ellas, puesto que todo objeto que había
pertenecido en particular a un miembro de la tribu, era destruido o quemado
allí donde se enterraba el cadáver. Esto se efectúa aún en Inglaterra, por los tsiganos,
y los ritos funerarios de los civilizadores llevan este sello; los
chinos queman modelos de papel de todo lo que poseía el muerto, y nosotros
paseamos hasta la tumba el caballo del jefe militar, su espada y sus
condecoraciones. El sentido de la institución se ha perdido, pero la forma
subsiste.
Lejos de profesar el desprecio por
la vida humana, sentían los primitivos horror al suicidio y a la sangre. Derramarla
era considerado como una cosa tan grave, que cada gota de sangre vertida, no
solamente de sangre humana, sino hasta la de ciertos animales, exigía que el
agresor perdiera de la suya una cantidad igual.
Por esto en el seno de la tribu un
homicidio era cosa absolutamente desconocida, por ejemplo, en los esquimales,
estos sobrevivientes de la edad de piedra que habitan las regiones árticas.
Pero cuando se encontraban tribus de origen, color y lengua diferentes,
sucedíase muy a menudo la
guerra. Verdad es que ya entonces los hombres procuraron
suavizar estos encuentros. La tradición, como lo han demostrado muy bien Maine,
Post, Nys, elaboraba ya los gérmenes de lo que más tarde convirtióse en derecho
internacional. Por ejemplo, no se podía asaltar un pueblo sin prevenir antes a
sus habitantes. Nadie osaba matar en el sendero que frecuentaban las mujeres
para ir a la fuente. Y
para pactar la paz, era necesario pagar el equivalente de hombres muertos en
ambos bandos.
Desde entonces estaba por encima de
todas las demás una ley: Los vuestros han herido o matado a uno de los
nuestros; por consiguiente, nosotros tenemos el derecho de matar a uno de los
vuestros o infligirle una herida absolutamente igual a la que ha recibido el
nuestro, no importa cual, pues siempre es la tribu la responsable de cada
acto de uno de sus miembros. Los tan conocidos versículos de la Biblia: sangre
por sangre, ojo por ojo, diente por diente, herida por herida, muerte por
muerte -, pero no más, como ha hecho observar muy bien Koenigswarter -
tiene aquí su origen. Era su modo de concebir la justicia, y nosotros no
podemos enorgullecernos mucho, puesto que el principio de vida por la vida
que prevalece en nuestros códigos no es más que una de estas supervivencias.
Como veis, toda una serie de
instituciones y muchas más que paso en silencio, todo un código de moral de
tribu, fue elaborado durante esta fase primitiva… y para mantener este núcleo
de costumbres sociales, bastaban el vigor, el uso, la costumbre y la tradición. Ninguna
necesidad tuvieron de la autoridad para imponerlo.
Sin duda que los primitivos tenían
directores temporales. El hechicero, los que pretendían atraer la lluvia, -el
sabio de aquella época- procuraban aprovecharse de lo que conocían o creían
conocer de la naturaleza para dominar a sus semejantes. Hasta aquél que mejor
sabía retener en la memoria los proverbios y los cantos, en los cuales se
incorporaba la tradición, gozaba de ascendiente. En aquella época estos instruidos
procuraban asegurar su dominio transmitiendo sus conocimientos únicamente a
unos cuantos elegidos. Todas las religiones, y hasta las artes y oficios, han
principiado, como sabréis, por los misterios.
El valiente, el arrojado. y sobre
todo, el prudente, se convertían de este modo en directores temporales en los
conflictos con las tribus vecinas, o durante las emigraciones. Pero la alianza
entre el portador de la ley, el jefe militar y el hechicero, no existía,
y no puede suponerse el Estado en estas tribus, como no se supone en una
sociedad de abejas y hormigas, o entre los patagones y esquimales
contemporáneos nuestros.
Esta fase duró, no obstante,
millares y millares de años, y los bárbaros que invadieron el Imperio Romano
habían asimismo pasado por ella. Apenas si acababan de salir de ella.
En los primeros siglos de nuestra
era se produjeron inmensas emigraciones entre las tribus y las confederaciones
de tribus que habitaban el Asia central y boreal. Oleadas de pueblos, empujados
por otros más o menos civilizados, bajados de las altas mesetas del Asia -arrojados
probablemente por la desecación rápida de estas mesetas-, fundaron Europa,
empujándose unos a otros y mezclándose recíprocamente en su marcha hacia
occidente.
Durante estas emigraciones, en que
tantas tribus de origen diverso se fundieron, necesariamente tenía que
disgregarse la tribu primitiva que existía aún en la mayor parte de Europa.
La tribu estaba basada en la
comunidad de origen, en el culto a los comunes antepasados, pero, ¿qué
comunidad de origen podían invocar en adelante éstas aglomeraciones que surgían
del revoltijo de las emigraciones, de los empujes, de las guerras entre tribus,
durante las cuales se veía ya surgir acá y acullá la familia paternal, el
núcleo formado por el acaparamiento que algunos hacían de las mujeres
conquistadas o robadas a las tribus vecinas?
Los lazos antiguos habían quedado
rotos y so pena de disolverse - lo que, en efecto, tuvo lugar respecto de
alguna tribu desaparecida para la historia - debían surgir nuevos lazos de
unión. Y surgieron. Se hallaron estos lazos en la posesión comunal de la
tierra, del territorio sobre el cual una determinada aglomeración acabó por
fijarse.
La posesión en común de determinado
territorio -valle o colina- se convirtió en la base de una nueva inteligencia.
Los dioses antepasados habían perdido toda su significación, y los dioses
locales de tal valle, de tal ribera o de tal bosque vinieron a dar la
consagración religiosa a las nuevas aglomeraciones, substituyendo a los dioses
de la primitiva tribu. El cristianismo, acomodándose más tarde a las
supervivencias paganas, hizo de ellos santos locales.
A partir de aquí, la comuna
del pueblo, compuesta en parte o enteramente de familias separadas -todos
unidos, no obstante, por la posesión en común de la tierra- convirtióse,
andando el tiempo, en el lazo de unión necesaria.
Este lazo subsiste aún sobre
inmensos territorios de la Europa oriental, en el Asia y en el África. Los
bárbaros que destruyeron el Imperio Romano -escandinavos, germanos, celtas,
eslavos, etc.-, vivían bajo esta especie de organización. Y estudiando los
códigos bárbaros del pasado, como asimismo las confederaciones comunes de
pueblo en los kábilas, en los mongoles, en los hindús y en
los africanos, etc., que aún existen, ha sido posible reconstituir en toda su
plenitud esta forma de sociedad que representa el punto de partida de nuestra
actual civilización.
Echemos un vistazo sobre esta
institución.
EL ESTADO III
La comuna del pueblo, se
componía, como se compone aún, de familias aisladas. Pero las familias de un
mismo pueblo poseían la tierra en común, la consideraban como su común
patrimonio y se la repartían según el número de individuos de cada familia,
según sus necesidades y sus fuerzas. Centenares de millones de hombres viven
aún bajo este régimen en la Europa oriental, en las Indias, en Java, etc. Es el
mismo régimen que han establecido los campesinos rusos, en nuestros días,
cuando el Estado les dejó la libertad de ir a ocupar el inmenso territorio de
la Siberia y ocuparlo en la forma que ellos quisieran.
Al principio, el cultivo de la
tierra se hacía en común y esta costumbre se mantiene aún en muchos parajes, al
menos por lo que se refiere a cierta clase de terrenos. Respecto de los desmontes,
la tala de los bosques, construcción de puentes, elevación de fortificaciones y
torres que servían de refugio en caso de invasión, todo esto se hacía en común
como en común lo hacen aún centenares de millones de campesinos allí donde el
municipio ha resistido las invasiones del Estado. Pero el consumo, sirviéndome
de una expresión moderna, se efectuaba ya por familias, teniendo cada uno su
ganado, su huerta y sus provisiones, los medios de atesorar y transmitir los
bienes acumulados por herencia.
En todos estos negocios el municipio
rural (comuna) era soberano. La costumbre local era ley, y la plena
asamblea de todos los cabeza de familia, hombres y mujeres, era el juez,
el único juez, en materia civil y criminal. Cuando uno de los habitantes, quejoso
de otro, plantaba su cuchillo en tierra en el lugar donde el municipio tenía
por costumbre reunirse, el municipio venía obligado a dictar sentencia
según la costumbre local, después que el hecho había sido establecido por los
jurados de ambas partes en litigio.
Faltaríame el tiempo si tuviera que
contaros todo lo que de interesante ofrece esta fase. Me bastará haceros
observar que todas las instituciones de que se amparó el Estado en
beneficio de las minorías, todas las nociones de derecho que encontramos
(mutiladas a beneficio de las minorías) en nuestros códigos, y todas las formas
de procedimiento judicial que ofrezcan garantías al individuo, tuvieron sus
orígenes en el municipio de pueblo. Así, pues, cuando nosotros creemos haber
hecho un gran progreso estableciendo el jurado, no hacemos más que volver a las
instituciones de los bárbaros, después de haberlo modificado en provecho de las
clases dominantes. El derecho romano no hizo otra cosa que sobreponerse al
derecho consuetudinario.
El sentimiento de unidad nacional se
desarrollaba al propio tiempo que las grandes federaciones libres de comunas
rurales.
Basada en la posesión, y muy a
menudo sobre el cultivo en común de la tierra, la comuna del pueblo, soberana
como juez y legislador del derecho consuetudinario, respondía a la mayor parte
de las necesidades del ser social.
Pero no a todas las necesidades;
muchas quedaban sin satisfacer. De todos modos el espíritu de la época no
estaba por llamar a un gobierno desde que una necesidad se dejaba sentir; al
contrario, optaba por tomar por sí mismo la iniciativa, por unirse, aliarse,
federarse, crear una inteligencia, grande o pequeña, numerosa o restringida,
que respondiera a la nueva necesidad. Y la sociedad de entonces encontrábase
literalmente llena de fraternidades juradas, de ayuntamientos (guildas)
para el apoyo mutuo, de confederaciones dentro y fuera del pueblo, y
dentro de la federación.
Aun actualmente podemos observar
esta fase y este espíritu en acción en alguna federación bárbara que continúa
aislada, apartarla de los Estados modernos calcados en el tipo romano, o mejor
dicho, bizantino. Un ejemplo, entre muchos que podríamos citar, son los kábilas
que han mantenido su comuna del pueblo con las atribuciones que he
mencionado.
Pero los hombres sienten la
necesidad de extender su esfera de acción mucho más allá de sus cabañas. Unos
corren por el mundo buscando aventuras como comerciantes. Otros se dedican a un
oficio - un arte - cualquiera. Y estos comerciantes, estos artistas, se unen en
hermandades aunque pertenezcan a pueblos, tribus o confederaciones diferentes.
Esta unión es necesaria para ayudarse recíprocamente en lejanas aventuras o,
para transmitirse mutuamente los misterios del oficio, y se unen, juran la
fraternidad y la practican de modo que su estudio sorprende al europeo; de modo
real y no con vanas palabras.
Además puede ocurrir a uno una
desgracia cualquiera. Acaso mañana el hombre más pacífico se vea obligado a
salir de los límites establecidos de su bienestar o sociabilidad, tal vez
reciba en una escaramuza golpes y heridas, y entonces será necesario pagar la
compensación gravosa a la injuria hecha o al herido, le será necesario
defenderse ante la asamblea del pueblo y restablecer los hechos basándolos en
la fe de seis, diez o doce conjurados, motivos todos sobrados para que
se entre a formar parte de una hermandad.
Siente el hombre, además, la
necesidad de politiquear, hasta de intrigar, de propagar determinada opinión
moral o una costumbre. Y por último, es necesario conservar, mantener la paz
exterior, establecer y solidificar alianzas con otras tribus, constituir
federaciones con gentes lejanas, propagar nociones de derecho internacional...
y para todo esto, para poder satisfacer todas estas necesidades de orden
emotivo o intelectual, los kábilas, los mongoles, los malayos,
no hay peligro que se dirijan a un gobierno, puesto que ni siquiera lo tienen.
Hombres de derecho rutinario y de iniciativa individual, no están pervertidos
por la corrupción que emana de un gobierno o de una Iglesia. Se unen entre sí
directamente, constituyen hermandades juramentadas, sociedades políticas o
religiosas, uniones de oficios, guildas, como se decía en la Edad Media, o cofs,
como dicen actualmente los kábilas. Y estos cofs traspasan las
murallas de la aldea, se reflejan a lo lejos en el desierto y en las ciudades
extranjeras. En estas uniones la fraternidad se practica de modo real. Negarse
a ayudar a un miembro de su cof, aunque se corra el riesgo de perder
todo su haber y su vida, es considerado como una traición que se hace a la hermandad.
Lo que hoy observamos en los kábilas,
los mongoles, los malayos, etc., constituía la esencia misma de
la vida de los arriba nombrados bárbaros en Europa desde el siglo V al VII. Con
el nombre de guildas, amistades, hermandades, universitas,
etc., pululan las uniones para la defensa y apoyo mutuo; para vengar las
ofensas inferidas a un miembro de la unión y responder de ellas solidariamente
a fin de sustituir la venganza del ojo por ojo, por la compensación,
seguida de la aceptación del agresor en la hermandad; para impedir las
pretensiones de la naciente autoridad; para el comercio; para la práctica de la
buena vecindad ; para la propaganda, en fin, para todo lo que el europeo
educado por la Roma de los césares y de los Papas pide actualmente al Estado.
Es muy dudoso que en aquella época haya habido un solo hombre, libre o siervo,
salvo los que eran puestos fuera de la ley por sus mismas hermandades, que no
hubiese pertenecido a una hermandad o guilda cualquiera fuera de su comuna.
Los sagas escandinavos cantan
las excelencias de aquellas hermandades; el sacrificio de los hermanos
juramentados es el tema de sus más bellas poesías, mientras la Iglesia y los
reyes nacientes, representantes del derecho bizantino (o romano) que reaparece,
lanzaban contra ellos todos sus anatemas y sus ordenanzas, las cuales,
afortunadamente, eran letra muerta.
La entera historia de aquella época
pierde su significación y se hace absolutamente incomprensible, si se deja de
tener en cuenta estas hermandades, estas uniones de hermanos y de hermanas que
brotan de todas partes respondiendo a las múltiples necesidades de la vida
económica y pasional del hombre.
Sin embargo, los puntos negros
principian a acumularse en el horizonte. Fórmanse otras uniones, las de las
minorías dominadoras, que intentan, poquito a poco, transformar en esclavos, en
súbditos, a aquellos hombres libres. Roma estaba muerta, pero su tradición
revivía, y la Iglesia cristiana, sugestionada por la visión de las teocracias
orientales, prestó su poderoso apoyo a los nuevos poderes que buscando iban el
modo de constituirse.
El hombre, lejos de ser la bestia
sanguinaria y feroz que muchos le atribuyen para demostrar la necesidad de
dominarla, ha amado siempre la paz y la tranquilidad. Más
batallador momentáneo que feroz, prefiere su ganado y su terreno a la profesión
de las armas. Y he aquí porque apenas las grandes emigraciones de los bárbaros
fueron disminuyendo, apenas las hordas y las tribus comenzaron a establecerse
más o menos fijamente en sus respectivos territorios, vemos confiado el cuidado
de la defensa del territorio contra las nuevas oleadas de inmigrantes, a algún
individuo que tiene a su lado una pequeña banda de aventureros, de hombres
aguerridos o bandoleros, mientras la gran masa cuida de su ganado o cultiva la tierra. Este defensor
comienza desde entonces a atesorar riquezas; regala caballo y hierro (tres
cuchillos en aquella época) al miserable que quería seguirle y se lo hace suyo,
principiando a copiar los embriones del poder militar.
Por otra parte, la tradición que
hacía la ley, queda olvidada de la gran masa y sólo subsiste alguno que otro
viejo que ha podido retener en su memoria los versos y los cantos en los cuales
se narran los preceptos de que se compone la ley rutinaria y los recita
en los grandes días de fiesta de la comuna. Y poco a poco algunas familias
forman una especialidad, transmitida de padres a hijos, en tener estos cantos y
estos versos en la memoria, en conservar la ley en toda su pureza. A
ellos acuden los campesinos para dirimir las diferencias en casos embrollados,
especialmente cuando dos pueblos o dos confederaciones se niegan a aceptar las
decisiones arbitrales tomadas en su seno.
La autoridad del rey o del príncipe
germina ya en estas familias, y cuando más estudio las instituciones de aquella
época, más claro veo que el conocimiento de la ley rutinaria, de hábito, hizo
mucho más para constituir esta autoridad que la fuerza de la guerra. El hombre se ha
dejado esclavizar mejor por su deseo de castigar según la ley que
por la conquista directa militar.
Y así fue como surgió gradualmente
la primera concentración de los poderes, la primera mutua seguridad para
la dominación, la del juez y la del jefe militar, contra la comuna del pueblo.
Un hombre sueña con estas dos funciones y se rodea de hombres armados para
ejecutar las decisiones judiciales, se fortifica en su hogar, acumula en su
familia las riquezas de la época - pan, ganado, hierro - y poco a poco impone
su dominio a los campesinos de los alrededores.
Y el sabio de la época, es decir, el
hechicero o el sacerdote, no tardaron en prestarle apoyo y en compartir la
dominación, o bien, añadiendo la lanza a su poder de mago, se sirvieron de
ambos en provecho propio.
Tendría necesidad de todo un curso,
mejor que de una conferencia, para tratar a fondo este tema, plagado de
enseñanzas preciosas, y contar como los hombres libres se convirtieron
gradualmente en siervos forzados a trabajar para el señor laico o
religioso del castillo; para explicar de qué modo se constituyó la autoridad,
por tanteos, por sobre de los pueblos y de las comarcas; de qué modo los
campesinos se rebelaron, se coaligaron, lucharon para combatir esta creciente
dominación y cómo sucumbieron en estas luchas contra los fuertes muros de los
castillos, contra los hombres cubiertos de hierro que defendíanlos.
Bastará que os diga que en el
undécimo y duodécimo siglo, parecía que la Europa entera marchaba por completo
hacia la constitución de estos reinos bárbaros tales como aun se observan hoy
en el corazón del África, o hacia esas teocracias conocidas en la historia del
Oriente. Esto no pudo efectuarse en un día, pero los gérmenes de estos pequeños
reinos y de estas pequeñas teocracias estaban ya allí y se iban solidificando
más cada día.
Afortunadamente el espíritu bárbaro
-escandinavo, celta, germano, eslavo- que había impulsado a los hombres durante
siete u ocho siglos aproximadamente, buscando la satisfacción de sus
necesidades en la iniciativa individual y en la libre inteligencia de las
hermandades y guildas, afortunadamente, repito, este espíritu vivía aún en los
pueblos y en los burgos. Los bárbaros se dejaban esclavizar, trabajaban para el
señor, pero su espíritu de libre acción y de libre inteligencia no se
había dejado corromper. A pesar de todo, sus hermandades subsistían, y las cruzadas
no hicieron sino despertarlas y desarrollarlas en Occidente.
Entonces estalló en el siglo XII,
con un conjunto sorprendente en Europa, la revolución de las comunas,
preparada desde larga fecha por este espíritu federativo salido de la unión de
la hermandad juramentada con la comuna del pueblo.
Esta revolución que la masa de los
historiadores prefiere ignorar, vino a salvar a Europa de la calamidad que la
amenazaba, deteniendo la evolución de los reinos teocráticos y despóticos en
los que hubiera acabado por sucumbir nuestra civilización después de algunos
siglos de brillante desarrollo, como sucumbieron las civilizaciones de
Mesopotamia, Asiría y Babilonia.
Dicha revolución abrió una nueva
fase de vida: la fase de los municipios libres.
EL ESTADO IV
Se comprende fácilmente que a los
historiadores modernos educados en el espíritu romano y empeñados en hacer
remontar todas las instituciones hasta Roma, les sea difícil comprender el
espíritu del movimiento comunalista del siglo XII. Este movimiento, afirmación
viril del individuo que logra constituir la ciudad por la libre federación de
los hombres, de los pueblos, de las ciudades, fue una negación absoluta del
espíritu unitario y centralizador romano mediante el cual se pretende explicar
la historia en nuestras universidades. Dicho movimiento no va ligado a ninguna
personalidad histórica ni a ninguna institución central.
Es un desarrollo natural,
antropológico, perteneciente, como la tribu y la comuna del pueblo, a una
determinada fase de la evolución humana y no a tal o cual nación o región.
Precisamente por esto escapó a la
ciencia universitaria; por esto Agustín Thierry y Sismondi, que comprendieron
el espíritu de aquella época, no han tenido sucesores en Francia, y actualmente
Luchaire se encuentra solo para reanudar la tradición del gran historiador de
las épocas merovingia y comunalista. Y por esto también, en Inglaterra y en
Alemania, el despertar de los estudios sobre este período y la vaga comprensión
de su espíritu, son de origen reciente.
El municipio de la Edad Media, la
ciudad libre, tiene su origen, por una parte, en la comuna del pueblo, y por
otra, en estas mil hermandades y guildas que se constituyeron aparte, fuera de
la unión territorial. La federación de estas dos especies de uniones
perfeccionó la comuna de la
Edad Media bajo la protección de su recinto
fortificado y de sus torres.
En alguna región fue un desarrollo
natural. En las demás -y fue la regla general para la Europa occidental - fue
el resultado de una revolución. Cuando los habitantes de un determinado burgo
se sentían suficientemente protegidos por sus murallas, formaban una conjuración.
Prestábanse mutuamente juramento de abandonar todos los asuntos pendientes
concernientes a los insultos, las luchas o las heridas, y juraban para desde
allí en adelante no recurrir jamás, en las querellas que pudieran ocurrir, a
otro juez que no fuera los síndicos que ellos mismos nombraban. En cada guilda
de arte o de buena vecindad, en cada hermandad jurada, esto era ya desde hacía
mucho tiempo la práctica regular. Tal había sido la costumbre antaño en cada
comuna de pueblo, antes que el obispo o el reyezuelo llegara a introducirse y
más tarde imponer su juez.
Más tarde las aldeas y las
parroquias que componían el burgo, así como las guildas y hermandades que en su
seno se habían desarrollado, se consideraban como una sola amitas, nombraban
sus jueces y juraban la unión pertinente entre todos estos grupos.
Una carta estaba pronto
redactada, y aceptada. En caso de necesidad se mandaba copiar la carta
(especie de constitución) de alguna pequeña comuna vecina (actualmente
se conocen y estudian centenares de estas cartas) y quedaba constituida
la nueva comuna. Al obispo o al príncipe que hasta entonces había sido en mayor
o menor grado el señor, no le quedaba otro recurso que aceptar el hecho
consumado o combatir con las armas la nueva conjuración. A menudo el rey, es
decir, el príncipe que había querido darse aires de superioridad sobre otros
príncipes y cuyo cofre estaba vacío, concedía la carta mediante dinero.
De este modo renunciaba a querer imponer su juez a la comuna y se daba
importancia ante los demás señores feudales. Pero esto no era una regla
general. Eran a centenares las comunas que vivían sin otra sanción que su
voluntad, sus murallas y sus lanzas.
En cien años este movimiento se
extendió de un modo sorprendente en toda Europa -por imitación, fijaos bien-,
englobando Escocia, Francia, Países Bajos, Escandinavia, Alemania, Italia,
Polonia y Rusia. Y cuando hoy comparamos las cartas y la organización
interior de las comunas francesas, inglesas, irlandesas, rusas, suizas,
italianas o españolas, nos sorprende la casi identidad de estas cartas y
de la organización que se engrandeció al abrigo de estos contratos sociales.
¡Qué lección más elocuente para los romanistas y los hegelianos que no conocen
otro medio que la servidumbre ante la ley para obtener la homogeneidad en las
instituciones!
Desde el Atlántico hasta la mitad
del curso del Volga, y desde Noruega, a Italia, Europa se cubrió de comunas.
Unas se convirtieron en ciudades populosas como Florencia, Venecia, Nuremberg o
Novgorod, otras permanecieron siendo burgos de un centenar o hasta de una
veintena de familias, y sin embargo fueron tratados como a iguales por sus
hermanas más florecientes y prósperas.
Organismos henchidos de savia, estas
comunas se diferenciaban evidentemente en su evolución. La posición geográfica,
el carácter del comercio exterior, las resistencias del exterior que había que
vencer, etc., daban a cada comuna su historia propia. Pero para todas el
principio era siempre el mismo. Pskow en Rusia y Brugge en Holanda, un burgo
escocés de trescientos habitantes y la rica Venecia con sus islas, un burgo del norte de
Francia y de Polonia o la
bella Florencia, representaban la misma amitas; la
misma amistad de las comunas de pueblo y de las guildas asociadas; su
constitución, en sus rasgos generales, es siempre la misma.
Generalmente, la ciudad, cuya
muralla se ensancha en extensión y en espesor a medida que aumenta la población
y defiende los flancos con torres cada día más altas y elevadas, cada una de
ellas levantada por tal o cual barrio llevando un sello individual,
generalmente, repito, la ciudad estaba dividida en cuatro, cinco o seis
secciones o sectores que arrancaban de la ciudadela hacia las murallas. Con
preferencia estaban estos barrios habitados cada uno por un arte u oficio,
mientras que los nuevos -las artes jóvenes- ocupaban los arrabales que
pronto se cercaban con un nuevo y fortificado círculo de muralla.
La calle o la parroquia,
representaba la unidad territorial, que responde a la antigua comuna de pueblo.
Cada calle o parroquia tiene su asamblea popular, su forum, su tribunal
popular, su sacerdote, su milicia, su estandarte, y a menudo su sello, símbolo
de la soberanía.
Federada con las demás, conserva no obstante su
independencia.
La unidad profesional, que a menudo
se confunde, o poco le falta para ello, con el barrio o el sector, es la
guilda, la unión de oficio. Esta conserva aún sus santos, su asamblea, su forum
y sus jueces; tiene su arca, su propiedad territorial, su milicia y su
estandarte. Conserva asimismo su sello y del propio modo continúa siendo
soberana. En caso de guerra, su milicia marchará, si así se juzga conveniente,
añadiendo su contingente al de las demás guildas y plantará su estandarte al
lado del estandarte principal (carosse) de la ciudad.
La ciudad, en fin, es la unión de
los barrios, de las parroquias y de las guildas, y tiene su plena asamblea en
el gran forum, su gran atalaya, sus jueces elegidos, su estandarte para aliar
las milicias de las guildas y de los barrios. Trata en calidad de soberano con
las demás ciudades, se federa con las que quiere, pacta alianzas nacionales o
fuera de su nación. Los Cinco puertos ingleses alrededor de Douvres
estaban federados con puertos franceses y norleandeses del otro lado del canal
de la Mancha, la Novgorod rusa es la aliada de la Hansa escandinavogermánica, y
así otras muchas por el estilo. En sus relaciones exteriores cada ciudad posee
todos los atributos del Estado moderno, y desde esta época se constituyó, por
medio de libres contratos, lo que más tarde debía conocerse con el nombre de
derecho internacional, colocado bajo la sanción de la opinión pública de todas
las ciudades, y más tarde muy a menudo violado, mejor que respetado, por los
Estados.
Sucedió muchas veces que una ciudad,
no pudiendo encontrar la sentencia en un caso complicado, mandó buscar
la sentencia a una ciudad vecina. ¡Y cuántas veces no hizo que este espíritu
reinante de la época -el arbitraje, mejor que el juez- se manifestara en el
hecho de dos comunas tomando por árbitro a una tercera!
Las uniones de oficio obraban de
igual modo. Trataban sus negocios comerciales y de oficio prescindiendo de sus
ciudades y concluían sus tratados sin tener en cuenta la nacionalidad. Y
cuando en nuestra ignorancia hablamos con orgullo de nuestros congresos
internacionales de oficios, y hasta de aprendices, es porque no sabemos que ya
se celebraban en el siglo XV.
Por último, o bien la ciudad se
defiende ella misma contra los agresores, y dirige por sí misma las guerras
encarnizadas contra los señores feudales de los alrededores, nombrando cada año
uno o dos jefes militares de sus milicias, o bien acepta un defensor militar,
un príncipe, un duque, que escoge por sí misma por todo un año y lo despide
cuando bien le parece. Generalmente, ponía a su disposición, para sostén de sus
soldados, el producto de las multas judiciales, pero le prohibía inmiscuirse en
los asuntos de la ciudad. O
bien, en fin, demasiado débil para emanciparse por completo de sus vecinos los
buitres feudales, conservaba por defensor militar más o menos permanente a su
obispo, o a un príncipe de una determinada familia - golfo o gibelino en
Italia; familia de Rurich o de Olgerd en la Lituania, - pero velando
constantemente para que la autoridad del príncipe o del obispo no traspasase de
los hombres del castillo. Y hasta le prohibía entrar sin permiso en la ciudad. Sin duda no
ignoraréis que aun en nuestros días el rey de Inglaterra no puede entrar en la
ciudad de Londres sin el permiso del lord alcalde de la ciudad.
Mucho podría extenderme sobre la
vida económica de las ciudades de la Edad Media; pero véome obligado a dejarla
pasar en silencio. Fue tan variada esta vida que ocuparíame demasiado tiempo.
Bastará solamente que os haga observar que el comercio interior lo efectuaban
siempre las guildas; nunca los artesanos particularmente; que los precios se
fijaban en mutuo acuerdo; que en los comienzos de aquel período el comercio
exterior lo hacía exclusivamente la ciudad y que sólo más tarde se
convirtió en monopolio de la guilda de los comerciantes, y más tarde aun, de
individuos aislados; que nunca se trabajó los domingos y la tarde de los
sábados (día de baño); y, en fin, que el abastecimiento de los géneros
principales lo hacia asimismo la ciudad. Esta costumbre se conservó en Suiza por
lo que concierne al trigo basta la mitad de este siglo. En suma, está
demostrado y probado por una cantidad inmensa de documentos de todas clases,
que jamás la humanidad conoció, ni antes ni después, un periodo de bienestar
relativo tan bien asegurado a todos como lo fue en las ciudades de la Edad Media. La
miseria, la incertidumbre y el excesivo trabajo de que actualmente nos
quejamos, eran absolutamente desconocidos en aquellas poblaciones.
EL ESTADO V
Con estos elementos - libertad,
organización de lo simple a lo compuesto, la producción y el cambio efectuados
por los gremios, el comercio con el extranjero efectuado por la ciudad, así
como la compra de provisiones -, con estos elementos, repito, las ciudades de la Edad Media se
convirtieron durante los dos primeros siglos de su vida libre en centros de
opulencia y de civilización como desde entonces no se han visto jamás iguales.
Consúltense los documentos que
permiten establecer la tarifa de remuneración del trabajo - Roger ha
establecido esta tarifa por lo que concierne a Inglaterra y un gran número de
escritores alemanes por Alemania -, y se verá que el trabajo del artesano, y
aún el del simple jornalero, estaban remunerados en aquella época por una
tarifa que no han alcanzado en nuestros días ni los mejores de nuestros
obreros. Pueden dar testimonio de ello los libros de cuentas de la Universidad
de Oxford y de ciertas propiedades inglesas y los de un gran número de
ciudades alemanas y suizas.
Considérense, por otro lado, la
perfección artística y la cantidad de trabajo decorativo que el obrero
efectuaba, tanto en las bellas obras de arte que producía como en las cosas más
simples de la vida doméstica - una verja, un candelero, una vajilla, etc. -, y
se adivinará en seguida que en su trabajo no conocía la prisa, la
precipitación, el exceso de trabajo de nuestra época; que podía forjar,
esculpir, tejer, bordar a su placer, como en nuestros días solamente pueden
hacerlo un reducidísimo número de obreros artistas.
Que se examinen, por último, los
donativos a las iglesias y a las casas públicas de la parroquia, de la guilda o
de la ciudad, sean obras de arte como esculturas, metales forjados o fundidos,
objetos decorativos, o sean en dinero y se comprenderá el grado de bienestar
que realizaron estas ciudades; se concebirá fácilmente el espíritu de
investigación y de inventiva que en ellos reinaba, el soplo de libertad que
inspiraba sus obras, el sentimiento de solidaridad fraternal que se establecía
en aquellos gremios, donde los hombres de un mismo oficio estaban unidos, no
solamente por el lazo mercantil o técnico del oficio, sino por los lazos de
sociabilidad, de fraternidad. En efecto, ¿acaso no era ley de la guilda
que dos hermanos debían velar a la cabecera de un hermano enfermo -costumbre
que ciertamente exigía un espíritu de sacrificio en aquellas épocas de enfermedades
contagiosas y de pestes,- y acompañarle hasta la tumba y cuidar de la viuda y
de sus hijos?
La negra miseria, el abatimiento y
la incertidumbre del mañana que caracteriza a nuestras ciudades modernas, eran
absolutamente desconocidos en aquellos oasis surgidos en el siglo XII en
medio de la selva feudal.
En aquellas ciudades, al amparo de
las libertades conquistadas, bajo el impulso del espíritu de la libre
inteligencia y de la libre iniciativa, se desarrolló toda una nueva
civilización y alcanzó un grado tal de bienestar como no se ha visto otro
semejante en la historia hasta el presente.
Toda la industria moderna nos viene
de aquellas ciudades. En tres siglos, las industrias y las artes llegaron a tal
grado de perfección que nuestro siglo no ha podido sobrepujarlas sino en la
rapidez de producción, muy raramente en calidad y mucho más raramente en
belleza del producto. Todas las artes que en vano hoy tratamos de resucitar -
la belleza en Rafael, el vigor y la audacia en Miguel Angel, la ciencia y el
arte en Leonardo de Vinci, la poesía y la lengua en Dante, la arquitectura, en
fin, a la cual debemos las catedrales de Lyón, Reims y Colonia -, el pueblo
fue su albañil, según expresión de Víctor Hugo. Los tesoros de belleza que
encerrábanse en Florencia y en Venecia, los municipios de Brema y de Praga, las
torres de Nuremberg y de Pisa, y así hasta el infinito, todo esto fue el
producto de aquel período.
¿Queréis medir los progresos de
aquellas ciudades con un solo vistazo? Pues comparad la catedral de San Marcos
de Venecia con el arco rústico de los normandos, las pinturas de Rafael con los
bordados de los tapices de Bayeuse, los instrumentos de precisión y físicos y
los relojes de Nuremberg con los relojes de arena de los siglos precedentes, la
lengua señora del Dante con el latín bárbaro del siglo XII... Todo un mundo
mediaba y floreció entre una y otra época.
Jamás, excepción hecha de aquel otro
período glorioso, siempre de ciudades libres, de la Grecia antigua, la
humanidad había dado un paso semejante en el camino del progreso. Jamás, en dos
o tres siglos, el hombre sufrió una modificación tan profunda ni extendió tanto
su poder sobre las fuerzas de la naturaleza.
¿Pensáis, acaso, en estos momentos,
en la civilización de nuestro siglo, cuyos progresos no cesan de alabarnos?
¿Pero es que en cada una de sus manifestaciones no se revela hija directa de la
civilización desarrollada en el seno de los municipios libres de aquella época?
Todos los grandes descubrimientos que ha hecho la ciencia moderna -el compás,
el reloj, el cronómetro, la imprenta, los descubrimientos marítimos, la
pólvora, las leyes de la caída de los cuerpos, la presión de la atmósfera, de
la cual la máquina de vapor fue un desarrollo, los rudimentos de la química, el
método científico indicado ya por Roger Bacon y usado en las universidades
italianas-, ¿de dónde viene todo esto sino de las ciudades libres, de la
civilización que se desarrolló al amparo de las libertades comunales?
Puede que se me diga que olvido los
conflictos, las luchas intestinas que llenan la historia de aquella época, el
tumulto en sus calles, las encarnizadas batallas sostenidas contra los señores,
las insurrecciones de las artes jóvenes contra las artes antiguas,
la sangre derramada y las represalias de todas estas luchas.
Pues bien, no; no olvido nada de todo
esto; pero como Leo y Botta -los dos historiadores de la Italia medioeval-,
como Sismondi, Ferrari, Pino, Capponi y tantos otros, veo que estas luchas
fueron la garantía de la vida libre en la ciudad libre. Veo en ellas una
renovación, un nuevo esfuerzo hacia el progreso después de cada una de estas
luchas. Después de haber relatado en detalle estas luchas y estos conflictos, y
después de haber medido así la inmensidad de los progresos realizados mientras
estas luchas ensangrentaban las calles -el bienestar asegurado a todos los
habitantes, renovada la
civilización-, Leo y Botta sacaban en conclusión este justo
pensamiento que frecuentemente me viene a la memoria:
Una comuna - decían - no
presenta la imagen de un todo moral, no se muestra universal en su manera de
ser, como el mismo espíritu humano, sino cuando en su seno ha admitido el
conflicto y la oposición.
Sí, el conflicto, libremente
debatido, sin que un poder exterior, como el Estado, venga a arrojar su inmenso
peso en la balanza a favor de una de las fuerzas que están en lucha.
Como estos dos autores yo pienso
asimismo que a menudo se han causado mayores males imponiendo la paz, puesto
que de este modo se han aliado juntas cosas contrarias queriendo crear un orden
político general, sacrificando las individualidades y los pequeños organismos,
para absorberlos en un vasto cuerpo sin color y sin vida.
He aquí porque las comunas -mientras
ellas mismas no buscaron convertirse en Estados e imponer a su alrededor la
sumisión en un vasto cuerpo sin color y sin vida-, he aquí, repito,
porque las comunas se engrandecían, salían rejuvenecidas después de cada lucha
y florecían entre el choque de las armas en sus calles, mientras que dos siglos
más tarde, esta misma civilización se hundía al ruido de las guerras
engendradas por los Estados.
En la comuna, la lucha era por la
conquista y el mantenimiento de la libertad del individuo, por el principio
federativo, por el derecho de unirse y agitarse; mientras que las guerras de
los Estados tenían por objeto anular estas libertades, someter al individuo,
aniquilar la libre iniciativa, unir a los hombres en una misma servidumbre ante
el rey, el juez, el sacerdote y el Estado.
Aquí radica toda la diferencia. Hay
las luchas y los conflictos que matan y hay las luchas y los conflictos que
empujan a la humanidad por la senda progresiva.
EL ESTADO VI
Durante el curso del siglo XVI, los
bárbaros modernos vinieron a destruir toda la civilización de la Edad Media. Estos
bárbaros no la anularon por completo, pero paralizaron su marcha por dos o tres
siglos al menos, lanzándola en una nueva dirección.
Sujetaron al individuo quitándole
todas sus libertades, pidiéronle olvidara las uniones que antes basaba en la
libre iniciativa y la libre inteligencia, y su objetivo fue nivelar la entera
sociedad en una misma sumisión ante el amo. Quedaron destruidos todos los lazos
entre los hombres al declarar que únicamente el Estado y la Iglesia debían
formar, de allí en adelante, el lazo de unión entre los individuos; que
solamente la Iglesia y el Estado tenían la misión de velar por los intereses
industriales, comerciales, jurídicos, artísticos y pasionales, así como para
resolver sobre las agrupaciones a las cuales los hombres del siglo XII tenían
la costumbre de unirse directamente.
¿Y quiénes fueron estos bárbaros
modernos?
Fue el Estado: la triple alianza,
finalmente constituida, del jefe militar, del juez romano y del sacerdote, los
tres formando una asociación para obtener el dominio, unidos los tres en un
mismo poderío, poderío que iba a mandar en nombre de los intereses de la
sociedad para aplastar a esta misma sociedad.
Uno se pregunta, naturalmente, ¿cómo
pudieron estos modernos bárbaros triunfar sobre las comunas tan poderosas
antes? ¿Dónde hallaron la fuerza para esta conquista?
Esta fuerza la encontraron,
primeramente, en el pueblo. Del mismo modo que las comunas de la Grecia antigua
no supieron abolir la esclavitud, las comunas de la Edad Media no
supieron emancipar al campesino de su servidumbre al propio tiempo que
emancipaban al ciudadano.
Verdad es que casi en todas partes,
en los momentos de su emancipación, el ciudadano -artesano y cultivador a un
mismo tiempo- intentó arrastrar al campesino en su emancipación. Durante dos
siglos los ciudadanos de Italia, de España y de Alemania sostuvieron una guerra
encarnizada contra los señores feudales. Se hicieron prodigios de heroísmo y de
perseverancia por parte de los burgueses en esta guerra a los castillos. Se
desangraron a fin de hacerse dueños de los castillos del feudalismo y para
poder abatir el bosque feudal que los rodeaba.
Pero solamente lo lograron a medias.
Guerra fatigosa ésta, concluyeron por firmar la paz prescindiendo del
campesino. Entregaron éste al señor, fuera del territorio conquistado por la
comuna, a fin de comprar la
paz. En Italia y en Alemania concluyeron aceptando al señor
feudal pero a condición de que residiera en la ciudad como un burgués. En otras
partes los ciudadanos compartieron con el señor feudal su dominio sobre el
campesino. Y el señor se vengó de este bajo pueblo, que odiaba y despreciaba,
ensangrentando sus calles con sus luchas, y las venganzas de las familias
señoriales no se ventilaron ante los síndicos y los jueces comunales, sino que
se resolvieron con la espada en las calles.
El señor feudal desmoralizó al
ciudadano con sus liberalidades y sus intrigas, con sus trenes de vida
señorial, con la educación recibida en la Corte del obispo o del rey. Hízole
compartir sus luchas, y el burgués acabó por imitar al señor y se convirtió a
su vez en señor, enriqueciéndose con el trabajo de los siervos acampados en los
pueblos.
Después el campesino ayudó a los
reyes, a los emperadores, a los césares nacientes y a los Papas cuando todos
éstos se pusieron a reconstituir sus reinos para esclavizar las ciudades. Y
allí donde no marchó todo bajo sus órdenes, el señor dejó hacer lo que
quisieran.
Fue en la campiña, en un castillo
fortificado, situado en el centro de poblaciones campesinas, donde lentamente
principió a constituirse la
realeza. En el siglo XII esta realeza sólo existía de nombre,
y en la actualidad sabemos perfectamente lo que debemos opinar de los
vagabundos, jefes de pequeñas partidas de bandidos que tomaban este nombre y
que -Agustín Thierry lo ha demostrado muy bien- en aquella época no
significaban gran cosa.
Lentamente, por tanteos, un barón
más poderoso o más astuto que los demás, lograba acá o acullá, elevarse por
encima de los otros. La Iglesia no tardaba en prestarle su apoyo. Y por la
fuerza, la astucia, el dinero, y en caso de necesidad por medio de la cuchilla
o del veneno, uno de estos barones feudales se iba engrandeciendo a costa de
los demás. De todos modos, la autoridad real jamás logró constituirse en
ninguna de las ciudades libres que tenían un forum ruidoso, su roca Tarpeya
o su río para los tiranos: fue en el campo donde consiguió constituirse.
Después de haber intentado vanamente
constituir esta autoridad en Reims o en Lyon, fue en París - aglomeración de
pueblos y de burgos rodeados de ricas campiñas que hasta entonces no habían
conocido la vida de las ciudades libres; - fue en Westminster, a las puertas de
la populosa Londres;
fue en el Kremlin, edificado en el seno de ricos pueblos en las ribieras de
Moskva, después de haber fracasado en Suzdal y en Wladimir, pero jamás en
Novgiorod o en Pskow, en Nuremberg o en Florencia, donde pudo consolidarse la
autoridad real.
Los campesinos de los alrededores
les suministraban el trigo, los caballos y los hombres, y el comercio - real,
no comunal - aumentaba sus riquezas. La Iglesia rodeó a estos poderosos con
todos sus solícitos cuidados, les protegió, fue en su ayuda con su dinero,
inventó el santo de la localidad y sus milagros. Rodeó de veneración a Nuestra
Señora de París, o a la Virgen de Iberia de Moscu. Y mientras la
civilización de las ciudades libres, emancipadas de los obispos, continuaba en
su juvenil ardor, la Iglesia trabajó con tesón para reconstruir su autoridad
por intermediación de la naciente realeza, rodeando con sus cuidados, su
incienso y sus escudos la cuna de la familia del que había escogido finalmente
para poder reconstituir con él y por él su autoridad eclesiástica. En París, en
Moscú, en Madrid, en Praga, se le ve inclinada sobre la cuna de la realeza con
la antorcha encendida en la mano.
Resistente en la labor, fuerte por
su educación estatista, apoyándose en el hambre de voluntad o astuto,
buscándolo no importa en qué clase de la sociedad, versada en la intriga y en
el derecho romano y bizantino, se ve a la Iglesia marchar sin descanso hacia la
realización de su ideal: el rey hebraico, absoluto, pero obediente al gran
sacerdote, simple brazo seglar del poder eclesiástico.
Este lento trabajo de los dos
conjurados está ya en pleno vigor en el siglo XVI. Un rey domina ya a los demás
barones rivales suyos, y esta fuerza va a arrojarse sobre las ciudades libres
para aplastarlas.
Por otra parte, las ciudades del
siglo XVI no eran ya lo que habían sido en los siglos XII, XIII y XIV.
Nacidas de la revolución
libertadora, no tuvieron, sin embargo, el valor de extender sus ideas de
igualdad, ni a las campiñas vecinas ni a los individuos que más tarde fueron a
establecerse en sus recintos, asilos de libertad, para crear dentro de ellos
las artes industriales.
Hallamos y vemos ya en todas las
ciudades una distinción entre las viejas familias que habían hecho la
revolución del siglo XII - o mejor dicho, las familias - y las que más
tarde fueron a establecerse en la
ciudad. La vieja guilda de los comerciantes no quiere
recibir a los recién llegados, niégase a que se le incorporen las artes
jóvenes para el comercio. Y de simple comisionista de la ciudad se
convierte en la mediadora, en la intermediaria que se enriquece con el comercio
lejano y que importa el fausto oriental, y más tarde se alía al señor coburgués
y al sacerdote, o va a buscar apoyo en el naciente rey para mantener su derecho
al enriquecimiento y al monopolio. Transformado en personal, el comercio mató
la ciudad libre.
Las guildas de los antiguos
oficios que componían la ciudad y su gobierno no quieren ya reconocer los
mismos derechos a las jóvenes guildas formadas más tarde por los oficios
nuevos. Estos tienen que conquistar sus derechos por una revolución, como,
efectivamente, por revolución los conquistaron en todas partes.
Pero si para la mayor parte esta
revolución fue el punto de partida de una renovación de la vida y de todas las
artes (esto se ve muy bien estudiando Florencia), en otras ciudades terminó con
la victoria del popolo grasso sobre el popolo basso, por un
aplastamiento, por las deportaciones en masa, las ejecuciones, sobre todo
cuando los señores y los sacerdotes se mezclaron en la lucha.
Y ya no hay que decirlo, lo que el
rey tomó por pretexto a fin de aplastar al pueblo alto, fue la defensa
del pueblo bajo, y poder subyugar a ambos cuando se hubo convertido en
dueño de la ciudad.
Además, las ciudades debían morir,
puesto que las mismas ideas de los hombres habían cambiado. La enseñanza
del derecho canónico y del derecho romano las había pervertido.
El europeo del siglo XII era
esencialmente federalista. Hombre de libre iniciativa, de libre inteligencia,
de uniones queridas y libremente consentidas, veía en sí mismo el punto de
partida de toda sociedad. No buscaba remedios en la obediencia, no pedía un salvador
en la sociedad. Érale desconocida la idea de disciplina cristiana y romana.
Pero bajo la influencia de la
Iglesia, siempre enamorada de la autoridad, celosa siempre de imponer su
dominio sobre las almas, y especialmente sobre los brazos de los fieles, y, por
otra parte, bajo la influencia del derecho romano, que ya desde el siglo XII
hacía estragos en la Corte de los poderosos señores, reyes y Papas y que pronto
se convirtió en estudio favorito de las universidades, bajo la influencia de ambas
enseñanzas, que se armonizan perfectamente, por más que fueron encarnizadas
enemigas en su origen, los espíritus se pervirtieron a medida que el sacerdote
y el legista triunfaban.
El hombre se convierte desde
entonces en un enamorado de la
autoridad. Y cuando estalla una revolución de los oficios
bajos en una comuna, ésta llama a un salvador, se entrega a un dictador,
un César municipal, y le confiere plenos poderes para exterminar al partido
rebelde. Y el dictador se aprovecha, con todos los refinamientos de crueldad
que en sus oídos desliza la Iglesia, o sigue el ejemplo importado de los reinos
despóticos de Oriente.
La Iglesia no vacila en apoyarle.
¿Acaso no ha soñado siempre con el rey bíblico que se arrodilla ante el
sacerdote y es su instrumento dócil? ¿Acaso no odia con toda su alma las ideas
de racionalismo que imperaban en las ciudades libres en el primer Renacimiento,
en el del siglo XII; más tarde las ideas paganas que condujeron al
hombre a la naturaleza bajo la influencia del nuevo descubrimiento de la
civilización griega, y, más tarde aun, las ideas que en nombre del cristianismo
primitivo sublevaron a los hombres contra el Papa, el sacerdote y el culto en
general? El fuego, la rueda, la horca - estas armas tan queridas de la Iglesia
en todo tiempo - se pusieron en práctica contra los herejes. Y fuese cual fuese
el instrumento, Papa, rey o dictador, poco importábale mientras que el fuego,
la horca o la rueda funcionasen contra los herejes.
Y bajo esta doble enseñanza del
legista romano y del sacerdote, el espíritu federalista, el espíritu de libre
iniciativa y de libre inteligencia se moría para dejar paso al espíritu de
disciplina, de organización autoritaria. El rico y la plebe pedían a dúo un salvador.
Y cuando el salvador se
presentó, cuando el rey, enriquecido lejos del tumulto y del forum, en alguna
ciudad por él creada, apoyado en la riquísima Iglesia
y escoltado por los nobles conquistados y los campesinos, llamó a las puertas
de las ciudades, prometiendo al pueblo bajo su alta protección contra
los ricos, y a estos ricos obedientes su protección contra los poderes
revolucionarios, las ciudades, roídas ya por el cáncer del autoritarismo, no
tuvieron poder bastante para resistirle.
Después, además, los mongoles
habían conquistado y devastado la Europa oriental en el siglo XIII y se
constituía en Moscú, bajo la protección de los khans tártaros y de la
iglesia cristiana rusa, todo un imperio. Los turcos se habían implantado en
Europa... mientras que en el otro extremo la guerra de exterminio contra los
moros en España permitía que otro imperio poderoso se constituyera en Castilla
y Aragón, apoyado en la Iglesia romana, en la inquisición, en la cuchilla y en
la hoguera...
Estas invasiones y estas guerras
conducían forzosamente a Europa a entrar en una nueva fase: la de los Estados
militares.
Ya que las mismas comunas se
convertían en pequeños Estados, los pequeños Estados debían, a su vez, ser
forzosamente engullidos por los grandes...
EL ESTADO VII
Sin embargo, la victoria del Estado
sobre las comunas de la Edad
Media y las instituciones federalistas de aquella época,
no fue inmediata. Hubo un momento en que hasta pareció muy dudosa su victoria.
Un inmenso movimiento popular,
religioso en su forma y expresiones, pero eminentemente igualitario y comunista
en sus aspiraciones, se produjo en las ciudades y en los campos de la Europa
central.
Ya en el siglo XIV (en Francia en
1358, y en Inglaterra en 1381) se produjeron dos grandes movimientos análogos.
Las dos poderosas sublevaciones de la Jacquería y de Wat Tyler habían
sacudido la sociedad hasta en sus cimientos. Ambas habían sido dirigidas
principalmente contra los señores. Y aunque vencidas las dos, la sublevación de
los campesinos en Inglaterra puso por completo fin a la servidumbre, y la Jacqueria
en Francia le había de tal modo puesto a raya en su desarrollo, que desde
entonces la institución de la servidumbre sólo pudo vegetar sin alcanzar jamás
el desarrollo que adquirió en Alemania y en la Europa Central.
En el siglo XVI se produjo un
movimiento análogo en el centro de Europa. En Bohemia con el nombre de hussista,
de anabaptismo en Alemania, en Suiza y en los Países Bajos y de tiempos
revueltos en Rusia (en el siglo siguiente), fue, además de rebelión contra
el señor feudal, una rebelión completa contra el Estado y la Iglesia, contra el
derecho romano y canónico en nombre del cristianismo primitivo.
Este movimiento, desfigurado durante
mucho tiempo por los historiadores estatistas y eclesiásticos, empieza ahora a
ser conocido.
El santo y seña de esta sublevación
fueron la libertad absoluta del individuo y el comunismo. Fue más tarde, cuando
el Estado y la Iglesia lograron exterminar a sus más ardientes defensores y
escamotearlo en su provecho, que este movimiento se achicó, y privado de su
carácter revolucionario, se convirtió en la reforma de Lutero.
Comenzó siendo anarquista comunista,
predicado y puesto en práctica en algunas comarcas, y si hacemos caso omiso de
las fórmulas religiosas, que fueron un tributo pagado a la época, se encuentra
en este movimiento la esencia misma de la corriente de ideas que nosotros
representamos en este momento: negación de todas las leyes del Estado o divinas;
la conciencia de cada individuo debiendo ser única ley, la comuna dueña
absoluta de sus destinos, recuperando de los señores todas las tierras y
negando todo tributo personal o en dinero al Estado; en fin, el comunismo y la
igualdad puestos en práctica. Por esto cuando se preguntó a Deuck, uno de los
filósofos del movimiento anabaptista, si reconocía la autoridad de la Biblia,
respondió que, solamente la regla de conducta que cada individuo encuentra para
sí en la Biblia le es obligatoria. Y sin embargo, estas mismas fórmulas
tan vagas, tomadas de prestado al lenguaje eclesiástico, esta autoridad del
libro al cual se piden tan fácilmente argumentos en pro y en contra de la
autoridad, y tan indecisas cuando se trata de afirmar netamente la verdad,
¿acaso esta misma tendencia religiosa no encerraba ya en germen la certeza de
la derrota de la sublevación?
Este movimiento nacido en las
ciudades se extendió prontamente en el campo. Los campesinos se negaban a
obedecer a quien fuese, y clavando un zapato viejo en la punta de una pica a
guisa de bandera, se apoderaban de la tierra de los señores, rompían los lazos
de la servidumbre, arrojaban de su seno al sacerdote y al juez y se constituían
en comunas libres. Únicamente con la hoguera, la rueda o la cuchilla, destrozando
a más de cien mil campesinos en pocos años, pudo el poder imperial o real,
aliado al poder de la
Iglesia Papal o de la reformada -Lutero impulsó la matanza de
campesinos aun más violentamente que el Papa- poner fin a estas sublevaciones
que por un momento amenazaron la constitución de los nacientes Estados. La
reforma luterana, hija del anabaptismo popular, apoyada en el Estado,
destrozó al pueblo y aplastó el movimiento del cual tomó su fuerza en sus
orígenes. Los restos de este inmenso movimiento se refugiaron en las
comunidades de los Hermanos Maros, que, a su vez, fueron destruidas un
siglo más tarde por la Iglesia y el Estado. Los que no pudieron ser
exterminados fueron a buscar refugio y asilo, unos en el sudeste de Rusia,
otros en la Groenlandia, donde pudieron continuar hasta nuestros días en
comunidades, negando todo servicio al Estado.
Desde entonces la existencia del
Estado quedó asegurada. El legislador, el sacerdote y el señor soldado constituidos
en solidaria alianza alrededor de los tronos, pudieron continuar su obra de
aniquilamiento.
¡Y cuántos embustes han propalado en
beneficio del Estado los historiadores estatistas respecto de este período!
En efecto, ¿acaso no nos han
enseñado, por ejemplo, en la escuela, que el Estado nos hizo la merced de
constituir sobre las ruinas de la sociedad feudal, estas uniones nacionales que
eran imposibles antes por las rivalidades de las ciudades? Este embuste nos lo
han enseñado a todos en la escuela y casi todos hemos continuado creyéndolo ya
grandes.
Y, sin embargo, hoy sabemos
perfectamente que a pesar de todas las rivalidades, las ciudades medioevales
trabajaron durante cuatro siglos para constituir estas uniones, queridas,
consentidas libremente, por medio de la federación, y, lo que es mejor, que lo
lograron.
La Unión lombarda, por
ejemplo, englobaba las ciudades de la alta Italia y tenía su caja federal guardada en
Génova o en Venecia. Otras federaciones, como la Unión Toscana,
la Unión Rhenana
(que abarcaba sesenta ciudades), las federaciones de Westfalia, de Bohemia, de
Servia, de Polonia, de las ciudades escandinavas, alemanas, polonesas y rusas
en todo el Báltico. Allí había ya todos los elementos, y aun el hecho mismo, de
ampliar aglomeraciones humanas libremente constituidas.
¿Queréis la prueba viviente de estas
agrupaciones? La tenéis en Suiza, donde la Unión se afirmaba
primeramente entre las comunas del pueblo (Viejos Cantones) del mismo modo que
se constituía en Francia, en la misma época, en el Leonesado. Y como en Suiza
la Unión entre las ciudades del gran comercio lejano, las ciudades
apoyaron la insurrección de los campesinos (siglo XVI) y la Unión
englobó ciudades y pueblos para constituir una federación que ha durado y dura
aún hasta en nuestros días.
Pero el Estado, por su propio
principio vital, no puede tolerar la federación libre. Representa ésta lo que
más horroriza al legislador: el Estado dentro del Estado. Este no puede
reconocer una unión libremente consentida funcionando en su seno; únicamente él
y su hermana la Iglesia acaparan el derecho de servir de lazo de unión entre
los hombres.
Por consiguiente, el Estado debe,
forzosamente, aniquilar las ciudades basadas en la unión directa entre
ciudades. Al principio federativo debe sustituir el principio de sumisión, de
disciplina. Es su sustancia. Sin este principio, deja de ser el Estado.
El siglo XVI, siglo de guerras
encarnizadas, se resume por entero en esta lucha del Estado naciente contra las
ciudades libres y sus federaciones. Las ciudades se ven cercadas, tomadas por
asalto, saqueadas, y sus habitantes diezmados o expulsados.
El Estado queda victorioso en toda
la línea y las consecuencias vais a verlas en seguida.
En el siglo XV, Europa estaba
cubierta de ricas ciudades cuyos artesanos, constructores, tejedores y
cinceladores producían maravillas artísticas, cuyas universidades sentaban los
cimientos de la ciencia, cuyas caravanas recorrían los continentes y cuyos
buques surcaban mares y ríos.
De todo esto, ¿qué es lo que quedó
dos siglos más tarde? Ciudades que habían albergado cincuenta y hasta cien mil
habitantes, y que habían poseído, como Florencia, más escuelas y los hospitales
comunales más camas que no poseen actualmente las ciudades mejor dotadas en
este particular, estaban convertidas en barriadas nauseabundas. El Estado y la
Iglesia se habían apoderado de sus riquezas y sus habitantes habían sido
diezmados o deportados. Muerta la industria bajo la minuciosa tutela de los
empleados del Estado. Muerto el comercio. Los mismos caminos vecinales que
antes unían las ciudades, estaban absolutamente impracticables en el siglo
XVII.
El Estado es la guerra. Y las guerras, asolando Europa, acabaron por arruinar
las ciudades que el Estado no pudo arruinar directamente.
Y los pueblos, ¿ganaron al menos
algo con esta concentración estatista? No, ciertamente, nada ganaron. Leed lo
que nos dicen los historiadores sobre la vida de los campesinos en Escocia, en
Toscana, en Alemania, durante el siglo XVI, y comparad sus descripciones de
entonces con las de la miseria en Inglaterra en los comienzos de 1648, en
Francia bajo el reinado de Luis XIV, el rey Sol, en Alemania, en Italia,
en todas partes, después de cien años de dominio estatista.
La miseria, la miseria en todas
partes. Todos los historiadores están unánimes en reconocerla, en señalarla.
Allí donde fue abolida la servidumbre se reconstituyó nuevamente bajo mil
formas diversas y nuevas; y allí donde aun no había sido totalmente destruida,
se modelaba bajo la égida del Estado en una institución feroz, conteniendo
todos los caracteres de la esclavitud antigua, o peor aún.
¿Acaso podía salir otra cosa de la
miseria estatista, cuando su primera preocupación fue anular la comuna de
pueblo, después la ciudad, destruir todos los lazos que existían entre los
campesinos, poner sus tierras a merced del saqueo de los ricos, y someterlos,
individualmente, al funcionario, al sacerdote, al señor?
EL ESTADO VIII
Anular la independencia de las
ciudades; robar las guildas ricas de los comerciantes y de los
artesanos; centralizar en sus manos el comercio exterior de las ciudades y
arruinarlo; apoderarse de toda la administración de las guildas y
someter el comercio interior, como asimismo la fabricación de todas las cosas hasta
en sus menores detalles a una nube de funcionarios, y matar de este modo la
industria y las artes; adueñarse de las milicias locales y de toda la
administración municipal; aplastar a los débiles en provecho de los fuertes por
medio de los impuestos, todo esto fue el papel que desempeñó el Estado naciente
en los siglos XVI y XVII ante las aglomeraciones humanas.
La misma táctica empleó,
evidentemente, con los campesinos. Desde el instante que el Estado se sintió
con fuerzas para ello, se apresuró a destruir la comuna del pueblo, a arruinar
a los campesinos que cayeron en sus manos y entregar las tierras de dichas
comunas al saqueo.
Los historiadores y los economistas
a sueldo del Estado nos han enseñado que habiéndose convertido la comuna del
pueblo en una forma anticuada de la posesión del terreno que ponía obstáculos
al progreso de la agricultura, tuvo que desaparecer bajo la acción de fuerzas
económicas naturales. Los políticos y los economistas burgueses no han cesado
de repetirlo hasta nuestros días, y hasta hay revolucionarios y socialistas -los
que pretenden ser científicos- que aun recitan esta fórmula convenida,
aprendida en la escuela.
Jamás se afirmó embuste alguno tan
odioso como este en la
ciencia. Embuste querido, puesto que la historia está llena
de documentos para probar al que quiera conocerlos -por lo que concierne a Francia
basta consultar a Dalloz-, que la comuna del pueblo estuvo primeramente privada
por el Estado de todos sus atributos: de su independencia, de su poder jurídico
y legislativo, y que luego sus tierras fueron, o simplemente robadas por los
ricos con la protección del Estado, o bien directamente confiscadas por el
Estado.
Este robo principió en Francia a
partir del siglo XVI y aumentó de grado durante el siglo XVII. Desde 1659, el
Estado tomó bajo su tutela a las comunas, y basta consultar el Edicto de
1667, de Luis XIV, para ver el robo de bienes comunales que se efectuó en
aquella época. Cada uno se ha arreglado a su capricho... se han repartido...
para despojar las comunas se han valido del vinculamiento de deudas...,
decía en este Edicto el Rey Sol, y dos años más tarde dicho rey
confiscaba en provecho propio todas las rentas de las comunas. A esto es lo
que, en lenguaje soi disant científico, llaman muerte natural.
Se calcula que al siguiente siglo,
la mitad, por lo menos, de las tierras comunales, se las apropió la nobleza y
el clero amparadas por el Estado. A pesar de todo la comuna continuó
subsistiendo hasta 1787. La asamblea del pueblo se reunía debajo del olmo,
alquilaba las tierras y distribuía los impuestos. Véanse los documentos que
reunió Babeau en su libro El pueblo bajo el antiguo régimen. Turgot
encontró en la provincia en que actuaba de intendente que las asambleas eran demasiado
tumultuosas y las abolió en su intendencia para substituirlas con asambleas
elegidas entre los más ricos del pueblo. El Estado generalizó esta medida en el
año 1787 en vísperas de la
revolución. El mir quedó abolido y los negocios de las
comunas cayeron de este modo entre las manos de algunos síndicos elegidos por
los burgueses y campesinos más ricos.
La Constitución se apresuró a
confirmar esta ley en diciembre de 1789, y los burgueses substituyeron entonces
a los señores en el despojo de las comunas y de lo poco que les quedaba de
tierras comunales. Y se necesitó una Jacquería tras otra para obligar a
la Convención (1792) a confirmar lo que los campesinos sublevados acababan de
realizar en la parte oriental de Francia, es decir, que la Convención
devolviera las tierras comunales a los campesinos, como así se efectuó, pero
únicamente allí donde está, revolucionariantente, realizado de hecho. Es
el caso, como sabéis, de todas las leyes revolucionarias; solamente entran en
vigor allí donde el hecho se ha consumado.
Sin embargo, la Convención añadió a
esta ley algo de su propia cosecha, ordenando que estas tierras recuperadas a
los señores fuesen repartidas en partes iguales entre los ciudadanos activos
única y exclusivamente, es decir, entre los burgueses del pueblo. De una
plumada desposeía de este modo a los ciudadanos pasivos, es decir, a la
masa de campesinos empobrecidos que más necesidad tenían de estas tierras
comunales, lo cual, afortunadamente, motivó una nueva Jacquería y una
nueva ley de la Convención, ordenando en 1793 la repartición de las tierras por
cabeza, entre los habitantes todos, cosa que no se puso en vigor y que sirvió
de pretexto para nuevos robos de tierras comunales.
¿Acaso estas medidas no eran
bastante para provocar lo que economistas e historiadores burgueses llaman la muerte
natural de la comuna? Como si aun no fuese bastante, el 24 de agosto de
1794 la reacción que se apoderó del poder dio a esta muerte el golpe de gracia.
El Estado confiscó todas las tierras de los municipios y las convirtió en fondo
de garantía de la deuda pública, sacándolas a pública subasta y poniéndolas a
merced de sus partidarios.
El 2 prairal, año V,
después de tres años de realeza, esta ley fue, afortunadamente, abolida. Pero
al propio tiempo quedaron también abolidas las comunas, siendo substituidas por
concejos cantonales a fin de que el Estado pudiera obligarlas más fácilmente
con sus partidarios.
Esto duró hasta 1801 en que las
comunas del pueblo volvieron a ser comunas, pero entonces el gobierno se
encargó de nombrar él mismo los alcaldes y los concejales en cada uno de los 36
000 municipios (Francia). Y este absurdo duró hasta la revolución de julio de
1830 en que se puso en vigor la ley de 1789. Durante este tiempo las tierras
comunales fueron confiscadas otra vez por el Estado (1813) y saqueadas de nuevo
por espacio de tres años. Lo que quedó de ellas no se devolvió a las comunas
hasta el año 1816.
¿Os imagináis que con esto concluyó
todo? De ningún modo. Cada nuevo régimen ha visto en las tierras comunales una
fuente de recompensas para los defensores de los sucesivos regímenes. Y así
vemos, después de 1830, por tres veces diferentes, la primera en 1837 y la
última con Napoleón III, que se sucedieron las promulgaciones de leyes para
obligar a los campesinos a repartir lo que les quedaba de los bosques y de
pastos comunales, y por tres veces asimismo el Estado vióse obligado a anular
estas leyes en vista de la resistencia de los campesinos. A pesar de ello,
Napoleón III supo aprovecharse quedándose algunas propiedades entre manos para
poder luego regalarlas a algunos de sus partidarios.
He aquí los hechos, y he aquí lo que
algunos individuos han dado en llamar en lenguaje ciéntífico la muerte
natural de la posesión comunal bajo la influencia de las leyes económicas.
Lo mismo daría llamar muerte natural al destroce de cien mil soldados en el
campo de batalla.
Ahora bien, lo que sucedió en
Francia sucedió también en Bélgica, en Inglaterra, en Alemania, en Austria, en
todas partes de Europa, excepto en los países eslavos.
Las épocas de recrudecimiento del
robo a las comunas se corresponden en toda la Europa occidental. En Inglaterra,
por ejemplo, no se atrevieron a proceder por medio de las medidas generalmente
puestas en práctica y prefirieron que el Parlamento votara algunos millares de enclosure
acts separados, por los cuales, en cada caso especial, el parlamento
sancionó la confiscación - en la actualidad se procede aún del mismo modo - y
dio al señor el derecho de retener las tierras comunales que previamente había
cercado. Y mientras la naturaleza ha respetado hasta el presente los estrechos
surcos que dividían los campos comunales temporalmente entre las diversas
familias del pueblo en Inglaterra, y que en los libros de Marshal tenemos
descripciones precisas de esta forma de posesión a principios de este siglo, no
han faltado, sin embargo, sabios como Seebohm, digno émulo de Fustel de
Coulanges, que sostuvieran y enseñaran que la comuna no existió en Inglaterra
sino como forma de servidumbre.
En Bélgica, en Alemania, en Italia,
en España, encontramos los mismos procedimientos. En una u otra forma, la
apropiación personal de las tierras, antes comunales, fue casi totalmente
perpetrada en los años cincuenta de este siglo. De sus tierras comunales los
campesinos únicamente han guardado algunos pocos pedazos.
He aquí de qué modo este seguro
mutuo entre el señor, el sacerdote, el soldado y el juez - el Estado - ha
procedido con los campesinos a fin de despojarlos de su última garantía contra
la miseria y la esclavitud económica.
¿Pero es que el Estado, mientras
organizaba y sancionaba este robo, podía por lo menos respetar la institución
de la comuna como órgano de la vida local?
Evidentemente, no.
Admitir que los ciudadanos
constituyan entre sí una federación que se apropie algunas de las funciones del
Estado, hubiera sido, en principio, una contradicción. El Estado pide a sus
súbditos la sumisión directa, personal, sin intermediarios; quiere la igualdad
en la servidumbre, no puede admitir el Estado dentro del Estado.
Así vemos que, desde que el Estado
principió a constituirse en el siglo XVI, trabajó para destruir todos los lazos
de unión que existían entre los ciudadanos, sea en el pueblo o en la ciudad. Si toleró, con
el nombre de instituciones municipales, algunos vestigios de autonomía -
jamás de independencia -, fue únicamente con una mira fiscal, para no gravar
mucho el presupuesto central, o bien, para permitir a los ricachones de
provincias que se enriquecieran más aun a costa del pueblo, como sucedió en
Inglaterra hasta nuestros días y sucede aún en las instituciones y en las
costumbres.
Y esto se comprende perfectamente.
La vida local es de derecho de costumbre, mientras que la centralización de los
poderes es de derecho romano. Las dos no pueden subsistir juntas, y la segunda
debía anular la primera.
He aquí por qué bajo el régimen
francés en Argelia cuando una djemmah kábila - comuna del pueblo -
quiere pleitear por sus tierras, cada habitante de la comuna debe presentar
separadamente una instancia a los tribunales, los cuales juzgarán cincuenta o
doscientos asuntos aislados antes que aceptar la queja colectiva de la djemnlah. El Código
jacobino de la Convención, conocido por Código de Nápoleón, no reconoce
el derecho de costumbre, solamente reconoce el derecho romano, o mejor, el
derecho bizantino.
He aquí por qué en Francia, cuando
el viento derriba un árbol de la carretera nacional, o cuando un campesino no
quiere efectuar por sí mismo la reparación de un camino comunal y prefiere
pagar dos o tres francos al picapedrero, se necesita poner en movimiento a doce
o quince empleados del Estado y emborronar más de cincuenta hojas de papel,
antes que el árbol pueda ser vendido o que el campesino reciba el permiso de aportar
dos o tres francos a la caja de la comuna.
Y si alguna duda os ofrece esta
afirmación encontraréis estas cincuenta hojas, debidamente enumeradas por
Tricoche, en el Journal des Economistes.
Esto, fijarse bien, sucede bajo el
mando de la tercera
República, pues no hablo de los procedimientos bárbaros
del antiguo régimen que se limitaba a llenar cinco o seis papeletas. Sin duda
por esta diferencia dicen los sabios que en aquélla época bárbara el papel que
el Estado desempeñaba era ficticio.
Si solamente sucediera esto,
podríamos únicamente quejarnos de un exceso de veinte mil funcionarios y de un
gasto inútil de mil millones en el presupuesto. Una bagatela para los amantes
del orden y de la regimentación.
Pero hay algo peor en el fondo. Hay
el principio que lo ha matado todo. Los campesinos de un pueblo tienen
mil intereses comunes; intereses de hogar, de vecindad, de relaciones
constantes. Forzosamente vense obligados a unirse para mil cosas diarias. Pero el
Estado no quiere, no puede consentir que se unan. Con darles la escuela, el
cura, el guardia civil y el juez, cree que debe bastarles. Y si surgen otros
intereses quiere que pasen por las manos del Estado y de la Iglesia.
Hasta fines de 1883, les estaba
severamente prohibido a los campesinos franceses agremiarse, aunque sólo fuese
para comprar juntos abonos químicos o para regar sus campos. En 1883-86 la República
se decidió a otorgar este derecho a los campesinos, no sin votar con muchas
precauciones y obstáculos la ley sobre los sindicatos.
Y nosotros, embrutecidos por la
educación estatista, somos capaces de alegrarnos de los progresos recientemente
realizados por los sindicatos agrícolas, sin avergonzarnos ante la idea de que
este derecho del cual estuvieron privados los campesinos hasta nuestros días,
pertenecía en la Edad
Media a todos los hombres, libres o siervos, sin
refutación posible. Esclavos como somos, vemos en estos progresos una conquista
de la democracia.
¡He aquí a qué grado de embrutecimiento
hemos llegado con nuestra educación falseada, iniciada por el Estado, y con
nuestros estatistas!
1897.