jueves, 24 de mayo de 2012

Piotr Kropotkin - "La Conquista del Pan"


Traducción de León-Ignacio, digitalizada por J. de M.

NUESTRAS RIQUEZAS



CAPÍTULO 1


La humanidad ha caminado gran trecho desde aquellas remotas edades durante las cuales el hombre vivía de los azares de la caza y no dejaba a sus hijos más herencia que un refugio bajo las penas, pobres instrumentos de sílex y la naturaleza, contra la que tenían que luchar para seguir su mezquina existencia.

Sin embargo, en ese confuso período de miles y miles de años, el género humano acumuló inauditos tesoros. Roturó el suelo, desecó los pantanos, hizo trochas en los bosques, abrió caminos; edificó, inventó, observó, pensó; creó instrumentos complicados, arrancó sus secretos a la naturaleza, domó el vapor, tanto que, al nacer, el hijo del hombre civilizado encuentra hoy a su servicio un capital inmenso, acumulado por sus predecesores. Y ese capital le permite obtener riquezas que superan a los ensueños de los orientales en sus cuentos de Las mil y una noches.

Aún son más pasmosos los prodigios realizados en la industria. Con esos seres inteligentes que se llaman máquinas modernas, cien hombres fabrican con qué vestir a diez mil hombres durante dos años. En las minas de carbón bien organizadas, cien hombres extraen cada año combustible para que se calienten diez mil familias en un clima riguroso. Y si en la industria, en la agricultura y en el conjunto de nuestra organización social sólo aprovecha a un pequeñísimo número la labor de nuestros antepasados, no es menos cierto que la humanidad entera podría gozar una existencia de riqueza y de lujo sin más que con los siervos de hierro y de acero que posee. Somos ricos, muchísimo más de lo que creemos. Ricos por lo que poseemos ya; aún más ricos por lo que podemos conseguir con los instrumentos actuales; infinitamente más ricos por lo que pudiéramos obtener de nuestro suelo, de nuestra ciencia y de nuestra habilidad técnica, si se aplicasen a procurar el bienestar de todos.



CAPÍTULO 2


Somos ricos en las sociedades civilizadas. ¿Por qué hay, pues, esa miseria en torno nuestro? ¿Por qué ese trabajo penoso y embrutecedor de las masas, ¿Por qué esa inseguridad del mañana (hasta para el trabajador mejor retribuido) en medio de las riquezas heredadas del ayer y a pesar de los poderosos medios de producción que darían a todos el bienestar a cambio de algunas horas de trabajo cotidiano?

Los socialistas lo han dicho y repetido hasta la saciedad. Porque todo lo necesario para la producción ha sido acaparado por algunos en el transcurso de esta larga historia de saqueos, guerras, ignorancia y opresión en que ha vivido la humanidad antes de aprender a domar las fuerzas de la naturaleza.

Porque, amparándose en pretendidos derechos adquiridos en el pasado, hoy se apropian dos tercios del producto del trabajo humano, dilapidándolos del modo más insensato y escandaloso. Porque reduciendo a las masas al punto de no tener con qué vivir un mes o una semana, no permiten al hombre trabajar sino consintiendo en dejarse quitar la parte del león. Porque le impiden producir lo que necesita y le fuerzan a producir, no lo necesario para los demás, sino lo que más grandes beneficios promete al acaparador.

Contémplese un país, civilizado. Taláronse los bosques que antaño lo cubrían, se desecaron los pantanos, se saneó el clima: ya es habitable. El suelo, que en otros tiempos sólo producía groseras hierbas, suministra hoy ricas mieses. Las rocas, suspensas sobre los valles del Mediodía, forman terrazas por donde trepan las viñas de dorado fruto. Plantas silvestres que antes no daban sino un fruto áspero o unas raíces no comestibles, han sido transformadas por reiterados cultivos en sabrosas hortalizas, en árboles cargados de frutas exquisitas. Millares, de caminos con base de piedra y férreos carriles surcan la tierra, horadan las montañas; en los abruptos desfiladeros silba la locomotora. Los ríos se han hecho navegables; las costas sondeadas y esmeradamente reproducidas en mapas, son de fácil acceso; puertos artificiales, trabajosamente construidos y resguardados contra los furores del océano, dan refugio a los buques. Horádanse las rocas con pozos profundos; laberintos de galerías subterráneas se extienden allí donde hay carbón que sacar o minerales que recoger. En todos los puntos donde se entrecruzan caminos han brotado y crecido ciudades, conteniendo todos los tesoros de la industria, de las artes y de las ciencias.

Cada hectárea de suelo que labramos en Europa, ha sido regada con el sudor de muchas razas; cada camino tiene una historia de servidumbre personal, de trabajo sobrehumano, de sufrimientos del pueblo. Cada legua de vía férrea, cada metro de túnel, han recibido su porción de sangre humana.

Los pozos de las minas conservan aún frescas las huellas hechas en la roca por el brazo del barrenador. De uno a otro pilar pudieron señalarse las galerías subterráneas por la tumba de un minero, arrebatado en la flor de la edad por la explosión de grisú, el hundimiento o la inundación, y fácil es adivinar cuantas lágrimas, privaciones y miserias sin nombre ha costado cada una de esas tumbas a la familia que vivía con el exiguo salario del hombre enterrado bajo los escombros.

Las ciudades; enlazadas entre sí con carriles de hierro y líneas de navegación, son organismos que han vivido siglos. Cavad su suelo, y encontraréis hiladas superpuestas de calles, casas, teatros, circos y edificios públicos. Profundizad en su historia, y veréis cómo la civilización de la ciudad, su industria, su genio, han crecido lentamente y madurado por el concurso de todos sus habitantes antes de llegar a ser lo que son hoy.

Y aun ahora, el valor de cada casa, de cada taller, de cada fábrica, de cada almacén, sólo es producto de la labor acumulada de millones de trabajadores sepultados bajo tierra, y no se mantiene sino por el esfuerzo de legiones de hombres que habitan en ese punto del globo. ¿Qué sería de los docks de Londres, o de los grandes bazares de París, si no estuvieran situados en esos grandes centros del comercio internacional? ¿Qué sería de nuestras minas, de nuestras fábricas, de nuestros astilleros y de nuestras vías férreas, sin el cúmulo de mercaderías transportadas diariamente por mar y por tierra?

Millones de seres humanos han trabajado para crear esta civilización de la que hoy nos gloriamos. Otros millones, diseminados por todos los ámbitos del globo, trabajan para sostenerla. Sin ellos, no quedarían más que escombros de ella dentro de cincuenta años.

Hasta el pensamiento, hasta la invención, son hechos colectivos, producto del pasado y del presente. Millares de inventores han preparado el invento de cada una de esas máquinas, en las cuales admira el hombre su genio. Miles de escritores, poetas y sabios han trabajado para elaborar el saber, extinguir el error y crear esa atmósfera de pensamiento científico, sin la cual no hubiera podido aparecer ninguna de las maravillas de nuestro siglo. Pero esos millares de filósofos, poetas, sabios e inventores, ¿no hablan sido también inspirados por la labor de los siglos anteriores? ¿No fueron durante su vida alimentados y sostenidos, así en lo físico como en lo moral por legiones de trabajadores y artesanos de todas clases? ¿No adquirieron su fuerza impulsiva en lo que les rodeaba?

Ciertamente, el genio de un Seguin, de un Mayer y de un Grove, han hecho más por lanzar la industria a nuevas vías que todos los capitales del mundo. Estos mismos genios son hijos de industria, igual que de la ciencia, porque ha sido necesario que millares de máquinas de vapor transformasen, año tras año, a la vista de todos, el calor en fuerza dinámica, y esta fuerza en sonido, en luz y en electricidad, antes de que esas inteligencias geniales llegasen a proclamar el origen mecánico y la unidad de las fuerzas físicas. Y si nosotros, los hijos del siglo XIX, al fin hemos comprendido esta idea y hemos sabido aplicarla, es también porque para ello estábamos preparados por la experiencia cotidiana.

También los pensadores del siglo pasado la habían entrevisto y enunciado, pero quedó sin comprender, porque el siglo XVIII no había crecido como nosotros, junto a la máquina de vapor.

Piénsese en las décadas que hubieran transcurrido aún en ignorancia de esa ley que nos ha permitido revolucionar la industria moderna, si Watt no hubiese encontrado en Soho trabajado hábiles para construir con metal sus planes teóricos, perfeccionar todas sus partes, y aprisionándolo dentro de un mecanismo completo hacer por fin el vapor más dócil que el caballo, más manejable que el agua.

Cada máquina tiene la misma historia: larga historia de noches en blanco y de miseria; de desilusiones y de alegrías, de mejoras parciales halladas por varias generaciones de obreros desconocidos que venían a añadir al primitivo invento esas pequeñas nonadas sin las cuales permanecería estéril la idea más fecunda. Aún más: cada nueva invención es una síntesis resultante de mil inventos anteriores en el inmenso campo de la mecánica y de la industria.

Ciencia e industria, saber y aplicación, descubrimiento y realización práctica que conduce a nuevas invenciones, trabajo o cerebral y trabajo manual, idea y labor de los brazos, todo se enlaza. Cada descubrimiento, cada progreso, cada aumento de la riqueza de la humanidad, tiene su origen en el conjunto del trabajo manual y cerebral, pasado y presente. Entonces, ¿qué derecho asiste a nadie para apropiarse la menor partícula de ese inmenso todo y decir: Esto es mío y no vuestro?



CAPÍTULO 3


Pero sucedió que todo cuanto permite al hombre producir y acrecentar sus fuerzas productivas fue acaparado por algunos.

El suelo, que precisamente saca su valor de las necesidades de una población que crece sin cesar, pertenece hoy a minorías que pueden impedir e impiden al pueblo el cultivarlo o le impiden el cultivarlo según las necesidades modernas.

Las minas, que representan el trabajo de muchas generaciones y su valor no deriva sino de las necesidades de la industria y la densidad de la población, pertenecen también a unos pocos, y esos pocos limitan la extracción del carbón, o la prohíben en su totalidad si encuentran una colocación más ventajosa para sus capitales.

También la maquinaria es propiedad sólo de algunos, y aun cuando tal o cual máquina representa sin duda alguna los perfeccionamientos aportados por tres generaciones de trabajadores, no por eso deja de pertenecer a algunos patronos; y si los nietos del mismo inventor que construyó, cien años ha, la primera máquina de hacer encajes se presentasen hoy en una manufactura de Basilea o de Nottingham y reclamasen sus derechos, les gritarían: ¡Marchaos de aquí; esta máquina no es vuestra! Y si quisiesen tomar posesión de ella, les fusilarían.

Los ferrocarriles, que no serían más que inútil hierro viejo sin la densa población de Europa, sin su industria, su comercio y sus cambios, pertenecen a algunos accionistas, ignorantes quizá de dónde se encuentran los caminos que les dan rentas superiores a las de un rey de la Edad Media. Y si los hijos de los que murieron a millares cavando las trincheras y abriendo los túneles se reuniesen un día y fueran, andrajosos y hambrientos, a pedir pan a los accionistas, encontrarían las bayonetas y la metralla para dispersarlos y defender los derechos adquiridos.

En virtud de esta organización monstruosa, cuando el hijo del trabajador entra en la vida, no halla campo que cultivar, máquina que conducir ni mina que acometer con el zapapico, si no cede a un amo la mayor parte de lo que él produzca. Tiene que vender su fuerza para el trabajo por una ración mezquina e insegura. Su padre y su abuelo trabajaron en desecar aquel campo, en edificar aquella fábrica, en perfeccionarla. Si él obtiene permiso para dedicarse al cultivo de ese campo, es a condición de ceder la cuarta parte del producto a su amo, y otra cuarta al gobierno y a los intermediarios. Y ese impuesto que le sacan el Estado, el capitalista, el señor y el negociante, irá creciendo sin cesar. Si se dedica a la industria, se le permitirá que trabaje a condición de no recibir más que el tercio o la mitad del producto, siendo el resto para aquel a quien la ley reconoce como propietario de la máquina.

Clamamos contra el barón feudal que no permitía al cultivador tocar la tierra, a menos de entregarle el cuarto de la cosecha. Y el trabajador, con el nombre de libre contratación, acepta obligaciones feudales, porque no encontraría condiciones más aceptables en ninguna parte. Como todo es propiedad de algún amo, tiene que ceder o morirse de hambre.

De tal estado de cosas resulta que toda nuestra producción es un contrasentido. Al negocio no le conmueven las necesidades de la saciedad; su único objetivo es aumentar los beneficios del negociante. De aquí las continuas fluctuaciones de la industria, las crisis en estado crónico.

No pudiendo los obreros comprar con su salario las riquezas que producen, la industria busca mercados fuera, entre los acaparadores de las demás naciones Pero en todas partes encuentra competidores, puesto que la evolución de todas las naciones se realiza en el mismo sentido. Y tienen que estallar guerras por el derecho de ser dueños de los mercados. Guerras por las posesiones en Oriente, por el imperio de los mares, para imponer derechos aduaneros y dictar condiciones a sus vecinos, ¡guerras contra los que se sublevan! No cesa en Europa el ruido del cañón; generaciones enteras son asesinadas; los Estados europeos gastan en armamentos el tercio de sus presupuestos.

La educación también es privilegio de ínfimas minorías. ¿Puede hablarse de educación cuando el hijo del obrero se ve obligado a la edad de trece años a bajar a la mina o ayudar a su padre en las labores del campo?

Mientras que los radicales piden mayor extensión de las libertades políticas, muy pronto advierten que el hálito de la libertad produce con rapidez el levantamiento de los proletarios y entonces cambian de camisa, mudan de opinión y retornan a las leyes excepcionales y al gobierno del sable. Un vasto conjunto de tribunales, jueces, verdugos, polizontes y carceleros, es necesario para mantener los privilegios. Este sistema suspende el desarrollo de los sentimientos sociales. Cualquiera comprende que sin rectitud, sin respeto a sí mismo, sin simpatía y apoyos mutuos, la especie tiene que degenerar. Pero eso no les importa a las clases directoras, e inventan toda una ciencia absolutamente falsa para probar lo contrario.

Se han dicho cosas muy bonitas acerca de la necesidad de compartir lo que se posee con aquellos que no tienen nada. Pero cuando se le ocurre a cualquiera poner en práctica este principio, en seguida se le advierte que todos esos grandes sentimientos son buenos en los libros poéticos, pero no en la vida. Mentir es envilecerse, rebajarse, decimos nosotros, y toda la existencia civilizada Se trueca en una inmensa mentira. ¡Y nos habituamos, acostumbrando a nuestros hijos a practicar como hipócritas una moralidad de dos caras!

El simple hecho del acaparamiento extiende así sus consecuencias a la vida social. A menos de perecer, las sociedades humanas vense obligadas a volver a los principios fundamentales: siendo los medios de producción obra colectiva de la humanidad, vuelven al poder de la colectividad humana. La apropiación personal de ellos no es justa ni útil. Todo es de todos, puesto que todos lo necesitan, puesto que todos han trabajado en la medida de sus fuerzas, y es imposible determinar la parte que pudiera corresponder a cada uno en la actual producción de las riquezas.

¡Todo es de todos! He aquí la inmensa maquinaria que el XIX ha creado; he aquí millones de esclavos de hierro que llamamos máquinas que cepillan y sierran, tejen e hilan para nosotros, que descomponen y recomponen la primera materia y forjan las maravillas de nuestra época.

Nadie tiene derecho a apoderarse de una sola de esas máquinas y decir: Es mía; para usar de ella, me pagaréis un tributo por cada uno de vuestros productos. Como tampoco el señor de la Edad Media tenía derecho para decir al labrador: Esta colina, ese prado, son míos, y me pagaréis por cada gavilla de trigo que cojáis, por cada montón de heno que forméis.

Basta de esas fórmulas ambiguas, tales como el derecho al trabajo, o a cada uno el producto íntegro de su trabajo. Lo que nosotros proclamamos es el derecho al bienestar, el bienestar para todos.



EL BIENESTAR PARA TODOS



CAPÍTULO 1


El bienestar para todos no es un sueño. Es posible, realizable, después de lo que han hecho nuestros antepasados para hacer fecunda nuestra fuerza de trabajo.

Sabemos que los productores, que apenas forman el tercio de los habitantes en los países civilizados, producen ya lo suficiente para que exista cierto bienestar en el hogar de cada familia. Sabemos, además, que si todos cuantos derrochan hoy los frutos del trabajo ajeno se viesen obligados a ocupar sus ocios en trabajos útiles, nuestra riqueza crecería en proporción múltiple del número de brazos productores. Y en fin, sabemos que, en contra de la teoría del pontífice de la ciencia burguesa (Malthus), el hombre acrecienta su fuerza productiva con mucha más rapidez de lo que él mismo se multiplica. Cuanto mayor número de hombres hay en un territorio, tanto más rápido es el progreso de sus fuerzas productoras.

Hoy, a medida que se desarrolla la capacidad de producir, aumenta en una proporción sorprendente el número de vagos e intermediarios. Al revés de lo que se decía en otros tiempos entre socialistas, de que el capital llegaría a reconcentrarse bien pronto en tan pequeño número de manos, que sólo sería menester expropiar a algunos millonarios para entrar en posesión de las riquezas comunes, cada vez es más considerable el número de los que viven a costa del trabajo ajeno.

En Francia no hay diez productores directos por cada treinta habitantes. Toda la riqueza agrícola del país es obra de menos de siete millones de hombres, y en las dos grandes industrias de las minas y de los tejidos cuéntanse menos de dos millones quinientos mil obreros. ¿Cuál es la cifra de los explotadores del trabajo? En Inglaterra (sin Escocia e Irlanda), un millón treinta mil obreros, hombres, mujeres y niños, fabrican todos los tejidos; un poco más de medio millón explotan las minas, menos de medio millón labran la tierra, y los estadísticos tienen que exagerar las cifras para obtener un máximum de ocho millones de productores para veintiséis millones de habitantes. En realidad, son de seis a siete millones de trabajadores quienes crean las riquezas enviadas a las cuatro partes del mundo. ¿Y cuantos son los rentistas o los intermediarios que añaden a sus rentas las que se adjudican haciendo pagar al consumidor de cinco a veinte veces más de lo que han pagado al productor? Los que detentan el capital reducen constantemente la producción, impidiendo producir. No hablemos de esos toneles de ostras arrojados al mar para impedir que la ostra llegue a ser un alimento de la plebe y deje de ser una golosina propia de la gente acomodada; no hablemos de los mil y mil objetos de lujo tratados de igual manera que las ostras. Recordemos tan sólo cómo se limita la producción de las cosas necesarias a todo el mundo. Ejércitos de mineros no desean más que extraer todos los días carbón y enviarlo a quienes tiritan de frío. Pero con frecuencia la tercera parte o dos tercios de eso ejércitos vense impedidos de trabajar más de tres días por semana, para que se mantengan altos los precios. Millares de tejedores no pueden manejar los telares, al paso que sus mujeres y sus hijos no tienen sino harapos para cubrirse y las tres cuartas partes de los europeos no cuentan con vestido que merezca tal nombre.

Centenares de altos hornos, miles de manufacturas permanecen regularmente inactivos; otros no trabajan más que la mitad del tiempo, y en cada nación civilizada hay siempre una población de unos dos millones de individuos que piden trabajo y no lo encuentran.

Millones de hombres serían felices con transformar los espacios incultos o mal cultivados en campos cubiertos de ricas mieses. Pero esos valientes obreros tienen que seguir parados porque los poseedores de la tierra, de la mina, de la fábrica, prefieren dedicar los capitales a préstamos a los turcos o egipcios, o en acciones de oro de la Patagonia, que trabajen para ellos los fellahs egipcios, los italianos emigrados del país de su nacimiento o los coolies chinos.

Esta es la limitación consciente y directa de la producción. Pero hay también una limitación indirecta e inconsciente, que consiste en gastar el trabajo humano en objetos inútiles en absoluto, o destinados tan sólo a satisfacer la necia vanidad de los ricos.

Baste citar los miles de millones gastados por Europa en armamento, sin más fin que conquistar mercados para imponer la ley económica a los vecinos y facilitar la explotación en el interior; los millones pagados cada año a los funcionarios de todo fuste, cuya misión es mantener el derecho de las minorías a gobernar la vida económica de la nación; los millones gastados en jueces, cárceles, policías y todo ese embrollo que llaman justicia; en fin, los millones empleados en propagar por medio de la prensa ideas nocivas y noticias falsas, en provecho de los partidos, de los personajes políticos y de las compañías de explotadores.

Aún se gasta más trabajo inútilmente aquí para mantener la cuadra, la perrera y la servidumbre doméstica del rico; allí para responder a los caprichos de las rameras de alto copete y al depravado lujo de los viciosos elegantes; en otra parte, para forzar al consumidor a que compre lo que no le hace falta o imponerle con reclamos un articulo de mala calidad; más allá para producir sustancias alimenticias nocivas en absoluto para el consumidor, pero provechosas para el fabricante y el expendedor. Lo que se malgasta de esta manera bastaría para duplicar la producción útil, o para crear manufacturas y fábricas que bien pronto inundaría los almacenes con todas las provisiones de que carecen dos tercios de la nación.

De aquí resulta que de los mismos que en cada nación se dedican a los trabajos productivos, la cuarta parte por lo menos se ven obligados con regularidad a un paro de tres o cuatro meses por año, y otra cuarta parte, si no la mitad, no puede producir con su labor otros resultados que divertir a los ricos o explotar al público.

Así, pues, por un lado si se considera la rapidez con que las naciones civilizadas aumentan su fuerza de producción, y por otro los límites puestos a ésta, debe deducirse que una organización económica medianamente razonable permitiría a las naciones civilizabas amontonar en pocos años tantos productos útiles, que se verían en el caso de exclamar: “¡Basta de carbón, basta de trigo, basta de telas! ¡Descansemos, recojámonos para utilizar mejor nuestras fuerzas, para emplear mejor nuestros ocios!”
                                        
No; el bienestar para todos no es un sueño. Podía serlo cuan a duras penas lograba el hombre recoger ocho o diez hectolitros trigo por hectárea, o construir por su propia mano los instrumentos mecánicos necesarios para la agricultura y la industria. Ya no es un ensueño desde que el hombre inventara el motor que, con un poco de hierro y algunos kilos de carbón, le da la fuerza de un caballo dócil, manejable, capaz de poner en movimiento la máquina más complicada.

Mas para que el bienestar llegue a ser una realidad, es preciso que el inmenso capital deje de ser considerado como una propiedad privada, del que el acaparador disponga a su antojo. Es menester que el rico instrumento de la producción sea propiedad común, a fin de que el espíritu colectivo saque de él los mayores beneficios para todos. Se impone la expropiación.

El bienestar de todos como fin; la expropiación como medio.



CAPÍTULO 2


La expropiación: tal es el problema planteado pos la historia ante nosotros los hombres de fines del siglo XIX. Devolución a la comunidad de todo lo que sirva para conseguir el bienestar.

Pero este problema no puede resolverse por la vía legislativa. El pobre y el rico comprenden que ni los gobiernos actuales ni los que pudieran surgir de una revolución política serían capaces de resolverlo. Siéntese la necesidad de una revolución social, y ni a ricos ni a pobres se les oculta que esa revolución está próxima.

Durante el curso de este último medio siglo se ha comprobado la evolución en los espíritus; pero comprimida por la minoría, es decir, por las clases poseedoras, y no habiendo podido tomar cuerpo, es necesario que aparte por medio de la fuerza los obstáculos y que se realice con violencia por medio de la revolución.

¿De dónde vendrá la revolución? ¿Cómo se anunciará? Es una incógnita. Pero los que observan y meditan no se equivocan: trabajadores y explotadores, revolucionarios y conservadores, pensadores y hombres prácticos, todos confiesan que está llamando a nuestras puertas.

Todos hemos estudiado mucho el lado dramático de las revoluciones, y poco su obra verdaderamente revolucionaria, o muchos de entre nosotros no ven en esos grandes movimientos más que el aparato escénico, la lucha de los primeros días, las barricadas. Pero esa lucha, esa escaramuza primera, terminan muy pronto; sólo después de la derrota de los antiguos gobiernos comienza la obra real de la revolución.

Incapaces e impotentes, atacados por todas partes, pronto se los lleva el soplo de la insurrección. En pocos días dejó de existir la monarquía burguesa de 1848, y cuando un coche de alquiler llevaba a Luis Felipe de Francia, a París ya no le importaba un pito el ex rey.

El gobierno de Thiers desapareció en pocas horas, el 18 de marzo de 1871, dejando a París dueño de sus destinos. Y sin embargo, 1848 y 1871 no fueron más que insurrecciones. Ante una revolución popular, los gobernantes se eclipsan con sorprendente rapidez. Recordemos la Comuna.

Desaparecido el gobierno, el ejército ya no obedece a sus jefes, vacilante por la oleada del levantamiento popular. Cruzándose de brazos, la tropa deja hacer, o con la culata en alto se une a los insurrectos. La policía, con los brazos caídos, no sabe si debe pegar o si gritar “¡Vive la Commune!” Y los agentes de orden público se meten en sus casas “a esperar el nuevo gobierno”. Los orondos burgueses lían la maleta y se ponen a buen recaudo. Sólo queda el pueblo. He aquí cómo se anuncia una revolución:

Proclámese la Comuna en varias grandes ciudades. Miles de hombres están en las calles, y acuden por la noche a los clubs improvisados, preguntándose: “¿Qué vamos a hacer?”, y discutiendo con ardor los negocios públicos. Todo el mundo se interesa en ellos; los indiferentes de la víspera son quizá los más celosos. Por todas partes mucha buena voluntad, un vivo deseo de asegurar la victoria. Prodúcense las grandes abnegaciones. El pueblo desea sólo marchar adelante.

De seguro que habrá venganzas satisfechas. Pero eso será un accidente de la lucha y no la revolución. Los socialistas gubernamentales, los radicales, los genios desconocidos del periodismo, los oradores efectistas, corren al ayuntamiento, a los ministerios, para tomar posesión de las poltronas abandonadas. Admíranse ante los espejos ministeriales y estudian el dar órdenes con una gravedad a la altura de su nueva posición. ¡Les hace falta un fajín rojo, un kepis galoneado y un ademán magistral para imponerse al ex compañero de redacción o de taller! Los otros se meten entre papelotes con la mejor voluntad de comprender alguna cosa. Redactan leyes, lanzan decretos de frases sonoras, que nadie se cuidará de ejecutar.

Para darse aires de una autoridad que no tienen, buscan la canción de las antiguas formas de gobierno. Elegidos o aclamados, se reúnen en parlamentos o en consejos de la Comuna. Allí se encuentran hombres pertenecientes a diez, a veinte escuelas diferentes que no son capillas particulares, como suele decirse, sino que corresponden a maneras diversas de concebir la extensión, el alcance y los deberes de la revolución. Posibilistas, colectivistas, radicales, jacobinos, blanquistas, forzosamente reunidos, pierden el tiempo en discutir. Las personas honradas se confunden con los ambiciosos, que sólo piensan en dominar y en despreciar a la multitud de la cual han surgido. Llegando todos con ideas diametralmente opuestas, se ven obligados a formar alianzas ficticias para constituir mayorías que no duran ni un día; disputan, se tratan unos a otros de reaccionarios, de autoritarios, de bribones; son incapaces de entenderse acerca de ninguna medida seria, y propenden a perder el tiempo en discutir necedades; no consiguen hacer más que dar a luz proclamas altisonantes, todo se toma por lo serio, mientras que la verdadera fuerza del movimiento está en la calle.

Durante ese tiempo, el pueblo sufre. Páranse las fábricas, los talleres están cerrados, el comercio se estanca. El trabajador ya no cobra ni aun el mezquino salario de antes. El precio de los alimentos sube.

Con esa abnegación heroica que siempre ha caracterizado al pueblo, y que llega a lo sublime en las grandes épocas, tiene paciencia. l es quien exclamaba en 1848: “Ponemos tres meses de miseria al servicio de la República”, mientras que los diputados y los miembros del nuevo gobierno, hasta el último policía, cobraban con regularidad sus pagas. El pueblo sufre. Con su ingenua confianza, con la candidez de la masa que cree en los que la conducen, espera que se ocupen de él allá arriba, en la Cámara, en el Ayuntamiento, en el comité de Salud pública.

Pero allá arriba se piensa en toda clase de cosas, excepto en los sufrimientos de la muchedumbre. Cuando el hambre roe a Francia en 1793 y compromete la revolución; cuando el pueblo se ve reducido a la última miseria, al paso que los Campos Elíseos se ven llenos de magníficos carruajes, donde exhiben las mujeres sus lujosas galas, ¡Robespierre insiste en los Jacobinos en hacer discutir su memoria acerca de la constitución inglesa! Cuando el trabajador sufre en 1848 con la paralización general de la industria, el gobierno provisional y la Cámara discuten acerca de las pensiones militares y el trabajo durante esta época de crisis. Y si algún cargo debe hacerse a la Comuna de París, nacida bajo los cánones de los prusianos, y que sólo duró setenta días, es el no haber comprendido que la revolución comunera no podía triunfar sin combatientes bien alimentados y que con seis reales diarios no se podía a la vez batirse en las murallas y mantener a su familia.



CAPÍTULO 3


El pueblo sufre y pregunta: “¿Qué hacer para salir del atolladero?”

Reconocer y proclamar que cada cual tiene ante todo el derecho de vivir, y que la sociedad debe repartir entre todo el mundo, sin excepción, los medios de existencia de que dispone. Obrar de suerte que, desde el primer día de la revolución, sepa el trabajador que una nueva era se abre ante él; que en lo sucesivo nadie se verá obligado a dormir debajo de los puentes, junto a los palacios, a permanecer ayuno mientras haya alimentos, a tiritar de frío cerca de los comercios de pieles. Sea todo de todos, tanto en realidad como en principio, y prodúzcase al fin en la historia una revolución que piense en las necesidades del pueblo antes de leerle la cartilla de sus deberes.

Esto no podrá realizarse por decretos, sino tan sólo por la toma de posesión inmediata, efectiva, de todo lo necesario para la vida de todos; tal es la única manera en verdad científica de proceder, la única que comprende y desea la masa del pueblo.

Tomar posesión, en nombre del pueblo sublevado, de los graneros de trigo, de los almacenen atestados de ropa y de las casas habitables. No derrochar nada, organizarse en seguida para llenar los vacíos, hacer frente a todas las necesidades, satisfacerlas todas; producir, no ya para dar beneficios, sea a quien fuere, sino para hacer que viva y se desarrolle la sociedad.

Basta de esas fórmulas ambiguas, como el “derecho al trabajo”, tengamos el valor de reconocer que el bienestar debe realizarse a toda costa. Cuando los trabajadores reclamaban en 1848 el “derecho al trabajo”, organizábanse talleres nacionales o municipales y se enviaba a los hombres a fatigarse en esos talleres por dos pesetas diarias. Cuando pedían la organización del trabajo, respondíanles: “Paciencia, amigos; el gobierno va a ocuparse de eso, y ahí tenéis hoy dos pesetas. ¡Descansad, rudos trabajadores, que harto os habéis afanado toda la vida!” Y entretanto, apuntábanse los cánones, convocábanse hasta las últimas reservas del ejército, desorganizábase a los propios trabajadores por mil medios que se conocen al dedillo los burgueses. Y cuando menos lo pensaban, dijéronles: “¡O vais a colonizar el África, u os ametrallamos!”

¡Muy diferente será el resultado si los trabajadores reivindican el derecho del bienestar! Por eso mismo proclaman su derecho a apoderarse de toda la riqueza social; a tomar las casas e instalarse en ellas con arreglo a las necesidades de cada familia; a tomar los víveres acumulados y consumirlos de suerte que conozcan la hartura tanto como conocen el hambre. Proclaman su derecho a todas las riquezas, y es menester que conozcan lo que son los grandes goces del arte y de la ciencia, harto tiempo acaparados por los burgueses.

Y cuando afirman su derecho al bienestar, declaran su derecho a decidir ellos mismos lo que ha de ser su bienestar, lo que es preciso para asegurarlo y lo que en lo sucesivo debe abandonarse como desprovisto de valor.

El derecho al bienestar es la posibilidad de vivir como seres humanos y de criar los hijos para hacerles miembros iguales de una sociedad superior a la nuestra, al paso que el derecho al trabajo es el derecho a continuar siempre siendo un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado y explotado por los burgueses del mañana. El derecho al bienestar es la revolución social; el derecho al trabajo es, a lo sumo, un presidio industrial.




EL COMUNISMO ANARQUISTA



CAPÍTULO 1


Toda sociedad que rompa con la propiedad privada se verá en el caso de organizarse en comunismo anarquista.

Hubo un tiempo en que una familia de aldeanos podía considerar el trigo que cultivaba y las vestiduras de lana tejidas en casa como productos de su propio trabajo. Aun entonces, esta creencia no era del todo correcta. Había caminos y puentes hechos en común, pantanos desecados por un trabajo colectivo y pastos comunes cercados por setos que todos costeaban, Una mejora en las artes de tejer o en el modo de tintar los tejidos, aprovechaba a todos; en aquella época, una familia campesina no podía vivir sino a condición de encontrar apoyo en la ciudad, en el municipio.

Los italianos que morían de cólera cavando el canal de Suez, o de anemia en el túnel de San Gotardo, y los americanos segados por las granadas en la guerra abolicionista de la industria algodonera en Francia y en Inglaterra no menos que las jóvenes que se vuelven cloróticas en las manufacturas de Manchester o de Ruan o el ingeniero autor de alguna mejora en la maquinaria de tejer.

Situándonos en este punto de vista general y sintético de la producción, no podemos admitir con los colectivistas que una remuneración proporcional a las horas de trabajo aportadas por cada uno en la producción de las riquezas, pueda ser un ideal, ni siquiera un paso adelante hacia ese ideal. Sin discutir aquí si realmente el valor de cambio de las mercancías se mide en la sociedad actual por la cantidad de trabajo necesario para producirlas (según lo han afirmado Smith y Ricardo, cuya tradición ha seguido Marx), bástenos decir que el ideal colectivista nos parecería irrealizable en una sociedad que considerase los instrumentos de producción como un patrimonio común. Basada en este principio, veríase obligada a abandonar en el acto cualquier forma de salario.

Estamos convencidos de que el individualismo mitigado del sistema colectivista no podría existir junto con el comunismo parcial de la posesión por todos del suelo y de los instrumentos del trabajo. Una nueva forma de posesión requiere una nueva forma de retribución. Una forma nueva de producción no podría mantener la antigua forma de consumo, como no podría amoldarse a las formas antiguas de organización política.

El salario ha nacido de la apropiación personal del suelo y de los instrumentos para la producción por parte de algunos.

Era la condición necesaria para el desarrollo de la producción capitalista; morirá con ella, aunque se trate de disfrazarla bajo la forma de “bonos de trabajo”. La posesión común de los instrumentos de trabajo traerá consigo necesariamente el goce en común de los frutos de la labor común.

Sostenemos, no sólo que es deseable el comunismo, sino que hasta las actuales sociedades, fundadas en el individualismo, se ven obligadas de continuo a caminar hacia el comunismo.

El desarrollo del individualismo, durante los tres últimos siglos, se explica, sobre todo, por los esfuerzos del hombre, que quiso prevenirse contra los poderes del capital y del Estado. Creyó por un momento -y así lo han predicado los que formulaban su pensamiento por él- que podía libertarse por completo del Estado y de la sociedad. “Mediante el dinero -decía- puedo comprar todo lo que necesite.” Pero el individuo ha tomado mal camino, y la historia moderna le conduce a confesar que sin el concurso de todos no puede nada, aunque tuviese atestadas de oro sus arcas.

Junto a esa corriente individualista vemos en toda la historia moderna, por una parte, la tendencia a conservar todo lo que queda del comunismo parcial de la antigüedad, y por otra a restablecer el principio comunista en las mil y mil manifestaciones de la vida.

En cuanto los municipios de los siglos X, XI y XII consiguieron emanciparse del señor laico o religioso, dieron inmediatamente gran, extensión al trabajo en común, al consumo en común.

La ciudad era la que fletaba buques y despachaba caravanas para el comercio lejano, cuyos beneficios eran para todos y no para los individuos; también compraba las provisiones para sus habitantes. Las huellas de esas instituciones se han mantenido hasta el siglo XIX, y los pueblos conservan religiosamente el recuerdo de ellas en sus leyendas.

Todo eso ha desaparecido. Pero el municipio rural aún lucha por mantener los últimos vestigios de, ese comunismo, y lo consigue mientras el Estado no vierte su abrumadora espada en la balanza.

Al mismo tiempo surgen, bajo mil diversos aspectos, nuevas organizaciones basadas en el mismo principio de a cada uno según sus necesidades, porque sin cierta dosis de comunismo no podrían vivir las sociedades actuales.

El puente, por cuyo paso pagaban en otro tiempo los transeúntes, se ha hecho de uso común. El camino que antiguamente se pagaba a tanto la legua, ya no existe más que en Oriente. Los museos, las bibliotecas libres, las escuelas gratuitas, las comidas comunes para los niños, los parques y los jardines abiertos para todos, las calles empedradas y alumbradas, libres para todo el mundo; el agua enviada a domicilio y con tendencia general a no tener en cuenta la cantidad consumida, he aquí otras tantas instituciones fundadas en el principio de “Tomad lo que necesitéis”.

Los tranvías y ferrocarriles introducen ya el billete de abono mensual o anual, sin tener en cuenta el número de viajes, y recientemente toda una nación, Hungría, ha introducido en su red de ferrocarriles el billete por zonas, que permite recorrer quinientos o mil kilómetros por el mismo precio. Tras de esto no falta mucho para el precio uniforme, como ocurre en el servicio postal. En todas estas innovaciones, y otras mil, hay la tendencia a no medir el consumo. Hay quien quiere recorrer mil leguas, y otro solamente quinientas. Esas son necesidades personales, y no hay razón alguna para hacer pagar a uno doble que a otro sólo porque sea dos veces más intensa su necesidad.

Hay también la tendencia a poner las necesidades del individuo por encima de la evaluación de los servicios que haya prestado o que preste algún día a la sociedad. L1égase a considerar la sociedad como un todo cada una de cuyas partes está tan íntimamente ligada con las demás, que el servicio prestado a tal o cual individuo es un servicio prestado a todos.

Cuando acudís a una biblioteca pública -por ejemplo, las de Londres o Berlin-, el bibliotecario no os pregunta qué servicio habéis dado a la sociedad para daros el libro o los cien libros que le pidáis, y si es necesario, os ayuda a buscarlos en el catálogo. Mediante un derecho de entrada único, la sociedad científica abre sus museos, jardines, bibliotecas, laboratorios, y da fiestas anuales a cada uno de sus miembros, ya sea un Darwin o un simple aficionado.

En San Petersburgo, si perseguís un invento, vais a un taller especial, donde os ofrecen sitio, un banco de carpintero, un torno de mecánico, todas las herramientas necesarias, todos los instrumentos de precisión, con tal de que sepáis manejarlos, y se os deja trabajar todo lo que gustéis. Ahí están las herramientas; interesad a amigos por vuestra idea, asociaos a otros amigos de diversos oficios si no preferís trabajar solos; inventad la máquina o no inventéis nada, eso es cosa vuestra. Una idea os conduce, y eso basta.

Los marinos de una falúa de salvamento no preguntan sus títulos a los marineros de un buque náufrago; lanzan su embarcación, arriesgan su vida entre las olas furibundas, y algunas veces mueren por salvar a unos hombres a quienes no conocen siquiera. ¿Y para qué necesitan conocerlos? “Les hacen falta nuestros servicios, son seres humanos: eso basta, su derecho queda asentado. ¡Salvémoslos!” Que mañana una de nuestras grandes ciudades, tan egoístas en tiempos corrientes, sea visitada por una calamidad cualquiera -por ejemplo, un sitio- y esa misma ciudad decidirá que las primeras necesidades que se han de satisfacer son las de los niños y los viejos, sin informarse de los servicios que hayan prestado o presten a la sociedad; es preciso ante todo mantenerlos, cuidar a los combatientes independientemente de la valentía o de la inteligencia demostradas por cada uno de ellos, y hombres y mujeres a millares rivalizarán en abnegación por cuidar a los heridos.

Existe la tendencia. Se acentúa en cuanto quedan satisfechas las más imperiosas necesidades de cada uno, a medida que aumenta la fuerza productora de la humanidad; acentúase aún más cada vez que una gran idea ocupa el puesto de las mezquinas preocupaciones de nuestra vida cotidiana.

El día en que devolviesen los instrumentos de producción a todos, en que las tareas fuesen comunes y el trabajo -ocupando el sitio de honor en la sociedad- produjese mucho más de lo necesario para todos, ¿cómo dudar de que esta tendencia ensanchará su esfera de acción hasta llegar a ser el principio mismo de la vida social?

Por esos indicios somos del parecer de que, cuando la revolución haya quebrantado la fuerza que mantiene el sistema actual, nuestra primera obligación será realizar inmediatamente el comunismo. Pero nuestro comunismo no es el de los falansterianos ni el de los teóricos autoritarios alemanes, sino el comunismo anarquista, el comunismo sin gobierno, el de los hombres libres. Esta es la síntesis de los dos fines perseguidos por la humanidad a través de las edades: la libertad económica y la libertad política.



CAPÍTULO 2


Tomando la anarquía como ideal de la organización política, no hacemos más que formular también otra pronunciada tendencia de la humanidad. Cada vez que lo permitía el curso del desarrollo de las sociedades europeas, éstas sacudían el yugo de la autoridad y esbozaban un sistema basado en los principios de la libertad individual. Y vemos en la historia que los períodos durante los cuales fueron derribados los gobiernos a consecuencia de revoluciones parciales o generales, han sido épocas de repentino progreso en el terreno económico e intelectual.

Ya es la independencia de los municipios, cuyos monumentos -fruto del trabajo libre de asociaciones libres- no han sido superados desde entonces; ya es el levantamiento de los campesinos, que hizo la Reforma y puso en peligro el Papado; ya la sociedad -libre en los primeros tiempos- fundada al otro lado del Atlántico por los descontentos que huyeron de la vieja Europa.

Y si observamos el desarrollo presente de las naciones civilizadas, vemos un movimiento cada vez más acentuado en pro de limitar la esfera de acción del gobierno y dejar cada vez mayor libertad al individuo. Esta es la evolución actual, aunque dificultada por el fárrago de instituciones y preocupaciones heredadas de lo pasado. Lo mismo que todas las evoluciones, no espera más que la revolución para barrer las viejas ruinas que le sirven de obstáculo, tomando libre vuelo en la sociedad regenerada.

Después de haber intentado largo tiempo resolver el insoluble problema de inventar un gobierno que “obligue al individuo a la obediencia, sin cesar de obedecer aquél también a la sociedad”, la humanidad, intenta libertarse de toda especie de gobierno y satisfacer sus necesidades de organización, mediante el libre acuerdo entre individuos y grupos que persigan los mismos fines. La independencia de cada mínima unidad territorial es ya una necesidad apremiante; el común acuerdo reemplaza a la ley, y pasando por encima de las fronteras, regula los intereses particulares con la mira puesta en un fin general.

Todo lo que en otro tiempo se tuvo como función del gobierno se le disputa hoy, acomodándose más fácilmente y mejor sin su intervención. Estudiando los progresos hechos en este sentido, nos vemos llevados a afirmar que la humanidad tiende a reducir a cero la acción de los gobiernos, esto es, a abolir el Estado, esa personificación de la injusticia, de la opresión y del monopolio.

Ciertamente que la idea de una sociedad sin Estado provocará por lo menos tantas objeciones como la economía política de una sociedad sin capital privado. Todos hemos sido amamantados con prejuicios acerca de las funciones providenciales del Estado. Toda nuestra educación, desde la enseñanza de las tradiciones romanas hasta el código de Bizancio, que se estudia con el nombre de derecho romano, y las diversas ciencias profesadas en las universidades, nos acostumbran a creer en el gobierno y en las virtudes del Estado providencia.

Para mantener este prejuicio se han inventado y enseñado sistemas filosóficos. Con el mismo fin se han dictado leyes. Toda la política se funda en ese principio, y cada político, cualquiera que sea su matiz, dice siempre al pueblo: “¡Dame el poder; quiero y puedo librarte de las miserias que pesan sobre ti!”

Abrid cualquier libro de sociología, de jurisprudencia, y encontraréis en él siempre al gobierno, con su organización y sus actos, ocupando tan gran lugar, que nos acostumbramos a creer que fuera del gobierno y de los hombres de Estado ya no hay nada.

La prensa repite en todos los tonos la misma cantinela. Columnas enteras se consagran a las discusiones parlamentarias, a las intrigas de los políticos; apenas si se advierte la inmensa vida cotidiana de una nación en algunas líneas que tratan de un asunto económico, a propósito de una ley, o en la sección de noticias o en la de sucesos del día. Y cuando leéis esos periódicos, lo que menos pensáis es en el inmenso número de seres humanos que nacen y mueren, trabajan y consumen, conocen los dolores, piensan y crean, más allá de esos personajes de estorbo, a quienes se glorifica hasta el punto de que sus sombras, agrandadas por nuestra ignorancia, cubran y oculten a la humanidad.

Y sin embargo, en cuanto se pasa del papel impreso a la vida misma, en cuanto se echa una ojeada a la sociedad, salta a la vista la parte infinitesimal que en ella representa el gobierno. Balzac había hecho notar ya cuántos millones de campesinos permanecen durante toda su vida sin conocer nada del Estado, excepto los impuestos que están obligados a pagarle. Diariamente se hacen millones de tratos sin que intervenga el gobierno, y los más grandes de ellos -los del comercio y la bolsa- se hacen de modo que ni siquiera se podría invocar al gobierno si una de las partes contratantes tuviese la intención de no cumplir sus compromisos. Hablad con un hombre que conozca el comercio, y os dirá que los cambios operados todos los días entre comerciantes serian de absoluta imposibilidad si no tuvieran por base la confianza mutua. La costumbre de cumplir su palabra, el deseo de no perder el crédito, bastan ampliamente para sostener esa honradez comercial. El mismo que sin el menor remordimiento envenena a sus parroquianos con infectas drogas cubiertas de etiquetas pomposas, tiene como empeño de honor el cumplir sus compromisos. Pues bien; si esa moralidad relativa ha podido desarrollarse, hasta en las condiciones actuales, cuando el enronquecimiento es el único móvil y el único objetivo, ¿podemos dudar que no progrese rápidamente, en cuanto ya no sea la base fundamental de la sociedad la apropiación de los frutos de la labor ajena?

Hay otro rasgo característico de nuestra generación, que aún habla mejor en pro de nuestras ideas, y es el continuo crecimiento del campo de las empresas debidas a la iniciativa privada y el prodigioso desarrollo de todo género de agrupaciones libres. Estos hechos son innumerables, y tan habituales, que forman la esencia de la segunda mitad de este siglo, aun cuando los escritores de socialismo y de política los ignoran, prefiriendo hablarnos siempre de las funciones del gobierno. Estas organizaciones, libres y variadas hasta lo infinito, son un producto tan natural, crecen con tanta rapidez y se agrupan con tanta facilidad, son un resultado tan necesario del continuo crecimiento de las necesidades del hombre civilizado y reemplazan con tantas ventajas a la injerencia gubernamental, que debemos reconocer en ellas un factor cada vez más importante en la vida de las comunidades.

Si no se extienden aún al conjunto de las manifestaciones de la vida, es porque hallan un obstáculo insuperable en la miseria del trabajador, en las castas de la sociedad actual, en la apropiación privada del capital colectivo, en el Estado. Abolid esos obstáculos, Y las veréis cubrir el inmenso dominio de la actividad de los hombres civilizados.

La historia de los cincuenta años últimos es una prueba de la impotencia del gobierno representativo para desempeñar las funciones con que se le ha querido revestir.

Algún día se citará el siglo XIX como la fecha del aborto del parlamentarismo.

Esta impotencia es tan evidente para todos, son tan palpables las faltas del parlamentarismo y los vicios fundamentales del principio representativo, que los pocos pensadores que han hecho su crítica (J. Stuart Mill, Laverdais) no han tenido más que traducir el descontento popular. Es absurdo nombrar algunos hombres y decirles: “Hacednos leyes acerca de todas las manifestaciones de nuestra vida, aunque cada uno de vosotros las ignore”. Se empieza a comprender que el gobierno de las mayorías parlamentarias significa el abandono de todos los asuntos del país a los que forman las mayorías en la Cámara y en los comicios a los que no tienen opinión.

La unión postal internacional, las uniones de ferrocarriles, las sociedades sabias, dan el ejemplo de soluciones halladas por el libre acuerdo, en vez de por la ley. Cuando grupos diseminados por el mundo quieren llegar hoy a organizarse para un fin cualquiera, no nombran un parlamento internacional de diputados para todo y a quienes se les diga: “Votadnos leyes; las obedeceremos”. Cuando no se pueden entender directamente o por correspondencia, envían delegados que conozcan la cuestión especial que va a tratarse, y les dicen: “Procurad poneros de acuerdo acerca de tal asunto, y volved luego no con una ley en el bolsillo, sino con una proposición de acuerdo, que aceptaremos o no aceptaremos”. Así es como obran las grandes sociedades industriales y científicas, las asociaciones de todas clases, que hay en gran número en Europa y en los Estados Unidos. Y así deberá obrar la sociedad libertada. Para realizar la expropiación, le será absolutamente imposible organizarse bajo el principio de la representación parlamentaria. Una sociedad fundada en la servidumbre podrá conformarse con la monarquía absoluta; una sociedad basada en el salario y en la explotación de las masas por los detentadores del capital, se acomoda con el parlamentarismo. Pero una sociedad libre que vuelva a entrar en posesión de la herencia común, tendrá que buscar en el libre agrupamiento y en la libre federación de los grupos una organización nueva que convenga a la nueva fase económica de la historia.




LA EXPROPIACIÓN



CAPÍTULO 1


Cuéntase, que en 1848, al verse amenazado Rothschild en su fortuna por la revolución, inventó la siguiente farsa: “Admitamos que mi fortuna se haya adquirido a costa de los demás. Dividida entre tantos millones de europeos, tocarían dos pesetas a cada persona. Pues bien; me comprometo a devolver a cada cual sus dos pesetas si me las pide”.

Dicho esto, y debidamente publicado, nuestro millonario se paseaba tranquilo por las calles de Francfort. Tres o cuatro transeúntes le pidieron sus dos pesetas, se las entregó con sardónica sonrisa, y quedó hecha la jugarreta. La familia del millonario aún está en posesión de sus tesoros.

Poco más o menos así razonan las cabezas sólidas de la burguesía cuando nos dicen: “¡Ah, la expropiación! Comprendido. Quitan ustedes a todos los gabanes, los ponen en un montón, y cada cual se acerca a coger uno, salvo el zurrarse la badana por quién coge el mejor”.

Lo que necesitamos no es poner en un montón los gabanes para distribuirlos después, y eso que los que tiritan de frío aún encontrarían en ello alguna ventaja. Tampoco tenemos que repartirnos las dos pesetas de Rothschild. Lo que necesitamos es organizarnos de tal forma, que cada ser humano, al venir al mundo, pudiera estar seguro de aprender un trabajo productivo, en primer término acostumbrarse a él, y después poder ocuparse de ese trabajo sin pedir permiso al propietario y al patrono y sin pagar a los acaparadores de la tierra y de las máquinas la parte del león sobre todo lo que produzca.

En cuanto a las riquezas de todas clases, detentadas por los RoLhschilds o los Vanderbilt, nos servirían para organizar mejor nuestra producción en común

El día en que el trabajador del campo pueda arar la tierra sin pagar la mitad de lo que produce; el día en que las máquinas necesarias para preparar el suelo para las grandes cosechas estén a la libre disposición de los cultivadores; el día en que el obrero del taller produzca para la comunidad y no para el monopolio, los trabajadores no irán ya harapientos, y no habrá más Rothschilds ni otros explotadores.

Nadie tendrá ya necesidad de vender su fuerza de trabajo por un salario que sólo representa una parte del total de lo que produce.

“Sea -nos dirán-. Pero de fuera os vendrán los Rothschilds. ¿Podréis impedir que un individuo que haya acumulado millones en China, vaya a establecerse entre vosotros, que se rodee de servidores y trabajadores asalariados, que los explote y se enriquezca a costa de ellos? No podéis hacer la revolución en toda la tierra a la vez. ¿Vais a establecer aduanas en vuestras fronteras, para registrar ti quienes lleguen y apoderarse del oro que traigan?”

¡Habría que ver: policías anarquistas disparando contra los pasajeros!

Pues bien; en el fondo de este razonamiento hay un burdo error, y es que nadie se ha preguntado nunca de dónde provienen las fortunas de los ricos. Un poco de reflexión bastaría para demostrar que el origen de esas fortunas está en la miseria de los pobres. Donde no haya miserables, no habrá ya ricos para explotarlos.

Fijaos un poco en la Edad Media, en la que comienzan a surgir grandes fortunas. Un barón feudal se ha apoderado de un fértil valle. Pero mientras esa campiña no se pueble, nuestro barón no puede llamarse rico. ¿Qué va a hacer nuestro barón para enriquecerse? ¡Buscar colonos!

Sin embargo, si cada agricultor tuviese un pedazo de tierra libre de cargas y además las herramientas y el ganado suficientes para la labor, ¿quién iría a roturar las tierras del barón? Cada cual se quedaría en las suyas. Pero hay poblaciones enteras de miserables. Unos han sido arruinados por las guerras, otros por las sequías, por la peste; no tienen bestias ni aperos. (El hierro era costoso en la Edad Media; más costosa todavía una bestia de labor.)

Todos los miserables buscan mejores condiciones. Un día ven en el camino, en la linde de las tierras de nuestro barón, un poste indicando con ciertos signos comprensibles que el labrador que se instale en esas tierras recibirá con el suelo instrumentos y materiales para edificar una choza y sembrar su campo, sin que en cierto número de años tenga que pagar ningún canon. Ese número de años se indica con otras tantas cruces en el poste frontero, y el campesino entiende lo que significan esas cruces.

Entonces acuden a las tierras del barón los miserables; trazan caminos, desecan los pantanos, levantan aldeas. A los nueve años, el barón les impondrá un arrendamiento, cinco años más tarde les cobrará tributos, que duplicará después, y el labrador aceptará esas nuevas condiciones porque en otra parte no las hallará mejores, Y poco a poco, con ayuda de la ley hecha por los letrados, la miseria del campesino se convierte en manantial de riqueza para el señor; y no sólo para el señor, sino para toda una nube de usureros que descarga sobre las aldeas, y que se multiplican tanto más cuanto mayor es el empobrecimiento del labriego.

Así pasaba en la Edad Media. ¿Y no sucede hoy lo mismo? Si hubiese tierras libres que el campesino pudiese cultivar a su antojo, ¿iría a pagar mil pesetas por hectárea al señor vizconde que se digna cederle una parcela? ¿Iría a pagar un arrendamiento oneroso, que le quita el tercio de lo que produce? ¿Iría a hacerse colono para entregar la mitad de la cosecha al propietario?

Pero como nada tiene, acepta todas las condiciones con tal d poder vivir cultivando el suelo, y enriquece al Señor. En pleno siglo XIX, como en la Edad Media, la pobreza del campesino es riqueza para los propietarios de bienes raíces.



CAPÍTULO 2


El amo del suelo se enriquece con la miseria de los labradores. Lo mismo sucede con el industrial.

Contemplad un burgués, que de una manera u otra se encuentra poseedor de un tesoro de quinientas mil pesetas. Ciertamente, puede gastarse ese dinero a razón de cincuenta mil pesetas al año, poquísima cosa en el fondo, dado el lujo caprichoso e insensato que vemos en estos días. Pero entonces al cabo de diez años no le quedará nada. Así, pues, como hombre “práctico”, prefiere guardar intacta su fortuna y crearse además una bonita renta anual.

Eso es muy sencillo en nuestra sociedad, precisamente porque en nuestras ciudades y pueblos hormiguean trabajadores que no tienen para vivir un mes, ni siquiera una quincena. Nuestro burgués funda una fábrica, los banqueros se apresuran a prestarle otras quinientas mil pesetas, sobre todo si tiene fama de ser hábil, y con su millón podrá hacer trabajar a quinientos obreros.

Si en los contornos no hubiese más que hombres y mujeres cuya existencia estuviera garantizada, ¿quién iría a trabajar para nuestro burgués? Nadie consentiría en fabricarle, por un salario de dos o tres pesetas al día, objetos comerciales por valor de cinco a diez pesetas.

Por desgracia, los barrios pobres de la ciudad y de los pueblos próximos están llenos de gente cuyos hijos lloran delante de la despensa vacía. Por eso, en cuanto se abre la fábrica acuden corriendo los trabajadores embaucados. No hacen falta más que cien y se presentan mil. Y en cuanto funciona la fábrica, el patrono se embolsa, limpio de polvo y paja, un millar de pesetas anuales por cada par de brazos que trabajan para él.

Nuestro patrono obtiene así una bonita renta. Si ha elegido una rama industrial lucrativa, y si es listo, agrandará poco a poco su fábrica y aumentará sus rentas, duplicando el número de los hombres, a quienes explota.

Entonces llegará a ser un personaje en la comarca. Podrá pagar almuerzos a otros notables, a los concejales, al señor diputado. Podrá casar su fortuna con otra fortuna, y colocar más tarde ventajosamente a sus hijos y obtener luego alguna concesión del Estado. Se le pedirán suministros para el ejército o para la provincia, y continuará redondeando su tesoro hasta que una guerra, o el simple rumor de ella, o una jugada de bolsa le permitan dar un gran golpe de mano.

Las nueve décimas partes de las colosales fortunas de los Estados Unidos (así lo ha relatado Henry George en sus Problemas sociales) se deben a una gran bribonada hecha con la complicidad del Estado. En Europa, los nueve décimos de las fortunas, en nuestras monarquías y en nuestras repúblicas, tienen el mismo origen.

Toda la ciencia de adquirir riquezas está en eso: encontrar cierto número de hambrientos, pagarles tres pesetas y hacerles producir diez; amontonar así una fortuna y acrecentarla en seguida por algún gran golpe de mano con ayuda del Estado.

No vale la pena hablar de las modernas fortunas atribuidas por los economistas al ahorro, pues el ahorro, por sí solo, no produce nada, en tanto que el dinero ahorrado no se emplea en explotar a los hambrientos.

Supongamos un zapatero a quien se le retribuya bien su trabajo, que tenga buena parroquia y que, a fuerza de privaciones, llegue a ahorrar cerca de dos pesetas diarias, ¡cincuenta pesetas al mes!

Supongamos que nuestro zapatero no esté nunca enfermo; que coma bien, a pesar de su afán por el ahorro; que no se case o que no tenga hijos; que no se muera de tisis; admitamos cuanto queráis.

Pues bien; a la edad de cincuenta años no habrá ahorrado ni quince mil pesetas, y no tendrá de qué vivir durante su vejez, cuando ya no pueda trabajar. Ciertamente no es así como se hacen las fortunas.

Supongamos otro zapatero. En cuanto tenga ahorradas unas pesetas, las llevará con cuidado a la caja de ahorros, y ésta se las prestará al burgués que trata de montar una explotación de hombres descalzos. Luego tomará un aprendiz, el hijo de un miserable, que se tendrá por feliz si al cabo de cinco años aprende el oficio y consigue ganarse la vida.

El aprendiz le “producirá” a nuestro zapatero y si éste tiene clientela, se apresurará a tomar otro, y más adelante un tercer aprendiz. Luego tendrá dos o tres oficiales, felices si cobran tres pesetas diarias por un trabajo que vale seis. Y si nuestro zapatero “tiene suerte”, es decir, si es bastante pillo, sus oficiales y aprendices le producirán una veintena de pesetas además de su propio trabajo. Podrá ensanchar su negocio, se enriquecerá poco a poco y no tendrá necesidad de privarse de lo estrictamente necesario. Dejará a su hijo una fortunita.

He aquí lo que llaman “hacer ahorros, tener hábitos de sobriedad”. En el fondo, es lisa y llanamente explotar a los necesitados.

El comercio parece una excepción de la regla. “Fulano -se nos dirá- compra té en la China, lo importa a Francia y realiza un beneficio del 30 por 100 de su dinero. No ha explotado a nadie.”

Y, sin embargo, el caso es análogo. ¡Si nuestro hombre hubiese traído el té sobre sus espaldas, santo y muy bueno! Antaño, en los orígenes de la Edad Media, de esa manera precisamente se hacía el comercio. Por eso no se lograban jamás las pasmosas fortunas de nuestros días; apenas si el mercader de entonces podía guardar algunas monedas después de un viaje llenos de penalidades y peligros. Impulsábale a dedicarse al comercio menos el afán de lucro que la afición a los viajes y aventuras.

Hoy el sistema es más sencillo. El comerciante que tiene capital no necesita moverse del escritorio para enriquecerse. Telegrafía a un comisionista la orden de comprar cien toneladas de té; fleta un buque, y a las pocas semanas tiene en su poder el cargamento. Ni siquiera corre el riesgo de la travesía, porque están asegurados su té y el buque. Y si ha gastado cien mil pesetas, recogerá ciento treinta mil, a menos que haya querido especular con alguna mercancía nueva, en cuyo caso se arriesga a duplicar su fortuna o a perderla por entero.

Pero, ¿cómo ha podido encontrar hombres que se hayan resuelto a hacer la travesía, ir a China y volver, trabajar de firme, soportar fatigas y arriesgar su vida por un salario ruin? ¿Cómo ha podido encontrar en los docks cargadores y descargadores, a quienes pagaba lo preciso nada más que para no dejarlos morir de hambre mientras trabajaban? ¿Cómo? ¡Porque están en la miseria! Id a un puerto de mar, visitad los cafetuchos de los muelles, observad a esos hombres que van a dejarse embaucar, pegándose a las puertas de los docks, que asaltan desde el alba, para ser admitidos a trabajar en los buques. Ved esos marineros, contentos de enrolarse para un viaje lejano, después de semanas y meses de espera; toda su vida la han pasado de buque en buque y subirá aún a otros, hasta que algún día desaparezcan entre las olas.

Multiplicad los ejemplos, elegidlos donde os parezca, meditad sobre el origen de todas las fortunas grandes o pequeñas, procedan del comercio, de la banca; de la industria o del suelo. En todas partes comprobaréis que la riqueza de unos está formada por miseria de otros.

Una sociedad anarquista no tendría que temer al Rothschild desconocido que fuera a establecerse de pronto en su seno. Si cada miembro de la comunidad sabe que después de algunas horas de trabajo productivo tendrá derecho a todos los placeres que proporciona la civilización, a los profundos goces que la ciencia y el arte dan a quienes la cultivan, no irá a vender su fuerza de trabajo por una mezquina pitanza; nadie se ofrecerá para enriquecer al susodicho Rothschild. Sus monedas de dos pesetas serán rodajas metálicas, útiles para diversos usos, pero incapaces de producir crías.

La expropiación debe comprender todo cuanto permita apropiarse el trabajo ajeno. La fórmula es sencilla y fácil de comprender.

No queremos despojar a nadie de su gabán, si no que deseamos devolver a los trabajadores todo lo que permite explotarlos, no importa a quién. Y haremos todos los esfuerzos para que, no faltándole a nadie nada, no haya ni un solo hombre que se vea obligado a vender sus brazos para existir él y sus hijos.

He aquí cómo entendemos la expropiación y nuestro deber durante la revolución, cuya llegada esperamos, no para de aquí a doscientos años, sino en un futuro próximo.



CAPÍTULO 3


La idea anarquista en general y la de la expropiación en particular, encuentran muchas más simpatías de lo que se cree entre los hombres independientes de carácter y aquellos para quienes la ociosidad no es el supremo ideal. “Sin embargo -nos dicen con frecuencia nuestros amigos-, ¡guardaos de ir demasiado lejos! ¡Puesto que la humanidad no cambia en un día, no vayáis demasiado de prisa en vuestros proyectos de expropiación y de anarquía! Arriesgaríais no hacer nada duradero.”

Pues bien; lo que tememos en materia de expropiación es no ir demasiado lejos. Por el contrario, tememos que la expropiación se haga en una escala demasiado pequeña para ser duradera; que el arranque revolucionario se detenga a la mitad de su camino; que se gaste en medidas a medias que no podrían contentar a nadie, y que produciendo un derrumbamiento formidable en la sociedad y una suspensión de sus funciones, no fuesen, sin embargo, viables, sembrando el descontento general y trayendo fatalmente el triunfo de la reacción.

En efecto, hay establecidas en nuestras sociedades relaciones que es materialmente imposible modificar si sólo en parte se toca a ellas. Los diversos rodajes de nuestra organización económica están engranados tan íntimamente entre si, que no puede modificarse uno solo sin modificarlos en su conjunto; esto se advertirá en cuanto se quiera expropiar, sea lo que fuere.

Supongamos que en una región cualquiera se haga una expropiación, limitada, por ejemplo, a los grandes señores territoriales sin tocar a las fábricas (como no ha mucho pidió Henry George) que en tal o cual ciudad se expropien las casas, sin poner en común los víveres, o que en una región industrial se expropien fábricas sin tocar a las grandes propiedades territoriales.

El resultado será siempre el mismo: trastorno inmenso de vida económica, sin medios de reorganizarla sobre bases nuevas. Paralización de la industria y del tráfico, sin volver a los principios de la justicia: imposibilidad de que la sociedad reconstituya un todo armónico.

Si el agricultor se libra del gran propietario territorial sin que la industria se libre del capitalista, el industrial del comerciante del banquero, no habrá hecho nada. El cultivador sufre hoy, no sólo por tener que pagar la renta al propietario del suelo, sino por el conjunto de las condiciones actuales; sufre el impuesto que le cobra el industrial, quien le hace pagar tres pesetas por una azada que sólo vale la cuarta parte en comparación con el trabajo agricultor; contribuciones impuestas por el Estado, que no puede existir sin una formidable jerarquía de funcionarios; gastos de sostenimiento del ejército que mantiene el Estado, porque industriales de todas las naciones están en perpetua lucha por los mercados, y cualquier día puede estallar la guerra a consecuencia de disputarse la explotación de tal o cual parte del Asia o África. El agricultor sufre por la despoblación de los campos cuya juventud se ve arrastrada hacia las fábricas de las gran ciudades, ya con el cebo de salarios más altos pagados temporalmente por los productores de objetos de lujo, ya por los alicientes de una vida de más movimiento; sufre también por la protección artificial de la industria, la explotación comercial de los países limítrofes, la usura, la dificultad de mejorar el suelo y perfeccionar los aperos, etcétera.

Lo mismo sucede con la industria. Entregad mañana las fábricas a los trabajadores, haced lo que se ha hecho con cierto número de campesinos, a quienes se les ha convertido en propietarios, del suelo. Suprimid el patrono, pero dejadle la tierra al señor, el dinero al banquero, la bolsa al comerciante; conservad en la sociedad esa masa de ociosos que viven del trabajo del obrero, mantenedlos mil intermediarios, el Estado con su caterva de funcionarios, y la industria no marchará. No hallando compradores en la masa de los labriegos, que continúan pobres; no poseyendo las primeras materias y no pudiendo exportar sus productos, a causa en parte de la suspensión del comercio, y sobre todo por efecto de la, centralización de las industrias, no podrá hacer más que vegetar, quedando abandonados los obreros en el arroyo.

Expropiad a los señores de la tierra y devolved las fábricas a los trabajadores, pero sin tocar a esas nubes de intermediarios que especulan hoy con las harinas y los trigos, con la carne y con todos los comestibles en los grandes centros, al mismo tiempo que esparcen los productos de nuestras manufacturas. Pues bien; cuando se dificulte el tráfico y ya no circulen los productos, cuando falte pan en París, y Lyon no encuentre compradores para sus sedas, la reacción será terrible, caminando sobre cadáveres, paseando las ametralladoras por ciudades y campos, celebrando orgías de ejecuciones y deportaciones, como se hizo en 1815, en 1848 y en 1871.

Todo se enlaza en nuestras sociedades, y es imposible reformar algo sin que el conjunto se quebrante. El día en que se hiera a la propiedad privada en cualquiera de sus formas, habrá que herirla en todas las demás. Lo impondrá el mismo triunfo de la revolución.

Si una gran ciudad pone solamente mano en las casas o en las fábricas, la misma fuerza de las cosas la llevará a no reconocer a banqueros, derecho a cobrar del municipio cincuenta millones de impuesto, bajo la forma de intereses por empréstitos anteriores. Se verá obligada a ponerse en relación con los cultivadores, y forzosamente los impulsará a libertarse de los poseedores del suelo. Para poder comer y producir, tendrá que expropiar los caminos de hierro. Por último, para evitar el derroche de los víveres y no quedar a merced de los acaparadores de trigo, como el ayuntamiento de 1793, confiará a los mismos ciudadanos el cuidado de llenar sus almacenes de víveres y repartir los productos.

Sin embargo, algunos socialistas han tratado de establecer una distinción, diciendo: “Querernos que se expropíen el suelo, el subsuelo, la fábrica, la manufactura; son instrumentos de producción, y justo es ver en ellos una propiedad pública”, pero además de eso hay objetos de consumo, el alimento, el vestido, la habitación, que deben ser propiedad privada.

El lecho, la habitación, la casa, son lugares de vagancia para el que nada produce. Pero para el trabajador, una pieza caldeada y clara es tan instrumento de producción como la máquina o la herramienta. Es el sitio donde restaura sus músculos y nervios, que se desgastarán mañana en el trabajo. El descanso del productor es necesario para que funcione la máquina.

Esto es aún más evidente para el alimento. Los pretendidos economistas de que hablamos, nunca han dejado de decir que el carbón quemado por una máquina figura entre los objetos tan necesarios para la producción como las primeras materias. ¿Cómo puede excluirse de los objetos indispensables para el productor el alimento, sin el cual no podría hacer ningún esfuerzo la máquina humana? ¿Será tal vez un resto de metafísica religiosa?

La comida abundante y regalona del rico es un consumo lujo. Pero la comida del productor es uno de los objetos imprescindibles para la producción, con el mismo título que el carbón quemado por la máquina de vapor.

Otro tanto sucede con el vestido, porque si los economistas que distinguen entre los objetos de producción y los de consumo vistiesen a estilo de los salvajes de Nueva Guinea, comprenderíamos tales reservas. Pero gentes que no podrían escribir una línea sin llevar camisa puesta, no están en su lugar al hacer una distinción tan grande entre su camisa y su pluma. La blusa y los zapatos, sin los cuales no podría ir un obrero a su trabajo, la chaqueta que se pone al concluir la jornada y la gorra con que se resguarda la cabeza, le son tan necesarios como el martillo y el yunque.

Quiérase o no, así entiende el pueblo la revolución. En cuanto haya barrido los gobiernos, tratará, ante todo, de asegurarse un alojamiento sano, una alimentación suficiente y el vestido necesario, sin pagar gabelas.

Y el pueblo tendrá razón. Su manera de actuar estará infinitamente más conforme con la ciencia que la de los economistas que hacen tantos distingos entre el instrumento de producción y los artículos de consumo.

Comprenderá que precisamente por ahí debe comenzar la revolución, y echará los cimientos de la única ciencia económica que puede reclamar el título de ciencia, y que pudiera llamarse estudio de las necesidades de la humanidad y medios económicos de satisfacerlas.





LOS VÍVERES



CAPÍTULO 1

           
Si la próxima revolución ha de ser una revolución social, se distinguirá de los anteriores levantamientos, no sólo por sus fines, sino también por sus procedimientos. Fines nuevos requieren procedimientos nuevos.
           
El pueblo se bate para derribar el antiguo régimen, y derrama su sangre preciosa. Después de romper la argolla, vuelve a la sombra. Un gobierno compuesto de hombres más o menos honrados se constituye y se encarga de organizar la república en 1793 el trabajo en 1848, el municipio libre en 1871.

Imbuido ese gobierno en las ideas  jacobinas,  preocúpase de las cuestiones políticas ante todo: reorganización de la máquina del poder, purificación del personal administrativo, separación de la Iglesia y el Estado, libertades cívicas, y así sucesivamente.

Es verdad que los clubs obreros vigilan a los nuevos gobernantes. A menudo imponen sus ideas.

Pero aun en esos clubs, sean burgueses o trabajadores los que peroran, siempre domina la idea burguesa. Se habla mucho de cuestiones políticas, pero s olvida la cuestión del pan.

En cuanto estalla la revolución, inevitablemente para el trabajo, detiénese la circulación de los productos, se esconden los capitales. El patrono no tiene nada que temer en esas épocas; vive de sus rentas, si es que no especula con la miseria; pero asalariado se ve reducido a vivir al día. Se anuncia la escasez Aparece la miseria, una miseria como no se había visto con antiguo régimen.
           
“Son los girondinos quienes nos matan de hambre”, se decía por los arrabales en 1793. Y se  guillotinaba a los girondinos, dando plenos poderes a la Montaña, al Ayuntamiento de París. El Ayuntamiento preocupábase, en efecto, del pan; desplegaba heroicos esfuerzos para alimentar a París.”

Fouché y Collot d'Herbois creaban pósitos en Lyon, pero se disponía de ínfima cantidad de grano para llenarlos. Las municipalidades luchaban para conseguir trigo. Se ahorcaba a los tahoneros acaparadores del grano, pero seguía faltando el pan.
           
Entonces la emprendían con los realistas, guillotinando a doce, quince diarios, criadas y duquesas, sobre todo criadas, porque las duquesas estaban en Coblenza. Pero aunque guillotinasen a cien duques y vizcondes cada veinticuatro horas, nada habría cambiado.
           
La miseria iba en aumento, Puesto que era preciso siempre cobrar, un salario para vivir, y el salario no aparecía, ¿qué hubieran podido hacer mil cadáveres más o menos?

Entonces el pueblo comenzaba a cansarse. “¡Bien va vuestra revolución! -cuchicheaba el reaccionario al oído del trabajador; ¡nunca habéis tenido tanta miseria!” Y poco a poco se tranquilizaba el rico, salía de su escondite, se mofaba de los descalzos con su pomposo lujo, vestíase de currutaco y decía a los trabajadores: “¡Vamos, basta de necedades! ¿Qué habéis ganado con la revolución? ¡Ya es hora de acabar con ella!”

Y con el corazón oprimido, exhausto ya de paciencia, el revolucionario llegaba a decirse: “¡Otra vez perdida la revolución!,” Se volvía a su tugurio y dejaba hacer.
           
Entonces la reacción se mostraba altiva, realizando su golpe de Estado. Muerta la revolución, ya no le quedaba sino pisotear su cadáver.

¡Y pisoteábalo de firme! Se derramaban olas de sangre el terror blanco segaba cabezas, poblaba las cárceles, y entretanto seguían su curso las orgías de la granujería elevada.

He aquí la imagen de todas nuestras revoluciones. En 1848, el trabajador parisiense ponía «tres
meses de miseria» al servicio de la República, y al cabo de los tres meses, no pudiendo ya más, hacía su postrer esfuerzo desesperado, esfuerzo ahogado por la matanza.

Y en 1871 concluía la Comuna por falta de combatientes. No había olvidado decretar la separación de la Iglesia y del Estado; pero no pensó hasta harto tarde en asegurar a todos el pan. Y viose en París a los gomosos burlase de los federados, diciéndoles: “¡Imbéciles, id a haceros matar por seis reales, mientras nosotros nos vamos de francachela al restaurante de moda!” Comprendióse la falta en los últimos días. Se hizo la sopa comunal, pero era demasiado tarde. ¡Los versalleses estaban ya dentro de las murallas!

“¡Pan; la revolución necesita pan! ¡Ocupense otros en lanzar circulares con frases rimbombantes! ¡Pónganse otros en los hombros tantos galones como puedan llevar encima! ¡Peroren otros acerca de las libertades políticas!” Nuestra tarea consistirá en hace de manera que en los primeros días de la revolución, y mientras dure ésta, no haya un solo hombre en el territorio insurrecto quien le falte el pan, ni una sola mujer obligada a formar cola delante de la tahona para recoger la bola de salvado que le quieran arrojar de limosna, ni un solo niño a quien le falte lo necesario para su débil constitución.



CAPÍTULO 2

           
Somos utopistas, es cosa sabida. En efecto, tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer que la revolución debe y puede garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan. Es preciso asegurar el pan al pueblo sublevado, es menester que la cuestión del pan preceda a todas las demás. Si se resuelve en interés del pueblo, la revolución irá por buen camino.

Es seguro que la próxima revolución estallara en medio de una formidable crisis industrial. Desde hace una docena de años nos encontramos en plena efervescencia, y la situación tiene que agravarse. Todo contribuye a ello: la concurrencia de las naciones jóvenes que entran en el palenque para conquistar los antiguos mercados, las guerras, los impuestos siempre crecientes, las deudas de los Estados, lo inseguro del mañana, las grandes empresas lejanas.

En este momento falta el trabajo a millones de trabajadores en Europa. Peor será cuando haya estallado la revolución y se haya propagado como el fuego en un reguero de pólvora. El número de obreros sin trabajo duplicará en cuanto se levanten barricadas en Europa y en los Estados Unidos. ¿Qué se va a hacer para asegurar el pan a esas muchedumbres?

Ya que se abrieron talleres en 1789 y en 1793; ya que se recurrió al mismo medio en 1848; ya que Napoleón III consiguió durante dieciocho años contener al proletariado parisiense dándole trabajos que valen hoy a París su deuda de dos millones de pesetas y su impuesto municipal de noventa pesetas por cabeza; ya que este excelente medio se empleaba en Roma y hasta en Egipto hace cuatro mil años; ya que déspotas, reyes y emperadores han arrojado siempre un pedazo de pan al pueblo para tener tiempo de recoger el látigo, es natural que las gentes prácticas preconicen ese método de perpetuar el salario. ¡A qué romperse la cabeza, cuando se dispone del método ensayado por los faraones de Egipto!

Pero si la revolución tuviese la desgracia de seguir ese camino, estaba perdida.

Cuando el 27 de febrero de 1848 se abrían los talleres nacionales, los obreros sin trabajo no eran más que ocho mil en París; quince días después, eran ya cuarenta y nueve mil; bien pronto iban a ser cien mil, sin contar los que acudían de provincias.

Pero en aquella época, la industria y el comercio no ocupaban en Francia la mitad de los brazos que hoy. Y sabido es que en tiempo de revolución lo que más padece es el tráfico, es la industria. Basta pensar sólo en el número de obreros que trabajan directa e indirectamente para la exportación, en el número de brazos empleados en las industrias de lujo que tienen por clientela la minoría burguesa.

La revolución en Europa es la suspensión inmediata de la mitad de las fábricas y manufacturas; representa millones de trabajadores arrojados a la calle junto con sus familias.

Es evidente, como ya lo dijo Proudhon, que el ataque a propiedad traerá la completa desorganización de todo el régimen basado en la empresa particular y en el salario. La sociedad misma se vera obligada a poner mano en el conjunto de la producción y reorganizarla según las necesidades del conjunto de la población. Pero como esta reorganización no es posible en un día ni en más, como exige cierto período de adaptación, durante el cual millones de hombres se verían privados de medios de  existencia, ¿qué ha de hacerse?

No hay más que una solución verdaderamente práctica, y es reconocer lo inmenso de la tarea que se impone, y en vez de echar un remiendo a una situación que se ha hecho imposible, proceder a reorganizar la producción según los nuevos principios.

Será preciso que el pueblo tome inmediatamente posesión todos los víveres que haya en los municipios insurrectos, inventariándolos y cuidando que, sin derrochar nada, aprovechen todos los recursos acumulados para atravesar el periodo de crisis, y durante ese tiempo entenderse con los obreros de las fábrica ofreciéndoles las primeras materias que les falten y garantizándoles la existencia durante algunos meses, a fin de que produzcan lo que necesita el cultivador. No olvidemos que si Francia teje sederías para los banqueros alemanes, las emperatrices de Rusia y de las islas Sandwich, y que si París hace maravillas de juguetería para los ricos del mundo entero, dos tercios de los campesinos franceses carecen de lámparas para alumbrarse y de las herramientas mecánicas necesarias hoy en la agricultura.

Y por último, hacer valer las tierras improductivas y mejorar las que no producen ni siquiera la cuarta ni aun la décima parte de lo que producirán cuando estén sometidas al cultivo intensivo de huerta y jardinería.



CAPÍTULO 3

           
Un hombre o un grupo de hombres que poseen el capital necesario montan una empresa industrial; se encargan de abastecer la manufactura o la fábrica de primeras materias, de organizar la producción, de vender los productos, de pagar a los obreros un salario fijo, y por último, se embolsan el exceso de valor o los beneficios, con el pretexto de indemnizarse del riesgo que han corrido, de las oscilaciones de precios que tiene la mercancía en el mercado.
Por salvar este sistema, los actuales detentadores del capita estarían dispuestos a hacer ciertas  concesiones, por ejemplo, repartir una parte de los beneficios con los trabajadores o establecer una escala de salarios que les obligue a elevarlos en cuanto suben las ganancias; en una palabra, consentirían ciertos sacrificios con tal que se les dejase el derecho de dirigir y administrar la industria y de recaudar los beneficios de ella.
           
El colectivismo, según sabernos, introduce importantes modificaciones en ese régimen, pero sin dejar de mantener el salario. Sólo que sustituye el patrono por el Estado, es decir, con el gobierno representativo, nacional o comunal. Los representantes de la nación o del municipio, sus delegados o sus funcionarios son quienes se encargan de la gerencia de la industria, y al mismo tiempo se reservan el derecho de emplear en provecho de todos el exceso de valor de la producción. Además, se establece en este sistema una distinción muy sutil, pero llena de consecuencias, entre el trabajo del peón del hombre que ha hecho un aprendizaje previo. El trabajo del peón no es a los ojos del colectivista más que un trabajo simple, al paso que el artesano, el ingeniero, el sabio, etcétera, practican lo que Marx llama un trabajo compuesto y tienen derecho a un salario más alto. Pero peones e ingenieros, tejedores y sabios, son asalariados del Estado; «todos funcionarios», decían últimamente para dorar la píldora.
           
Pues bien; el mayor servicio que la próxima revolución podrá prestar a la humanidad será el de crear una situación en la cual se haga imposible e inaplicable todo sistema de salario, y donde se imponga, como única solución aceptable, el comunismo, negación del sistema del salario.

Aun admitiendo que sea posible la modificación colectivista si se hace por grados durante un  período próspero y tranquilo, eso será imposible en período revolucionario, Porque al día siguiente de tomar las armas surgirá la necesidad de alimentar a millones de seres. Puede hacerse una revolución política sin que se trastorne la industria; pero una revolución en la cual el pueblo ponga la mano en la propiedad producirá inevitablemente una súbita paralización del comercio y de la producción. Los millones del Estado no bastarían para asalariar a los millones de hombres faltos de trabajo.

No nos cansaremos de insistir en ese punto: la reorganización de la industria sobre nuevas bases no se hará en unos cuantos días, y el proletario no podrá poner años de miseria al servicio de los teóricos del salario. Para atravesar el periodo de las dificultades, reclamará lo que siempre ha reclamado en tales ocurrencias: la Comunidad de los víveres, el racionamiento.

Si el empuje del pueblo no es bastante fuerte, se le fusilará. Para que el colectivismo pueda establecerse, necesita, ante todo, orden, disciplina, obediencia. Y como los capitalistas advertirán muy pronto que hacer fusilar al pueblo por los que se llaman revolucionarios es el mejor medio de disgustarlo con la revolución, prestarán ciertamente su apoyo a los defensores del orden, aún a los colectivistas. Ya verán mas tarde el medio de aplastar a éstos a su vez. No olvidemos cómo triunfó la reacción del siglo pasado. Primero se guillotinó a los hebertistas, a quienes llamaba Mignet “los anarquistas”. No tardaron en seguirlos los dantonianos. Y cuando los robespierristas hubieron guillotinado a estos revolucionarios, les tocó el turno de subir también al patíbulo. Con lo cual, disgustado el pueblo y viendo perdida la revolución, dejó hacer a los reaccionarios.

Si “el orden queda restablecido”, los colectivistas guillotinarán a los anarquistas, los posibilistas guillotinarán a los colectivistas, que a su vez serán guillotinados por los reaccionarios. La revolución tendría que volver a empezar.

Pero todo induce a creer que el empuje del pueblo será bastante fuerte, y que cuando se haga la revolución habrá ganado terreno la idea del comunismo anarquista. Y si el empuje es bastante fuerte, los asuntos tomarán otro giro. En vez de saquear algunas tahonas, para ayunar mañana, el pueblo de las ciudades insurrectas ocupará los graneros de trigo, los mataderos, los almacenes de comestibles, en una palabra, todos los víveres.

Ciudadanos de buena voluntad se dedicarán en el acto a inventariar lo que se encuentre en cada almacén y en cada granero. En veinticuatro horas el municipio insurrecto sabrá lo que París aún no sabe, a pesar de sus juntas de estadística, y lo que nunca supo durante el sitio: cuántas provisiones encierra. En dos veces veinticuatro horas se habrán impreso millones de ejemplares de cuadros exactos de todos los víveres, de los sitios donde están almacenados y de las formas de distribuirlos.

En cada manzana de casas, en cada calle y en cada barrio, se organizarán voluntarios que sabrán entenderse y ponerse al corriente de sus trabajos. Que no vengan a interponerse las bayonetas jacobinas: que los teóricos sedicentes científicos no vengan a embrollarlo todo o más bien que embrollen cuanto quieran con tal de que no tengan derecho a mangonear, y con ese admirable espíritu organizador espontáneo que tiene el pueblo en tan alto grado, en todas esas capas sociales, y que tan raras veces le permiten ejercitar, surgirá aun en plena efervescencia revolucionaria un inmenso servicio libremente constituido para suministrar a cada uno los víveres indispensables.

Que el pueblo tenga libres las manos, y en ocho días el servicio de los víveres se hará con una regularidad admirable. Se necesita no haber visto jamás al pueblo laborioso manos a la obra; se necesita haber tenido toda la vida las narices entre los papelotes para dudar de ello. ¡Hablad del espíritu organizador de ese gran desconocido, el pueblo, a los que lo han visto en París en las jornadas de las barricadas, o en Londres cuando la última gran huelga, que tenía que alimentar a medio millón de hambrientos, y os dirán cuán superior es a los oficinistas!

Aunque hubiera que sufrir durante quince días o un mes cierto desorden parcial y relativo, poco importa. Siempre será para las masas mejor que lo que hoy existe. Además, en tiempos de revolución se come chorizo y pan sin murmurar, riéndose, o más bien discutiendo.



CAPÍTULO 4


Por la misma fuerza de las cosas, el pueblo de las grandes ciudades se verá obligado a apoderarse de todos los víveres, procediendo de lo simple a lo compuesto, para satisfacer las necesidades de todos los habitantes. Pero, ¿con qué bases podría organizarse el disfrute de los víveres en común? No hay dos maneras diferentes de hacerlo con equidad, sino una sola, que responde a los sentimientos de justicia y es realmente práctica: el sistema adoptado ya por los municipios agrarios en Europa.

Fijaos en no importa qué municipio rural. Si posee un monte, mientras no falte leña menuda, cada cual tiene derecho a coger cuanta quiera, sin más reparo que la opinión pública de sus convecinos. En cuanto a la leña gruesa, como toda es poca, se recurre al racionamiento. Lo mismo sucede con las dehesas boyales. Mientras hay de sobra para todo el municipio, nadie mira lo que han pastado las vacas de cada vecino, ni el número de vacas que van a los pastos. Sólo se recurre al reparto o al racionamiento cuando los prados son insuficientes. Toda la Suiza y muchos municipios de Francia y de Alemania donde hay prados municipales practican ese sistema.

Y si vais a los países de la Europa oriental, donde se encuentra en abundancia la leña gruesa o no falta suelo, veréis a los aldeanos cortar los árboles en los montes con arreglo a sus necesidades, cultivar tanto terreno como les hace falta, sin pensar en racionar la leña gruesa ni en dividir la tierra en parcelas. Sin embargo, se racionará la leña gruesa y se repartirá el suelo según las necesidades de cada vecino en cuanto falten una y otro, como ya sucede en Rusia.

En una palabra, sin tasa lo que abunde; a ración lo que haga falta medir y repartir. De trescientos cincuenta millones de hombres que viven en Europa, doscientos millones siguen aún estas prácticas enteramente naturales. El mismo sistema prevalece también en las grandes ciudades, por lo menos para un objeto de consumo que se encuentra allí en abundancia: el agua a domicilio.

Mientras bastan las bombas para abastecer las casas sin temor a que falte el agua, a ninguna compañía se le ocurre la idea de reglamentar el empleo que se haga del agua en cada casa, ¡que tomen la que quieran! Y si se teme que falte el agua en París durante los grandes calores, las compañías saben muy bien que basta una simple advertencia de cuatro líneas puesta en los periódicos, para que los parisienses reduzcan su consumo de agua y no la derrochen demasiado.

Pero si decididamente llegase a faltar el agua, ¿qué sería? Se recurriría al racionamiento. Y esta medida es tan natural, está tan en la mente de todos, que vemos a París en 1871 reclamar en dos ocasiones el racionamiento de los víveres durante los dos sitios que sostuvo.

¿Hay que entrar en detalles y establecer cuadros acerca del modo cómo podría funcionar el racionamiento, probar que sería infinitamente más justo que lo que hoy existe? Con esos cuadros, esos detalles, no llegaríamos a convencer a los burgueses, que consideran al pueblo como una aglomeración de salvajes que se romperían las narices en cuanto no funcionase el gobierno. Pero es preciso no haber visto nunca al pueblo deliberar para dudar ni un solo minuto de que si fuese dueño de hacer el racionamiento no lo haría con arreglo a los más puros principios de justicia y de equidad. Id a decir en una reunión popular que las perdices deben reservarse para los delicados holgazanes de la aristocracia y el pan negro para los enfermos de los hospitales, y os silbarán.

Pero decid en esa misma reunión, predicad por todas las esquinas que el alimento más delicado debe reservarse pan los débiles, y en primer lugar para los enfermos. Decid que si hubiese en París nada más que diez perdices y una sola caja de botellas de Málaga, debían enviarse a los dormitorios de los convalecientes; decid eso...
           
Decid que el niño viene en seguida del enfermo. ¡Para él la leche de las vacas y de las cabras, si no hay bastante para todos! Para el niño y el viejo el último bocado de carne, y para el hombre robusto el pan a secas, caso de verse reducidos a tal extremo.
 
Decid que si de una sustancia alimenticia no hay suficientes cantidades y hay que racionarla, se reservarán las últimas raciones para quien más las necesite; decid esto, y veréis si no lográis el asentimiento unánime.
           
Los teóricos pedirán que se introduzca en seguida la cocina nacional y la sopa de lentejas.

Invocaran las ventajas de economizar combustible y víveres, estableciendo inmensas cocinas, donde todo el mundo acudiese a tomar su ración de caldo, de pan y de verdura.

No negamos esas ventajas. Sabemos muy bien las economías de trabajo y combustible realizadas por la humanidad renunciando al molino a brazo y luego al horno en que antaño cocía cada uno su pan.

Comprendemos que sería más económico hacer caldo para cien familias a la vez, en lugar de encender cien hornillos distintos. También sabemos que hay mil maneras depreparar las patatas, pero que éstas no serían peores porque se cociesen en una sola marmita para cien familias a la vez. Comprendemos que consistiendo la variedad de la cocina sobre todo en el carácter individual del sazonamiento por cada mujer de su casa, la cocción en común de un quintal de patatas no impediría que cada una las sazonase a su modo. Y sabemos que con caldo de carne se pueden hacer cien sopas diferentes, para satisfacer cien gustos personales.

Sabemos todo esto, y sin embargo, afirmamos que nadie tiene derecho a forzar a la mujer de su casa a tomar cocidas ya las patatas en el depósito municipal, si prefiere cocerlas ella en su marmita, en su hogar. Y sobre todo, queremos que cada uno pueda consumir su alimento como le plazca, en el seno de la amistad, o en el restaurante si lo prefiere.

Ciertamente que surgirán grandes cocinas en vez de los restaurantes donde hoy se envenena a la gente. La parisiense está acostumbrada ya a comprar caldo en la carnicería para hacer una sopa a su gusto; y el ama de casa en Londres sabe que puede hacer asar la carne y hasta el ave con patatas en la tahona por pocos cuartos, economizando así tiempo y carbón. Y cuando la cocina común no sea un lugar de fraude, falsificación y envenenamiento, vendrá la costumbre de dirigirse a ese horno para tener preparadas las partes fundamentales de la comida, salvo darles el último toque cada cual a su gusto.

Pero hacer de ello una ley, imponerse el deber de adquirir ya cocido el alimento, sería tan repulsivo para el hombre del siglo XIX como las ideas de convento o de cuartel, ideas malsanas nacidas en cerebros pervertidos por el mando militar o deformados por una educación religiosa.

¿Quién tendrá derecho a los víveres comunes? Ésta será de seguro la primera cuestión que se plantee. Mientras los trabajos no estén organizados, mientras dure el período de efervescencia y sea imposible distinguir entre el holgazán perezoso y el desocupado involuntario, los alimentos disponibles deben ser para todos, sin excepción alguna. Los que se hayan resistido arma al brazo a la victoria popular o conspirado contra ella se apresuran por sí mismos a librar de su presencia al territorio insurrecto. Pero nos parece que el pueblo, siempre enemigo de represalias y magnánimo, partirá el pan con todos los que se hayan quedado en su seno, sean expropiadores o expropiados. Inspirándose en esta idea, la revolución no perderá nada; y cuando se reanude el trabajo, se verá a los combatientes de la víspera encontrarse juntos en el mismo taller.

-Pero al cabo de un mes faltarán los víveres -nos gritan ya los críticos.

-¡Mejor que mejor! -contestamos-. Eso probará que por primera vez en su vida el proletario habrá comido para satisfacer el hambre. En cuanto a los medios de reemplazar lo que se haya consumido, esa es precisamente la cuestión que vamos a desarrollar.



CAPÍTULO 5

           
¿Por qué medios podría proveer a su alimentación una ciudad en plena revolución social? Es evidente que los procedimientos a que se recurra dependerán del carácter de la revolución en las provincias, así como en las naciones vecinas.

Si toda la nación, y mejor aún, Europa entera, pudiese hacer una sola vez la revolución social y lanzarse en pleno comunismo, se obraría en consonancia. Pero si sólo algunos municipios en Europa ensayan el comunismo, habrá que elegir otros procedimientos.

Es muy de desear que toda Europa se levante a la vez, que en todas partes se expropie e inspiren en los principios comunistas. Semejante levantamiento facilitaría muchísimo la tarea de nuestro siglo. Pero todo induce a suponer que no sucederá así.

No dudamos de que la revolución abarque toda Europa. Si una de las cuatro grandes capitales del continente, París, Viena, Bruselas o Berlín, se levanta y derriba a su gobierno, es casi seguro que las otras tres harán otro tanto con pocas semanas de diferencia. También es probable que en las penínsulas ibérica e itálica, y hasta en Londres y Petersburgo, no se hará esperar la revolución. Pero ¿será en todas partes igual el carácter que adquiera? Séanos permitido el dudarlo.

Más que probable será que en todas partes se realicen actos de expropiación en mayor o menor escala, y esos actos, practicados por una de las grandes naciones europeas, ejercerán su influjo en todas las demás. Pero los comienzos de la revolución ofrecerán grandes diferencias locales y su desarrollo no será siempre idéntico en los diversos países. En 1789-1793, los labriegos franceses emplearon cuatro años en abolir definitivamente los derechos feudales, y los burgueses en derribar la monarquía. No lo olvidemos, y esperemos ver a la revolución emplear cierto tiempo en desenvolverse, y no caminar al mismo paso en todas partes.

También es dudoso, sobre todo al principio, que tome un carácter francamente socialista en todas las naciones europeas. Recordemos que Alemania aún está en pleno imperio autoritario y que sus partidos más avanzados sueñan con la república jacobina de 1848 y la «organización del trabajo» de Luis Blanc, al paso que el pueblo francés quiere por lo menos el municipio libre, si no es el municipio comunista.

Todo induce a creer que Alemania irá más lejos que Francia en la próxima revolución. Al hacer Francia su revolución burguesa del siglo XVII, fue más lejos que la Inglaterra del siglo XVII; al mismo tiempo que el poder real, abolió el poder de la aristocracia señorial, que aún es una fuerza poderosa entre los ingleses. Pero si Alemania va más lejos y lo hace mejor que la Francia en 1848, ciertamente la idea que inspire los comienzos de su revolución será la de 1848, como la idea que inspirará la revolución en Rusia será la de 1789, modificada hasta cierto punto por el movimiento intelectual de nuestro siglo.

La revolución tomará un carácter diferente en las diversas naciones de Europa; no será igual el nivel alcanzado con respecto a la socialización de los productos.

¿Se deduce de aquí que las naciones más avanzadas hayan de medir su paso por el de las naciones retrasadas y esperar a que la revolución comunista haya madurado en todas las naciones civilizadas?

¡Evidentemente que no! Y aunque así se quisiera, iba a ser imposible: la historia no espera a los retrasados.

Por otra parte, no creemos que en un mismo país se haga la revolución con el conjunto que suenan algunos socialistas. Es probable que si una de las cinco o seis grandes ciudades de Francia, París, Lyon, Marsella, Lille, Saint Etienne, Burdeos, proclama la Comuna, las otras seguirán su ejemplo y varias ciudades populosas harán otro tanto. Probablemente también varias cuencas mineras y ciertos centros industriales no tardarán en licenciar a sus patronos y constituirse en agrupaciones libres.
           
Pero muchos pueblos rurales no han llegado aún a esto; junto a los municipios insurrectos permanecerán a la expectativa y continuarán viviendo bajo el régimen individualista. No viendo al alguacil ni al cobrador ir a reclamar los impuestos, los campesinos no serán hostiles a los insurrectos; aprovechándose de la situación, aguardarán para ajustarles las cuentas a los explotadores locales. Pero con ese espíritu práctico que caracterizó siempre a los levantamientos agrarios (recordemos la apasionada labor de 1782), se afanarán por cultivar la tierra, amándola tanto más cuanto que quedará libre de impuestos y de hipotecas.
           
En cuanto al exterior, por todas partes habrá revolución, pero con variados aspectos: acá unitaria, allá federalista, en todas partes más o menos socialista, pero sin uniformidad.



CAPÍTULO 6

           
Pero volvamos a nuestra ciudad sublevada y veamos en qué condiciones tendrá que proveer a su abastecimiento. ¿Dónde encontrar los víveres necesarios, si la nación entera no ha aceptado aún el comunismo? Tal es el problema que se plantea.

Elijamos una gran ciudad francesa, por ejemplo, la capital. París consume cada año millones de quintales de cereales, 350.000 bueyes y vacas, 200.000 terneras, 300.000 cerdos y más de 2.000.000 de carneros, sin contar otros animales. Además, París necesita unos 8.000.000 kilos de manteca, 172.000.000 de huevos y todo lo demás en las mismas proporciones.

Las harinas y los cereales llegan de los Estados Unidos, Rusia, Hungría, Italia, Egipto y las Indias.

El ganado de Alemania, Italia, España y hasta de Rumania y Rusia. En cuanto a los demás comestibles, no hay país en el mundo que no contribuya.

Veamos, ante todo, cómo se podría abastecer de víveres a París, o a cualquiera otra gran ciudad, con los productos que se cultivan en las campiñas francesas y que los agricultores sólo desean entregar al consumo.

Para los autoritarios, la cuestión no presenta ninguna dificultad. Primero crearían un gobierno fuertemente centralista, armado con todos los órganos de coerción: policía, ejército, guillotina. Ese gobierno mandaría hacer la estadística de cuanto se recolecta en Francia, dividiría el país en cierto número de distritos de alimentación y ordenaría que tal alimento y en tal cantidad se transportase a tal sitio, se entregase tal día en tal estación, lo recibiese tal funcionario, se almacenase en tal almacén, y así sucesivamente.

Semejante estado de cosas puede soñarse con la pluma en la mano, pero en la práctica es materialmente imposible; sería preciso no contar con el espíritu de independencia de la humanidad. Eso sería la insurrección general: tres o cuatro Vendées en lugar de una, la guerra de las aldeas contra las ciudades. Francia entera insurreccionada contra la ciudad que osase implantar este régimen.

En 1793 el campo sitió por hambre a las grandes ciudades y mató la revolución. Sin embargo, está probado que la producción de cereales en Francia no había disminuido en 1792-1793; hasta todo induce a creer que había aumentado. Pero después de tomar posesión de gran parte de las tierras señoriales y de haber cosechado en esas tierras, los burgueses campesinos no quisieron vender su trigo por asignados. Lo guardaron, esperando el alza de los precios o el pago en monedas de oro. Y ni las medidas más rigurosas de los convencionales para obligar a los acaparadores a vender el trigo, ni las ejecuciones de pena capital, pudieron nada contra esa huelga. Sin embargo, sabido es que a los comisarios de la Convención se les daba una higa guillotinar a los acaparadores, ni al pueblo ahorcarlos de un farol, y sin embargo, el trigo permanecía en los almacenes y el pueblo de las ciudades pasaba hambre.

Pero, ¿qué les ofrecían a los cultivadores de los campos en cambio de sus rudas labores?

¡Asignados! Unos papeluchos cuyo valor bajaba de día en día; unos billetes que marcaban quinientas libras en caracteres impresos, pero sin ningún valor real. Con un billete de mil libras no había para comprar un par de botas; y se comprende que el labriego no se conformara de ninguna manera con trocar un año de trabajo por un pedazo de papel que no le permitía comprarse una blusa.

Lo que debe  ofrecerse al campesino no es papel,  sino la mercancía que necesita inmediatamente: la máquina de que ahora se priva con pena; el vestido que le resguarda de la intemperie; la lámpara y el petróleo que reemplacen su cabo de vela; la pala, la azada, el arado, en fin, todo de lo que hoy carece el labriego, no porque no comprenda su necesidad, sino porque en su existencia de privaciones y de labor extenuante, mil objetos útiles son inaccesibles para él a causa de su precio, esas cosas que le faltan al campesino, en lugar de hacer futilidades para adornos de las burguesas. Que las máquinas de coser de París hagan vestidos de trabajo y domingueros para los labriegos, en vez de equipos de novia; que la fábrica construya máquinas agrícolas, palas y arados, en vez de esperar a que los ingleses nos los muden a cambio de nuestro vino.

Envíe la ciudad a las aldeas, no comisarios con fajas rojas o multicolores para hacer saber al labrador el decreto de que entregue sus provisiones a tal sitio, sino que los haga visitar por amigos, por hermanos, para decirles: «Traednos vuestros productos, y coged en nuestros almacenes todas las cosas manufacturadas que os plazcan.» Y entonces afluirán de todas partes los víveres. El campesino guardará lo que necesite para vivir, pero enviará el resto a los trabajadores de las ciudades, en las cuales -por vez primera en el curso de la historia- verá hermanos y no explotadores.

Quizá se nos diga que esto exige una transformación completa de la industria. Ciertamente que sí, en ciertas ramas. Pero hay otras mil que podrán modificarse con rapidez, de modo que suministren a los aldeanos ropas, relojes, muebles, aperos y sencillas máquinas, que la ciudad le hace pagar tan caras en estos momentos. Tejedores, sastres, zapateros, quincalleros, ebanistas y tantos otros no encontrarán dificultad ninguna en abandonar la producción de lujo por el trabajo de utilidad. Sólo es preciso penetrarse bien de la necesidad de esta transformación; que ésta se considere como un acto de justicia y de progreso, que no se deje llevar por ese engaño, tan caro a los teóricos, de que la revolución debe limitarse a tomar posesión del exceso de valores, y que la producción y el comercio pueden permanecer siendo lo que son en nuestros días.

A nuestro parecer, ahí está todo: en ofrecer al cultivador, a cambio de sus productos, no papeles mojados (sea lo que quiera lo que lleven inserto), sino los mismos objetos de consumo necesarios para el cultivador. Si así se hace, afluirán los víveres a las ciudades. Si no se hace así, tendremos en las ciudades el hambre con todas sus consecuencias.



CAPÍTULO 7

           
Todas las grandes ciudades compran el trigo, la harina y carne, no sólo en las provincias, sino también en el extranjero. De ahí envían a París las especias, el pescado y los comestibles de lujo amén de considerables cantidades de trigo y de carne.

Pero en tiempo de revolución no habrá que contar para nada (o lo menos posible) con el extranjero.

Si el trigo ruso, el arroz italiano o indio y los vinos de España y de Hungría afluyen hoy a los mercados de la Europa occidental, no es porque los países expedidores posean con exceso o porque broten por sí mismos esos productos. En Rusia el campesino trabaja hasta dieciséis horas diarias y ayuna de tres a seis meses al año, con el fin de exportar el trigo conque paga al señor y al Estado. Hoy se presenta la policía en las aldeas rusas en cuanto está entrojada la mies, y vende la última vaca, la última caballería del agricultor, por atrasos de contribuciones y de rentas a los señores, cuando el labrador no se presta a malvender el trigo a los exportadores. Tanto, que sólo guarda el trigo para nueve meses y enajena el resto con el fin de que no le vendan la vaca por quince pesetas. Para vivir hasta la nueva cosecha próxima, tres meses si el año es bueno o seis cuando ha sido malo, mezcla corteza de álamo blanco a su harina, mientras en Londres saborean los bizcochos hechos con su trigo.

Pero en cuanto venga la revolución, el labrador se guardara el pan para él y para sus hijos. Lo mismo harán los aldeanos italianos y húngaros, también esperamos que el indostánico aprovechará estos buenos ejemplos, así como los trabajadores de los Bonanzafarms en América, a menos de que estos dominios no estén ya desorganizados por la crisis. Así, pues, no habrá que contar con las importaciones de trigo y maíz procedentes del exterior.

Estando cimentada toda nuestra civilización burguesa en la explotación de las razas inferiores y de los países atrasados en la industria, el primer beneficio de la revolución será amenazar esta civilización, permitiendo emanciparse a las llamadas razas inferiores. Pero ese inmenso beneficio se manifestará por una disminución cierta y considerable de las entradas de víveres que afluyen hacia las grandes ciudades de Occidente.

Respecto al interior, es más difícil prever la marcha de los negocios. Por una parte, el cultivador se aprovechará seguramente de la revolución para enderezar su espalda encorvada sobre el suelo. En vez de las catorce o dieciséis horas que trabaja hoy, tendrá razón para no trabajar sino la mitad, lo que supondrá un descenso en la producción de los principales víveres: el trigo y la carne.

Pero, por otra parte, habrá aumento de producción en cuanto el cultivador ya no se vea obligado a trabajar para mantener gandules. Se roturarán nuevos terrenos, se pondrán en marcha máquinas más perfectas. “Jamás hubo labor tan vigorosa como la de 1792, cuando el campesino hubo recobrado de los señores la tierra que desde tanto tiempo apetecía”, dice Michelet hablando de la gran revolución.

Dentro de poco será accesible a cada agricultor el cultivo intensivo, cuando se ponga al alcance de la comunidad la maquinaria perfeccionada y los abonos químicos. Pero todo induce a creer que en un principio podrá disminuir la producción agrícola en Francia y fuera de ella.

 Es preciso que las grandes ciudades cultiven la tierra, como lo hacen los pueblos rurales. Hay que venir a parar a lo que la biología llamaría la “integración de las funciones”. Después de haber dividido el trabajo, es preciso integrar: tal es la marcha seguida por toda la naturaleza.
           
Tierra no falta. Alrededor de las grandes ciudades existen los parques y jardines de los señores, millones de hectáreas que sólo esperan el trabajo inteligente del cultivador para rodear, por ejemplo, a París de llanuras mucho más fértiles y productivas que las estepas cubiertas de mantillo, pero desecadas por el sol del sur de Rusia.

¡Brazos! ¿A qué queréis que se dediquen los dos millones de parisienses del uno y del otro sexo cuando ya no tengan que revestir y recrear a los príncipes rusos, a los boyardos romanos y a las señoras de la banca de Berlín?

Disponiendo de toda la maquinaria del siglo, de la inteligencia y del conocimiento técnico del trabajador, hecho al uso de la herramienta perfeccionada: teniendo a su servicio los inventores, los químicos y los botánicos, los profesores del Jardín de Plantas, los hortelanos de Gennevillers, así como los instrumentos necesarios para multiplicar las máquinas y ensayar otras nuevas; teniendo, por último, el espíritu organizador del pueblo de París, su buen humor, su arranque, la agricultura del municipio anarquista de París será muy diferente que la de los cavadores de Ardennes.

Pronto se echaría mano del vapor, de la electricidad, del calor solar y de la fuerza del viento. La cavadora y la despedregadora de vapor harían con rapidez lo más duro del trabajo de preparación, y la tierra, ablandada y enriquecida, no esperaría más que los cuidados inteligentes del hombre, y sobre todo de la mujer, para cubrirse de plantas bien cuidadas, que se renovarían tres o cuatro veces al año.

Aprendiendo la horticultura con los hombres del oficio; ensayando en parcelas reservadas los diversos medios de cultivo; rivalizando unos con otros para perseguir las mejores cosechas; hallando en el ejercicio físico, sin cansancio ni trabajos excesivos, las fuerzas que tan a menudo faltan en las grandes ciudades, hombres, mujeres y niños estarían satisfechos de aplicarse a las labores del campo, que cesarán de ser un trabajo de presidiario y se convertirán en un placer, en una fiesta, en una primavera del ser humano.

“¡No hay tierras estériles! ¡La tierra vale lo que valga el hombre!” He aquí la última palabra de la agricultura moderna. La tierra da lo que le piden; sólo se trata de pedir con inteligencia.

Un territorio -aunque sea tan pequeño como los dos departamentos del Sería y del Sería y Oise, y tenga que alimentar a una gran ciudad como París- bastaría prácticamente para llenar los vacíos que en torno suyo pudiera hacer la revolución. La combinación de la agricultura con la industria, el hombre agricultor e industrial al mismo tiempo: a esto nos conducirá necesariamente el municipio comunista, si se lanza con valentía por el camino de la expropiación.




EL ALOJAMIENTO



CAPÍTULO 1


Quienes siguen atentos el estado de ánimo de los trabajadores han debido advertir que, insensiblemente, se va formando un acuerdo acerca de una importante cuestión: la del alojamiento. Hay un hecho cierto: en las grandes ciudades de Francia, y en muchas pequeñas, los trabajadores llegan poco a poco a la conclusión de que las casas habitadas no son, en manera alguna, propiedad de aquellos a quienes el Estado reconoce por propietarios.

La casa no la ha edificado el propietario; la ha construido, adornado, empapelado centenares de obreros, a quienes el hambre ha conducido a las canteras y la necesidad de vivir al extremo de aceptar un salario escatimado.

El dinero gastado por el pretendido propietario no era producto de su propio trabajo. Lo había acumulado, como todas las riquezas, pagando a los trabajadores los dos tercios o la mitad de lo que les correspondía.

El valor de una casa en ciertos barrios de París es de un millón de pesetas, no porque contenga en sus muros un millón de trabajo, sino porque, desde hace siglos, los obreros, los artistas, los pensadores, los sabios y los literatos han contribuido a hacer de París lo que es hoy: un centro industrial, comercial, político, artístico y, científico; porque tiene un pasado; porque gracias a la literatura, son conocidas sus calles lo mismo en provincias que en el extranjero; porque es producto del trabajo de dieciocho siglos, de medio centenar de generaciones, de toda la nación francesa.

¿Quién tiene derecho a apropiarse de la más pequeña parte de ese terreno, o el último de los edificios, sin cometer una manifiesta injusticia? ¿Quién tiene derecho a vender la menor parcela del patrimonio común?

La idea del alojamiento gratuito se manifestó claramente durante el sitio de París, cuando se pedía la anulación pura y simple de los inquilinatos reclamados por los propietarios. También se manifestó durante la Comuna de 1871, cuando el París obrero esperaba del Consejo de la Comuna una resolución enérgica aboliendo, los alquileres.

Con revolución y sin ella, el trabajador necesita un refugio: el alojamiento. Pero por malo y por antihigiénico que sea, hay siempre un propietario que le puede expulsar de él. Verdad es que con la revolución, el casero ya no encontrará curiales ni alguaciles para poner los trastos en la calle. Pero ¡quién sabe si mañana el nuevo gobierno, por revolucionario que pretenda ser, no reconstituirá la fuerza y lanzará contra los pobres la jauría policíaca!

Sin embargo, es preciso que el trabajador sepa que el no pagar al casero sólo es aprovecharse de la desorganización del poder. Es preciso que sepa que la habitación gratuita está reconocida en principio y sancionada, digámoslo así, por el asentimiento popular; que el alojamiento gratuito es un derecho legalmente proclamado por el pueblo.

¿Vamos a esperar que esta medida, que tan perfectamente responde al sentimiento de justicia de todo hombre honrado, la tomen los socialistas que se mezclan con los burgueses en un gobierno provisional? ¡Podriamos esperar sentados, hasta la vuelta de la reacción!

Los revolucionarios sinceros trabajarán con el pueblo para que sea un hecho la expropiación de las casas. Trabajarán para crear una corriente de ideas en esta dirección; trabajarán para ponerlas en práctica; y cuando estén maduras, el pueblo procederá a la expropiación de las casas, sin prestar oídos a las teorías, que no dejarán de predicarle acerca de indemnización a los propietarios y otros despropósitos.



CAPÍTULO 2


Si se hace popular la idea de la expropiación, al llevarla a cabo no se estrellará contra los insuperables obstáculos con que nos amenazan.

Cierto es que los señores galoneados que vayan a ocupar las poltronas abandonadas de los ministerios y del ayuntamiento no dejarán de acumular dificultades. Hablarán de conceder indemnizaciones a los propietarios, de formar estadísticas, de redactar largos dictámenes, tan largos, que podrían durar hasta el momento en que el pueblo, aplastado por la miseria de la huelga forzosa, no viendo venir nada y perdiendo la fe en la revolución, dejaría libre el campo a los reaccionarios y concluiría por hacer odiosa a todo el mundo la expropiación oficinesca.

Pero si el pueblo no pasa por los sofismas con que tratarán de deslumbrarlo; si comprende que a vida nueva procedimientos nuevos, y realiza la obra por sus propias manos, entonces podrá hacerse la expropiación sin grandes dificultades.

“Pero, ¿cómo podría hacerse?”, nos preguntarán. Nos repugna trazar con sus menores detalles planes de expropiación. Sabemos de antemano que todo cuanto un hombre o un grupo puedan proyectar hoy, será superado por la vida humana. Ya hemos dicho que ésta lo hará todo mejor y con más sencillez que cuanto pudiera dictársele de antemano.

Por eso, al bosquejar el método según el cual pudieran hacerse sin intervención del gobierno la expropiación y el reparto de las riquezas expropiadas, sólo queremos responder a los que declaran imposible la cosa. Pero volvemos a recordar que de ninguna manera nos proponemos preconizar tal o cual sistema de organizarse. Lo único que nos importa es demostrar que la expropiación puede hacerse por la iniciativa popular, y que no puede hacerse de ninguna otra manera.

Es de suponer que desde los primeros actos de expropiación surgirán en el barrio, en la calle, en la manzana de casas, grupos de ciudadanos de buena voluntad que ofrezcan sus servicios para informarse del número de cuartos desalquilados, de aquellos en que se amontonan familias numerosas, de las habitaciones malsanas y de las casas que, siendo harto espaciosas para sus ocupantes, podrían ser ocupadas por aquellos a quienes les falta aire en sus cuchitriles. En pocos días, esos voluntarios formarán en cada calle y en cada barrio listas completas de todas los cuartos saludables y malsanos, estrechos y espaciosos, de las habitaciones infectas y de las moradas suntuosas.

Se comunicarán libremente sus listas, y en pocos días se dispondrá de estadísticas completas. La estadística embustera puede fabricarse en las oficinas; la estadística verdadera y exacta no puede provenir más que del individuo, remontándose de lo simple a lo compuesto.

Después de esto, sin esperar nada de nadie, esos ciudadanos irán en busca de sus camaradas que habitan en tugurios, y les dirán sencillamente: “Esta vez, compañeros, la revolución va de veras. Venid esta tarde a tal sitio; todo el barrio estará allí para el reparto de las habitaciones. Si no os convienen vuestros cuchitriles, elegiréis una de las habitaciones de cinco piezas que hay disponibles. Y en cuanto coloquéis allí los muebles, negocio concluido. ¡El pueblo armado se las entenderá con quien quiera ir a echaros de casa! “

“Pero todo el mundo querrá tener un cuarto de veinte piezas”, nos dirán.

No; eso no es cierto. El pueblo nunca ha pedido tener la luna dentro de un cubo de agua. Por el contrario, cada vez que vemos a igualitarios tener que reparar una injusticia, nos llama la atención el buen sentido y el instinto justiciero de que están animadas las masas. ¿Se ha visto nunca reclamar lo imposible? ¿Se ha visto nunca al pueblo de París pelearse cuando iba en busca de su ración de pan o de leña durante los dos sitios? Formábase cola con una resignación que no se cansaban de admirar los corresponsales de los periódicos extranjeros, y sin embargo, se sabía que los llegados últimamente pasarían el día sin pan y sin fuego.

Cierto es que hay instintos egoístas en los individuos aislados de nuestras sociedades; lo sabemos muy bien. Pero también sabemos que el mejor modo de despertar y alimentar esos instintos sería el confiar la cuestión de los alojamientos a una oficina cualquiera. Entonces sí que se abrirían paso las malas pasiones, dándose todo por influencia. La menor desigualdad haría poner el grito en las nubes; la menor ventaja concedida a alguien haría hablar de soborno, ¡y con razón!

Pero cuando el pueblo mismo, reunido por calles, por barrios, por distritos, se encargue de hacer mudarse a los habitantes de los tugurios a las habitaciones harto espaciosas de los burgueses, tomaríanse con bondad los pequeños inconvenientes y las pequeñas desigualdades.

Rara vez se apela en vano a los buenos instintos de las masas. Algunas veces se ha hecho así durante las revoluciones, cuando se trataba de salvar el barco en peligro, y nunca ha habido error en ello. El trabajador ha respondido siempre al llamamiento con grandes abnegaciones.

A pesar de todo, habrá probablemente injusticias. Hay en nuestra sociedad individuos a quienes ningún gran acontecimiento hará salir de los carriles egoístas. Pero la cuestión no es saber si habrá o no injusticias. Se trata de saber cómo se podrá limitar su número. Pues bien; lo mismo la historia que la experiencia de la humanidad y la psicología de las sociedades, afirman que el medio más equitativo es confiar las cosas a los mismos interesados.

 Sólo ellos podrán tener en cuenta y regularizar los mil detalles que inevitablemente se le escaparían a todo reparto oficinesco.



CAPÍTULO 3


Cuando los albañiles, los canteros (en una palabra, los constructores), sepan que tienen segura la subsistencia, con mucho gusto reanudarán por pocas horas diarias el trabajo a que están acostumbrados. Dispondrán de otra manera las grandes habitaciones, que exigen un estado mayor de servidumbre doméstica. Y en pocos meses habrán surgido casas mucho más higiénicas que las de nuestros días y a los que no estén suficientemente bien instalados, podrá decirles el municipio anarquista:

“¡Paciencia, compañeros! Palacios saludables, cómodos y hermosos, superiores a cuanto edificaban los capitalistas, van a levantarse en el suelo de la ciudad libre. Serán para los que más lo necesiten. El municipio anarquista no edifica con la mira de las rentas. Los monumentos que erija para sus ciudadanos, producto del espíritu colectivo, servirán de modelo a la humanidad entera y serán vuestros.”

Si el pueblo sublevado expropia las casas y proclama el alojamiento gratuito, la comunidad de las habitaciones y el derecho de cada familia a un alojamiento higiénico la revolución habrá tomado desde el principio un carácter comunista y se habrá lanzado por una senda de la que no será fácil hacerla salir tan pronto. Habrá dado un golpe de muerte a la propiedad individual.

La expropiación de las casas lleva así en germen toda la revolución social. Del modo como se haga dependerá el carácter de los acontecimientos. O abrimos un camino amplio y grande al comunismo anarquista, o nos quedamos pataleando entre el cieno del individualismo autoritario.

Puesto que a toda costa se tratará de sostener la iniquidad, es seguro que en nombre de la justicia nos hablarán, exclamando: “¿No es una infamia que los parisienses se apoderen para ellos de las hermosas casas y dejen las chozas para los labriegos?” No nos dejemos engañar. Esos rabiosos partidarios de la justicia, por un rasgo de su carácter, olvidan la gran desigualdad de que se hacen defensores. Olvidan que en París mismo el trabajador se asfixia en su tugurio -él, su mujer y sus hijos-, al paso que desde su ventana ve el palacio del rico. Olvidan que generaciones enteras perecen en los barrios populosos por falta de aire y de sol, y que el primer deber de la revolución tendrá que ser el reparar esa injusticia.

No nos detengamos en estas reclamaciones interesadas. Sabemos que la desigualdad, que realmente existirá entre París y las aldeas, es de las que han de disminuir cada día que pase. En la aldea no dejarán de consumirse alojamientos más sanos que los de hoy, cuando el labrador deje de ser la bestia de carga del propietario, del fabricante, del usurero y del Estado. Para evitar una injusticia temporal y reparable; ¿hay que sostener la injusticia que existe desde hace siglos?

También se nos dirá: “Ahí tenéis un pobre diablo, que a fuerza de privaciones ha logrado comprar una casa lo suficiente grande para que en ella quepa su familia. ¡Es tan feliz! ¿Iréis a echarle a la calle?”

¡Ciertamente que no! Si su casa apenas basta para alojar a su familia, que la habite, ¡que cultive el huertecillo al pie de sus ventanas! En caso de necesidad, nuestros jóvenes hasta irán a echarle una mano. Pero si en su casa hay un cuarto alquilado a otra persona, el pueblo irá en busca de ésta y le dirá: “Compañero, ¿sabes que ya no debes nada al casero? Quédate en el cuarto y no des un céntimo. Ya no hay que temer a los alguaciles en lo sucesivo. ¡Triunfó la social!”

Y si el propietario ocupa él solo veinte piezas y hay en el barrio una madre con cinco hijos embutidos en un solo cuartucho, el pueblo irá a ver si entre las veinte piezas hay alguna que después de arreglada pueda dar un buen alojamiento a la madre de los cinco hijos. ¿No será eso más justo que dejar a la madre y los cinco niños en el tabuco y al señor a sus anchas en el palacio? Además, el señor se acostumbrará muy pronto; cuando ya no disponga de criadas para arreglarle las veinte piezas, su burguesa se pondrá contenta al verse libre de la mitad de sus habitaciones.

“Esto será un trastorno completo”, exclamarán los defensores del orden. “¡Una de mudanzas sin fin! ¡Igual sería echar a todo el mundo a la calle Y sortear las habitaciones!”

Estamos convencidos de que si no lo mangonea ningún gobierno y se confía toda la transformación a los grupos formados espontáneamente para esa tarea, las mudanzas serán menos numerosas que las ocurridas en un solo año por efecto de la rapacidad de los propietarios.

En primer término, en todas las ciudades importantes hay tan gran número de habitaciones desocupadas, que casi bastarían para alojar a la mayoría de los habitantes de los cuchitriles. En cuanto a los palacios y a los pisos suntuosos, muchas familias obreras no los querrían, pues no valen nada si no pueden arreglarlos un gran número de criados. Por eso los ocupantes veríanse obligados bien pronto a buscar habitaciones menos lujosas, donde las señoras banqueras guisaran por sí mismas. Y poco a poco, sin que hubiese que acompañar al banquero con un piquete a una buhardilla y al inquilino de la buhardilla al palacio del banquero, la población se repartirá amistosamente las habitaciones que existan con el menor zafarrancho posible. ¿No se ve en los municipios rurales distribuirse los campos, molestando tan poco a los poseedores de parcelas, que sólo elogios merecen el buen sentido y la sagacidad de procedimientos a que recurre el municipio? El mir ruso hace menos mudanzas de un campo a otro que la propiedad individual con sus pleitos ante la curia. ¡Y se nos quiere hacer creer que los habitantes de una gran ciudad europea habían de ser más brutos o menos organizadores que los aldeanos rusos o los indios!

Además, toda revolución trae consigo cierto trastorno de la vida cotidiana, y los que esperan atravesar una gran crisis sin que a las burguesas se las aparte de su olla, corren peligro de quedarse con un palmo de narices.

El pueblo comete disparate sobre disparate cuando tiene que elegir en las urnas entre los majaderos que aspiran al honor de representarlo y se encargan de hacerlo todo, de saberlo todo, de organizarlo todo. Pero cuando necesita organizar lo que conoce, lo que le atañe directamente, lo hace mejor que todas las oficinas posibles. ¿No se ha visto durante la Comuna y en la última huelga de Londres? ¿No se ve todos los días en cada municipio rural?




EL VESTIDO



Si se consideran las casas como patrimonio común de la ciudad y se procede al racionamiento de los víveres, es preciso dar un paso más. Hay que ocuparse necesariamente del vestido, y la única solución posible será la de apoderarse de todos los bazares de ropas, en nombre del pueblo, y abrir las puertas a todos con el fin de que cada uno pueda tomar las que necesita. La comunidad de los vestidos y el derecho para tomar cada uno lo que le haga falta en los almacenes municipales o pedirlo a los talleres de confección, se impondrán en cuanto el principio comunista se haya aplicado a las casas y a los víveres.

Es indudable que para eso no necesitaremos despojar de sus gabanes a todos los ciudadanos, amontonar todos los trajes y sortearlos, como pretenden nuestros ingeniosos críticos. Cada cual no tendrá más que conservar su gabán, si tiene alguno, y hasta es muy probable que si tiene diez nadie pretenda quitárselos. Se preferirá el vestido nuevo al que el burgués haya llevado ya puesto, y habrá suficientes vestidos nuevos para no requisar los viejos.

Si hiciésemos la estadística de las ropas acumuladas en los almacenes de las grandes ciudades, veríamos que en París, Lyon, Burdeos y Marsella hay de sobra para que el municipio pueda regalar un vestido nuevo a cada ciudadano y a cada ciudadana. Además, si no todo el mundo encontrara ropa de su gusto, los talleres municipales llenarían bien pronto ese vacío. Sabida es la rapidez con que trabajan nuestros talleres de confección, provistos de máquinas perfeccionadas y organizados para producir en gran escala.

“Pero todo el mundo querrá un abrigo de, marta cibelina, y todas las mujeres pedirán un vestido de terciopelo”, exclaman nuestros adversarios.

No lo creemos. No todo el mundo prefiere el terciopelo ni sueña con un abrigo de marta cibelina. Si hoy mismo se propusiera a las parisienses que eligiesen cada cual un vestido, habría muchas que preferirían un vestido liso a todos los adornos caprichosos de nuestras cortesanas.

Los gustos varían con las épocas, y el que predomine durante la revolución será de seguro muy sencillo. La sociedad, como el individuo, tiene sus horas de cobardía, pero también tiene sus minutos de heroísmo. Por miserable que sea, cuando se encanalla como ahora en la persecución de los intereses mezquinos y neciamente personales, cambia de aspecto en las grandes épocas.

No queremos exagerar el probable papel de esas buenas pasiones, ni basamos en ellas nuestro ideal de sociedad. Pero no exageramos si admitimos que nos ayudarán a atravesar los primeros momentos, o sea los más difíciles. No Podemos contar con la continuidad de esos sacrificios en la vida diaria, pero podemos esperarlos en los principios, y no se necesita más.

Si la revolución se hace con el espíritu de que hablamos, la libre iniciativa de los individuos encontrará vasto campo de acción para evitar las intromisiones de los egoístas. En cada calle y cada barrio podrán surgir grupos que se encarguen de lo concerniente al vestido. Harán el inventario de lo que posea la ciudad sublevada, y conocerán, poco más o menos, de qué recursos dispone. Y es muy probable que acerca del vestir los ciudadanos adopten el mismo principio que respecto al comer: “Tomar del montón lo que abunde; repartir lo que esté en cantidad limitada”.

No pudiendo ofrecer a cada ciudadano un abrigo de marta cibelina y a cada ciudadana un traje de terciopelo, la sociedad distinguirá probablemente entre lo superfluo y lo necesario, colocando entre lo primero el terciopelo y la marta, sin perjuicio de ver si lo que hoy es superfluo puede vulgarizarse mañana. Garantizando lo necesario a cada habitante de la ciudad anarquista, se podrá dejar a la actividad privada el cuidado de proporcionar a los débiles y enfermos lo que provisionalmente se considere como objeto de lujo, de proveer a los menos robustos de lo que no entre en el consumo cotidiano de todos.

“¡Pero eso es la nivelación, el hábito gris del fraile, la desaparición de todos los objetos de arte, de todo lo que embellece la vida!”, nos dirán.

¡Ciertamente que no! Y basándonos siempre en lo que ya existe, vamos a demostrar cómo una sociedad anarquista podría satisfacer los gustos más artísticos de sus ciudadanos, sin entregar por eso fortunas de millonario como hoy.




VÍAS Y MEDIOS
 


CAPÍTULO 1
 

Si una sociedad asegura a todos sus miembros lo necesario, se vera obligada a apoderarse de todo lo indispensable para producir: suelo, máquinas, fábricas, medios de transporte, etcétera. No dejará de expropiar a los actuales detentadores del capital, para devolvérselo a la comunidad.

A la organización burguesa, no sólo se la acusa de que el capitalista acapara una gran parte de los beneficios de cada empresa industrial y comercial, lo que le permite vivir sin trabajar. El cargo principal contra ella es que la producción entera ha tomado una dirección absolutamente falsa, puesto que no se realiza con el fin de asegurar el bienestar de todos, y eso es lo que la condena.

Es imposible que la producción mercantil se haga para todos. Quererlo, sería pedir al capitalista que se saliese de sus atribuciones y llenase una función que no puede llenar sin dejar de ser lo que es: un particular emprendedor, que persigue su enronquecimiento. La organización capitalista, fundada en el interés particular de cada negociante, ha dado a la sociedad todo lo que ponía esperarse de ella; ha aumentado la fuerza productiva del trabajador. Aprovechándose de la revolución operada en la industria por el vapor, del repentino desarrollo de la química y de la mecánica y de los inventos del siglo, el capitalista se ha aplicado, por su propio interés, a aumentar el rendimiento del trabajo humano, y lo ha conseguido en grandes proporciones. Darle otra misión sería por completo irracional. Querer que utilice ese superior rendimiento del trabajo en provecho de toda la sociedad sería pedirle filantropía, caridad, y una empresa capitalista no puede cimentarse en la caridad.

A la sociedad le incumbe ahora generalizar esa productividad superior, limitada hoy a ciertas industrias, y aplicarlas en interés de todos.

Pero es indiscutible que para garantizar a todos el bienestar, la sociedad debe tomar posesión de todos los medios para producir.

Los economistas nos recordarán el bienestar relativo de cierta categoría de obreros, jóvenes, robustos, hábiles en ciertas ramas especiales de la industria. Siempre nos señalan con orgullo esa minoría. Pero ese bienestar (patrimonio de unos pocos), ¿lo tienen seguro? Mañana, el descuido, la imprevisión o la avidez de sus amos arrojarán quizás a esos privilegiados a la calle y pagarán entonces con meses y años de dificultades o miseria el período de bienestar que habían disfrutado. ¡Cuántas industrias mayores (tejidos, hierros, azúcares, etcétera), sin hablar de industrias efímeras, hemos visto parar y languidecer una tras otra, ya por el efecto de especulaciones, ya a consecuencia de cambios naturales de lugar del trabajo, ya a causa de competencias promovidas por los mismos capitalistas! Todas las industrias principales de tejidos y de mecánica han pasado recientemente por esas crisis. ¿Qué diremos entonces de aquellas cuya característica es la periodicidad de los paros?

¿Qué diremos también del precio a que se compra el bienestar relativo de algunas categorías de obreros? ¿Qué se ha obtenido a costa de la ruina de la agricultura, por la desvergonzada explotación del campesino y por la miseria de las, masas? Enfrente de esa débil minoría de trabajadores que gozan de cierto bienestar, ¡cuántos millones de seres humanos viven al día, sin salario seguro, dispuestos a presentarse donde los llamen! ¡Cuántos labriegos trabajarán catorce horas diarias por una mísera comida! El capital despuebla los campos, explota las colonias y los pueblos cuya industria está poco desarrollada y condena a la inmensa mayoría de los obreros a permanecer sin educación técnica, como trabajadores medianos hasta en su mismo oficio. El estado floreciente de una industria se consigue inexorablemente por la ruina de otras diez.

Y esto no es un accidente, es una necesidad del régimen capitalista. Para llegar a retribuir medianamente a algunas categorías de obreros, hoy es preciso que el labrador sea la bestia de carga de la sociedad; es preciso que las ciudades dejen desiertos los campos; es preciso que los pequeños oficios se aglomeren en los barrios inmundos de las grandes ciudades y fabriquen casi por nada los mil objetos de escaso valor que ponen los productos de las grandes manufacturas al alcance de los compradores de corto salario. Para que el mal paño pueda despacharse vistiendo a los trabajadores pobremente pagados, es menester que el sastre se contente con un salario de pordiosero. Es menester que los países atrasados del Oriente sean explotados por los del Occidente, para que en algunas industrias privilegiadas el trabajador tenga una especie de bienestar, limitado por el régimen capitalista.

El mal de la organización actual no reside, pues, en que el “exceso de valor” de la producción pase al capitalista, como habían dicho Rodbertus y Marx, estrechando así el concepto socialista y las miras de conjunto acerca del régimen capitalista. El mismo exceso de valor es consecuencia de causas mas hondas. El mal está en que pueda haber un “exceso de valor” cualquiera, en vez de un simple exceso de producto no consumido por cada generación, porque para que haya “exceso de valor” se necesita que hombres, mujeres y niños se vean obligados por el hambre a vender su fuerza de trabajo por una parte mínima de lo que esa fuerza produce, y sobre todo, de lo que es capaz de producir.

Pero este mal durará en tanto que lo necesario para la producción sea propiedad de algunos solamente. Mientras el hombre se vea obligado a pagar un tributo al amo para tener derecho a cultivar el suelo o poner en movimiento una máquina, y mientras el propietario sea dueño absoluto de producir lo que le prometa mayores beneficios más bien que la mayor suma de objetos necesarios para la existencia, sólo temporalmente podrá tener bienestar un cortísimo número, y será adquirido siempre por la miseria de una parte de la sociedad. No basta distribuir por partes iguales los beneficios que una industria logra realizar, si al mismo tiempo hay que explotar a otros millares de obreros. Lo que debemos buscar es producir, con la menor pérdida posible de fuerza humana la mayor suma posible de los productos necesarios para el bienestar de todos.


 
CAPÍTULO 2
 

¿Cuántas horas diarias de trabajo deberá desarrollar el hombre para asegurar a su familia una alimentación nutritiva, una casa conveniente y los vestidos necesarios’ Esto ha preocupado mucho a los socialistas, los cuales admiten generalmente que bastarán cuatro o cinco horas diarias -por supuesto, a condición de que todo el mundo trabaje-. A fines del siglo pasado, Benjamín Flanklin ponía como límite cinco horas; y si la necesidad de comodidades ha aumentado desde entonces, también ha aumentado con mucha más rapidez la fuerza de producción.

En las grandes granjas del Oeste americano, que tienen docenas de millas, pero cuyo terreno es mucho más pobre que el suelo mejorado de los países civilizados, sólo se obtienen de doce a dieciocho hectolitros por hectárea, es decir, la mitad del rendimiento de las granjas de Europa y de los estados del Este americano. Y, sin embargo, gracias a las máquinas, que permiten a dos hombres labrar en un día dos hectáreas y media, cien hombres producen en un año todo lo necesario para entregar a domicilio el pan de diez mil personas durante un año entero.

Le bastaría a un hombre trabajar en las mismas condiciones durante treinta horas, o sea seis medias jornadas de cinco horas cada una, para tener pan todo el año, y treinta medias jornadas para asegurárselo a una familia de cinco personas. Si se recurriese al cultivo intensivo, menos de sesenta medias jornadas de trabajo podrían asegurar a toda la familia el pan, la carne, las hortalizas hasta las frutas de lujo.

Estudiando los precios a que resulten hoy las casas de obreros edificadas en las grandes ciudades, puede asegurarse que para tener en una gran ciudad inglesa una casita aislada, como las que se hacen para los trabajadores, bastarían de mil cuatrocientas a mil ochocientas jornadas de trabajo de cinco horas. Y como una casa de esta clase dura por lo menos cincuenta años, resulta que de veintiocho a treinta y seis medias jornadas por año bastan para que la familia tenga un alojamiento higiénico, bastante elegante y provisto de todas las comodidades necesarias, mientras que alquilando el mismo alojamiento, el obrero lo paga al patrono con de setenta y cinco a cien jornadas de trabajo al año. Advirtamos que estas cifras representan el máximum de lo que cuesta hoy el alojamiento en Inglaterra, dada la viciosa organización de nuestras sociedades. En Bélgica se han edificado ciudades obreras mucho más baratas.

Queda el vestir, en lo cual es casi imposible el cálculo, por no ser apreciables los beneficios realizados sobre los precios por una nube de intermediarios. Imaginad el paño, por ejemplo, y sumad todo lo que han ido cobrándose el propietario del prado, el dueño de carneros, el comerciante en lanas y demás intermediarios, hasta las compañías de ferrocarriles, los hiladores y tejedores, comerciantes de ropas hechas, detallistas para la venta y comisionistas, y os formareis idea de lo que se paga por un vestido a una caterva de burgueses. Por eso es absolutamente imposible decir cuántas jornadas de trabajo representa un gabán por el que pagáis cien pesetas en un gran bazar de París.

Lo cierto es que con las máquinas actuales se llegan a fabricar cantidades verdaderamente increíbles.

Algunos ejemplos bastarán.

En los Estados Unidos, 751 manufacturas de algodón (hilado y tejido), con 175.000 obreros y obreras, producen 1.939.400.000 metros de telas de algodón, y además una grandísima cantidad de hilados. Las telas solamente dan un promedio superior a 11,000 metros en trescientas jornadas de trabajo de nueve horas y media cada una, o sea, 40 metros en diez horas. Admitiendo que una familia use 200 metros por año, lo que seria mucho, equivale esto a cincuenta horas de trabajo, o sean diez medias jornadas de cinco horas cada una. Y además se tendrían los hilados, es decir, hilo para coser e hilo para tramar el paño y fabricar telas de urdimbre de lana y trama de algodón.

En cuanto a los resultados del tejido sólo la estadística oficial de los Estados Unidos indica que si en 1870 un obrero trabajando de trece a catorce horas diarias, hacia 9.500 metros de tela blanca de algodón por año, trece años después tejía 27.000 metros trabajando nada más que cincuenta y cinco horas por semana. Hasta en las telas estampadas (incluso el tejido y la estampación) se obtenían 29.150 metros en dos mil seiscientas sesenta y nueve horas al año, o sea unos 11 metros por hora. Así, para tener los 200 metros de telas de algodón, blancas y estampadas, bastaría trabajar menos de veinte horas por año.

Conviene advertir que la primera materia llega a esas manufacturas casi tal como sale de los campos, y que la serie de las transformaciones para convertirla en tela termina en ese período de veinte horas por pieza. Mas para comprar esos 200 metros en el comercio, un obrero bien retribuido tiene que suministrar, romo mínimum, de diez a quince jornadas de diez horas de trabajo cada una, o sea, de cien a ciento cincuenta horas. El campesino inglés, necesitaría trabajar un mes o algo más para permitirse ese lujo.