NUESTRAS RIQUEZAS
CAPÍTULO 1
La humanidad ha caminado gran trecho desde aquellas
remotas edades durante las cuales el hombre vivía de los azares de la caza y no
dejaba a sus hijos más herencia que un refugio bajo las penas, pobres
instrumentos de sílex y la naturaleza, contra la que tenían que luchar para
seguir su mezquina existencia.
Sin embargo, en ese confuso período de miles y miles
de años, el género humano acumuló inauditos tesoros. Roturó el suelo, desecó
los pantanos, hizo trochas en los bosques, abrió caminos; edificó, inventó,
observó, pensó; creó instrumentos complicados, arrancó sus secretos a la
naturaleza, domó el vapor, tanto que, al nacer, el hijo del hombre civilizado
encuentra hoy a su servicio un capital inmenso, acumulado por sus predecesores.
Y ese capital le permite obtener riquezas que superan a los ensueños de los
orientales en sus cuentos de Las mil y una noches.
Aún son más pasmosos los prodigios realizados en la industria. Con esos
seres inteligentes que se llaman máquinas modernas, cien hombres fabrican con
qué vestir a diez mil hombres durante dos años. En las minas de carbón bien
organizadas, cien hombres extraen cada año combustible para que se calienten
diez mil familias en un clima riguroso. Y si en la industria, en la agricultura
y en el conjunto de nuestra organización social sólo aprovecha a un pequeñísimo
número la labor de nuestros antepasados, no es menos cierto que la humanidad
entera podría gozar una existencia de riqueza y de lujo sin más que con los
siervos de hierro y de acero que posee. Somos ricos, muchísimo más de lo que
creemos. Ricos por lo que poseemos ya; aún más ricos por lo que podemos
conseguir con los instrumentos actuales; infinitamente más ricos por lo que
pudiéramos obtener de nuestro suelo, de nuestra ciencia y de nuestra habilidad
técnica, si se aplicasen a procurar el bienestar de todos.
CAPÍTULO 2
Somos ricos en las sociedades civilizadas. ¿Por qué
hay, pues, esa miseria en torno nuestro? ¿Por qué ese trabajo penoso y
embrutecedor de las masas, ¿Por qué esa inseguridad del mañana (hasta para el
trabajador mejor retribuido) en medio de las riquezas heredadas del ayer y a
pesar de los poderosos medios de producción que darían a todos el bienestar a
cambio de algunas horas de trabajo cotidiano?
Los socialistas lo han dicho y repetido hasta la saciedad. Porque
todo lo necesario para la producción ha sido acaparado por algunos en el
transcurso de esta larga historia de saqueos, guerras, ignorancia y opresión en
que ha vivido la humanidad antes de aprender a domar las fuerzas de la
naturaleza.
Porque, amparándose en pretendidos derechos
adquiridos en el pasado, hoy se apropian dos tercios del producto del trabajo
humano, dilapidándolos del modo más insensato y escandaloso. Porque reduciendo
a las masas al punto de no tener con qué vivir un mes o una semana, no permiten
al hombre trabajar sino consintiendo en dejarse quitar la parte del león.
Porque le impiden producir lo que necesita y le fuerzan a producir, no lo
necesario para los demás, sino lo que más grandes beneficios promete al
acaparador.
Contémplese un país, civilizado. Taláronse los
bosques que antaño lo cubrían, se desecaron los pantanos, se saneó el clima: ya
es habitable. El suelo, que en otros tiempos sólo producía groseras hierbas,
suministra hoy ricas mieses. Las rocas, suspensas sobre los valles del
Mediodía, forman terrazas por donde trepan las viñas de dorado fruto. Plantas
silvestres que antes no daban sino un fruto áspero o unas raíces no
comestibles, han sido transformadas por reiterados cultivos en sabrosas
hortalizas, en árboles cargados de frutas exquisitas. Millares, de caminos con
base de piedra y férreos carriles surcan la tierra, horadan las montañas; en
los abruptos desfiladeros silba la locomotora. Los ríos se han hecho navegables; las
costas sondeadas y esmeradamente reproducidas en mapas, son de fácil acceso;
puertos artificiales, trabajosamente construidos y resguardados contra los
furores del océano, dan refugio a los buques. Horádanse las rocas con pozos
profundos; laberintos de galerías subterráneas se extienden allí donde hay
carbón que sacar o minerales que recoger. En todos los puntos donde se
entrecruzan caminos han brotado y crecido ciudades, conteniendo todos los
tesoros de la industria, de las artes y de las ciencias.
Cada hectárea de suelo que labramos en Europa, ha
sido regada con el sudor de muchas razas; cada camino tiene una historia de
servidumbre personal, de trabajo sobrehumano, de sufrimientos del pueblo. Cada
legua de vía férrea, cada metro de túnel, han recibido su porción de sangre
humana.
Los pozos de las minas conservan aún frescas las
huellas hechas en la roca por el brazo del barrenador. De uno a otro pilar
pudieron señalarse las galerías subterráneas por la tumba de un minero,
arrebatado en la flor de la edad por la explosión de grisú, el hundimiento o la
inundación, y fácil es adivinar cuantas lágrimas, privaciones y miserias sin
nombre ha costado cada una de esas tumbas a la familia que vivía con el exiguo
salario del hombre enterrado bajo los escombros.
Las ciudades; enlazadas entre sí con carriles de
hierro y líneas de navegación, son organismos que han vivido siglos. Cavad su
suelo, y encontraréis hiladas superpuestas de calles, casas, teatros, circos y
edificios públicos. Profundizad en su historia, y veréis cómo la civilización
de la ciudad, su industria, su genio, han crecido lentamente y madurado por el
concurso de todos sus habitantes antes de llegar a ser lo que son hoy.
Y aun ahora, el valor de cada casa, de cada taller,
de cada fábrica, de cada almacén, sólo es producto de la labor acumulada de
millones de trabajadores sepultados bajo tierra, y no se mantiene sino por el
esfuerzo de legiones de hombres que habitan en ese punto del globo. ¿Qué sería
de los docks de Londres, o de los grandes bazares de París, si no estuvieran
situados en esos grandes centros del comercio internacional? ¿Qué sería de
nuestras minas, de nuestras fábricas, de nuestros astilleros y de nuestras vías
férreas, sin el cúmulo de mercaderías transportadas diariamente por mar y por
tierra?
Millones de seres humanos han trabajado para crear
esta civilización de la que hoy nos gloriamos. Otros millones, diseminados por
todos los ámbitos del globo, trabajan para sostenerla. Sin ellos, no quedarían
más que escombros de ella dentro de cincuenta años.
Hasta el pensamiento, hasta la invención, son hechos
colectivos, producto del pasado y del presente. Millares de inventores han
preparado el invento de cada una de esas máquinas, en las cuales admira el
hombre su genio. Miles de escritores, poetas y sabios han trabajado para
elaborar el saber, extinguir el error y crear esa atmósfera de pensamiento
científico, sin la cual no hubiera podido aparecer ninguna de las maravillas de
nuestro siglo. Pero esos millares de filósofos, poetas, sabios e inventores,
¿no hablan sido también inspirados por la labor de los siglos anteriores? ¿No
fueron durante su vida alimentados y sostenidos, así en lo físico como en lo
moral por legiones de trabajadores y artesanos de todas clases? ¿No adquirieron
su fuerza impulsiva en lo que les rodeaba?
Ciertamente, el genio de un Seguin, de un Mayer y de
un Grove, han hecho más por lanzar la industria a nuevas vías que todos los
capitales del mundo. Estos mismos genios son hijos de industria, igual que de
la ciencia, porque ha sido necesario que millares de máquinas de vapor
transformasen, año tras año, a la vista de todos, el calor en fuerza dinámica,
y esta fuerza en sonido, en luz y en electricidad, antes de que esas
inteligencias geniales llegasen a proclamar el origen mecánico y la unidad de
las fuerzas físicas. Y si nosotros, los hijos del siglo XIX, al fin hemos
comprendido esta idea y hemos sabido aplicarla, es también porque para ello
estábamos preparados por la experiencia cotidiana.
También los pensadores del siglo pasado la habían
entrevisto y enunciado, pero quedó sin comprender, porque el siglo XVIII no
había crecido como nosotros, junto a la máquina de vapor.
Piénsese en las décadas que hubieran transcurrido aún
en ignorancia de esa ley que nos ha permitido revolucionar la industria
moderna, si Watt no hubiese encontrado en Soho trabajado hábiles para construir
con metal sus planes teóricos, perfeccionar todas sus partes, y aprisionándolo
dentro de un mecanismo completo hacer por fin el vapor más dócil que el
caballo, más manejable que el agua.
Cada máquina tiene la misma historia: larga historia
de noches en blanco y de miseria; de desilusiones y de alegrías, de mejoras
parciales halladas por varias generaciones de obreros desconocidos que venían a
añadir al primitivo invento esas pequeñas nonadas sin las cuales permanecería
estéril la idea más fecunda. Aún más: cada nueva invención es una síntesis resultante
de mil inventos anteriores en el inmenso campo de la mecánica y de la
industria.
Ciencia e industria, saber y aplicación,
descubrimiento y realización práctica que conduce a nuevas invenciones, trabajo
o cerebral y trabajo manual, idea y labor de los brazos, todo se enlaza. Cada
descubrimiento, cada progreso, cada aumento de la riqueza de la humanidad,
tiene su origen en el conjunto del trabajo manual y cerebral, pasado y
presente. Entonces, ¿qué derecho asiste a nadie para apropiarse la menor partícula
de ese inmenso todo y decir: Esto es mío y no vuestro?
CAPÍTULO 3
Pero sucedió que todo cuanto permite al hombre
producir y acrecentar sus fuerzas productivas fue acaparado por algunos.
El suelo, que precisamente saca su valor de las necesidades
de una población que crece sin cesar, pertenece hoy a minorías que pueden
impedir e impiden al pueblo el cultivarlo o le impiden el cultivarlo según las
necesidades modernas.
Las minas, que representan el trabajo de muchas
generaciones y su valor no deriva sino de las necesidades de la industria y la
densidad de la población, pertenecen también a unos pocos, y esos pocos limitan
la extracción del carbón, o la prohíben en su totalidad si encuentran una
colocación más ventajosa para sus capitales.
También la maquinaria es propiedad sólo de algunos, y
aun cuando tal o cual máquina representa sin duda alguna los perfeccionamientos
aportados por tres generaciones de trabajadores, no por eso deja de pertenecer
a algunos patronos; y si los nietos del mismo inventor que construyó, cien años
ha, la primera máquina de hacer encajes se presentasen hoy en una manufactura
de Basilea o de Nottingham y reclamasen sus derechos, les gritarían: ¡Marchaos
de aquí; esta máquina no es vuestra! Y si quisiesen tomar posesión de ella, les
fusilarían.
Los ferrocarriles, que no serían más que inútil
hierro viejo sin la densa población de Europa, sin su industria, su comercio y
sus cambios, pertenecen a algunos accionistas, ignorantes quizá de dónde se
encuentran los caminos que les dan rentas superiores a las de un rey de la Edad Media. Y si los
hijos de los que murieron a millares cavando las trincheras y abriendo los
túneles se reuniesen un día y fueran, andrajosos y hambrientos, a pedir pan a los
accionistas, encontrarían las bayonetas y la metralla para dispersarlos y
defender los derechos adquiridos.
En virtud de esta organización monstruosa, cuando el
hijo del trabajador entra en la vida, no halla campo que cultivar, máquina que
conducir ni mina que acometer con el zapapico, si no cede a un amo la mayor
parte de lo que él produzca. Tiene que vender su fuerza para el trabajo por una
ración mezquina e insegura. Su padre y su abuelo trabajaron en desecar aquel
campo, en edificar aquella fábrica, en perfeccionarla. Si él obtiene permiso
para dedicarse al cultivo de ese campo, es a condición de ceder la cuarta parte
del producto a su amo, y otra cuarta al gobierno y a los intermediarios. Y ese
impuesto que le sacan el Estado, el capitalista, el señor y el negociante, irá
creciendo sin cesar. Si se dedica a la industria, se le permitirá que trabaje a
condición de no recibir más que el tercio o la mitad del producto, siendo el
resto para aquel a quien la ley reconoce como propietario de la máquina.
Clamamos contra el barón feudal que no permitía al
cultivador tocar la tierra, a menos de entregarle el cuarto de la cosecha. Y el
trabajador, con el nombre de libre contratación, acepta obligaciones feudales,
porque no encontraría condiciones más aceptables en ninguna parte. Como todo es
propiedad de algún amo, tiene que ceder o morirse de hambre.
De tal estado de cosas resulta que toda nuestra
producción es un contrasentido. Al negocio no le conmueven las necesidades de
la saciedad; su único objetivo es aumentar los beneficios del negociante. De
aquí las continuas fluctuaciones de la industria, las crisis en estado crónico.
No pudiendo los obreros comprar con su salario las
riquezas que producen, la industria busca mercados fuera, entre los acaparadores
de las demás naciones Pero en todas partes encuentra competidores, puesto que
la evolución de todas las naciones se realiza en el mismo sentido. Y tienen que
estallar guerras por el derecho de ser dueños de los mercados. Guerras por las
posesiones en Oriente, por el imperio de los mares, para imponer derechos
aduaneros y dictar condiciones a sus vecinos, ¡guerras contra los que se
sublevan! No cesa en Europa el ruido del cañón; generaciones enteras son
asesinadas; los Estados europeos gastan en armamentos el tercio de sus
presupuestos.
La educación también es privilegio de ínfimas
minorías. ¿Puede hablarse de educación cuando el hijo del obrero se ve obligado
a la edad de trece años a bajar a la mina o ayudar a su padre en las labores
del campo?
Mientras que los radicales piden mayor extensión de
las libertades políticas, muy pronto advierten que el hálito de la libertad
produce con rapidez el levantamiento de los proletarios y entonces cambian de
camisa, mudan de opinión y retornan a las leyes excepcionales y al gobierno del
sable. Un vasto conjunto de tribunales, jueces, verdugos, polizontes y
carceleros, es necesario para mantener los privilegios. Este sistema suspende
el desarrollo de los sentimientos sociales. Cualquiera comprende que sin rectitud,
sin respeto a sí mismo, sin simpatía y apoyos mutuos, la especie tiene que
degenerar. Pero eso no les importa a las clases directoras, e inventan toda una
ciencia absolutamente falsa para probar lo contrario.
Se han dicho cosas muy bonitas acerca de la necesidad
de compartir lo que se posee con aquellos que no tienen nada. Pero cuando se le
ocurre a cualquiera poner en práctica este principio, en seguida se le advierte
que todos esos grandes sentimientos son buenos en los libros poéticos, pero no en
la vida. Mentir
es envilecerse, rebajarse, decimos nosotros, y toda la existencia civilizada Se
trueca en una inmensa mentira. ¡Y nos habituamos, acostumbrando a nuestros
hijos a practicar como hipócritas una moralidad de dos caras!
El simple hecho del acaparamiento extiende así sus
consecuencias a la vida social. A menos de perecer, las sociedades humanas
vense obligadas a volver a los principios fundamentales: siendo los medios de
producción obra colectiva de la humanidad, vuelven al poder de la colectividad
humana. La apropiación personal de ellos no es justa ni útil. Todo es de todos,
puesto que todos lo necesitan, puesto que todos han trabajado en la medida de
sus fuerzas, y es imposible determinar la parte que pudiera corresponder a cada
uno en la actual producción de las riquezas.
¡Todo es de todos! He aquí la inmensa maquinaria que
el XIX ha creado; he aquí millones de esclavos de hierro que llamamos máquinas
que cepillan y sierran, tejen e hilan para nosotros, que descomponen y
recomponen la primera materia y forjan las maravillas de nuestra época.
Nadie tiene derecho a apoderarse de una sola de esas
máquinas y decir: Es mía; para usar de ella, me pagaréis un tributo por cada
uno de vuestros productos. Como tampoco el señor de la Edad Media tenía
derecho para decir al labrador: Esta colina, ese prado, son míos, y me pagaréis
por cada gavilla de trigo que cojáis, por cada montón de heno que forméis.
Basta de esas fórmulas ambiguas, tales como el
derecho al trabajo, o a cada uno el producto íntegro de su trabajo. Lo que
nosotros proclamamos es el derecho al bienestar, el bienestar para todos.
EL BIENESTAR PARA TODOS
CAPÍTULO 1
El bienestar para todos no es un sueño. Es posible,
realizable, después de lo que han hecho nuestros antepasados para hacer fecunda
nuestra fuerza de trabajo.
Sabemos que los productores, que apenas forman el
tercio de los habitantes en los países civilizados, producen ya lo suficiente
para que exista cierto bienestar en el hogar de cada familia. Sabemos, además,
que si todos cuantos derrochan hoy los frutos del trabajo ajeno se viesen
obligados a ocupar sus ocios en trabajos útiles, nuestra riqueza crecería en
proporción múltiple del número de brazos productores. Y en fin, sabemos que, en
contra de la teoría del pontífice de la ciencia burguesa (Malthus), el hombre
acrecienta su fuerza productiva con mucha más rapidez de lo que él mismo se
multiplica. Cuanto mayor número de hombres hay en un territorio, tanto más
rápido es el progreso de sus fuerzas productoras.
Hoy, a medida que se desarrolla la capacidad de
producir, aumenta en una proporción sorprendente el número de vagos e
intermediarios. Al revés de lo que se decía en otros tiempos entre socialistas,
de que el capital llegaría a reconcentrarse bien pronto en tan pequeño número
de manos, que sólo sería menester expropiar a algunos millonarios para entrar
en posesión de las riquezas comunes, cada vez es más considerable el número de
los que viven a costa del trabajo ajeno.
En Francia no hay diez productores directos por cada
treinta habitantes. Toda la riqueza agrícola del país es obra de menos de siete
millones de hombres, y en las dos grandes industrias de las minas y de los
tejidos cuéntanse menos de dos millones quinientos mil obreros. ¿Cuál es la
cifra de los explotadores del trabajo? En Inglaterra (sin Escocia e Irlanda),
un millón treinta mil obreros, hombres, mujeres y niños, fabrican todos los
tejidos; un poco más de medio millón explotan las minas, menos de medio millón
labran la tierra, y los estadísticos tienen que exagerar las cifras para
obtener un máximum de ocho millones de productores para veintiséis millones de
habitantes. En realidad, son de seis a siete millones de trabajadores quienes
crean las riquezas enviadas a las cuatro partes del mundo. ¿Y cuantos son los
rentistas o los intermediarios que añaden a sus rentas las que se adjudican
haciendo pagar al consumidor de cinco a veinte veces más de lo que han pagado
al productor? Los que detentan el capital reducen constantemente la producción,
impidiendo producir. No hablemos de esos toneles de ostras arrojados al mar
para impedir que la ostra llegue a ser un alimento de la plebe y deje de ser
una golosina propia de la gente acomodada; no hablemos de los mil y mil objetos
de lujo tratados de igual manera que las ostras. Recordemos tan sólo cómo se
limita la producción de las cosas necesarias a todo el mundo. Ejércitos de
mineros no desean más que extraer todos los días carbón y enviarlo a quienes
tiritan de frío. Pero con frecuencia la tercera parte o dos tercios de eso
ejércitos vense impedidos de trabajar más de tres días por semana, para que se
mantengan altos los precios. Millares de tejedores no pueden manejar los
telares, al paso que sus mujeres y sus hijos no tienen sino harapos para
cubrirse y las tres cuartas partes de los europeos no cuentan con vestido que
merezca tal nombre.
Centenares de altos hornos, miles de manufacturas
permanecen regularmente inactivos; otros no trabajan más que la mitad del
tiempo, y en cada nación civilizada hay siempre una población de unos dos
millones de individuos que piden trabajo y no lo encuentran.
Millones de hombres serían felices con transformar
los espacios incultos o mal cultivados en campos cubiertos de ricas mieses.
Pero esos valientes obreros tienen que seguir parados porque los poseedores de
la tierra, de la mina, de la fábrica, prefieren dedicar los capitales a
préstamos a los turcos o egipcios, o en acciones de oro de la Patagonia, que
trabajen para ellos los fellahs egipcios, los italianos emigrados del país de
su nacimiento o los coolies chinos.
Esta es la limitación consciente y directa de la producción. Pero
hay también una limitación indirecta e inconsciente, que consiste en gastar el
trabajo humano en objetos inútiles en absoluto, o destinados tan sólo a
satisfacer la necia vanidad de los ricos.
Baste citar los miles de millones gastados por Europa
en armamento, sin más fin que conquistar mercados para imponer la ley económica
a los vecinos y facilitar la explotación en el interior; los millones pagados
cada año a los funcionarios de todo fuste, cuya misión es mantener el derecho
de las minorías a gobernar la vida económica de la nación; los millones
gastados en jueces, cárceles, policías y todo ese embrollo que llaman justicia;
en fin, los millones empleados en propagar por medio de la prensa ideas nocivas
y noticias falsas, en provecho de los partidos, de los personajes políticos y
de las compañías de explotadores.
Aún se gasta más trabajo inútilmente aquí para
mantener la cuadra, la perrera y la servidumbre doméstica del rico; allí para
responder a los caprichos de las rameras de alto copete y al depravado lujo de
los viciosos elegantes; en otra parte, para forzar al consumidor a que compre
lo que no le hace falta o imponerle con reclamos un articulo de mala calidad;
más allá para producir sustancias alimenticias nocivas en absoluto para el
consumidor, pero provechosas para el fabricante y el expendedor. Lo que se
malgasta de esta manera bastaría para duplicar la producción útil, o para crear
manufacturas y fábricas que bien pronto inundaría los almacenes con todas las
provisiones de que carecen dos tercios de la nación.
De aquí resulta que de los mismos que en cada nación
se dedican a los trabajos productivos, la cuarta parte por lo menos se ven
obligados con regularidad a un paro de tres o cuatro meses por año, y otra
cuarta parte, si no la mitad, no puede producir con su labor otros resultados
que divertir a los ricos o explotar al público.
Así, pues, por un lado si se considera la rapidez con
que las naciones civilizadas aumentan su fuerza de producción, y por otro los
límites puestos a ésta, debe deducirse que una organización económica
medianamente razonable permitiría a las naciones civilizabas amontonar en pocos
años tantos productos útiles, que se verían en el caso de exclamar: “¡Basta de
carbón, basta de trigo, basta de telas! ¡Descansemos, recojámonos para utilizar
mejor nuestras fuerzas, para emplear mejor nuestros ocios!”
No; el bienestar para todos no es un sueño. Podía
serlo cuan a duras penas lograba el hombre recoger ocho o diez hectolitros
trigo por hectárea, o construir por su propia mano los instrumentos mecánicos
necesarios para la agricultura y la industria. Ya no es un ensueño desde que el
hombre inventara el motor que, con un poco de hierro y algunos kilos de carbón,
le da la fuerza de un caballo dócil, manejable, capaz de poner en movimiento la
máquina más complicada.
Mas para que el bienestar llegue a ser una realidad,
es preciso que el inmenso capital deje de ser considerado como una propiedad
privada, del que el acaparador disponga a su antojo. Es menester que el rico
instrumento de la producción sea propiedad común, a fin de que el espíritu
colectivo saque de él los mayores beneficios para todos. Se impone la
expropiación.
El bienestar de todos como fin; la expropiación como
medio.
CAPÍTULO 2
La expropiación: tal es el problema planteado pos la
historia ante nosotros los hombres de fines del siglo XIX. Devolución a la
comunidad de todo lo que sirva para conseguir el bienestar.
Pero este problema no puede resolverse por la vía
legislativa. El pobre y el rico comprenden que ni los gobiernos actuales ni los
que pudieran surgir de una revolución política serían capaces de resolverlo.
Siéntese la necesidad de una revolución social, y ni a ricos ni a pobres se les
oculta que esa revolución está próxima.
Durante el curso de este último medio siglo se ha
comprobado la evolución en los espíritus; pero comprimida por la minoría, es
decir, por las clases poseedoras, y no habiendo podido tomar cuerpo, es
necesario que aparte por medio de la fuerza los obstáculos y que se realice con
violencia por medio de la revolución.
¿De dónde vendrá la revolución? ¿Cómo se anunciará?
Es una incógnita. Pero los que observan y meditan no se equivocan: trabajadores
y explotadores, revolucionarios y conservadores, pensadores y hombres
prácticos, todos confiesan que está llamando a nuestras puertas.
Todos hemos estudiado mucho el lado dramático de las
revoluciones, y poco su obra verdaderamente revolucionaria, o muchos de entre
nosotros no ven en esos grandes movimientos más que el aparato escénico, la
lucha de los primeros días, las barricadas. Pero esa lucha, esa escaramuza
primera, terminan muy pronto; sólo después de la derrota de los antiguos
gobiernos comienza la obra real de la revolución.
Incapaces e impotentes, atacados por todas partes,
pronto se los lleva el soplo de la insurrección. En pocos días dejó de existir la
monarquía burguesa de 1848, y cuando un coche de alquiler llevaba a Luis Felipe
de Francia, a París ya no le importaba un pito el ex rey.
El gobierno de Thiers desapareció en pocas horas, el
18 de marzo de 1871, dejando a París dueño de sus destinos. Y sin embargo, 1848
y 1871 no fueron más que insurrecciones. Ante una revolución popular, los
gobernantes se eclipsan con sorprendente rapidez. Recordemos la Comuna.
Desaparecido el gobierno, el ejército ya no obedece a
sus jefes, vacilante por la oleada del levantamiento popular. Cruzándose de
brazos, la tropa deja hacer, o con la culata en alto se une a los insurrectos.
La policía, con los brazos caídos, no sabe si debe pegar o si gritar “¡Vive la
Commune!” Y los agentes de orden público se meten en sus casas “a esperar el
nuevo gobierno”. Los orondos burgueses lían la maleta y se ponen a buen
recaudo. Sólo queda el pueblo. He aquí cómo se anuncia una revolución:
Proclámese la Comuna en varias grandes ciudades.
Miles de hombres están en las calles, y acuden por la noche a los clubs
improvisados, preguntándose: “¿Qué vamos a hacer?”, y discutiendo con ardor los
negocios públicos. Todo el mundo se interesa en ellos; los indiferentes de la
víspera son quizá los más celosos. Por todas partes mucha buena voluntad, un
vivo deseo de asegurar la victoria. Prodúcense las grandes abnegaciones. El
pueblo desea sólo marchar adelante.
De seguro que habrá venganzas satisfechas. Pero eso
será un accidente de la lucha y no la revolución. Los
socialistas gubernamentales, los radicales, los genios desconocidos del
periodismo, los oradores efectistas, corren al ayuntamiento, a los ministerios,
para tomar posesión de las poltronas abandonadas. Admíranse ante los espejos
ministeriales y estudian el dar órdenes con una gravedad a la altura de su
nueva posición. ¡Les hace falta un fajín rojo, un kepis galoneado y un ademán
magistral para imponerse al ex compañero de redacción o de taller! Los otros se
meten entre papelotes con la mejor voluntad de comprender alguna cosa. Redactan
leyes, lanzan decretos de frases sonoras, que nadie se cuidará de ejecutar.
Para darse aires de una autoridad que no tienen,
buscan la canción de las antiguas formas de gobierno. Elegidos o aclamados, se
reúnen en parlamentos o en consejos de la Comuna. Allí se
encuentran hombres pertenecientes a diez, a veinte escuelas diferentes que no
son capillas particulares, como suele decirse, sino que corresponden a maneras
diversas de concebir la extensión, el alcance y los deberes de la revolución. Posibilistas,
colectivistas, radicales, jacobinos, blanquistas, forzosamente reunidos,
pierden el tiempo en discutir. Las personas honradas se confunden con los
ambiciosos, que sólo piensan en dominar y en despreciar a la multitud de la
cual han surgido. Llegando todos con ideas diametralmente opuestas, se ven
obligados a formar alianzas ficticias para constituir mayorías que no duran ni
un día; disputan, se tratan unos a otros de reaccionarios, de autoritarios, de
bribones; son incapaces de entenderse acerca de ninguna medida seria, y
propenden a perder el tiempo en discutir necedades; no consiguen hacer más que
dar a luz proclamas altisonantes, todo se toma por lo serio, mientras que la
verdadera fuerza del movimiento está en la calle.
Durante ese tiempo, el pueblo sufre. Páranse las
fábricas, los talleres están cerrados, el comercio se estanca. El trabajador ya
no cobra ni aun el mezquino salario de antes. El precio de los alimentos sube.
Con esa abnegación heroica que siempre ha
caracterizado al pueblo, y que llega a lo sublime en las grandes épocas, tiene
paciencia. l es quien exclamaba en 1848: “Ponemos tres meses de miseria al
servicio de la República”, mientras que los diputados y los miembros del nuevo
gobierno, hasta el último policía, cobraban con regularidad sus pagas. El
pueblo sufre. Con su ingenua confianza, con la candidez de la masa que cree en
los que la conducen, espera que se ocupen de él allá arriba, en la Cámara, en
el Ayuntamiento, en el comité de Salud pública.
Pero allá arriba se piensa en toda clase de cosas,
excepto en los sufrimientos de la muchedumbre. Cuando
el hambre roe a Francia en 1793 y compromete la revolución; cuando el pueblo se
ve reducido a la última miseria, al paso que los Campos Elíseos se ven llenos
de magníficos carruajes, donde exhiben las mujeres sus lujosas galas,
¡Robespierre insiste en los Jacobinos en hacer discutir su memoria acerca de la
constitución inglesa! Cuando el trabajador sufre en 1848 con la paralización
general de la industria, el gobierno provisional y la Cámara discuten acerca de
las pensiones militares y el trabajo durante esta época de crisis. Y si algún
cargo debe hacerse a la Comuna de París, nacida bajo los cánones de los
prusianos, y que sólo duró setenta días, es el no haber comprendido que la
revolución comunera no podía triunfar sin combatientes bien alimentados y que
con seis reales diarios no se podía a la vez batirse en las murallas y mantener
a su familia.
CAPÍTULO 3
El pueblo sufre y pregunta: “¿Qué hacer para salir
del atolladero?”
Reconocer y proclamar que cada cual tiene ante todo
el derecho de vivir, y que la sociedad debe repartir entre todo el mundo, sin
excepción, los medios de existencia de que dispone. Obrar de suerte que, desde
el primer día de la revolución, sepa el trabajador que una nueva era se abre
ante él; que en lo sucesivo nadie se verá obligado a dormir debajo de los
puentes, junto a los palacios, a permanecer ayuno mientras haya alimentos, a
tiritar de frío cerca de los comercios de pieles. Sea todo de todos, tanto en
realidad como en principio, y prodúzcase al fin en la historia una revolución
que piense en las necesidades del pueblo antes de leerle la cartilla de sus
deberes.
Esto no podrá realizarse por decretos, sino tan sólo
por la toma de posesión inmediata, efectiva, de todo lo necesario para la vida
de todos; tal es la única manera en verdad científica de proceder, la única que
comprende y desea la masa del pueblo.
Tomar posesión, en nombre del pueblo sublevado, de
los graneros de trigo, de los almacenen atestados de ropa y de las casas
habitables. No derrochar nada, organizarse en seguida para llenar los vacíos,
hacer frente a todas las necesidades, satisfacerlas todas; producir, no ya para
dar beneficios, sea a quien fuere, sino para hacer que viva y se desarrolle la
sociedad.
Basta de esas fórmulas ambiguas, como el “derecho al
trabajo”, tengamos el valor de reconocer que el bienestar debe realizarse a
toda costa. Cuando los trabajadores reclamaban en 1848 el “derecho al trabajo”,
organizábanse talleres nacionales o municipales y se enviaba a los hombres a
fatigarse en esos talleres por dos pesetas diarias. Cuando pedían la
organización del trabajo, respondíanles: “Paciencia, amigos; el gobierno va a
ocuparse de eso, y ahí tenéis hoy dos pesetas. ¡Descansad, rudos trabajadores,
que harto os habéis afanado toda la vida!” Y entretanto, apuntábanse los
cánones, convocábanse hasta las últimas reservas del ejército, desorganizábase
a los propios trabajadores por mil medios que se conocen al dedillo los
burgueses. Y cuando menos lo pensaban, dijéronles: “¡O vais a colonizar el
África, u os ametrallamos!”
¡Muy diferente será el resultado si los trabajadores
reivindican el derecho del bienestar! Por eso mismo proclaman su derecho a
apoderarse de toda la riqueza social; a tomar las casas e instalarse en ellas
con arreglo a las necesidades de cada familia; a tomar los víveres acumulados y
consumirlos de suerte que conozcan la hartura tanto como conocen el hambre.
Proclaman su derecho a todas las riquezas, y es menester que conozcan lo que
son los grandes goces del arte y de la ciencia, harto tiempo acaparados por los
burgueses.
Y cuando afirman su derecho al bienestar, declaran su
derecho a decidir ellos mismos lo que ha de ser su bienestar, lo que es preciso
para asegurarlo y lo que en lo sucesivo debe abandonarse como desprovisto de
valor.
El derecho al bienestar es la posibilidad de vivir
como seres humanos y de criar los hijos para hacerles miembros iguales de una
sociedad superior a la nuestra, al paso que el derecho al trabajo es el derecho
a continuar siempre siendo un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado
y explotado por los burgueses del mañana. El derecho al bienestar es la
revolución social; el derecho al trabajo es, a lo sumo, un presidio industrial.
EL COMUNISMO ANARQUISTA
CAPÍTULO 1
Toda sociedad que rompa con la propiedad privada se
verá en el caso de organizarse en comunismo anarquista.
Hubo un tiempo en que una familia de aldeanos podía
considerar el trigo que cultivaba y las vestiduras de lana tejidas en casa como
productos de su propio trabajo. Aun entonces, esta creencia no era del todo
correcta. Había caminos y puentes hechos en común, pantanos desecados por un
trabajo colectivo y pastos comunes cercados por setos que todos costeaban, Una
mejora en las artes de tejer o en el modo de tintar los tejidos, aprovechaba a
todos; en aquella época, una familia campesina no podía vivir sino a condición
de encontrar apoyo en la ciudad, en el municipio.
Los italianos que morían de cólera cavando el canal
de Suez, o de anemia en el túnel de San Gotardo, y los americanos segados por
las granadas en la guerra abolicionista de la industria algodonera en Francia y
en Inglaterra no menos que las jóvenes que se vuelven cloróticas en las
manufacturas de Manchester o de Ruan o el ingeniero autor de alguna mejora en
la maquinaria de tejer.
Situándonos en este punto de vista general y
sintético de la producción, no podemos admitir con los colectivistas que una
remuneración proporcional a las horas de trabajo aportadas por cada uno en la
producción de las riquezas, pueda ser un ideal, ni siquiera un paso adelante
hacia ese ideal. Sin discutir aquí si realmente el valor de cambio de las
mercancías se mide en la sociedad actual por la cantidad de trabajo necesario
para producirlas (según lo han afirmado Smith y Ricardo, cuya tradición ha
seguido Marx), bástenos decir que el ideal colectivista nos parecería
irrealizable en una sociedad que considerase los instrumentos de producción
como un patrimonio común. Basada en este principio, veríase obligada a
abandonar en el acto cualquier forma de salario.
Estamos convencidos de que el individualismo mitigado
del sistema colectivista no podría existir junto con el comunismo parcial de la
posesión por todos del suelo y de los instrumentos del trabajo. Una nueva forma
de posesión requiere una nueva forma de retribución. Una forma nueva de
producción no podría mantener la antigua forma de consumo, como no podría
amoldarse a las formas antiguas de organización política.
El salario ha nacido de la apropiación personal del
suelo y de los instrumentos para la producción por parte de algunos.
Era la condición necesaria para el desarrollo de la
producción capitalista; morirá con ella, aunque se trate de disfrazarla bajo la
forma de “bonos de trabajo”. La posesión común de los instrumentos de trabajo
traerá consigo necesariamente el goce en común de los frutos de la labor común.
Sostenemos, no sólo que es deseable el comunismo,
sino que hasta las actuales sociedades, fundadas en el individualismo, se ven
obligadas de continuo a caminar hacia el comunismo.
El desarrollo del individualismo, durante los tres
últimos siglos, se explica, sobre todo, por los esfuerzos del hombre, que quiso
prevenirse contra los poderes del capital y del Estado. Creyó por un momento -y
así lo han predicado los que formulaban su pensamiento por él- que podía
libertarse por completo del Estado y de la sociedad. “Mediante el dinero
-decía- puedo comprar todo lo que necesite.” Pero el individuo ha tomado mal
camino, y la historia moderna le conduce a confesar que sin el concurso de
todos no puede nada, aunque tuviese atestadas de oro sus arcas.
Junto a esa corriente individualista vemos en toda la
historia moderna, por una parte, la tendencia a conservar todo lo que queda del
comunismo parcial de la antigüedad, y por otra a restablecer el principio
comunista en las mil y mil manifestaciones de la vida.
En cuanto los municipios de los siglos X, XI y XII
consiguieron emanciparse del señor laico o religioso, dieron inmediatamente
gran, extensión al trabajo en común, al consumo en común.
La ciudad era la que fletaba buques y despachaba
caravanas para el comercio lejano, cuyos beneficios eran para todos y no para
los individuos; también compraba las provisiones para sus habitantes. Las
huellas de esas instituciones se han mantenido hasta el siglo XIX, y los
pueblos conservan religiosamente el recuerdo de ellas en sus leyendas.
Todo eso ha desaparecido. Pero el municipio rural aún
lucha por mantener los últimos vestigios de, ese comunismo, y lo consigue
mientras el Estado no vierte su abrumadora espada en la balanza.
Al mismo tiempo surgen, bajo mil diversos aspectos,
nuevas organizaciones basadas en el mismo principio de a cada uno según sus
necesidades, porque sin cierta dosis de comunismo no podrían vivir las
sociedades actuales.
El puente, por cuyo paso pagaban en otro tiempo los
transeúntes, se ha hecho de uso común. El camino que antiguamente se pagaba a
tanto la legua, ya no existe más que en Oriente. Los museos, las bibliotecas
libres, las escuelas gratuitas, las comidas comunes para los niños, los parques
y los jardines abiertos para todos, las calles empedradas y alumbradas, libres
para todo el mundo; el agua enviada a domicilio y con tendencia general a no
tener en cuenta la cantidad consumida, he aquí otras tantas instituciones
fundadas en el principio de “Tomad lo que necesitéis”.
Los tranvías y ferrocarriles introducen ya el billete
de abono mensual o anual, sin tener en cuenta el número de viajes, y
recientemente toda una nación, Hungría, ha introducido en su red de
ferrocarriles el billete por zonas, que permite recorrer quinientos o mil
kilómetros por el mismo precio. Tras de esto no falta mucho para el precio
uniforme, como ocurre en el servicio postal. En todas estas innovaciones, y
otras mil, hay la tendencia a no medir el consumo. Hay quien quiere recorrer
mil leguas, y otro solamente quinientas. Esas son necesidades personales, y no
hay razón alguna para hacer pagar a uno doble que a otro sólo porque sea dos
veces más intensa su necesidad.
Hay también la tendencia a poner las necesidades del
individuo por encima de la evaluación de los servicios que haya prestado o que
preste algún día a la
sociedad. L1égase a considerar la sociedad como un todo cada
una de cuyas partes está tan íntimamente ligada con las demás, que el servicio
prestado a tal o cual individuo es un servicio prestado a todos.
Cuando acudís a una biblioteca pública -por ejemplo,
las de Londres o Berlin-, el bibliotecario no os pregunta qué servicio habéis
dado a la sociedad para daros el libro o los cien libros que le pidáis, y si es
necesario, os ayuda a buscarlos en el catálogo. Mediante un derecho de entrada
único, la sociedad científica abre sus museos, jardines, bibliotecas,
laboratorios, y da fiestas anuales a cada uno de sus miembros, ya sea un Darwin
o un simple aficionado.
En San Petersburgo, si perseguís un invento, vais a
un taller especial, donde os ofrecen sitio, un banco de carpintero, un torno de
mecánico, todas las herramientas necesarias, todos los instrumentos de
precisión, con tal de que sepáis manejarlos, y se os deja trabajar todo lo que
gustéis. Ahí están las herramientas; interesad a amigos por vuestra idea,
asociaos a otros amigos de diversos oficios si no preferís trabajar solos;
inventad la máquina o no inventéis nada, eso es cosa vuestra. Una idea os
conduce, y eso basta.
Los marinos de una falúa de salvamento no preguntan
sus títulos a los marineros de un buque náufrago; lanzan su embarcación,
arriesgan su vida entre las olas furibundas, y algunas veces mueren por salvar
a unos hombres a quienes no conocen siquiera. ¿Y para qué necesitan conocerlos?
“Les hacen falta nuestros servicios, son seres humanos: eso basta, su derecho
queda asentado. ¡Salvémoslos!” Que mañana una de nuestras grandes ciudades, tan
egoístas en tiempos corrientes, sea visitada por una calamidad cualquiera -por
ejemplo, un sitio- y esa misma ciudad decidirá que las primeras necesidades que
se han de satisfacer son las de los niños y los viejos, sin informarse de los
servicios que hayan prestado o presten a la sociedad; es preciso ante todo
mantenerlos, cuidar a los combatientes independientemente de la valentía o de
la inteligencia demostradas por cada uno de ellos, y hombres y mujeres a
millares rivalizarán en abnegación por cuidar a los heridos.
Existe la tendencia. Se acentúa en cuanto quedan
satisfechas las más imperiosas necesidades de cada uno, a medida que aumenta la
fuerza productora de la humanidad; acentúase aún más cada vez que una gran idea
ocupa el puesto de las mezquinas preocupaciones de nuestra vida cotidiana.
El día en que devolviesen los instrumentos de producción
a todos, en que las tareas fuesen comunes y el trabajo -ocupando el sitio de
honor en la sociedad- produjese mucho más de lo necesario para todos, ¿cómo
dudar de que esta tendencia ensanchará su esfera de acción hasta llegar a ser
el principio mismo de la vida social?
Por esos indicios somos del parecer de que, cuando la
revolución haya quebrantado la fuerza que mantiene el sistema actual, nuestra
primera obligación será realizar inmediatamente el comunismo. Pero nuestro
comunismo no es el de los falansterianos ni el de los teóricos autoritarios
alemanes, sino el comunismo anarquista, el comunismo sin gobierno, el de los
hombres libres. Esta es la síntesis de los dos fines perseguidos por la
humanidad a través de las edades: la libertad económica y la libertad política.
CAPÍTULO 2
Tomando la anarquía como ideal de la organización
política, no hacemos más que formular también otra pronunciada tendencia de la humanidad. Cada
vez que lo permitía el curso del desarrollo de las sociedades europeas, éstas
sacudían el yugo de la autoridad y esbozaban un sistema basado en los
principios de la libertad individual. Y vemos en la historia que los períodos
durante los cuales fueron derribados los gobiernos a consecuencia de
revoluciones parciales o generales, han sido épocas de repentino progreso en el
terreno económico e intelectual.
Ya es la independencia de los municipios, cuyos
monumentos -fruto del trabajo libre de asociaciones libres- no han sido
superados desde entonces; ya es el levantamiento de los campesinos, que hizo la
Reforma y puso en peligro el Papado; ya la sociedad -libre en los primeros
tiempos- fundada al otro lado del Atlántico por los descontentos que huyeron de
la vieja Europa.
Y si observamos el desarrollo presente de las
naciones civilizadas, vemos un movimiento cada vez más acentuado en pro de
limitar la esfera de acción del gobierno y dejar cada vez mayor libertad al
individuo. Esta es la evolución actual, aunque dificultada por el fárrago de
instituciones y preocupaciones heredadas de lo pasado. Lo mismo que todas las
evoluciones, no espera más que la revolución para barrer las viejas ruinas que
le sirven de obstáculo, tomando libre vuelo en la sociedad regenerada.
Después de haber intentado largo tiempo resolver el
insoluble problema de inventar un gobierno que “obligue al individuo a la
obediencia, sin cesar de obedecer aquél también a la sociedad”, la humanidad,
intenta libertarse de toda especie de gobierno y satisfacer sus necesidades de
organización, mediante el libre acuerdo entre individuos y grupos que persigan
los mismos fines. La independencia de cada mínima unidad territorial es ya una
necesidad apremiante; el común acuerdo reemplaza a la ley, y pasando por encima
de las fronteras, regula los intereses particulares con la mira puesta en un
fin general.
Todo lo que en otro tiempo se tuvo como función del
gobierno se le disputa hoy, acomodándose más fácilmente y mejor sin su
intervención. Estudiando los progresos hechos en este sentido, nos vemos
llevados a afirmar que la humanidad tiende a reducir a cero la acción de los
gobiernos, esto es, a abolir el Estado, esa personificación de la injusticia,
de la opresión y del monopolio.
Ciertamente que la idea de una sociedad sin Estado
provocará por lo menos tantas objeciones como la economía política de una
sociedad sin capital privado. Todos hemos sido amamantados con prejuicios
acerca de las funciones providenciales del Estado. Toda nuestra educación,
desde la enseñanza de las tradiciones romanas hasta el código de Bizancio, que
se estudia con el nombre de derecho romano, y las diversas ciencias profesadas
en las universidades, nos acostumbran a creer en el gobierno y en las virtudes
del Estado providencia.
Para mantener este prejuicio se han inventado y
enseñado sistemas filosóficos. Con el mismo fin se han dictado leyes. Toda la
política se funda en ese principio, y cada político, cualquiera que sea su
matiz, dice siempre al pueblo: “¡Dame el poder; quiero y puedo librarte de las
miserias que pesan sobre ti!”
Abrid cualquier libro de sociología, de
jurisprudencia, y encontraréis en él siempre al gobierno, con su organización y
sus actos, ocupando tan gran lugar, que nos acostumbramos a creer que fuera del
gobierno y de los hombres de Estado ya no hay nada.
La prensa repite en todos los tonos la misma
cantinela. Columnas enteras se consagran a las discusiones parlamentarias, a
las intrigas de los políticos; apenas si se advierte la inmensa vida cotidiana
de una nación en algunas líneas que tratan de un asunto económico, a propósito
de una ley, o en la sección de noticias o en la de sucesos del día. Y cuando
leéis esos periódicos, lo que menos pensáis es en el inmenso número de seres
humanos que nacen y mueren, trabajan y consumen, conocen los dolores, piensan y
crean, más allá de esos personajes de estorbo, a quienes se glorifica hasta el
punto de que sus sombras, agrandadas por nuestra ignorancia, cubran y oculten a
la humanidad.
Y sin embargo, en cuanto se pasa del papel impreso a
la vida misma, en cuanto se echa una ojeada a la sociedad, salta a la vista la
parte infinitesimal que en ella representa el gobierno. Balzac había hecho
notar ya cuántos millones de campesinos permanecen durante toda su vida sin
conocer nada del Estado, excepto los impuestos que están obligados a pagarle.
Diariamente se hacen millones de tratos sin que intervenga el gobierno, y los
más grandes de ellos -los del comercio y la bolsa- se hacen de modo que ni
siquiera se podría invocar al gobierno si una de las partes contratantes
tuviese la intención de no cumplir sus compromisos. Hablad con un hombre que
conozca el comercio, y os dirá que los cambios operados todos los días entre
comerciantes serian de absoluta imposibilidad si no tuvieran por base la
confianza mutua. La costumbre de cumplir su palabra, el deseo de no perder el
crédito, bastan ampliamente para sostener esa honradez comercial. El mismo que
sin el menor remordimiento envenena a sus parroquianos con infectas drogas
cubiertas de etiquetas pomposas, tiene como empeño de honor el cumplir sus
compromisos. Pues bien; si esa moralidad relativa ha podido desarrollarse,
hasta en las condiciones actuales, cuando el enronquecimiento es el único móvil
y el único objetivo, ¿podemos dudar que no progrese rápidamente, en cuanto ya
no sea la base fundamental de la sociedad la apropiación de los frutos de la
labor ajena?
Hay otro rasgo característico de nuestra generación,
que aún habla mejor en pro de nuestras ideas, y es el continuo crecimiento del
campo de las empresas debidas a la iniciativa privada y el prodigioso
desarrollo de todo género de agrupaciones libres. Estos hechos son
innumerables, y tan habituales, que forman la esencia de la segunda mitad de
este siglo, aun cuando los escritores de socialismo y de política los ignoran,
prefiriendo hablarnos siempre de las funciones del gobierno. Estas
organizaciones, libres y variadas hasta lo infinito, son un producto tan
natural, crecen con tanta rapidez y se agrupan con tanta facilidad, son un
resultado tan necesario del continuo crecimiento de las necesidades del hombre
civilizado y reemplazan con tantas ventajas a la injerencia gubernamental, que
debemos reconocer en ellas un factor cada vez más importante en la vida de las
comunidades.
Si no se extienden aún al conjunto de las
manifestaciones de la vida, es porque hallan un obstáculo insuperable en la
miseria del trabajador, en las castas de la sociedad actual, en la apropiación
privada del capital colectivo, en el Estado. Abolid esos obstáculos, Y las
veréis cubrir el inmenso dominio de la actividad de los hombres civilizados.
La historia de los cincuenta años últimos es una
prueba de la impotencia del gobierno representativo para desempeñar las
funciones con que se le ha querido revestir.
Algún día se citará el siglo XIX como la fecha del
aborto del parlamentarismo.
Esta impotencia es tan evidente para todos, son tan
palpables las faltas del parlamentarismo y los vicios fundamentales del
principio representativo, que los pocos pensadores que han hecho su crítica (J.
Stuart Mill, Laverdais) no han tenido más que traducir el descontento popular.
Es absurdo nombrar algunos hombres y decirles: “Hacednos leyes acerca de todas
las manifestaciones de nuestra vida, aunque cada uno de vosotros las ignore”.
Se empieza a comprender que el gobierno de las mayorías parlamentarias
significa el abandono de todos los asuntos del país a los que forman las mayorías
en la Cámara y en los comicios a los que no tienen opinión.
La unión postal internacional, las uniones de
ferrocarriles, las sociedades sabias, dan el ejemplo de soluciones halladas por
el libre acuerdo, en vez de por la ley. Cuando grupos diseminados por el mundo
quieren llegar hoy a organizarse para un fin cualquiera, no nombran un
parlamento internacional de diputados para todo y a quienes se les diga: “Votadnos
leyes; las obedeceremos”. Cuando no se pueden entender directamente o por
correspondencia, envían delegados que conozcan la cuestión especial que va a
tratarse, y les dicen: “Procurad poneros de acuerdo acerca de tal asunto, y
volved luego no con una ley en el bolsillo, sino con una proposición de
acuerdo, que aceptaremos o no aceptaremos”. Así es como obran las grandes
sociedades industriales y científicas, las asociaciones de todas clases, que
hay en gran número en Europa y en los Estados Unidos. Y así deberá obrar la
sociedad libertada. Para realizar la expropiación, le será absolutamente
imposible organizarse bajo el principio de la representación parlamentaria. Una
sociedad fundada en la servidumbre podrá conformarse con la monarquía absoluta;
una sociedad basada en el salario y en la explotación de las masas por los
detentadores del capital, se acomoda con el parlamentarismo. Pero una sociedad
libre que vuelva a entrar en posesión de la herencia común, tendrá que buscar
en el libre agrupamiento y en la libre federación de los grupos una
organización nueva que convenga a la nueva fase económica de la historia.
LA EXPROPIACIÓN
CAPÍTULO 1
Cuéntase, que en 1848, al verse amenazado Rothschild
en su fortuna por la revolución, inventó la siguiente farsa: “Admitamos que mi
fortuna se haya adquirido a costa de los demás. Dividida entre tantos millones
de europeos, tocarían dos pesetas a cada persona. Pues bien; me comprometo a
devolver a cada cual sus dos pesetas si me las pide”.
Dicho esto, y debidamente publicado, nuestro
millonario se paseaba tranquilo por las calles de Francfort. Tres o cuatro
transeúntes le pidieron sus dos pesetas, se las entregó con sardónica sonrisa,
y quedó hecha la
jugarreta. La familia del millonario aún está en posesión de
sus tesoros.
Poco más o menos así razonan las cabezas sólidas de la
burguesía cuando nos dicen: “¡Ah, la expropiación! Comprendido. Quitan ustedes
a todos los gabanes, los ponen en un montón, y cada cual se acerca a coger uno,
salvo el zurrarse la badana por quién coge el mejor”.
Lo que necesitamos no es poner en un montón los
gabanes para distribuirlos después, y eso que los que tiritan de frío aún
encontrarían en ello alguna ventaja. Tampoco tenemos que repartirnos las dos
pesetas de Rothschild. Lo que necesitamos es organizarnos de tal forma, que
cada ser humano, al venir al mundo, pudiera estar seguro de aprender un trabajo
productivo, en primer término acostumbrarse a él, y después poder ocuparse de
ese trabajo sin pedir permiso al propietario y al patrono y sin pagar a los
acaparadores de la tierra y de las máquinas la parte del león sobre todo lo que
produzca.
En cuanto a las riquezas de todas clases, detentadas
por los RoLhschilds o los Vanderbilt, nos servirían para organizar mejor
nuestra producción en común
El día en que el trabajador del campo pueda arar la
tierra sin pagar la mitad de lo que produce; el día en que las máquinas
necesarias para preparar el suelo para las grandes cosechas estén a la libre
disposición de los cultivadores; el día en que el obrero del taller produzca
para la comunidad y no para el monopolio, los trabajadores no irán ya
harapientos, y no habrá más Rothschilds ni otros explotadores.
Nadie tendrá ya necesidad de vender su fuerza de
trabajo por un salario que sólo representa una parte del total de lo que
produce.
“Sea -nos dirán-. Pero de fuera os vendrán los
Rothschilds. ¿Podréis impedir que un individuo que haya acumulado millones en
China, vaya a establecerse entre vosotros, que se rodee de servidores y
trabajadores asalariados, que los explote y se enriquezca a costa de ellos? No
podéis hacer la revolución en toda la tierra a la vez. ¿Vais a establecer
aduanas en vuestras fronteras, para registrar ti quienes lleguen y apoderarse
del oro que traigan?”
¡Habría que ver: policías anarquistas disparando
contra los pasajeros!
Pues bien; en el fondo de este razonamiento hay un
burdo error, y es que nadie se ha preguntado nunca de dónde provienen las
fortunas de los ricos. Un poco de reflexión bastaría para demostrar que el
origen de esas fortunas está en la miseria de los pobres. Donde no haya
miserables, no habrá ya ricos para explotarlos.
Fijaos un poco en la Edad Media, en la que
comienzan a surgir grandes fortunas. Un barón feudal se ha apoderado de un
fértil valle. Pero mientras esa campiña no se pueble, nuestro barón no puede
llamarse rico. ¿Qué va a hacer nuestro barón para enriquecerse? ¡Buscar
colonos!
Sin embargo, si cada agricultor tuviese un pedazo de
tierra libre de cargas y además las herramientas y el ganado suficientes para
la labor, ¿quién iría a roturar las tierras del barón? Cada cual se quedaría en
las suyas. Pero hay poblaciones enteras de miserables. Unos han sido arruinados
por las guerras, otros por las sequías, por la peste; no tienen bestias ni
aperos. (El hierro era costoso en la Edad Media; más costosa todavía una bestia de
labor.)
Todos los miserables buscan mejores condiciones. Un
día ven en el camino, en la linde de las tierras de nuestro barón, un poste
indicando con ciertos signos comprensibles que el labrador que se instale en
esas tierras recibirá con el suelo instrumentos y materiales para edificar una
choza y sembrar su campo, sin que en cierto número de años tenga que pagar
ningún canon. Ese número de años se indica con otras tantas cruces en el poste
frontero, y el campesino entiende lo que significan esas cruces.
Entonces acuden a las tierras del barón los
miserables; trazan caminos, desecan los pantanos, levantan aldeas. A los nueve
años, el barón les impondrá un arrendamiento, cinco años más tarde les cobrará
tributos, que duplicará después, y el labrador aceptará esas nuevas condiciones
porque en otra parte no las hallará mejores, Y poco a poco, con ayuda de la ley
hecha por los letrados, la miseria del campesino se convierte en manantial de
riqueza para el señor; y no sólo para el señor, sino para toda una nube de
usureros que descarga sobre las aldeas, y que se multiplican tanto más cuanto
mayor es el empobrecimiento del labriego.
Así pasaba en la Edad Media. ¿Y no
sucede hoy lo mismo? Si hubiese tierras libres que el campesino pudiese
cultivar a su antojo, ¿iría a pagar mil pesetas por hectárea al señor vizconde
que se digna cederle una parcela? ¿Iría a pagar un arrendamiento oneroso, que
le quita el tercio de lo que produce? ¿Iría a hacerse colono para entregar la
mitad de la cosecha al propietario?
Pero como nada tiene, acepta todas las condiciones
con tal d poder vivir cultivando el suelo, y enriquece al Señor. En pleno siglo
XIX, como en la Edad Media,
la pobreza del campesino es riqueza para los propietarios de bienes raíces.
CAPÍTULO 2
El amo del suelo se enriquece con la miseria de los
labradores. Lo mismo sucede con el industrial.
Contemplad un burgués, que de una manera u otra se
encuentra poseedor de un tesoro de quinientas mil pesetas. Ciertamente, puede
gastarse ese dinero a razón de cincuenta mil pesetas al año, poquísima cosa en
el fondo, dado el lujo caprichoso e insensato que vemos en estos días. Pero
entonces al cabo de diez años no le quedará nada. Así, pues, como hombre “práctico”,
prefiere guardar intacta su fortuna y crearse además una bonita renta anual.
Eso es muy sencillo en nuestra sociedad, precisamente
porque en nuestras ciudades y pueblos hormiguean trabajadores que no tienen
para vivir un mes, ni siquiera una quincena. Nuestro burgués funda una fábrica,
los banqueros se apresuran a prestarle otras quinientas mil pesetas, sobre todo
si tiene fama de ser hábil, y con su millón podrá hacer trabajar a quinientos
obreros.
Si en los contornos no hubiese más que hombres y
mujeres cuya existencia estuviera garantizada, ¿quién iría a trabajar para
nuestro burgués? Nadie consentiría en fabricarle, por un salario de dos o tres
pesetas al día, objetos comerciales por valor de cinco a diez pesetas.
Por desgracia, los barrios pobres de la ciudad y de
los pueblos próximos están llenos de gente cuyos hijos lloran delante de la
despensa vacía. Por eso, en cuanto se abre la fábrica acuden corriendo los
trabajadores embaucados. No hacen falta más que cien y se presentan mil. Y en
cuanto funciona la fábrica, el patrono se embolsa, limpio de polvo y paja, un
millar de pesetas anuales por cada par de brazos que trabajan para él.
Nuestro patrono obtiene así una bonita renta. Si ha
elegido una rama industrial lucrativa, y si es listo, agrandará poco a poco su
fábrica y aumentará sus rentas, duplicando el número de los hombres, a quienes
explota.
Entonces llegará a ser un personaje en la comarca. Podrá
pagar almuerzos a otros notables, a los concejales, al señor diputado. Podrá
casar su fortuna con otra fortuna, y colocar más tarde ventajosamente a sus
hijos y obtener luego alguna concesión del Estado. Se le pedirán suministros
para el ejército o para la provincia, y continuará redondeando su tesoro hasta
que una guerra, o el simple rumor de ella, o una jugada de bolsa le permitan
dar un gran golpe de mano.
Las nueve décimas partes de las colosales fortunas de
los Estados Unidos (así lo ha relatado Henry George en sus Problemas sociales)
se deben a una gran bribonada hecha con la complicidad del Estado. En Europa,
los nueve décimos de las fortunas, en nuestras monarquías y en nuestras
repúblicas, tienen el mismo origen.
Toda la ciencia de adquirir riquezas está en eso:
encontrar cierto número de hambrientos, pagarles tres pesetas y hacerles
producir diez; amontonar así una fortuna y acrecentarla en seguida por algún
gran golpe de mano con ayuda del Estado.
No vale la pena hablar de las modernas fortunas
atribuidas por los economistas al ahorro, pues el ahorro, por sí solo, no
produce nada, en tanto que el dinero ahorrado no se emplea en explotar a los
hambrientos.
Supongamos un zapatero a quien se le retribuya bien
su trabajo, que tenga buena parroquia y que, a fuerza de privaciones, llegue a
ahorrar cerca de dos pesetas diarias, ¡cincuenta pesetas al mes!
Supongamos que nuestro zapatero no esté nunca
enfermo; que coma bien, a pesar de su afán por el ahorro; que no se case o que
no tenga hijos; que no se muera de tisis; admitamos cuanto queráis.
Pues bien; a la edad de cincuenta años no habrá
ahorrado ni quince mil pesetas, y no tendrá de qué vivir durante su vejez,
cuando ya no pueda trabajar. Ciertamente no es así como se hacen las fortunas.
Supongamos otro zapatero. En cuanto tenga ahorradas
unas pesetas, las llevará con cuidado a la caja de ahorros, y ésta se las
prestará al burgués que trata de montar una explotación de hombres descalzos.
Luego tomará un aprendiz, el hijo de un miserable, que se tendrá por feliz si
al cabo de cinco años aprende el oficio y consigue ganarse la vida.
El aprendiz le “producirá” a nuestro zapatero y si
éste tiene clientela, se apresurará a tomar otro, y más adelante un tercer
aprendiz. Luego tendrá dos o tres oficiales, felices si cobran tres pesetas
diarias por un trabajo que vale seis. Y si nuestro zapatero “tiene suerte”, es
decir, si es bastante pillo, sus oficiales y aprendices le producirán una
veintena de pesetas además de su propio trabajo. Podrá ensanchar su negocio, se
enriquecerá poco a poco y no tendrá necesidad de privarse de lo estrictamente
necesario. Dejará a su hijo una fortunita.
He aquí lo que llaman “hacer ahorros, tener hábitos
de sobriedad”. En el fondo, es lisa y llanamente explotar a los necesitados.
El comercio parece una excepción de la regla. “Fulano
-se nos dirá- compra té en la China, lo importa a Francia y realiza un
beneficio del 30 por 100 de su dinero. No ha explotado a nadie.”
Y, sin embargo, el caso es análogo. ¡Si nuestro
hombre hubiese traído el té sobre sus espaldas, santo y muy bueno! Antaño, en
los orígenes de la Edad
Media, de esa manera precisamente se hacía el comercio. Por
eso no se lograban jamás las pasmosas fortunas de nuestros días; apenas si el
mercader de entonces podía guardar algunas monedas después de un viaje llenos
de penalidades y peligros. Impulsábale a dedicarse al comercio menos el afán de
lucro que la afición a los viajes y aventuras.
Hoy el sistema es más sencillo. El comerciante que tiene
capital no necesita moverse del escritorio para enriquecerse. Telegrafía a un
comisionista la orden de comprar cien toneladas de té; fleta un buque, y a las
pocas semanas tiene en su poder el cargamento. Ni siquiera corre el riesgo de
la travesía, porque están asegurados su té y el buque. Y si ha gastado cien mil
pesetas, recogerá ciento treinta mil, a menos que haya querido especular con
alguna mercancía nueva, en cuyo caso se arriesga a duplicar su fortuna o a
perderla por entero.
Pero, ¿cómo ha podido encontrar hombres que se hayan
resuelto a hacer la travesía, ir a China y volver, trabajar de firme, soportar
fatigas y arriesgar su vida por un salario ruin? ¿Cómo ha podido encontrar en
los docks cargadores y descargadores, a quienes pagaba lo preciso nada más que
para no dejarlos morir de hambre mientras trabajaban? ¿Cómo? ¡Porque están en
la miseria! Id a un puerto de mar, visitad los cafetuchos de los muelles,
observad a esos hombres que van a dejarse embaucar, pegándose a las puertas de
los docks, que asaltan desde el alba, para ser admitidos a trabajar en los
buques. Ved esos marineros, contentos de enrolarse para un viaje lejano,
después de semanas y meses de espera; toda su vida la han pasado de buque en
buque y subirá aún a otros, hasta que algún día desaparezcan entre las olas.
Multiplicad los ejemplos, elegidlos donde os parezca,
meditad sobre el origen de todas las fortunas grandes o pequeñas, procedan del
comercio, de la banca; de la industria o del suelo. En todas partes
comprobaréis que la riqueza de unos está formada por miseria de otros.
Una sociedad anarquista no tendría que temer al
Rothschild desconocido que fuera a establecerse de pronto en su seno. Si cada
miembro de la comunidad sabe que después de algunas horas de trabajo productivo
tendrá derecho a todos los placeres que proporciona la civilización, a los
profundos goces que la ciencia y el arte dan a quienes la cultivan, no irá a
vender su fuerza de trabajo por una mezquina pitanza; nadie se ofrecerá para
enriquecer al susodicho Rothschild. Sus monedas de dos pesetas serán rodajas
metálicas, útiles para diversos usos, pero incapaces de producir crías.
La expropiación debe comprender todo cuanto permita
apropiarse el trabajo ajeno. La fórmula es sencilla y fácil de comprender.
No queremos despojar a nadie de su gabán, si no que
deseamos devolver a los trabajadores todo lo que permite explotarlos, no
importa a quién. Y haremos todos los esfuerzos para que, no faltándole a nadie
nada, no haya ni un solo hombre que se vea obligado a vender sus brazos para
existir él y sus hijos.
He aquí cómo entendemos la expropiación y nuestro
deber durante la revolución, cuya llegada esperamos, no para de aquí a
doscientos años, sino en un futuro próximo.
CAPÍTULO 3
La idea anarquista en general y la de la expropiación
en particular, encuentran muchas más simpatías de lo que se cree entre los
hombres independientes de carácter y aquellos para quienes la ociosidad no es
el supremo ideal. “Sin embargo -nos dicen con frecuencia nuestros amigos-,
¡guardaos de ir demasiado lejos! ¡Puesto que la humanidad no cambia en un día,
no vayáis demasiado de prisa en vuestros proyectos de expropiación y de
anarquía! Arriesgaríais no hacer nada duradero.”
Pues bien; lo que tememos en materia de expropiación
es no ir demasiado lejos. Por el contrario, tememos que la expropiación se haga
en una escala demasiado pequeña para ser duradera; que el arranque
revolucionario se detenga a la mitad de su camino; que se gaste en medidas a
medias que no podrían contentar a nadie, y que produciendo un derrumbamiento
formidable en la sociedad y una suspensión de sus funciones, no fuesen, sin
embargo, viables, sembrando el descontento general y trayendo fatalmente el
triunfo de la reacción.
En efecto, hay establecidas en nuestras sociedades
relaciones que es materialmente imposible modificar si sólo en parte se toca a
ellas. Los diversos rodajes de nuestra organización económica están engranados
tan íntimamente entre si, que no puede modificarse uno solo sin modificarlos en
su conjunto; esto se advertirá en cuanto se quiera expropiar, sea lo que fuere.
Supongamos que en una región cualquiera se haga una
expropiación, limitada, por ejemplo, a los grandes señores territoriales sin
tocar a las fábricas (como no ha mucho pidió Henry George) que en tal o cual
ciudad se expropien las casas, sin poner en común los víveres, o que en una
región industrial se expropien fábricas sin tocar a las grandes propiedades territoriales.
El resultado será siempre el mismo: trastorno inmenso
de vida económica, sin medios de reorganizarla sobre bases nuevas. Paralización
de la industria y del tráfico, sin volver a los principios de la justicia:
imposibilidad de que la sociedad reconstituya un todo armónico.
Si el agricultor se libra del gran propietario
territorial sin que la industria se libre del capitalista, el industrial del
comerciante del banquero, no habrá hecho nada. El cultivador sufre hoy, no sólo
por tener que pagar la renta al propietario del suelo, sino por el conjunto de
las condiciones actuales; sufre el impuesto que le cobra el industrial, quien
le hace pagar tres pesetas por una azada que sólo vale la cuarta parte en
comparación con el trabajo agricultor; contribuciones impuestas por el Estado,
que no puede existir sin una formidable jerarquía de funcionarios; gastos de
sostenimiento del ejército que mantiene el Estado, porque industriales de todas
las naciones están en perpetua lucha por los mercados, y cualquier día puede
estallar la guerra a consecuencia de disputarse la explotación de tal o cual
parte del Asia o África. El agricultor sufre por la despoblación de los campos
cuya juventud se ve arrastrada hacia las fábricas de las gran ciudades, ya con
el cebo de salarios más altos pagados temporalmente por los productores de
objetos de lujo, ya por los alicientes de una vida de más movimiento; sufre
también por la protección artificial de la industria, la explotación comercial
de los países limítrofes, la usura, la dificultad de mejorar el suelo y
perfeccionar los aperos, etcétera.
Lo mismo sucede con la industria. Entregad
mañana las fábricas a los trabajadores, haced lo que se ha hecho con cierto
número de campesinos, a quienes se les ha convertido en propietarios, del
suelo. Suprimid el patrono, pero dejadle la tierra al señor, el dinero al
banquero, la bolsa al comerciante; conservad en la sociedad esa masa de ociosos
que viven del trabajo del obrero, mantenedlos mil intermediarios, el Estado con
su caterva de funcionarios, y la industria no marchará. No hallando compradores
en la masa de los labriegos, que continúan pobres; no poseyendo las primeras
materias y no pudiendo exportar sus productos, a causa en parte de la
suspensión del comercio, y sobre todo por efecto de la, centralización de las
industrias, no podrá hacer más que vegetar, quedando abandonados los obreros en
el arroyo.
Expropiad a los señores de la tierra y devolved las
fábricas a los trabajadores, pero sin tocar a esas nubes de intermediarios que
especulan hoy con las harinas y los trigos, con la carne y con todos los
comestibles en los grandes centros, al mismo tiempo que esparcen los productos
de nuestras manufacturas. Pues bien; cuando se dificulte el tráfico y ya no
circulen los productos, cuando falte pan en París, y Lyon no encuentre
compradores para sus sedas, la reacción será terrible, caminando sobre
cadáveres, paseando las ametralladoras por ciudades y campos, celebrando orgías
de ejecuciones y deportaciones, como se hizo en 1815, en 1848 y en 1871.
Todo se enlaza en nuestras sociedades, y es imposible
reformar algo sin que el conjunto se quebrante. El día en que se hiera a la
propiedad privada en cualquiera de sus formas, habrá que herirla en todas las
demás. Lo impondrá el mismo triunfo de la revolución.
Si una gran ciudad pone solamente mano en las casas o
en las fábricas, la misma fuerza de las cosas la llevará a no reconocer a
banqueros, derecho a cobrar del municipio cincuenta millones de impuesto, bajo
la forma de intereses por empréstitos anteriores. Se verá obligada a ponerse en
relación con los cultivadores, y forzosamente los impulsará a libertarse de los
poseedores del suelo. Para poder comer y producir, tendrá que expropiar los
caminos de hierro. Por último, para evitar el derroche de los víveres y no
quedar a merced de los acaparadores de trigo, como el ayuntamiento de 1793,
confiará a los mismos ciudadanos el cuidado de llenar sus almacenes de víveres
y repartir los productos.
Sin embargo, algunos socialistas han tratado de
establecer una distinción, diciendo: “Querernos que se expropíen el suelo, el
subsuelo, la fábrica, la manufactura; son instrumentos de producción, y justo
es ver en ellos una propiedad pública”, pero además de eso hay objetos de
consumo, el alimento, el vestido, la habitación, que deben ser propiedad
privada.
El lecho, la habitación, la casa, son lugares de
vagancia para el que nada produce. Pero para el trabajador, una pieza caldeada
y clara es tan instrumento de producción como la máquina o la herramienta. Es el
sitio donde restaura sus músculos y nervios, que se desgastarán mañana en el
trabajo. El descanso del productor es necesario para que funcione la máquina.
Esto es aún más evidente para el alimento. Los
pretendidos economistas de que hablamos, nunca han dejado de decir que el
carbón quemado por una máquina figura entre los objetos tan necesarios para la
producción como las primeras materias. ¿Cómo puede excluirse de los objetos
indispensables para el productor el alimento, sin el cual no podría hacer
ningún esfuerzo la máquina humana? ¿Será tal vez un resto de metafísica
religiosa?
La comida abundante y regalona del rico es un consumo
lujo. Pero la comida del productor es uno de los objetos imprescindibles para
la producción, con el mismo título que el carbón quemado por la máquina de
vapor.
Otro tanto sucede con el vestido, porque si los
economistas que distinguen entre los objetos de producción y los de consumo
vistiesen a estilo de los salvajes de Nueva Guinea, comprenderíamos tales
reservas. Pero gentes que no podrían escribir una línea sin llevar camisa
puesta, no están en su lugar al hacer una distinción tan grande entre su camisa
y su pluma. La blusa y los zapatos, sin los cuales no podría ir un obrero a su
trabajo, la chaqueta que se pone al concluir la jornada y la gorra con que se
resguarda la cabeza, le son tan necesarios como el martillo y el yunque.
Quiérase o no, así entiende el pueblo la revolución. En
cuanto haya barrido los gobiernos, tratará, ante todo, de asegurarse un
alojamiento sano, una alimentación suficiente y el vestido necesario, sin pagar
gabelas.
Y el pueblo tendrá razón. Su manera de actuar estará
infinitamente más conforme con la ciencia que la de los economistas que hacen
tantos distingos entre el instrumento de producción y los artículos de consumo.
Comprenderá que precisamente por ahí debe comenzar la
revolución, y echará los cimientos de la única ciencia económica que puede
reclamar el título de ciencia, y que pudiera llamarse estudio de las
necesidades de la humanidad y medios económicos de satisfacerlas.

LOS VÍVERES
CAPÍTULO 1
Si la próxima revolución ha de ser una revolución
social, se distinguirá de los anteriores levantamientos, no sólo por sus fines,
sino también por sus procedimientos. Fines nuevos requieren procedimientos
nuevos.
El pueblo se bate para derribar el antiguo régimen, y
derrama su sangre preciosa. Después de romper la argolla, vuelve a la sombra. Un gobierno
compuesto de hombres más o menos honrados se constituye y se encarga de
organizar la república en 1793 el trabajo en 1848, el municipio libre en 1871.
Imbuido ese gobierno en las ideas
jacobinas, preocúpase de las cuestiones políticas ante todo:
reorganización de la máquina del poder, purificación del personal
administrativo, separación de la Iglesia y el Estado, libertades cívicas, y así
sucesivamente.
Es verdad que los clubs obreros vigilan a los nuevos
gobernantes. A menudo imponen sus ideas.
Pero aun en esos clubs, sean burgueses o trabajadores
los que peroran, siempre domina la idea burguesa. Se habla mucho de cuestiones
políticas, pero s olvida la cuestión del pan.
En cuanto estalla la revolución, inevitablemente para
el trabajo, detiénese la circulación de los productos, se esconden los
capitales. El patrono no tiene nada que temer en esas épocas; vive de sus
rentas, si es que no especula con la miseria; pero asalariado se ve reducido a
vivir al día. Se anuncia la
escasez Aparece la miseria, una miseria como no se había
visto con antiguo régimen.
“Son los girondinos quienes nos matan de hambre”, se
decía por los arrabales en 1793. Y se guillotinaba a los girondinos,
dando plenos poderes a la Montaña, al Ayuntamiento de París. El Ayuntamiento
preocupábase, en efecto, del pan; desplegaba heroicos esfuerzos para alimentar
a París.”
Fouché y Collot d'Herbois creaban pósitos en Lyon,
pero se disponía de ínfima cantidad de grano para llenarlos. Las
municipalidades luchaban para conseguir trigo. Se ahorcaba a los tahoneros
acaparadores del grano, pero seguía faltando el pan.
Entonces la emprendían con los realistas,
guillotinando a doce, quince diarios, criadas y duquesas, sobre todo criadas,
porque las duquesas estaban en Coblenza. Pero aunque guillotinasen a cien
duques y vizcondes cada veinticuatro horas, nada habría cambiado.
La miseria iba en aumento, Puesto que era preciso
siempre cobrar, un salario para vivir, y el salario no aparecía, ¿qué hubieran
podido hacer mil cadáveres más o menos?
Entonces el pueblo comenzaba a cansarse. “¡Bien va
vuestra revolución! -cuchicheaba el reaccionario al oído del trabajador; ¡nunca
habéis tenido tanta miseria!” Y poco a poco se tranquilizaba el rico, salía de
su escondite, se mofaba de los descalzos con su pomposo lujo, vestíase de
currutaco y decía a los trabajadores: “¡Vamos, basta de necedades! ¿Qué habéis
ganado con la revolución? ¡Ya es hora de acabar con ella!”
Y con el corazón oprimido, exhausto ya de paciencia,
el revolucionario llegaba a decirse: “¡Otra vez perdida la revolución!,” Se
volvía a su tugurio y dejaba hacer.
Entonces la reacción se mostraba altiva, realizando
su golpe de Estado. Muerta la revolución, ya no le quedaba sino pisotear su
cadáver.
¡Y pisoteábalo de firme! Se derramaban olas de sangre
el terror blanco segaba cabezas, poblaba las cárceles, y entretanto seguían su
curso las orgías de la granujería elevada.
He aquí la imagen de todas nuestras revoluciones. En
1848, el trabajador parisiense ponía «tres
meses de miseria» al servicio de la República, y al
cabo de los tres meses, no pudiendo ya más, hacía su postrer esfuerzo
desesperado, esfuerzo ahogado por la matanza.
Y en 1871 concluía la Comuna por falta de
combatientes. No había olvidado decretar la separación de la Iglesia y del
Estado; pero no pensó hasta harto tarde en asegurar a todos el pan. Y viose en
París a los gomosos burlase de los federados, diciéndoles: “¡Imbéciles, id a
haceros matar por seis reales, mientras nosotros nos vamos de francachela al
restaurante de moda!” Comprendióse la falta en los últimos días. Se hizo la
sopa comunal, pero era demasiado tarde. ¡Los versalleses estaban ya dentro de
las murallas!
“¡Pan; la revolución necesita pan! ¡Ocupense otros en
lanzar circulares con frases rimbombantes! ¡Pónganse otros en los hombros
tantos galones como puedan llevar encima! ¡Peroren otros acerca de las
libertades políticas!” Nuestra tarea consistirá en hace de manera que en los
primeros días de la revolución, y mientras dure ésta, no haya un solo hombre en
el territorio insurrecto quien le falte el pan, ni una sola mujer obligada a
formar cola delante de la tahona para recoger la bola de salvado que le quieran
arrojar de limosna, ni un solo niño a quien le falte lo necesario para su débil
constitución.
CAPÍTULO 2
Somos utopistas, es cosa sabida. En efecto, tan
utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer que la revolución debe y
puede garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan. Es preciso
asegurar el pan al pueblo sublevado, es menester que la cuestión del pan
preceda a todas las demás. Si se resuelve en interés del pueblo, la revolución
irá por buen camino.
Es seguro que la próxima revolución estallara en
medio de una formidable crisis industrial. Desde hace una docena de años nos
encontramos en plena efervescencia, y la situación tiene que agravarse. Todo
contribuye a ello: la concurrencia de las naciones jóvenes que entran en el
palenque para conquistar los antiguos mercados, las guerras, los impuestos
siempre crecientes, las deudas de los Estados, lo inseguro del mañana, las
grandes empresas lejanas.
En este momento falta el trabajo a millones de
trabajadores en Europa. Peor será cuando haya estallado la revolución y se haya
propagado como el fuego en un reguero de pólvora. El número de obreros sin
trabajo duplicará en cuanto se levanten barricadas en Europa y en los Estados
Unidos. ¿Qué se va a hacer para asegurar el pan a esas muchedumbres?
Ya que se abrieron talleres en 1789 y en 1793; ya que
se recurrió al mismo medio en 1848; ya que Napoleón III consiguió durante
dieciocho años contener al proletariado parisiense dándole trabajos que valen
hoy a París su deuda de dos millones de pesetas y su impuesto municipal de noventa
pesetas por cabeza; ya que este excelente medio se empleaba en Roma y hasta en
Egipto hace cuatro mil años; ya que déspotas, reyes y emperadores han arrojado
siempre un pedazo de pan al pueblo para tener tiempo de recoger el látigo, es
natural que las gentes prácticas preconicen ese método de perpetuar el salario.
¡A qué romperse la cabeza, cuando se dispone del método ensayado por los
faraones de Egipto!
Pero si la revolución tuviese la desgracia de seguir
ese camino, estaba perdida.
Cuando el 27 de febrero de 1848 se abrían los
talleres nacionales, los obreros sin trabajo no eran más que ocho mil en París;
quince días después, eran ya cuarenta y nueve mil; bien pronto iban a ser cien
mil, sin contar los que acudían de provincias.
Pero en aquella época, la industria y el comercio no
ocupaban en Francia la mitad de los brazos que hoy. Y sabido es que en tiempo
de revolución lo que más padece es el tráfico, es la industria. Basta
pensar sólo en el número de obreros que trabajan directa e indirectamente para
la exportación, en el número de brazos empleados en las industrias de lujo que
tienen por clientela la minoría burguesa.
La revolución en Europa es la suspensión inmediata de
la mitad de las fábricas y manufacturas; representa millones de trabajadores
arrojados a la calle junto con sus familias.
Es evidente, como ya lo dijo Proudhon, que el ataque
a propiedad traerá la completa desorganización de todo el régimen basado en la
empresa particular y en el salario. La sociedad misma se vera obligada a poner
mano en el conjunto de la producción y reorganizarla según las necesidades del
conjunto de la
población. Pero como esta reorganización no es posible en un
día ni en más, como exige cierto período de adaptación, durante el cual millones
de hombres se verían privados de medios de existencia, ¿qué ha de
hacerse?
No hay más que una solución verdaderamente práctica,
y es reconocer lo inmenso de la tarea que se impone, y en vez de echar un
remiendo a una situación que se ha hecho imposible, proceder a reorganizar la
producción según los nuevos principios.
Será preciso que el pueblo tome inmediatamente
posesión todos los víveres que haya en los municipios insurrectos,
inventariándolos y cuidando que, sin derrochar nada, aprovechen todos los
recursos acumulados para atravesar el periodo de crisis, y durante ese tiempo
entenderse con los obreros de las fábrica ofreciéndoles las primeras materias
que les falten y garantizándoles la existencia durante algunos meses, a fin de
que produzcan lo que necesita el cultivador. No olvidemos que si Francia teje
sederías para los banqueros alemanes, las emperatrices de Rusia y de las islas
Sandwich, y que si París hace maravillas de juguetería para los ricos del mundo
entero, dos tercios de los campesinos franceses carecen de lámparas para
alumbrarse y de las herramientas mecánicas necesarias hoy en la agricultura.
Y por último, hacer valer las tierras improductivas y
mejorar las que no producen ni siquiera la cuarta ni aun la décima parte de lo
que producirán cuando estén sometidas al cultivo intensivo de huerta y
jardinería.
CAPÍTULO 3
Un hombre o un grupo de hombres que poseen el capital
necesario montan una empresa industrial; se encargan de abastecer la
manufactura o la fábrica de primeras materias, de organizar la producción, de
vender los productos, de pagar a los obreros un salario fijo, y por último, se
embolsan el exceso de valor o los beneficios, con el pretexto de indemnizarse
del riesgo que han corrido, de las oscilaciones de precios que tiene la
mercancía en el mercado.
Por salvar este sistema, los actuales detentadores
del capita estarían dispuestos a hacer ciertas concesiones, por ejemplo,
repartir una parte de los beneficios con los trabajadores o establecer una
escala de salarios que les obligue a elevarlos en cuanto suben las ganancias;
en una palabra, consentirían ciertos sacrificios con tal que se les dejase el
derecho de dirigir y administrar la industria y de recaudar los beneficios de
ella.
El colectivismo, según sabernos, introduce
importantes modificaciones en ese régimen, pero sin dejar de mantener el
salario. Sólo que sustituye el patrono por el Estado, es decir, con el gobierno
representativo, nacional o comunal. Los representantes de la nación o del
municipio, sus delegados o sus funcionarios son quienes se encargan de la
gerencia de la industria, y al mismo tiempo se reservan el derecho de emplear
en provecho de todos el exceso de valor de la producción. Además,
se establece en este sistema una distinción muy sutil, pero llena de
consecuencias, entre el trabajo del peón del hombre que ha hecho un aprendizaje
previo. El trabajo del peón no es a los ojos del colectivista más que un
trabajo simple, al paso que el artesano, el ingeniero, el sabio, etcétera,
practican lo que Marx llama un trabajo compuesto y tienen derecho a un salario
más alto. Pero peones e ingenieros, tejedores y sabios, son asalariados del
Estado; «todos funcionarios», decían últimamente para dorar la píldora.
Pues bien; el mayor servicio que la próxima
revolución podrá prestar a la humanidad será el de crear una situación en la
cual se haga imposible e inaplicable todo sistema de salario, y donde se
imponga, como única solución aceptable, el comunismo, negación del sistema del
salario.
Aun admitiendo que sea posible la modificación
colectivista si se hace por grados durante un período próspero y
tranquilo, eso será imposible en período revolucionario, Porque al día
siguiente de tomar las armas surgirá la necesidad de alimentar a millones de
seres. Puede hacerse una revolución política sin que se trastorne la industria;
pero una revolución en la cual el pueblo ponga la mano en la propiedad
producirá inevitablemente una súbita paralización del comercio y de la producción. Los
millones del Estado no bastarían para asalariar a los millones de hombres
faltos de trabajo.
No nos cansaremos de insistir en ese punto: la
reorganización de la industria sobre nuevas bases no se hará en unos cuantos
días, y el proletario no podrá poner años de miseria al servicio de los
teóricos del salario. Para atravesar el periodo de las dificultades, reclamará
lo que siempre ha reclamado en tales ocurrencias: la Comunidad de los víveres,
el racionamiento.
Si el empuje del pueblo no es bastante fuerte, se le
fusilará. Para que el colectivismo pueda establecerse, necesita, ante todo,
orden, disciplina, obediencia. Y como los capitalistas advertirán muy pronto
que hacer fusilar al pueblo por los que se llaman revolucionarios es el mejor
medio de disgustarlo con la revolución, prestarán ciertamente su apoyo a los
defensores del orden, aún a los colectivistas. Ya verán mas tarde el medio de
aplastar a éstos a su vez. No olvidemos cómo triunfó la reacción del siglo
pasado. Primero se guillotinó a los hebertistas, a quienes llamaba Mignet “los
anarquistas”. No tardaron en seguirlos los dantonianos. Y cuando los
robespierristas hubieron guillotinado a estos revolucionarios, les tocó el
turno de subir también al patíbulo. Con lo cual, disgustado el pueblo y viendo
perdida la revolución, dejó hacer a los reaccionarios.
Si “el orden queda restablecido”, los colectivistas
guillotinarán a los anarquistas, los posibilistas guillotinarán a los
colectivistas, que a su vez serán guillotinados por los reaccionarios. La
revolución tendría que volver a empezar.
Pero todo induce a creer que el empuje del pueblo
será bastante fuerte, y que cuando se haga la revolución habrá ganado terreno
la idea del comunismo anarquista. Y si el empuje es bastante fuerte, los
asuntos tomarán otro giro. En vez de saquear algunas tahonas, para ayunar
mañana, el pueblo de las ciudades insurrectas ocupará los graneros de trigo,
los mataderos, los almacenes de comestibles, en una palabra, todos los víveres.
Ciudadanos de buena voluntad se dedicarán en el acto
a inventariar lo que se encuentre en cada almacén y en cada granero. En
veinticuatro horas el municipio insurrecto sabrá lo que París aún no sabe, a
pesar de sus juntas de estadística, y lo que nunca supo durante el sitio:
cuántas provisiones encierra. En dos veces veinticuatro horas se habrán impreso
millones de ejemplares de cuadros exactos de todos los víveres, de los sitios
donde están almacenados y de las formas de distribuirlos.
En cada manzana de casas, en cada calle y en cada
barrio, se organizarán voluntarios que sabrán entenderse y ponerse al corriente
de sus trabajos. Que no vengan a interponerse las bayonetas jacobinas: que los
teóricos sedicentes científicos no vengan a embrollarlo todo o más bien que
embrollen cuanto quieran con tal de que no tengan derecho a mangonear, y con
ese admirable espíritu organizador espontáneo que tiene el pueblo en tan alto
grado, en todas esas capas sociales, y que tan raras veces le permiten ejercitar,
surgirá aun en plena efervescencia revolucionaria un inmenso servicio
libremente constituido para suministrar a cada uno los víveres indispensables.
Que el pueblo tenga libres las manos, y en ocho días
el servicio de los víveres se hará con una regularidad admirable. Se necesita
no haber visto jamás al pueblo laborioso manos a la obra; se necesita haber
tenido toda la vida las narices entre los papelotes para dudar de ello. ¡Hablad
del espíritu organizador de ese gran desconocido, el pueblo, a los que lo han
visto en París en las jornadas de las barricadas, o en Londres cuando la última
gran huelga, que tenía que alimentar a medio millón de hambrientos, y os dirán
cuán superior es a los oficinistas!
Aunque hubiera que sufrir durante quince días o un mes
cierto desorden parcial y relativo, poco importa. Siempre será para las masas
mejor que lo que hoy existe. Además, en tiempos de revolución se come chorizo y
pan sin murmurar, riéndose, o más bien discutiendo.
CAPÍTULO 4
Por la misma fuerza de las cosas, el pueblo de las
grandes ciudades se verá obligado a apoderarse de todos los víveres,
procediendo de lo simple a lo compuesto, para satisfacer las necesidades de
todos los habitantes. Pero, ¿con qué bases podría organizarse el disfrute de
los víveres en común? No hay dos maneras diferentes de hacerlo con equidad,
sino una sola, que responde a los sentimientos de justicia y es realmente
práctica: el sistema adoptado ya por los municipios agrarios en Europa.
Fijaos en no importa qué municipio rural. Si posee un
monte, mientras no falte leña menuda, cada cual tiene derecho a coger cuanta
quiera, sin más reparo que la opinión pública de sus convecinos. En cuanto a la
leña gruesa, como toda es poca, se recurre al racionamiento. Lo mismo sucede
con las dehesas boyales. Mientras hay de sobra para todo el municipio, nadie
mira lo que han pastado las vacas de cada vecino, ni el número de vacas que van
a los pastos. Sólo se recurre al reparto o al racionamiento cuando los prados
son insuficientes. Toda la Suiza y muchos municipios de Francia y de Alemania
donde hay prados municipales practican ese sistema.
Y si vais a los países de la Europa oriental, donde
se encuentra en abundancia la leña gruesa o no falta suelo, veréis a los
aldeanos cortar los árboles en los montes con arreglo a sus necesidades,
cultivar tanto terreno como les hace falta, sin pensar en racionar la leña
gruesa ni en dividir la tierra en parcelas. Sin embargo, se racionará la leña
gruesa y se repartirá el suelo según las necesidades de cada vecino en cuanto
falten una y otro, como ya sucede en Rusia.
En una palabra, sin tasa lo que abunde; a ración lo
que haga falta medir y repartir. De trescientos cincuenta millones de hombres
que viven en Europa, doscientos millones siguen aún estas prácticas enteramente
naturales. El mismo sistema prevalece también en las grandes ciudades, por lo
menos para un objeto de consumo que se encuentra allí en abundancia: el agua a
domicilio.
Mientras bastan las bombas para abastecer las casas
sin temor a que falte el agua, a ninguna compañía se le ocurre la idea de
reglamentar el empleo que se haga del agua en cada casa, ¡que tomen la que
quieran! Y si se teme que falte el agua en París durante los grandes calores,
las compañías saben muy bien que basta una simple advertencia de cuatro líneas
puesta en los periódicos, para que los parisienses reduzcan su consumo de agua
y no la derrochen demasiado.
Pero si decididamente llegase a faltar el agua, ¿qué
sería? Se recurriría al racionamiento. Y esta medida es tan natural, está tan
en la mente de todos, que vemos a París en 1871 reclamar en dos ocasiones el
racionamiento de los víveres durante los dos sitios que sostuvo.
¿Hay que entrar en detalles y establecer cuadros
acerca del modo cómo podría funcionar el racionamiento, probar que sería
infinitamente más justo que lo que hoy existe? Con esos cuadros, esos detalles,
no llegaríamos a convencer a los burgueses, que consideran al pueblo como una aglomeración
de salvajes que se romperían las narices en cuanto no funcionase el gobierno.
Pero es preciso no haber visto nunca al pueblo deliberar para dudar ni un solo
minuto de que si fuese dueño de hacer el racionamiento no lo haría con arreglo
a los más puros principios de justicia y de equidad. Id a decir en una reunión
popular que las perdices deben reservarse para los delicados holgazanes de la
aristocracia y el pan negro para los enfermos de los hospitales, y os silbarán.
Pero decid en esa misma reunión, predicad por todas
las esquinas que el alimento más delicado debe reservarse pan los débiles, y en
primer lugar para los enfermos. Decid que si hubiese en París nada más que diez
perdices y una sola caja de botellas de Málaga, debían enviarse a los
dormitorios de los convalecientes; decid eso...
Decid que el niño viene en seguida del enfermo. ¡Para
él la leche de las vacas y de las cabras, si no hay bastante para todos! Para
el niño y el viejo el último bocado de carne, y para el hombre robusto el pan a
secas, caso de verse reducidos a tal extremo.
Decid que si de una sustancia alimenticia no hay
suficientes cantidades y hay que racionarla, se reservarán las últimas raciones
para quien más las necesite; decid esto, y veréis si no lográis el asentimiento
unánime.
Los teóricos pedirán que se introduzca en seguida la
cocina nacional y la sopa de lentejas.
Invocaran las ventajas de economizar combustible y
víveres, estableciendo inmensas cocinas, donde todo el mundo acudiese a tomar
su ración de caldo, de pan y de verdura.
No negamos esas ventajas. Sabemos muy bien las
economías de trabajo y combustible realizadas por la humanidad renunciando al
molino a brazo y luego al horno en que antaño cocía cada uno su pan.
Comprendemos que sería más económico hacer caldo para
cien familias a la vez, en lugar de encender cien hornillos distintos. También
sabemos que hay mil maneras depreparar las patatas, pero que éstas no serían
peores porque se cociesen en una sola marmita para cien familias a la vez. Comprendemos
que consistiendo la variedad de la cocina sobre todo en el carácter individual
del sazonamiento por cada mujer de su casa, la cocción en común de un quintal
de patatas no impediría que cada una las sazonase a su modo. Y sabemos que con
caldo de carne se pueden hacer cien sopas diferentes, para satisfacer cien
gustos personales.
Sabemos todo esto, y sin embargo, afirmamos que nadie
tiene derecho a forzar a la mujer de su casa a tomar cocidas ya las patatas en
el depósito municipal, si prefiere cocerlas ella en su marmita, en su hogar. Y
sobre todo, queremos que cada uno pueda consumir su alimento como le plazca, en
el seno de la amistad, o en el restaurante si lo prefiere.
Ciertamente que surgirán grandes cocinas en vez de
los restaurantes donde hoy se envenena a la gente. La parisiense
está acostumbrada ya a comprar caldo en la carnicería para hacer una sopa a su
gusto; y el ama de casa en Londres sabe que puede hacer asar la carne y hasta
el ave con patatas en la tahona por pocos cuartos, economizando así tiempo y
carbón. Y cuando la cocina común no sea un lugar de fraude, falsificación y
envenenamiento, vendrá la costumbre de dirigirse a ese horno para tener
preparadas las partes fundamentales de la comida, salvo darles el último toque
cada cual a su gusto.
Pero hacer de ello una ley, imponerse el deber de
adquirir ya cocido el alimento, sería tan repulsivo para el hombre del siglo
XIX como las ideas de convento o de cuartel, ideas malsanas nacidas en cerebros
pervertidos por el mando militar o deformados por una educación religiosa.
¿Quién tendrá derecho a los víveres comunes? Ésta
será de seguro la primera cuestión que se plantee. Mientras los trabajos no
estén organizados, mientras dure el período de efervescencia y sea imposible
distinguir entre el holgazán perezoso y el desocupado involuntario, los
alimentos disponibles deben ser para todos, sin excepción alguna. Los que se
hayan resistido arma al brazo a la victoria popular o conspirado contra ella se
apresuran por sí mismos a librar de su presencia al territorio insurrecto. Pero
nos parece que el pueblo, siempre enemigo de represalias y magnánimo, partirá
el pan con todos los que se hayan quedado en su seno, sean expropiadores o
expropiados. Inspirándose en esta idea, la revolución no perderá nada; y cuando
se reanude el trabajo, se verá a los combatientes de la víspera encontrarse
juntos en el mismo taller.
-Pero al cabo de un mes faltarán los víveres -nos
gritan ya los críticos.
-¡Mejor que mejor! -contestamos-. Eso probará que por
primera vez en su vida el proletario habrá comido para satisfacer el hambre. En
cuanto a los medios de reemplazar lo que se haya consumido, esa es precisamente
la cuestión que vamos a desarrollar.
CAPÍTULO 5
¿Por qué medios podría proveer a su alimentación una
ciudad en plena revolución social? Es evidente que los procedimientos a que se
recurra dependerán del carácter de la revolución en las provincias, así como en
las naciones vecinas.
Si toda la nación, y mejor aún, Europa entera,
pudiese hacer una sola vez la revolución social y lanzarse en pleno comunismo,
se obraría en consonancia. Pero si sólo algunos municipios en Europa ensayan el
comunismo, habrá que elegir otros procedimientos.
Es muy de desear que toda Europa se levante a la vez,
que en todas partes se expropie e inspiren en los principios comunistas.
Semejante levantamiento facilitaría muchísimo la tarea de nuestro siglo. Pero
todo induce a suponer que no sucederá así.
No dudamos de que la revolución abarque toda Europa.
Si una de las cuatro grandes capitales del continente, París, Viena, Bruselas o
Berlín, se levanta y derriba a su gobierno, es casi seguro que las otras tres
harán otro tanto con pocas semanas de diferencia. También es probable que en
las penínsulas ibérica e itálica, y hasta en Londres y Petersburgo, no se hará
esperar la
revolución. Pero ¿será en todas partes igual el carácter que
adquiera? Séanos permitido el dudarlo.
Más que probable será que en todas partes se realicen
actos de expropiación en mayor o menor escala, y esos actos, practicados por
una de las grandes naciones europeas, ejercerán su influjo en todas las demás.
Pero los comienzos de la revolución ofrecerán grandes diferencias locales y su
desarrollo no será siempre idéntico en los diversos países. En 1789-1793, los
labriegos franceses emplearon cuatro años en abolir definitivamente los
derechos feudales, y los burgueses en derribar la monarquía. No lo
olvidemos, y esperemos ver a la revolución emplear cierto tiempo en
desenvolverse, y no caminar al mismo paso en todas partes.
También es dudoso, sobre todo al principio, que tome
un carácter francamente socialista en todas las naciones europeas. Recordemos
que Alemania aún está en pleno imperio autoritario y que sus partidos más
avanzados sueñan con la república jacobina de 1848 y la «organización del
trabajo» de Luis Blanc, al paso que el pueblo francés quiere por lo menos el
municipio libre, si no es el municipio comunista.
Todo induce a creer que Alemania irá más lejos que
Francia en la próxima revolución. Al hacer Francia su revolución burguesa del
siglo XVII, fue más lejos que la Inglaterra del siglo XVII; al mismo tiempo que
el poder real, abolió el poder de la aristocracia señorial, que aún es una
fuerza poderosa entre los ingleses. Pero si Alemania va más lejos y lo hace
mejor que la Francia en 1848, ciertamente la idea que inspire los comienzos de
su revolución será la de 1848, como la idea que inspirará la revolución en
Rusia será la de 1789, modificada hasta cierto punto por el movimiento
intelectual de nuestro siglo.
La revolución tomará un carácter diferente en las
diversas naciones de Europa; no será igual el nivel alcanzado con respecto a la
socialización de los productos.
¿Se deduce de aquí que las naciones más avanzadas
hayan de medir su paso por el de las naciones retrasadas y esperar a que la
revolución comunista haya madurado en todas las naciones civilizadas?
¡Evidentemente que no! Y aunque así se quisiera, iba
a ser imposible: la historia no espera a los retrasados.
Por otra parte, no creemos que en un mismo país se
haga la revolución con el conjunto que suenan algunos socialistas. Es probable
que si una de las cinco o seis grandes ciudades de Francia, París, Lyon,
Marsella, Lille, Saint Etienne, Burdeos, proclama la Comuna, las otras seguirán
su ejemplo y varias ciudades populosas harán otro tanto. Probablemente también
varias cuencas mineras y ciertos centros industriales no tardarán en licenciar
a sus patronos y constituirse en agrupaciones libres.
Pero muchos pueblos rurales no han llegado aún a
esto; junto a los municipios insurrectos permanecerán a la expectativa y
continuarán viviendo bajo el régimen individualista. No viendo al alguacil ni
al cobrador ir a reclamar los impuestos, los campesinos no serán hostiles a los
insurrectos; aprovechándose de la situación, aguardarán para ajustarles las
cuentas a los explotadores locales. Pero con ese espíritu práctico que
caracterizó siempre a los levantamientos agrarios (recordemos la apasionada
labor de 1782), se afanarán por cultivar la tierra, amándola tanto más cuanto
que quedará libre de impuestos y de hipotecas.
En cuanto al exterior, por todas partes habrá revolución,
pero con variados aspectos: acá unitaria, allá federalista, en todas partes más
o menos socialista, pero sin uniformidad.
CAPÍTULO 6
Pero volvamos a nuestra ciudad sublevada y veamos en
qué condiciones tendrá que proveer a su abastecimiento. ¿Dónde encontrar los
víveres necesarios, si la nación entera no ha aceptado aún el comunismo? Tal es
el problema que se plantea.
Elijamos una gran ciudad francesa, por ejemplo, la capital. París
consume cada año millones de quintales de cereales, 350.000 bueyes y vacas,
200.000 terneras, 300.000 cerdos y más de 2.000.000 de carneros, sin contar
otros animales. Además, París necesita unos 8.000.000 kilos de manteca,
172.000.000 de huevos y todo lo demás en las mismas proporciones.
Las harinas y los cereales llegan de los Estados
Unidos, Rusia, Hungría, Italia, Egipto y las Indias.
El ganado de Alemania, Italia, España y hasta de
Rumania y Rusia. En cuanto a los demás comestibles, no hay país en el mundo que
no contribuya.
Veamos, ante todo, cómo se podría abastecer de
víveres a París, o a cualquiera otra gran ciudad, con los productos que se
cultivan en las campiñas francesas y que los agricultores sólo desean entregar
al consumo.
Para los autoritarios, la cuestión no presenta
ninguna dificultad. Primero crearían un gobierno fuertemente centralista,
armado con todos los órganos de coerción: policía, ejército, guillotina. Ese
gobierno mandaría hacer la estadística de cuanto se recolecta en Francia,
dividiría el país en cierto número de distritos de alimentación y ordenaría que
tal alimento y en tal cantidad se transportase a tal sitio, se entregase tal
día en tal estación, lo recibiese tal funcionario, se almacenase en tal
almacén, y así sucesivamente.
Semejante estado de cosas puede soñarse con la pluma
en la mano, pero en la práctica es materialmente imposible; sería preciso no
contar con el espíritu de independencia de la humanidad. Eso
sería la insurrección general: tres o cuatro Vendées en lugar de una, la guerra
de las aldeas contra las ciudades. Francia entera insurreccionada contra la
ciudad que osase implantar este régimen.
En 1793 el campo sitió por hambre a las grandes
ciudades y mató la
revolución. Sin embargo, está probado que la producción de
cereales en Francia no había disminuido en 1792-1793; hasta todo induce a creer
que había aumentado. Pero después de tomar posesión de gran parte de las
tierras señoriales y de haber cosechado en esas tierras, los burgueses
campesinos no quisieron vender su trigo por asignados. Lo guardaron, esperando
el alza de los precios o el pago en monedas de oro. Y ni las medidas más
rigurosas de los convencionales para obligar a los acaparadores a vender el
trigo, ni las ejecuciones de pena capital, pudieron nada contra esa huelga. Sin
embargo, sabido es que a los comisarios de la Convención se les daba una higa
guillotinar a los acaparadores, ni al pueblo ahorcarlos de un farol, y sin
embargo, el trigo permanecía en los almacenes y el pueblo de las ciudades
pasaba hambre.
Pero, ¿qué les ofrecían a los cultivadores de los
campos en cambio de sus rudas labores?
¡Asignados! Unos papeluchos cuyo valor bajaba de día
en día; unos billetes que marcaban quinientas libras en caracteres impresos,
pero sin ningún valor real. Con un billete de mil libras no había para comprar
un par de botas; y se comprende que el labriego no se conformara de ninguna
manera con trocar un año de trabajo por un pedazo de papel que no le permitía
comprarse una blusa.
Lo que debe ofrecerse al campesino no es papel,
sino la mercancía que necesita inmediatamente: la máquina de que ahora se priva
con pena; el vestido que le resguarda de la intemperie; la lámpara y el
petróleo que reemplacen su cabo de vela; la pala, la azada, el arado, en fin,
todo de lo que hoy carece el labriego, no porque no comprenda su necesidad,
sino porque en su existencia de privaciones y de labor extenuante, mil objetos
útiles son inaccesibles para él a causa de su precio, esas cosas que le faltan
al campesino, en lugar de hacer futilidades para adornos de las burguesas. Que
las máquinas de coser de París hagan vestidos de trabajo y domingueros para los
labriegos, en vez de equipos de novia; que la fábrica construya máquinas
agrícolas, palas y arados, en vez de esperar a que los ingleses nos los muden a
cambio de nuestro vino.
Envíe la ciudad a las aldeas, no comisarios con fajas
rojas o multicolores para hacer saber al labrador el decreto de que entregue
sus provisiones a tal sitio, sino que los haga visitar por amigos, por
hermanos, para decirles: «Traednos vuestros productos, y coged en nuestros
almacenes todas las cosas manufacturadas que os plazcan.» Y entonces afluirán
de todas partes los víveres. El campesino guardará lo que necesite para vivir,
pero enviará el resto a los trabajadores de las ciudades, en las cuales -por
vez primera en el curso de la historia- verá hermanos y no explotadores.
Quizá se nos diga que esto exige una transformación
completa de la
industria. Ciertamente que sí, en ciertas ramas. Pero hay
otras mil que podrán modificarse con rapidez, de modo que suministren a los
aldeanos ropas, relojes, muebles, aperos y sencillas máquinas, que la ciudad le
hace pagar tan caras en estos momentos. Tejedores, sastres, zapateros,
quincalleros, ebanistas y tantos otros no encontrarán dificultad ninguna en
abandonar la producción de lujo por el trabajo de utilidad. Sólo es preciso
penetrarse bien de la necesidad de esta transformación; que ésta se considere
como un acto de justicia y de progreso, que no se deje llevar por ese engaño,
tan caro a los teóricos, de que la revolución debe limitarse a tomar posesión
del exceso de valores, y que la producción y el comercio pueden permanecer
siendo lo que son en nuestros días.
A nuestro parecer, ahí está todo: en ofrecer al
cultivador, a cambio de sus productos, no papeles mojados (sea lo que quiera lo
que lleven inserto), sino los mismos objetos de consumo necesarios para el
cultivador. Si así se hace, afluirán los víveres a las ciudades. Si no se hace
así, tendremos en las ciudades el hambre con todas sus consecuencias.
CAPÍTULO 7
Todas las grandes ciudades compran el trigo, la
harina y carne, no sólo en las provincias, sino también en el extranjero. De
ahí envían a París las especias, el pescado y los comestibles de lujo amén de
considerables cantidades de trigo y de carne.
Pero en tiempo de revolución no habrá que contar para
nada (o lo menos posible) con el extranjero.
Si el trigo ruso, el arroz italiano o indio y los
vinos de España y de Hungría afluyen hoy a los mercados de la Europa
occidental, no es porque los países expedidores posean con exceso o porque
broten por sí mismos esos productos. En Rusia el campesino trabaja hasta
dieciséis horas diarias y ayuna de tres a seis meses al año, con el fin de
exportar el trigo conque paga al señor y al Estado. Hoy se presenta la policía
en las aldeas rusas en cuanto está entrojada la mies, y vende la última vaca,
la última caballería del agricultor, por atrasos de contribuciones y de rentas
a los señores, cuando el labrador no se presta a malvender el trigo a los
exportadores. Tanto, que sólo guarda el trigo para nueve meses y enajena el
resto con el fin de que no le vendan la vaca por quince pesetas. Para vivir
hasta la nueva cosecha próxima, tres meses si el año es bueno o seis cuando ha
sido malo, mezcla corteza de álamo blanco a su harina, mientras en Londres
saborean los bizcochos hechos con su trigo.
Pero en cuanto venga la revolución, el labrador se
guardara el pan para él y para sus hijos. Lo mismo harán los aldeanos italianos
y húngaros, también esperamos que el indostánico aprovechará estos buenos
ejemplos, así como los trabajadores de los Bonanzafarms en América, a menos de
que estos dominios no estén ya desorganizados por la crisis. Así, pues, no
habrá que contar con las importaciones de trigo y maíz procedentes del
exterior.
Estando cimentada toda nuestra civilización burguesa
en la explotación de las razas inferiores y de los países atrasados en la
industria, el primer beneficio de la revolución será amenazar esta
civilización, permitiendo emanciparse a las llamadas razas inferiores. Pero ese
inmenso beneficio se manifestará por una disminución cierta y considerable de
las entradas de víveres que afluyen hacia las grandes ciudades de Occidente.
Respecto al interior, es más difícil prever la marcha
de los negocios. Por una parte, el cultivador se aprovechará seguramente de la
revolución para enderezar su espalda encorvada sobre el suelo. En vez de las
catorce o dieciséis horas que trabaja hoy, tendrá razón para no trabajar sino
la mitad, lo que supondrá un descenso en la producción de los principales
víveres: el trigo y la carne.
Pero, por otra parte, habrá aumento de producción en
cuanto el cultivador ya no se vea obligado a trabajar para mantener gandules.
Se roturarán nuevos terrenos, se pondrán en marcha máquinas más perfectas. “Jamás
hubo labor tan vigorosa como la de 1792, cuando el campesino hubo recobrado de
los señores la tierra que desde tanto tiempo apetecía”, dice Michelet hablando
de la gran revolución.
Dentro de poco será accesible a cada agricultor el
cultivo intensivo, cuando se ponga al alcance de la comunidad la maquinaria
perfeccionada y los abonos químicos. Pero todo induce a creer que en un
principio podrá disminuir la producción agrícola en Francia y fuera de ella.
Es preciso que las grandes ciudades cultiven la
tierra, como lo hacen los pueblos rurales. Hay que venir a parar a lo que la
biología llamaría la “integración de las funciones”. Después de haber dividido
el trabajo, es preciso integrar: tal es la marcha seguida por toda la
naturaleza.
Tierra no falta. Alrededor de las grandes ciudades
existen los parques y jardines de los señores, millones de hectáreas que sólo
esperan el trabajo inteligente del cultivador para rodear, por ejemplo, a París
de llanuras mucho más fértiles y productivas que las estepas cubiertas de
mantillo, pero desecadas por el sol del sur de Rusia.
¡Brazos! ¿A qué queréis que se dediquen los dos
millones de parisienses del uno y del otro sexo cuando ya no tengan que
revestir y recrear a los príncipes rusos, a los boyardos romanos y a las
señoras de la banca de Berlín?
Disponiendo de toda la maquinaria del siglo, de la inteligencia
y del conocimiento técnico del trabajador, hecho al uso de la herramienta
perfeccionada: teniendo a su servicio los inventores, los químicos y los
botánicos, los profesores del Jardín de Plantas, los hortelanos de
Gennevillers, así como los instrumentos necesarios para multiplicar las
máquinas y ensayar otras nuevas; teniendo, por último, el espíritu organizador
del pueblo de París, su buen humor, su arranque, la agricultura del municipio
anarquista de París será muy diferente que la de los cavadores de Ardennes.
Pronto se echaría mano del vapor, de la electricidad,
del calor solar y de la fuerza del viento. La cavadora y la despedregadora de
vapor harían con rapidez lo más duro del trabajo de preparación, y la tierra,
ablandada y enriquecida, no esperaría más que los cuidados inteligentes del
hombre, y sobre todo de la mujer, para cubrirse de plantas bien cuidadas, que
se renovarían tres o cuatro veces al año.
Aprendiendo la horticultura con los hombres del
oficio; ensayando en parcelas reservadas los diversos medios de cultivo;
rivalizando unos con otros para perseguir las mejores cosechas; hallando en el
ejercicio físico, sin cansancio ni trabajos excesivos, las fuerzas que tan a
menudo faltan en las grandes ciudades, hombres, mujeres y niños estarían
satisfechos de aplicarse a las labores del campo, que cesarán de ser un trabajo
de presidiario y se convertirán en un placer, en una fiesta, en una primavera
del ser humano.
“¡No hay tierras estériles! ¡La tierra vale lo que
valga el hombre!” He aquí la última palabra de la agricultura moderna. La
tierra da lo que le piden; sólo se trata de pedir con inteligencia.
Un territorio -aunque sea tan pequeño como los dos
departamentos del Sería y del Sería y Oise, y tenga que alimentar a una gran ciudad
como París- bastaría prácticamente para llenar los vacíos que en torno suyo
pudiera hacer la
revolución. La combinación de la agricultura con la
industria, el hombre agricultor e industrial al mismo tiempo: a esto nos
conducirá necesariamente el municipio comunista, si se lanza con valentía por
el camino de la expropiación.
EL ALOJAMIENTO
CAPÍTULO 1
Quienes siguen atentos el estado de ánimo de los
trabajadores han debido advertir que, insensiblemente, se va formando un
acuerdo acerca de una importante cuestión: la del alojamiento. Hay un hecho
cierto: en las grandes ciudades de Francia, y en muchas pequeñas, los
trabajadores llegan poco a poco a la conclusión de que las casas habitadas no
son, en manera alguna, propiedad de aquellos a quienes el Estado reconoce por
propietarios.
La casa no la ha edificado el propietario; la ha
construido, adornado, empapelado centenares de obreros, a quienes el hambre ha
conducido a las canteras y la necesidad de vivir al extremo de aceptar un
salario escatimado.
El dinero gastado por el pretendido propietario no
era producto de su propio trabajo. Lo había acumulado, como todas las riquezas,
pagando a los trabajadores los dos tercios o la mitad de lo que les
correspondía.
El valor de una casa en ciertos barrios de París es
de un millón de pesetas, no porque contenga en sus muros un millón de trabajo,
sino porque, desde hace siglos, los obreros, los artistas, los pensadores, los
sabios y los literatos han contribuido a hacer de París lo que es hoy: un
centro industrial, comercial, político, artístico y, científico; porque tiene
un pasado; porque gracias a la literatura, son conocidas sus calles lo mismo en
provincias que en el extranjero; porque es producto del trabajo de dieciocho
siglos, de medio centenar de generaciones, de toda la nación francesa.
¿Quién tiene derecho a apropiarse de la más pequeña
parte de ese terreno, o el último de los edificios, sin cometer una manifiesta
injusticia? ¿Quién tiene derecho a vender la menor parcela del patrimonio
común?
La idea del alojamiento gratuito se manifestó
claramente durante el sitio de París, cuando se pedía la anulación pura y simple
de los inquilinatos reclamados por los propietarios. También se manifestó
durante la Comuna de 1871, cuando el París obrero esperaba del Consejo de la
Comuna una resolución enérgica aboliendo, los alquileres.
Con revolución y sin ella, el trabajador necesita un
refugio: el alojamiento. Pero por malo y por antihigiénico que sea, hay siempre
un propietario que le puede expulsar de él. Verdad es que con la revolución, el
casero ya no encontrará curiales ni alguaciles para poner los trastos en la calle. Pero ¡quién
sabe si mañana el nuevo gobierno, por revolucionario que pretenda ser, no
reconstituirá la fuerza y lanzará contra los pobres la jauría policíaca!
Sin embargo, es preciso que el trabajador sepa que el
no pagar al casero sólo es aprovecharse de la desorganización del poder. Es
preciso que sepa que la habitación gratuita está reconocida en principio y
sancionada, digámoslo así, por el asentimiento popular; que el alojamiento
gratuito es un derecho legalmente proclamado por el pueblo.
¿Vamos a esperar que esta medida, que tan
perfectamente responde al sentimiento de justicia de todo hombre honrado, la
tomen los socialistas que se mezclan con los burgueses en un gobierno
provisional? ¡Podriamos esperar sentados, hasta la vuelta de la reacción!
Los revolucionarios sinceros trabajarán con el pueblo
para que sea un hecho la expropiación de las casas. Trabajarán para crear una
corriente de ideas en esta dirección; trabajarán para ponerlas en práctica; y
cuando estén maduras, el pueblo procederá a la expropiación de las casas, sin
prestar oídos a las teorías, que no dejarán de predicarle acerca de
indemnización a los propietarios y otros despropósitos.
CAPÍTULO 2
Si se hace popular la idea de la expropiación, al
llevarla a cabo no se estrellará contra los insuperables obstáculos con que nos
amenazan.
Cierto es que los señores galoneados que vayan a
ocupar las poltronas abandonadas de los ministerios y del ayuntamiento no
dejarán de acumular dificultades. Hablarán de conceder indemnizaciones a los
propietarios, de formar estadísticas, de redactar largos dictámenes, tan
largos, que podrían durar hasta el momento en que el pueblo, aplastado por la
miseria de la huelga forzosa, no viendo venir nada y perdiendo la fe en la
revolución, dejaría libre el campo a los reaccionarios y concluiría por hacer
odiosa a todo el mundo la expropiación oficinesca.
Pero si el pueblo no pasa por los sofismas con que
tratarán de deslumbrarlo; si comprende que a vida nueva procedimientos nuevos,
y realiza la obra por sus propias manos, entonces podrá hacerse la expropiación
sin grandes dificultades.
“Pero, ¿cómo podría hacerse?”, nos preguntarán. Nos
repugna trazar con sus menores detalles planes de expropiación. Sabemos de antemano
que todo cuanto un hombre o un grupo puedan proyectar hoy, será superado por la
vida humana. Ya hemos dicho que ésta lo hará todo mejor y con más sencillez que
cuanto pudiera dictársele de antemano.
Por eso, al bosquejar el método según el cual pudieran
hacerse sin intervención del gobierno la expropiación y el reparto de las
riquezas expropiadas, sólo queremos responder a los que declaran imposible la cosa. Pero volvemos a
recordar que de ninguna manera nos proponemos preconizar tal o cual sistema de
organizarse. Lo único que nos importa es demostrar que la expropiación puede
hacerse por la iniciativa popular, y que no puede hacerse de ninguna otra
manera.
Es de suponer que desde los primeros actos de
expropiación surgirán en el barrio, en la calle, en la manzana de casas, grupos
de ciudadanos de buena voluntad que ofrezcan sus servicios para informarse del
número de cuartos desalquilados, de aquellos en que se amontonan familias
numerosas, de las habitaciones malsanas y de las casas que, siendo harto
espaciosas para sus ocupantes, podrían ser ocupadas por aquellos a quienes les
falta aire en sus cuchitriles. En pocos días, esos voluntarios formarán en cada
calle y en cada barrio listas completas de todas los cuartos saludables y
malsanos, estrechos y espaciosos, de las habitaciones infectas y de las moradas
suntuosas.
Se comunicarán libremente sus listas, y en pocos días
se dispondrá de estadísticas completas. La estadística embustera puede
fabricarse en las oficinas; la estadística verdadera y exacta no puede provenir
más que del individuo, remontándose de lo simple a lo compuesto.
Después de esto, sin esperar nada de nadie, esos
ciudadanos irán en busca de sus camaradas que habitan en tugurios, y les dirán
sencillamente: “Esta vez, compañeros, la revolución va de veras. Venid esta
tarde a tal sitio; todo el barrio estará allí para el reparto de las
habitaciones. Si no os convienen vuestros cuchitriles, elegiréis una de las
habitaciones de cinco piezas que hay disponibles. Y en cuanto coloquéis allí
los muebles, negocio concluido. ¡El pueblo armado se las entenderá con quien
quiera ir a echaros de casa! “
“Pero todo el mundo querrá tener un cuarto de veinte
piezas”, nos dirán.
No; eso no es cierto. El pueblo nunca ha pedido tener
la luna dentro de un cubo de agua. Por el contrario, cada vez que vemos a
igualitarios tener que reparar una injusticia, nos llama la atención el buen
sentido y el instinto justiciero de que están animadas las masas. ¿Se ha visto
nunca reclamar lo imposible? ¿Se ha visto nunca al pueblo de París pelearse
cuando iba en busca de su ración de pan o de leña durante los dos sitios?
Formábase cola con una resignación que no se cansaban de admirar los
corresponsales de los periódicos extranjeros, y sin embargo, se sabía que los
llegados últimamente pasarían el día sin pan y sin fuego.
Cierto es que hay instintos egoístas en los
individuos aislados de nuestras sociedades; lo sabemos muy bien. Pero también
sabemos que el mejor modo de despertar y alimentar esos instintos sería el
confiar la cuestión de los alojamientos a una oficina cualquiera. Entonces sí
que se abrirían paso las malas pasiones, dándose todo por influencia. La menor
desigualdad haría poner el grito en las nubes; la menor ventaja concedida a
alguien haría hablar de soborno, ¡y con razón!
Pero cuando el pueblo mismo, reunido por calles, por
barrios, por distritos, se encargue de hacer mudarse a los habitantes de los
tugurios a las habitaciones harto espaciosas de los burgueses, tomaríanse con
bondad los pequeños inconvenientes y las pequeñas desigualdades.
Rara vez se apela en vano a los buenos instintos de
las masas. Algunas veces se ha hecho así durante las revoluciones, cuando se
trataba de salvar el barco en peligro, y nunca ha habido error en ello. El trabajador
ha respondido siempre al llamamiento con grandes abnegaciones.
A pesar de todo, habrá probablemente injusticias. Hay
en nuestra sociedad individuos a quienes ningún gran acontecimiento hará salir
de los carriles egoístas. Pero la cuestión no es saber si habrá o no
injusticias. Se trata de saber cómo se podrá limitar su número. Pues bien; lo
mismo la historia que la experiencia de la humanidad y la psicología de las
sociedades, afirman que el medio más equitativo es confiar las cosas a los
mismos interesados.
Sólo ellos podrán tener en cuenta y regularizar
los mil detalles que inevitablemente se le escaparían a todo reparto
oficinesco.
CAPÍTULO 3
Cuando los albañiles, los canteros (en una palabra,
los constructores), sepan que tienen segura la subsistencia, con mucho gusto
reanudarán por pocas horas diarias el trabajo a que están acostumbrados.
Dispondrán de otra manera las grandes habitaciones, que exigen un estado mayor
de servidumbre doméstica. Y en pocos meses habrán surgido casas mucho más
higiénicas que las de nuestros días y a los que no estén suficientemente bien
instalados, podrá decirles el municipio anarquista:
“¡Paciencia, compañeros! Palacios saludables, cómodos
y hermosos, superiores a cuanto edificaban los capitalistas, van a levantarse
en el suelo de la ciudad libre. Serán para los que más lo necesiten. El
municipio anarquista no edifica con la mira de las rentas. Los monumentos que
erija para sus ciudadanos, producto del espíritu colectivo, servirán de modelo
a la humanidad entera y serán vuestros.”
Si el pueblo sublevado expropia las casas y proclama
el alojamiento gratuito, la comunidad de las habitaciones y el derecho de cada
familia a un alojamiento higiénico la revolución habrá tomado desde el
principio un carácter comunista y se habrá lanzado por una senda de la que no
será fácil hacerla salir tan pronto. Habrá dado un golpe de muerte a la
propiedad individual.
La expropiación de las casas lleva así en germen toda
la revolución social. Del modo como se haga dependerá el carácter de los
acontecimientos. O abrimos un camino amplio y grande al comunismo anarquista, o
nos quedamos pataleando entre el cieno del individualismo autoritario.
Puesto que a toda costa se tratará de sostener la
iniquidad, es seguro que en nombre de la justicia nos hablarán, exclamando: “¿No
es una infamia que los parisienses se apoderen para ellos de las hermosas casas
y dejen las chozas para los labriegos?” No nos dejemos engañar. Esos rabiosos
partidarios de la justicia, por un rasgo de su carácter, olvidan la gran
desigualdad de que se hacen defensores. Olvidan que en París mismo el
trabajador se asfixia en su tugurio -él, su mujer y sus hijos-, al paso que
desde su ventana ve el palacio del rico. Olvidan que generaciones enteras
perecen en los barrios populosos por falta de aire y de sol, y que el primer
deber de la revolución tendrá que ser el reparar esa injusticia.
No nos detengamos en estas reclamaciones interesadas.
Sabemos que la desigualdad, que realmente existirá entre París y las aldeas, es
de las que han de disminuir cada día que pase. En la aldea no dejarán de
consumirse alojamientos más sanos que los de hoy, cuando el labrador deje de
ser la bestia de carga del propietario, del fabricante, del usurero y del
Estado. Para evitar una injusticia temporal y reparable; ¿hay que sostener la
injusticia que existe desde hace siglos?
También se nos dirá: “Ahí tenéis un pobre diablo, que
a fuerza de privaciones ha logrado comprar una casa lo suficiente grande para
que en ella quepa su familia. ¡Es tan feliz! ¿Iréis a echarle a la calle?”
¡Ciertamente que no! Si su casa apenas basta para
alojar a su familia, que la habite, ¡que cultive el huertecillo al pie de sus
ventanas! En caso de necesidad, nuestros jóvenes hasta irán a echarle una mano.
Pero si en su casa hay un cuarto alquilado a otra persona, el pueblo irá en
busca de ésta y le dirá: “Compañero, ¿sabes que ya no debes nada al casero?
Quédate en el cuarto y no des un céntimo. Ya no hay que temer a los alguaciles
en lo sucesivo. ¡Triunfó la social!”
Y si el propietario ocupa él solo veinte piezas y hay
en el barrio una madre con cinco hijos embutidos en un solo cuartucho, el
pueblo irá a ver si entre las veinte piezas hay alguna que después de arreglada
pueda dar un buen alojamiento a la madre de los cinco hijos. ¿No será eso más
justo que dejar a la madre y los cinco niños en el tabuco y al señor a sus
anchas en el palacio? Además, el señor se acostumbrará muy pronto; cuando ya no
disponga de criadas para arreglarle las veinte piezas, su burguesa se pondrá
contenta al verse libre de la mitad de sus habitaciones.
“Esto será un trastorno completo”, exclamarán los
defensores del orden. “¡Una de mudanzas sin fin! ¡Igual sería echar a todo el
mundo a la calle Y
sortear las habitaciones!”
Estamos convencidos de que si no lo mangonea ningún
gobierno y se confía toda la transformación a los grupos formados
espontáneamente para esa tarea, las mudanzas serán menos numerosas que las
ocurridas en un solo año por efecto de la rapacidad de los propietarios.
En primer término, en todas las ciudades importantes
hay tan gran número de habitaciones desocupadas, que casi bastarían para alojar
a la mayoría de los habitantes de los cuchitriles. En cuanto a los palacios y a
los pisos suntuosos, muchas familias obreras no los querrían, pues no valen
nada si no pueden arreglarlos un gran número de criados. Por eso los ocupantes
veríanse obligados bien pronto a buscar habitaciones menos lujosas, donde las
señoras banqueras guisaran por sí mismas. Y poco a poco, sin que hubiese que
acompañar al banquero con un piquete a una buhardilla y al inquilino de la
buhardilla al palacio del banquero, la población se repartirá amistosamente las
habitaciones que existan con el menor zafarrancho posible. ¿No se ve en los
municipios rurales distribuirse los campos, molestando tan poco a los
poseedores de parcelas, que sólo elogios merecen el buen sentido y la sagacidad
de procedimientos a que recurre el municipio? El mir ruso hace menos mudanzas
de un campo a otro que la propiedad individual con sus pleitos ante la curia.
¡Y se nos quiere hacer creer que los habitantes de una gran ciudad europea
habían de ser más brutos o menos organizadores que los aldeanos rusos o los
indios!
Además, toda revolución trae consigo cierto trastorno
de la vida cotidiana, y los que esperan atravesar una gran crisis sin que a las
burguesas se las aparte de su olla, corren peligro de quedarse con un palmo de
narices.
El pueblo comete disparate sobre disparate cuando
tiene que elegir en las urnas entre los majaderos que aspiran al honor de
representarlo y se encargan de hacerlo todo, de saberlo todo, de organizarlo
todo. Pero cuando necesita organizar lo que conoce, lo que le atañe directamente,
lo hace mejor que todas las oficinas posibles. ¿No se ha visto durante la
Comuna y en la última huelga de Londres? ¿No se ve todos los días en cada
municipio rural?
EL VESTIDO
Si se consideran las casas como patrimonio común de la
ciudad y se procede al racionamiento de los víveres, es preciso dar un paso
más. Hay que ocuparse necesariamente del vestido, y la única solución posible
será la de apoderarse de todos los bazares de ropas, en nombre del pueblo, y
abrir las puertas a todos con el fin de que cada uno pueda tomar las que
necesita. La comunidad de los vestidos y el derecho para tomar cada uno lo que
le haga falta en los almacenes municipales o pedirlo a los talleres de
confección, se impondrán en cuanto el principio comunista se haya aplicado a
las casas y a los víveres.
Es indudable que para eso no necesitaremos despojar
de sus gabanes a todos los ciudadanos, amontonar todos los trajes y sortearlos,
como pretenden nuestros ingeniosos críticos. Cada cual no tendrá más que
conservar su gabán, si tiene alguno, y hasta es muy probable que si tiene diez
nadie pretenda quitárselos. Se preferirá el vestido nuevo al que el burgués
haya llevado ya puesto, y habrá suficientes vestidos nuevos para no requisar
los viejos.
Si hiciésemos la estadística de las ropas acumuladas
en los almacenes de las grandes ciudades, veríamos que en París, Lyon, Burdeos
y Marsella hay de sobra para que el municipio pueda regalar un vestido nuevo a
cada ciudadano y a cada ciudadana. Además, si no todo el mundo encontrara ropa
de su gusto, los talleres municipales llenarían bien pronto ese vacío. Sabida
es la rapidez con que trabajan nuestros talleres de confección, provistos de
máquinas perfeccionadas y organizados para producir en gran escala.
“Pero todo el mundo querrá un abrigo de, marta
cibelina, y todas las mujeres pedirán un vestido de terciopelo”, exclaman
nuestros adversarios.
No lo creemos. No todo el mundo prefiere el
terciopelo ni sueña con un abrigo de marta cibelina. Si hoy mismo se propusiera
a las parisienses que eligiesen cada cual un vestido, habría muchas que
preferirían un vestido liso a todos los adornos caprichosos de nuestras
cortesanas.
Los gustos varían con las épocas, y el que predomine
durante la revolución será de seguro muy sencillo. La sociedad, como el
individuo, tiene sus horas de cobardía, pero también tiene sus minutos de
heroísmo. Por miserable que sea, cuando se encanalla como ahora en la
persecución de los intereses mezquinos y neciamente personales, cambia de
aspecto en las grandes épocas.
No queremos exagerar el probable papel de esas buenas
pasiones, ni basamos en ellas nuestro ideal de sociedad. Pero no exageramos si
admitimos que nos ayudarán a atravesar los primeros momentos, o sea los más
difíciles. No Podemos contar con la continuidad de esos sacrificios en la vida
diaria, pero podemos esperarlos en los principios, y no se necesita más.
Si la revolución se hace con el espíritu de que
hablamos, la libre iniciativa de los individuos encontrará vasto campo de
acción para evitar las intromisiones de los egoístas. En cada calle y cada
barrio podrán surgir grupos que se encarguen de lo concerniente al vestido.
Harán el inventario de lo que posea la ciudad sublevada, y conocerán, poco más
o menos, de qué recursos dispone. Y es muy probable que acerca del vestir los
ciudadanos adopten el mismo principio que respecto al comer: “Tomar del montón
lo que abunde; repartir lo que esté en cantidad limitada”.
No pudiendo ofrecer a cada ciudadano un abrigo de marta
cibelina y a cada ciudadana un traje de terciopelo, la sociedad distinguirá
probablemente entre lo superfluo y lo necesario, colocando entre lo primero el
terciopelo y la marta, sin perjuicio de ver si lo que hoy es superfluo puede
vulgarizarse mañana. Garantizando lo necesario a cada habitante de la ciudad
anarquista, se podrá dejar a la actividad privada el cuidado de proporcionar a
los débiles y enfermos lo que provisionalmente se considere como objeto de
lujo, de proveer a los menos robustos de lo que no entre en el consumo
cotidiano de todos.
“¡Pero eso es la nivelación, el hábito gris del
fraile, la desaparición de todos los objetos de arte, de todo lo que embellece
la vida!”, nos dirán.
¡Ciertamente que no! Y basándonos siempre en lo que
ya existe, vamos a demostrar cómo una sociedad anarquista podría satisfacer los
gustos más artísticos de sus ciudadanos, sin entregar por eso fortunas de
millonario como hoy.
VÍAS Y MEDIOS
CAPÍTULO 1
Si una sociedad asegura a todos sus miembros lo
necesario, se vera obligada a apoderarse de todo lo indispensable para
producir: suelo, máquinas, fábricas, medios de transporte, etcétera. No dejará
de expropiar a los actuales detentadores del capital, para devolvérselo a la
comunidad.
A la organización burguesa, no sólo se la acusa de
que el capitalista acapara una gran parte de los beneficios de cada empresa
industrial y comercial, lo que le permite vivir sin trabajar. El cargo
principal contra ella es que la producción entera ha tomado una dirección
absolutamente falsa, puesto que no se realiza con el fin de asegurar el
bienestar de todos, y eso es lo que la condena.
Es imposible que la producción mercantil se haga para
todos. Quererlo, sería pedir al capitalista que se saliese de sus atribuciones
y llenase una función que no puede llenar sin dejar de ser lo que es: un
particular emprendedor, que persigue su enronquecimiento. La organización
capitalista, fundada en el interés particular de cada negociante, ha dado a la
sociedad todo lo que ponía esperarse de ella; ha aumentado la fuerza productiva
del trabajador. Aprovechándose de la revolución operada en la industria por el
vapor, del repentino desarrollo de la química y de la mecánica y de los
inventos del siglo, el capitalista se ha aplicado, por su propio interés, a
aumentar el rendimiento del trabajo humano, y lo ha conseguido en grandes
proporciones. Darle otra misión sería por completo irracional. Querer que
utilice ese superior rendimiento del trabajo en provecho de toda la sociedad
sería pedirle filantropía, caridad, y una empresa capitalista no puede
cimentarse en la caridad.
A la sociedad le incumbe ahora generalizar esa
productividad superior, limitada hoy a ciertas industrias, y aplicarlas en
interés de todos.
Pero es indiscutible que para garantizar a todos el
bienestar, la sociedad debe tomar posesión de todos los medios para producir.
Los economistas nos recordarán el bienestar relativo
de cierta categoría de obreros, jóvenes, robustos, hábiles en ciertas ramas
especiales de la
industria. Siempre nos señalan con orgullo esa minoría. Pero
ese bienestar (patrimonio de unos pocos), ¿lo tienen seguro? Mañana, el
descuido, la imprevisión o la avidez de sus amos arrojarán quizás a esos
privilegiados a la calle y pagarán entonces con meses y años de dificultades o
miseria el período de bienestar que habían disfrutado. ¡Cuántas industrias
mayores (tejidos, hierros, azúcares, etcétera), sin hablar de industrias efímeras,
hemos visto parar y languidecer una tras otra, ya por el efecto de
especulaciones, ya a consecuencia de cambios naturales de lugar del trabajo, ya
a causa de competencias promovidas por los mismos capitalistas! Todas las
industrias principales de tejidos y de mecánica han pasado recientemente por
esas crisis. ¿Qué diremos entonces de aquellas cuya característica es la
periodicidad de los paros?
¿Qué diremos también del precio a que se compra el
bienestar relativo de algunas categorías de obreros? ¿Qué se ha obtenido a
costa de la ruina de la agricultura, por la desvergonzada explotación del
campesino y por la miseria de las, masas? Enfrente de esa débil minoría de
trabajadores que gozan de cierto bienestar, ¡cuántos millones de seres humanos
viven al día, sin salario seguro, dispuestos a presentarse donde los llamen!
¡Cuántos labriegos trabajarán catorce horas diarias por una mísera comida! El
capital despuebla los campos, explota las colonias y los pueblos cuya industria
está poco desarrollada y condena a la inmensa mayoría de los obreros a
permanecer sin educación técnica, como trabajadores medianos hasta en su mismo
oficio. El estado floreciente de una industria se consigue inexorablemente por
la ruina de otras diez.
Y esto no es un accidente, es una necesidad del
régimen capitalista. Para llegar a retribuir medianamente a algunas categorías
de obreros, hoy es preciso que el labrador sea la bestia de carga de la
sociedad; es preciso que las ciudades dejen desiertos los campos; es preciso que
los pequeños oficios se aglomeren en los barrios inmundos de las grandes
ciudades y fabriquen casi por nada los mil objetos de escaso valor que ponen
los productos de las grandes manufacturas al alcance de los compradores de
corto salario. Para que el mal paño pueda despacharse vistiendo a los
trabajadores pobremente pagados, es menester que el sastre se contente con un
salario de pordiosero. Es menester que los países atrasados del Oriente sean
explotados por los del Occidente, para que en algunas industrias privilegiadas
el trabajador tenga una especie de bienestar, limitado por el régimen
capitalista.
El mal de la organización actual no reside, pues, en
que el “exceso de valor” de la producción pase al capitalista, como habían
dicho Rodbertus y Marx, estrechando así el concepto socialista y las miras de
conjunto acerca del régimen capitalista. El mismo exceso de valor es
consecuencia de causas mas hondas. El mal está en que pueda haber un “exceso de
valor” cualquiera, en vez de un simple exceso de producto no consumido por cada
generación, porque para que haya “exceso de valor” se necesita que hombres,
mujeres y niños se vean obligados por el hambre a vender su fuerza de trabajo
por una parte mínima de lo que esa fuerza produce, y sobre todo, de lo que es
capaz de producir.
Pero este mal durará en tanto que lo necesario para
la producción sea propiedad de algunos solamente. Mientras el hombre se vea
obligado a pagar un tributo al amo para tener derecho a cultivar el suelo o
poner en movimiento una máquina, y mientras el propietario sea dueño absoluto
de producir lo que le prometa mayores beneficios más bien que la mayor suma de
objetos necesarios para la existencia, sólo temporalmente podrá tener bienestar
un cortísimo número, y será adquirido siempre por la miseria de una parte de la sociedad. No basta
distribuir por partes iguales los beneficios que una industria logra realizar,
si al mismo tiempo hay que explotar a otros millares de obreros. Lo que debemos
buscar es producir, con la menor pérdida posible de fuerza humana la mayor suma
posible de los productos necesarios para el bienestar de todos.
CAPÍTULO 2
¿Cuántas horas diarias de trabajo deberá desarrollar
el hombre para asegurar a su familia una alimentación nutritiva, una casa conveniente
y los vestidos necesarios’ Esto ha preocupado mucho a los socialistas, los
cuales admiten generalmente que bastarán cuatro o cinco horas diarias -por
supuesto, a condición de que todo el mundo trabaje-. A fines del siglo pasado,
Benjamín Flanklin ponía como límite cinco horas; y si la necesidad de
comodidades ha aumentado desde entonces, también ha aumentado con mucha más
rapidez la fuerza de producción.
En las grandes granjas del Oeste americano, que
tienen docenas de millas, pero cuyo terreno es mucho más pobre que el suelo
mejorado de los países civilizados, sólo se obtienen de doce a dieciocho
hectolitros por hectárea, es decir, la mitad del rendimiento de las granjas de
Europa y de los estados del Este americano. Y, sin embargo, gracias a las
máquinas, que permiten a dos hombres labrar en un día dos hectáreas y media,
cien hombres producen en un año todo lo necesario para entregar a domicilio el
pan de diez mil personas durante un año entero.
Le bastaría a un hombre trabajar en las mismas
condiciones durante treinta horas, o sea seis medias jornadas de cinco horas
cada una, para tener pan todo el año, y treinta medias jornadas para
asegurárselo a una familia de cinco personas. Si se recurriese al cultivo
intensivo, menos de sesenta medias jornadas de trabajo podrían asegurar a toda
la familia el pan, la carne, las hortalizas hasta las frutas de lujo.
Estudiando los precios a que resulten hoy las casas
de obreros edificadas en las grandes ciudades, puede asegurarse que para tener
en una gran ciudad inglesa una casita aislada, como las que se hacen para los
trabajadores, bastarían de mil cuatrocientas a mil ochocientas jornadas de
trabajo de cinco horas. Y como una casa de esta clase dura por lo menos cincuenta
años, resulta que de veintiocho a treinta y seis medias jornadas por año bastan
para que la familia tenga un alojamiento higiénico, bastante elegante y
provisto de todas las comodidades necesarias, mientras que alquilando el mismo
alojamiento, el obrero lo paga al patrono con de setenta y cinco a cien
jornadas de trabajo al año. Advirtamos que estas cifras representan el máximum
de lo que cuesta hoy el alojamiento en Inglaterra, dada la viciosa organización
de nuestras sociedades. En Bélgica se han edificado ciudades obreras mucho más
baratas.
Queda el vestir, en lo cual es casi imposible el
cálculo, por no ser apreciables los beneficios realizados sobre los precios por
una nube de intermediarios. Imaginad el paño, por ejemplo, y sumad todo lo que han
ido cobrándose el propietario del prado, el dueño de carneros, el comerciante
en lanas y demás intermediarios, hasta las compañías de ferrocarriles, los
hiladores y tejedores, comerciantes de ropas hechas, detallistas para la venta
y comisionistas, y os formareis idea de lo que se paga por un vestido a una
caterva de burgueses. Por eso es absolutamente imposible decir cuántas jornadas
de trabajo representa un gabán por el que pagáis cien pesetas en un gran bazar
de París.
Lo cierto es que con las máquinas actuales se llegan
a fabricar cantidades verdaderamente increíbles.
Algunos ejemplos bastarán.
En los Estados Unidos, 751 manufacturas de algodón
(hilado y tejido), con 175.000 obreros y obreras, producen 1.939.400.000 metros
de telas de algodón, y además una grandísima cantidad de hilados. Las telas
solamente dan un promedio superior a 11,000 metros en
trescientas jornadas de trabajo de nueve horas y media cada una, o sea, 40 metros en diez horas.
Admitiendo que una familia use 200 metros por año, lo que seria mucho,
equivale esto a cincuenta horas de trabajo, o sean diez medias jornadas de
cinco horas cada una. Y además se tendrían los hilados, es decir, hilo para
coser e hilo para tramar el paño y fabricar telas de urdimbre de lana y trama de
algodón.
En cuanto a los resultados del tejido sólo la
estadística oficial de los Estados Unidos indica que si en 1870 un obrero
trabajando de trece a catorce horas diarias, hacia 9.500 metros de tela
blanca de algodón por año, trece años después tejía 27.000 metros
trabajando nada más que cincuenta y cinco horas por semana. Hasta en las telas
estampadas (incluso el tejido y la estampación) se obtenían 29.150 metros en dos
mil seiscientas sesenta y nueve horas al año, o sea unos 11 metros por hora. Así, para
tener los 200 metros
de telas de algodón, blancas y estampadas, bastaría trabajar menos de veinte
horas por año.
Conviene advertir que la primera materia llega a esas
manufacturas casi tal como sale de los campos, y que la serie de las
transformaciones para convertirla en tela termina en ese período de veinte
horas por pieza. Mas para comprar esos 200 metros en el
comercio, un obrero bien retribuido tiene que suministrar, romo mínimum, de
diez a quince jornadas de diez horas de trabajo cada una, o sea, de cien a
ciento cincuenta horas. El campesino inglés, necesitaría trabajar un mes o algo
más para permitirse ese lujo.