“Nuestra tarea consiste en hacer o ayudar a hacerla
revolución aprovechando todas las ocasiones y las fuerzas disponibles: impulsar
la revolución lo más adelante posible no sólo en la destrucción, sino también,
y sobre todo, en la reconstrucción, y seguir siendo adversarios de cualquier
gobierno que tenga que constituirse, ignorándolo o combatiéndolo lo más
posible”.
Errico Malatesta[1]
(1853-1932) fue uno de los propagandistas anarquistas más activos durante
sus sesenta años de militancia. Puesto que los problemas básicos que pusieron
en movimiento sus ideas no han cambiado demasiado en el último medio siglo
-sobretodo en los países del llamado “tercer mundo”- es mucho lo que él puede
enseñarnos, no como profeta, sino como alguien que pertenece a nuestra época y
trabajó y vivió entre la gente, y siempre percibió que él sería el último en
sugerir que los anarquistas de hoy acepten ciegamente sus ideas y adopten en
detalle su “programa anarquista”, o traten de vivir la vida que
él vivió como agitador.
PRÓLOGO para esta recopilación
En el panorama revolucionario del último siglo, la
figura de Malatesta se destaca por su claridad y coherencia ideológica. Sus
planteos pueden intervenir con claridad en el debate que se está dando en estos
últimos años en el pensamiento socialista en general, -y en el anarquista en
particular- sobre la vigencia o crisis de la revolución como hecho insurgente.
También tiene un gran aporte que dar en la discusión interna del movimiento
anarquista sobre la organización, su opinión sobre estos temas a pesar del
medio siglo largo que nos separa está aún vigente.
Al decir de Vernon Richard, Malatesta fue un
revolucionario, un pensador cuyas ideas se forjaron en la lucha social, a
través de sus 60 años de militancia activa y tenían poco en común con las
predicciones retóricas y apocalípticas en las que se regodeaban la mayoría de
sus contemporáneos del siglo XIX.
Con respecto al tema de la revolución nos parece
importante destacar que entre el anarquismo como movimiento político-social, y
la revolución social como condición histórica para la vigencia y realización de
sus propuestas, hay una total concordancia a lo largo de muchas décadas de
elaboración ideológica, trabajo y luchas, concordancia que precisamente
distinguió al anarquismo de otras líneas del movimiento socialista en general,
porque aquél nunca puso en tela de juicio su revolucionarismo intrínseco. Para
los militantes de principios de siglo, el anarquismo es revolucionario por
definición.
Revolucionario, no sólo en el sentido de una más o
menos distante transformación total de la sociedad y del trastrueque de los
valores sobre los que se encuentra afirmada, sino revolucionario en su acción
cotidiana en el seno del Pueblo: Empujar la revolución social, apoyarla,
defenderla de los contrarrevolucionarios de adentro y de afuera, eran, al
entender de esa generación, tareas propias de los anarquistas. Estas funciones
no aparecen limitadas, sino afirmadas, por el otro costado de la militancia de
los anarquistas en el seno de la revolución (pero nunca desde afuera de la revolución):
oponerse, tan enérgicamente como fueran capaces, al manejo autoritario, a
la dictadura y a toda forma de Estado o gobierno revolucionario, que asuma la
representación de lo que es indelegablemente popular; crear la sociedad
revolucionaria.
Malatesta tiene claro y lo señala reiteradamente, que
lo que surge de los movimientos insurgentes, no es necesariamente la anarquía,
sino la resultante de todas las fuerzas que actúan en la sociedad. Los
anarquistas, en tales situaciones, deben cuidarse de tratar que se imponga la
anarquía por la fuerza, así como deben estar preparados para defender su
derecho a vivir como anarquistas.
Es cierto, por otra parte, que el revolucionarismo de
los anarquistas de hace setenta o cien años, no nos obliga a repetir, sino
precisamente a verificar su vigencia hoy y aquí. Es razonable entonces que nos
preguntemos si sigue siendo la propuesta revolucionaria y la inserción en la
revolución donde ella se da, el método de incorporación del anarquismo al
proceso social.
Planteada la pregunta, podemos también tentar desde
nuestro hoy y aquí, un camino para una respuesta: dado que lo que
propone el anarquismo es, sigue siendo, la expropiación de la riqueza y el
poder a sus detentadores, a las oligarquías, a los imperialismos, a las
instituciones que disponen de la fuerza armada, a las que disponen de los
medios para orientar la información, la ciencia, la tecnología, y así
sucesivamente; dado que hoy y aquí, la precondición para la construcción de una
sociedad de libres e iguales (valga la frase simple), es esa expropiación,
parecería totalmente obvio que la revolución es el único camino posible. Ni
mejor ni peor, ni tal vez probable, ni menos aún seguro, pero el único posible.
Pensar en la expropiación pacífica, “concertada” el uso actual, por
convencimiento, o porque dios es grande, es una verdadera traición, a veces
consciente y otras inconsciente, a la propuesta misma de expropiación. Aquí y
hoy, por lo menos, ningún grupo, ningún sector, ninguna clase, ninguna
sociedad, perderá sus privilegios, poder, riqueza, prestigio, sin luchar con
todas las armas que tenga para conservar y acrecentar lo que tiene.
Y no hay límites que se vayan a imponer los
poderosos, para conservar lo que los anarquistas decimos que debe ser
expropiado. Un siglo jalonado de guerras globales, locales, coloniales,
semicoloniales, genocidios, matanzas y bombardeos con centenares de millones de
víctimas, es testigo reciente de ello.
Pero también, aunque hay quien dice que la revolución
ha muerto, cien años jalonados de revoluciones, todas ellas más o menos
autoritarias en sus resultados, pero que han roto en gran medida el esquema
tradicional de la propiedad privada intangible, de la autoridad consentida y de
la legitimidad de los imperios, que han enfervorizado pueblos enteros en lucha
contra poderosos imperialismos, y que a veces los han vencido.
No hay ni hubo revoluciones limpitas, blancas, como
de cuentos de hadas. Tampoco apocalípticas, instauradoras de una vez por todas
de la anarquía.
Tampoco las habrá, seguramente, pero sospechamos que seguirá
habiendo revoluciones sociales a la medida de los hombres que las harán. Como
en una especie de reverso de la frase de Lampedusa, todo tiene que cambiar para
que realmente algo cambie. Y eso es la revolución.
La revolución social es la culminación de una serie
de pasos adelante y alternativos -propaganda insurgente gremial en el sentido
progresista político y social, estudiantil, militancia barrial y cultural,
experiencias autogestionarias, preparación para la defensa y la expropiación-,
para que estos pasos lleven a fines lo más antiautoritarios posibles se
requiere la participación activa de los anarquistas en todas las etapas. En
estos comentarios que hacemos sobre el tema de la revolución, Malatesta también
nos aporta, ya que los problemas básicos que pusieron en movimiento sus ideas
no han cambiado demasiado en el último medio siglo -sobre todo en los países
del llamado “tercer mundo”-; lo que él puede aportarnos hoy no será como
recoger los dictados de un profeta, sino como alguien que pertenece a nuestra
época y que trabajó y vivió entre la gente, y siempre percibió que él sería el
último en sugerir que los anarquistas de hoy acepten ciegamente sus ideas y
adopten en detalle su programa anarquista o que traten de vivir la vida de
militante y agitador que el vivió. A continuación este pequeño resumen de los
trabajos de Malatesta, seleccionados en la recopilación realizada a principios
de la década del 60’
por Vernon Richards, el cual intenta ser un aporte a la discusión de los
militantes de hoy.
Buenos Aires, Argentina, 1988.
INTRODUCCIÓN
El anarquismo en su génesis, sus aspiraciones, sus
métodos de lucha, no tiene ningún vínculo necesario con ningún sistema
filosófico.
El anarquismo nació de la rebelión moral contra las
injusticias sociales. Cuando aparecieron hombres que se sintieron sofocados por
el ambiente social en que estaban forzados a vivir y cuya sensibilidad se vio
ofendida por el dolor de los demás como si fuera propio, y cuando esos hombres
se convencieron de que buena parte del dolor humano no es consecuencia fatal de
leyes naturales o sobrenaturales inexorables, sino que deriva, en cambio, de
hechos sociales dependientes de la voluntad humana y eliminables por obra del
hombre, se abrió entonces la vía que debía conducir al anarquismo.
Era necesario investigar las causas específicas de
los males sociales y los medios para destruirlas.
Y cuando algunos creyeron que la causa fundamental
del mal era la lucha entre los hombres con el consiguiente dominio de los
vencedores y la opresión y explotación de los vencidos, y vieron que este
dominio de los primeros y esta sujeción de los segundos, a través de las
alternativas históricas, dieron origen a la propiedad capitalista y al Estado,
y se propusieron abatir al Estado y a la propiedad, nació el anarquismo.
Dejando de lado la incierta filosofía, prefiero
atenerme a las definiciones vulgares que nos dicen que la Anarquía es un modo
de convivencia social en el cual los hombres viven como hermanos sin que
ninguno pueda oprimir y explotar a los demás y todos tienen a su disposición
los medios que la civilización de la época puede proporcionar para llegar al
máximo desarrollo moral y material; y el Anarquismo es el método para realizar
la Anarquía por medio de la libertad, sin gobierno, es decir, sin órganos
autoritarios que por la fuerza, aunque sea con buenos fines, imponen a los
demás su propia voluntad.
Anarquía significa sociedad organizada sin autoridad
entendiéndose por autoridad la facultad de imponer la propia voluntad, y no ya
el hecho inevitable y benéfico de que quien mejor entienda y sepa hacer una
cosa llegue más fácilmente a lograr que se acepte su opinión, y sirva de guía
en esa determinada cosa a los que son menos capaces que él.
Según nuestra opinión, la autoridad no sólo no es
necesaria para la organización social, sino que lejos de favorecerla vive de
ella en forma parasitaria, obstaculiza su evolución y extrae ventajas de esa
organización en beneficio especial de una determinada clase que disfruta de las
demás y las oprime. Mientras en una colectividad hay armonía de intereses,
mientras ninguno desea ni tiene manera de disfrutar de los demás, no existen en
ella rasgos de autoridad; cuando ocurre la lucha intestina y la colectividad se
divide en vencedores y vencidos, surge entonces la autoridad, que va
naturalmente a parar a manos de los más fuertes y sirve para confirmar,
perpetuar y engrandecer su victoria.
Sustentamos esta creencia y por ello somos
anarquistas, pues si creyéramos que no puede haber organización sin autoridad
seríamos autoritarios, porque seguiríamos prefiriendo la autoridad, que traba y
entristece la vida, antes que la desorganización que la torna imposible.
Pero, ¿cuántas veces debemos repetir que no queremos
imponer nada a nadie, que no creemos posible ni deseable beneficiar a la gente
por la fuerza, y que lo único que deseamos, por cierto, es que nadie nos
imponga su voluntad, que ninguno pueda imponer a los demás una forma de vida
social que no sea libremente aceptada?
El socialismo -Y con mayor razón lo diríamos del
anarquismo- no puede ser impuesto, sea por razones morales de respeto a la
libertad, sea por la imposibilidad de aplicar “por la fuerza” un régimen de
justicia para todos. No lo puede imponer a la mayoría una minoría, y menos aún
la mayoría a una o varias minorías.
Y es por ello que somos anarquistas, que deseamos que
todos tengan la libertad “efectiva” de vivir comer quieran, cosa que no es
posible sin expropiar a quienes detentan actualmente la riqueza social y poner
los medios de trabajo a disposición de todos.
...La base fundamental del método anarquista es la
libertad, y por lo tanto combatimos y combatiremos contra todo lo que violenta
la libertad -libertad igual para todos- cualquiera sea el régimen dominante:
monarquía, república o de otra clase.
Nosotros, por el contrario, no pretendemos poseer la
verdad absoluta, creemos más bien que la verdad social, es decir, el mejor modo
de convivencia social, no es una cosa fija, buena para todos los tiempos y
lugares, determinable por anticipado, y que en cambio, una vez asegurada la
libertad, se irá descubriendo y realizando en forma gradual con el menor número
de conmociones y fricciones. Y por ello las soluciones que proponemos dejan
siempre la puerta abierta a otras distintas y presumiblemente mejores.
Quienes analizan mi pregunta: “¿Cómo hacéis para
saber de qué manera se orientará mañana vuestra República?”, oponen a su vez la
siguiente: “¿Cómo sabéis de qué manera se orientará vuestro anarquismo?”. Y
tienen razón: son demasiados y extremadamente complejos los factores de la
historia, son tan inciertas e indeterminables las voluntades humanas que nadie
podría ponerse seriamente a profetizar el Porvenir. Pero la diferencia que
existe entre nosotros y los republicanos consiste en que nosotros no queremos
cristalizar nuestro anarquismo en dogmas ni imponerlo por la fuerza; será lo
que pueda ser y se desarrollará a medida que los hombres y las instituciones se
tornen más favorables a la libertad y a la justicia integrales...
Nosotros tenemos en vista el bien de todos, la
eliminación de todos los sufrimientos y la generalización de todas las alegrías
que puedan depender de la obra humana; tendemos a la paz y al amor entre todos
los hombres, a una civilización nueva y mejor, a una humanidad más digna y
feliz. Pero creemos que el bien de todos no se puede lograr realmente sino
mediante el concurso consciente de todos; creemos que no existen fórmulas
mágicas capaces de resolver las dificultades; que no hay doctrinas universales
e infalibles que se apliquen a todos los hombres y a todos los casos; que no
existen hombres y partidos providenciales que puedan sustituir útilmente la
voluntad de los demás por la suya propia y hacer el bien por la fuerza;
pensamos que la vida social torna siempre las formas que resultan del contraste
de los intereses e ideales de quienes piensan y quieren. Y por lo tanto, convocamos
a todos a pensar y a querer.
Anarquista es, por definición, el que no quiere ser
oprimido y no quiere ser opresor; el que desea el máximo bienestar, la máxima
libertad, el máximo desarrollo posible para todos los seres humanos.
Sus ideas, sus voluntades tienen su origen en el
sentimiento de simpatía, de amor, de respeto hacia todos los seres humanos:
sentimiento que debe ser bastante fuerte como para inducirlo a querer el bien
de los demás tanto como el propio, y a renunciar a las ventajas personales cuya
obtención requiere el sacrificio de los otros.
Si no fuera así, ¿por qué debería ser el anarquista
enemigo de la opresión y no tratar, en cambio, de transformarse en opresor?
El anarquista sabe que el individuo no puede vivir
fuera de la sociedad, más aún, que no existe, en cuanto individuo humano, sino
porque lleva en sí los resultados del trabajo de innumerables generaciones
pasadas, y aprovecha durante toda su vida de la colaboración de sus
contemporáneos.
El anarquista sabe que la actividad de cada uno
influye, de manera directa o indirecta, sobre la vida de todos, y reconoce por
ello la gran ley de solidaridad que domina tanto en la sociedad como en la naturaleza. Y puesto
que quiere la libertad de todos, debe necesariamente querer que la acción de
esta solidaridad necesaria, en lugar de ser impuesta y sufrida, inconsciente e
involuntariamente, en lugar de quedar librada al azar y verse usufructuaria en
ventaja de algunos y para daño de otros, se vuelva consciente y voluntaria y se
despliegue, por lo tanto, para igual beneficio de todos.
O ser oprimidos, o ser opresores, o cooperar
voluntariamente para el mayor bien de todos. No hay ninguna otra alternativa
posible; y los anarquistas están naturalmente en favor, y no pueden no estarlo,
de la cooperación libre y voluntaria.
No hay que ponerse aquí a hacer “filosofía” y a
hablar de egoísmo, altruismo y rompecabezas similares. Estamos de acuerdo:
todos somos egoístas, todos buscamos nuestra satisfacción. Pero es anarquista
el que halla su máxima satisfacción en la lucha por el bien de todos, por la
realización de una sociedad en la cual él pueda encontrarse, como hermano entre
hermanos, en medio de hombres sanos, inteligentes, instruidos y felices. En
cambio, quien pueda adaptarse sin disgusto a vivir entre esclavos y a obtener
ventaja del trabajo de éstos no es y no puede ser un anarquista.
Para ser anarquista no basta reconocer que la
anarquía es un hermoso ideal -cosa que, al menos de palabra, reconocen todos,
incluidos los soberanos, los capitalistas, los policías y, creo, incluso el
mismo Mussolini-, sino que es necesario querer combatir para llegar a la
anarquía, o al menos para aproximarse a ella, tratando de atenuar el dominio
del Estado y del privilegio y reclamando siempre una mayor libertad y justicia.
¿POR QUÉ SOMOS ANARQUISTAS?
Aparte de nuestras ideas sobre el Estado político y
sobre el gobierno, es decir, sobre la organización coercitiva de la sociedad,
que constituyen nuestra característica específica, y las referentes al mejor
modo de asegurar para todos el uso de los medios de producción y la
participación en las ventajas de la vida social, somos anarquistas por un
sentimiento, que es la fuerza motriz de todos los reformadores sociales
sinceros, y sin el cual nuestro anarquismo sería una mentira o un sin sentido.
Este sentimiento es el amor hacia los hombres, es el
hecho de sufrir por los sufrimientos de los demás. Si yo... como no puedo comer
con gusto si pienso que hay gente que muere de hambre; si compro un juguete
para mis hijas y me siento muy feliz por su alegría, mi felicidad se amarga
pronto al ver que delante de la vidriera del negocio hay niños con los ojos
agrandados de asombro que se sentirían contentos con un payaso que sólo cuesta
unas monedas, y no pueden obtenerlo; sí me divierto, mi alma se entristece ni
bien pienso en que hay desgraciados que gimen en la cárcel; si estudio o
realizo un trabajo que me agrada, siento una especie de remordimiento al pensar
que hay tantas personas que tienen mayor ingenio que yo y se ven obligadas a
arruinar su vida en una fatiga embrutecedora, a menudo inútil y dañina. Puro
egoísmo, corno veis, pero de una especie que otros llaman altruismo, y sin el
cual llámeselo como se quiera, no es posible ser realmente anarquista.
La intolerancia frente a la opresión, el deseo de ser
libre y de poder expandir la propia personalidad en todo su poder, no basta
para hacer un anarquista. Esa aspiración a la ilimitada libertad, si no se
combina y modela con el amor por los hombres Y con el deseo de que todos los
demás tengan igual libertad, puede llegar a crear rebeldes, pero no basta para
hacer anarquistas: Rebeldes que, si tienen fuerza suficiente, se
transforman rápidamente en explotadores y tiranos.
Hay individuos fuertes, inteligentes, apasionados,
con grandes necesidades materiales o intelectuales, que encontrándose entre los
oprimidos por obra de la suerte quieren a cualquier costa emanciparse y no
sienten repugnancia en transformarse en opresores: individuos que al
encontrarse coartados por la sociedad actual llegan a despreciar y odiar toda
sociedad, y al sentir que sería absurdo querer vivir fuera de la
colectividad humana, desearían someter a todos los hombres y a toda la sociedad
a su voluntad y a la satisfacción de sus pasiones. A veces, cuando se trata de
gente instruida, suelen considerarse a sí mismos superhombres. No se
sienten embarazados por escrúpulos, “desean vivir su vida”, se ríen de la
revolución y de toda aspiración que ponga sus miras en el futuro, desean gozar
él día de hoy a cualquier costa y a costa de cualquiera; sacrificarían a toda
la humanidad por una hora -hay quien lo ha dicho exactamente así- “de vida
intensa”.
Esos son rebeldes, pero no son anarquistas. Tienen la
mentalidad y los sentimientos de burgueses frustrados, y cuando logran éxito se
vuelven de hecho burgueses, y no de los manos dañinos.
Puede ocurrir algunas veces que, en las alternativas
de la lucha, los encontremos a nuestro lado, pero no podemos, no debemos ni
deseamos confundirnos con ellos. Y ellos lo saben muy bien.
Pero muchos de ellos gustan de llamarse anarquistas.
Es cierto -y es deplorable-.
Nosotros no podemos impedir que una persona se
aplique el nombre que quiera, ni podemos, Por otra parte, abandonar nosotros el
nombre que compendia nuestras ideas y que nos pertenece lógica e
históricamente. Lo que Podemos hacer es vigilar para que no surja la confusión,
o para que ésta se reduzca al mínimo posible.
Yo soy anarquista porque me parece que el
anarquismo responde mejor que cualquier otro modo de convivencia social a mi
deseo del bien de todos, a mi aspiración hacia una sociedad que concilie la
libertad de todos con la cooperación y el amor entre los hombres, y no ya
porque se trate de una verdad científica y de una ley natural. Me basta que no
contradiga ninguna ley conocida de la naturaleza para considerarla posible y
luchar por conquistar la voluntad necesaria para su realización.
Yo soy comunista (libertario, se entiende) y estoy en
favor del acuerdo y creo que con una descentralización inteligente y un
intercambio continuo de informaciones se podrían llegar a organizar los
necesarios intercambios de productos y a satisfacer las necesidades de todos
sin recurrir al símbolo moneda, que está por cierto cargado de inconvenientes y
peligros. Aspiro, como todo buen comunista, a la abolición del dinero, y como
todo buen revolucionario creo que será necesario desarmar a la burguesía desvalorizando
todos los signos de riqueza que puedan servir para vivir sin trabajar...
Nos ocurre a menudo que decimos: el anarquismo
es la abolición del gendarme, entendiendo por gendarme cualquier fuerza armada,
cualquier fuerza material al servicio de un hombre o de una clase para obligar
a los demás a hacer lo que no quieren hacer voluntariamente.
Por cierto que esa fórmula no da una idea ni siquiera
aproximada de lo que se entiende por anarquía, que es una sociedad fundada
sobre el libre acuerdo, en la cual cada individuo pueda lograr el máximo
desarrollo posible, material, moral e intelectual, y encuentre en la
solidaridad social la garantía de su libertad y bienestar. La supresión de la
coerción física no basta para que uno llegue a la dignidad de hombre libre,
aprenda a amar a sus semejantes, a respetar en ellos los derechos que quiere
que respeten en él, y se rehúse tanto a mandar como a ser mandado. Se puede ser
esclavo voluntario por deficiencia y por falta de confianza en sí mismo, como
se puede ser tirano por maldad o por inconciencia, cuando no se encuentra
resistencia adecuada. Pero esto no impide que la abolición del gendarme, es
decir, la abolición de la violencia en las relaciones sociales, constituya la
base, la condición indispensable sin la cual no puede florecer la anarquía, y
más aún, no puede ni siquiera concebírsela.
Puesto que todos estos males derivan de la lucha
entre los hombres, de la búsqueda del bienestar que cada uno hace por su cuenta
y contra todos, queremos ponerle remedio sustituyendo el odio por el amor, la
competencia por la solidaridad, la búsqueda exclusiva del propio bienestar por
la cooperación fraternal para el bienestar de todos, la opresión y la
imposición por la libertad, la mentira religiosa y pseudocientífica por la
verdad.
Por lo tanto:
a) La abolición de la propiedad
privada de la tierra, de las materias primas y de los instrumentos de trabajo,
para que nadie disponga de recursos que le permitan vivir explotando el trabajo
de otros, y todos, al tener garantizados los medios para producir y vivir, sean
verdaderamente independientes y puedan asociarse libremente con los demás, en
bien del interés común conforme a sus propias simpatías.
b) Abolición del gobierno y de
todo poder que haga la ley y la imponga a otros; por ende, abolición de las
monarquías, las repúblicas, los parlamentos, los ejércitos, las policías, los
jueces y toda otra institución dotada de medios coercitivos.
c) Organización de la vida
social por obra de libres asociaciones y federaciones de productores y
consumidores, hechas y modificadas según la voluntad de sus componentes,
guiados por la ciencia y la experiencia y libres de toda imposición que no
derive de las necesidades naturales, a las cuales cada uno, vencido por el
sentimiento mismo de la necesidad ineluctable, se someterá voluntariamente.
d) Garantía de los medios de
vida, de desarrollo, de bienestar para los niños y para todos aquellos que no
tienen la capacidad necesaria para proveer para sí mismos.
e) Guerra a las religiones y a
todas las mentiras, aunque se oculten bajo el manto de la ciencia. Educación
científica para todos y hasta sus niveles más elevados.
f)
Guerra a las
rivalidades y a los prejuicios patrióticos. Abolición de las fronteras,
fraternidad entre todos los pueblos.
g) Reconstrucción de la
familia, de modo que resulte de la práctica del amor, libre de todo vínculo
legal, de toda opresión económica o física, de todo prejuicio religioso.
Queremos abolir radicalmente la dominación y la
explotación del hombre por el hombre; queremos que los hombres, hermanados por
una solidaridad consciente y deseada, cooperen todos en forma voluntaria para
el bienestar de todos; queremos que la sociedad se constituya con el fin de
proporcionar a todos los seres humanos los medios necesarios para que logren el
máximo bienestar posible, el máximo desarrollo moral y material posible;
queremos pan, libertad, amor y ciencia para todos.
CAPÍTULO I
EL PENSAMIENTO ANARQUISTA
Se puede ser anarquista cualquiera sea el sistema
filosófico que se prefiera. Hay anarquistas materialistas, y también existen
otros que, como yo, sin ningún prejuicio sobre los posibles desarrollos futuros
del intelecto humano, prefieren declararse simplemente ignorantes.
No se puede comprender, por cierto, cómo es posible
conciliar ciertas teorías con la práctica de la vida.
La teoría mecanicista, como la teísta y la panteísta,
llevarían lógicamente a la indiferencia y a la inactividad, a la aceptación
supina de todo lo que existe, tanto en el campo moral como en el material.
Pero por fortuna las concepciones filosóficas tienen
poca o ninguna influencia sobre la conducta.
Y los materialistas y “mecanicistas”, contra toda
lógica se sacrifican a menudo por un ideal. Como lo hacen, por lo demás, los
religiosos que creen en los goces eternos del paraíso, pero piensan en pasarla
bien en este mundo, y cuando están enfermos sienten miedo dé morir y llaman al
médico. Así como la pobre madre que pierde un hijo: cree estar segura de
que su niño se ha transformado en un ángel y la espera en el paraíso... pero
entretanto llora y se desespera.
Entre los anarquistas hay quienes gustan calificarse
de comunistas, colectivistas, individualistas o con otras denominaciones. A
menudo se trata de palabras interpretadas de manera distinta que oscurecen y
ocultan una fundamental identidad de aspiración; a veces se trata sólo de
teorías, de hipótesis con las cuales cada uno explica y justifica de manera
distinta conclusiones prácticas idénticas.
Entre los anarquistas hay los revolucionarios, que
creen que es necesario abatir por la fuerza a la fuerza que mantiene el orden
presente, para crear un ambiente en el cual sea posible la libre evolución de
los individuos y de las colectividades, y hay educacionistas que piensan que
sólo se puede llegar a la transformación social transformando antes a los
individuos por medio de la educación y de la propaganda. Existen
partidarios de la no violencia, o de la resistencia pasiva, que rehuyen la
violencia aunque sea para rechazar a la violencia, y existen quienes admiten la
necesidad de la violencia, los cuales se dividen, a su vez, en lo que respecta
a la naturaleza, alcance y límites de la violencia lícita. Hay discordancia
respecto de la actitud de los anarquistas frente al movimiento sindical,
disenso sobre la organización o no organización propia de los anarquistas,
diferencias permanentes u ocasionales sobre las relaciones entre los
anarquistas y los otros partidos subversivos.
Justamente son estas y otras cuestiones semejantes
las que requieren que tratemos de entendernos; o si, según parece, el
entendimiento no es posible, hay que aprender a tolerarse: trabajar
juntos cuando se está de acuerdo, y cuando no, dejar que cada uno haga lo que
le parezca sin obstaculizarse unos a otros. Porque en verdad, si se toman en
cuenta todos los factores, nadie tiene siempre razón.
El anarquismo se basta moralmente a si mismo; pero
para traducirse en los hechos tiene necesidad de formas concretas de vida
material, y es la preferencia de una forma respecto de otra lo que diferencia
entre sí a las diversas escuelas anarquistas.
El comunismo, el individualismo, el colectivismo, el
mutualismo y todos los programas intermedios y eclécticos no son, en el campo
anarquista, sino el modo que se cree mejor para realizar en la vida económica
la libertad y la solidaridad, el modo que se considera más adecuado para la
justicia y la libertad de distribuir entre los hombres los medios de producción
y los productos del trabajo.
Bakunin era anarquista, y era colectivista, enemigo
encarnizado del comunismo porque veía en él la negación de la libertad y, por
lo tanto, de la dignidad humana. Y con Bakunin, y largo tiempo después de él,
fueron colectivistas -propiedad colectiva del suelo, de las materias primas
y de los instrumentos de trabajo, y asignación del producto integral del
trabajo a cada productor, sustraída la cuota necesaria para las cargas sociales-
casi todos los anarquistas españoles, que se contaban entre los más conscientes
y consecuentes.
Otros por la misma razón de defensa, y garantía de la
libertad se declaran individualistas y quieren que cada uno tenga en propiedad
individual la parte que le corresponde de los medios de producción y, por ende,
la libre disposición de los productos de su trabajo.
Otros idean sistemas más o menos complicados de
mutualidad. Pero en suma es siempre la búsqueda de una garantía más segura de
la libertad lo que constituye la característica de los anarquistas y los divide
en diversas escuelas.
Los individualistas suponen o hablan como si
supusieran que los comunistas -anarquistas- desean imponer el comunismo, lo que
naturalmente los excluiría en absoluto del anarquismo.
Los comunistas suponen o hablan como si supusieran
que los individualistas -anarquistas- rechazan toda idea de asociación, desean
la lucha entre los hombres, el dominio del más fuerte (ha habido quien en
nombre del individualismo sostuvo estas ideas y otras peores aún, pero a tales
individualistas no se les puede llamar anarquistas), esto los excluiría no sólo
del anarquismo sino también de la humanidad.
En realidad, los comunistas son tales porque en el
comunismo libremente aceptado ven la consecuencia de la hermandad y la mejor
garantía de la libertad individual. Y los individualistas, los que son
verdaderamente anarquistas, son anticomunistas porque temen que el comunismo
someta a los individuos nominalmente a la tiranía de la colectividad y, en
realidad, a la del partido o de la casta, que con la excusa de administrar
lograrían apoderarse del poder y disponer de las cosas y, por lo tanto, de los
hombres que tienen necesidad de esas cosas, y desean entonces que cada
individuo o cada grupo pueda ejercitar libremente la propia actividad y gozar
libremente de los frutos de ésta en condiciones de igualdad con otros
individuos y grupos, manteniendo con ellos relaciones de justicia y de equidad.
Si es así, resulta claro que no existe una diferencia
esencial. Solamente que, según los comunistas, la justicia y la equidad son,
por las condiciones naturales, irrealizables en el régimen individualista y,
por ende, sería también irrealizable la libertad. Resultaría
además imposible la proclamada igualdad del punto de partida, es decir, un
estado de cosas en el cual cada hombre encontrara al nacer iguales condiciones
de desarrollo y medios de producción equivalentes para poder subir a mayor o
menor altura y gozar de una vida más o menos larga y feliz según las propias
facultades innatas y su propia actividad.
Si en toda la Tierra reinaran las mismas condiciones
climáticas, si los suelos fuesen igualmente fértiles en todas partes, si las
materias primas estuvieran distribuidas en el mundo y al alcance de la mano de
quien tiene necesidad de ellas, si la civilización fuera general e igual, y el
trabajo de las generaciones pasadas hubiese puesto a todos los países en
igualdad de condiciones, si la población estuviese parejamente distribuida
sobre toda la superficie habitable, entonces se podría concebir que cada uno,
individuo o grupo, encontrase tierra e instrumentos y materias primas para
poder trabajar y producir independientemente, sin explotar a nadie ni ser
explotado. Pero en las condiciones naturales e históricas tal como se dan,
¿cómo establecer la igualdad y la justicia entre aquel al que le tocase en
suerte un trozo de terreno árido que requiere mucho trabajo para dar un escaso
producto y el que tuviese un trozo de terreno fértil y bien situado? ¿O entre
el habitante de una aldea pérdida entre las montañas o en medio de pantanos y
el que vive en una ciudad enriquecida por centenares de generaciones con todos
los aportes del ingenio y del trabajo humano?
Recomiendo cálidamente la lectura del libro de
Armand, L’iniziazione Individualista anarchica..., [que] es un libro
concienzudo escrito por uno de los individualistas anarquistas más calificados
y que ha provocado la aprobación general de los individualistas. Pues bien, al
leer este libro uno se pregunta por qué Armand habla continuamente de “individualismo
anárquico”, como un cuerpo de doctrina distinto, mientras en general se limita
a exponer los principios comunes a todos los anarquistas de cualquier
tendencia. En realidad Armand, que gusta llamarse amoralista, sólo ha hecho una
especie de manual de moral anarquista -no “anárquica individualista”-, pero
anarquista en general, y más bien que anarquista, moral humana en sentido
amplio, porque se funda sobre los sentimientos de hombres que hacen deseable y
posible la anarquía.
Nettlau se equivoca, a mi parecer, cuando cree que el
contraste entre los anarquistas que se proclaman comunistas y los que se
consideran individualistas se basa realmente sobre la idea que cada uno se hace
de la vida económica -producción y distribución de los productos- en una
sociedad anárquica. Después de todo, estas son cuestiones que se refieren a un
porvenir lejano; y si es cierto que el ideal, la meta última, es el faro que
guía o debería guiar la conducta de los hombres, es también más cierto que lo
que determina sobre todo el acuerdo o el desacuerdo no es lo que se piensa
hacer mañana, sino lo que se hace o se quiere hacer hoy.
En general, nos entendemos mejor, y tenemos más
interés en entendernos con guiones recorren nuestro mismo camino aunque quieran
ir a un sitio diverso, más bien que con aquellos que dicen que quieren ir
adonde nosotros deseamos, pero toman un camino opuesto.
Así ha ocurrido que anarquistas de las diversas
tendencias, pese a que en el fondo deseaban todos la misma cosa, se han
encontrado en la práctica de la vida y de la propaganda, en encarnizada
oposición.
Admitido el principio básico del anarquismo, es
decir, que nadie debería tener el deseo ni la posibilidad de reducir a los
demás al sometimiento y obligarlos a trabajar para él, resulta claro que se
incluyen en el anarquismo solamente todos aquellos modos de vida que respetan
la libertad y reconocen en cada uno el mismo derecho a gozar de los bienes
naturales y de los productos de la propia actividad.
EL ANARQUISMO COMUNISTA
Hemos sido (en 1876), como somos todavía, anarquistas
comunistas, pero esto no quiere decir que hagamos del comunismo una panacea y
un dogma y no veamos que para la realización del comunismo se requieren ciertas
condiciones morales y materiales que es necesario crear.
La fine dell’ Anarchismo
de Luigi Galleani... (es) en sustancia una exposición clara, serena y
elocuente del comunismo anárquico, según la concepción kröpotkiniana: concepción
que yo personalmente encuentro demasiado optimista, demasiado fácil y confiada
en las armonías naturales, pero que no por ello deja de ser la contribución más
grande que se haya aportado hasta ahora a la difusión del anarquismo.
También nosotros aspiramos al comunismo como a la más
perfecta realización de la solidaridad social, pero debe ser comunismo
anárquico, es decir, libremente querido y aceptado, y medio para asegurar y
acrecentar la libertad de cada uno; pero considerarnos que el comunismo
estatal, autoritario y obligatorio es la más odiosa tiranía que alguna vez haya
afligido, atormentado y obstaculizado la marcha de la humanidad.
Estos anarquistas que se dicen comunistas -y me ubico
entre ellos- son tales no porque deseen imponer su modo especial de ver
o crean que aparte de éste no haya ninguna salvación, sino porque están
convencidos, hasta que se pruebe lo contrario, de que cuanto más se hermanen
los hombres y más íntima sea la cooperación de sus esfuerzos en favor de todos
los asociados, tanto mayor será el bienestar y la libertad de que podrá gozar cada
uno. El hombre, piensan ellos, aunque esté liberado de la opresión de los demás
hombres quedará siempre expuesto a las fuerzas hostiles de la naturaleza, que
él no puede vencer por sí solo, aunque ayudado por los demás hombres puede
dominarlas y transformarlas en medios de su propio bienestar. Un hombre que
quisiera proveer a sus necesidades materiales trabajando por sí solo, sería
esclavo de su trabajo. Un campesino, por ejemplo, que quisiera cultivar por sí
solo su trozo de tierra, renunciaría a todas las ventajas de la cooperación y
se condenaría a una vida miserable: no podría concederse períodos de
reposo, viajes, estudios, contactos con la vida múltiple de los vastos
agrupamientos humanos... y no siempre lograría calmar su hambre.
Es grotesco pensar que anarquistas, aunque se digan
comunistas y lo sean, deseen vivir en un convento, sometidos a la regla común,
a la comida y al vestido uniforme, etcétera; pero sería igualmente absurdo
pensar que quieran hacer lo que les plazca sin tener en cuenta las necesidades
de los demás, el derecho de todos a gozar de una libertad igual. Todo el mundo
sabe que Kröpotkin, por ejemplo, que se contaba entre los anarquistas más
apasionados y elocuentes propagadores de la concepción comunista, fue al mismo
tiempo un gran apóstol de la independencia individual y quería con pasión que
todos pudieran desarrollar y satisfacer libremente sus gustos artísticos,
dedicarse a las investigaciones científicas, unir armoniosamente el trabajo
manual y el intelectual para llegar a ser hombres en el sentido más elevado de
la palabra.
Además los comunistas (anarquistas, se entiende)
creen que a causa de las diferencias naturales de fertilidad, salubridad y
ubicación del suelo, sería imposible asegurar, individualmente a cada uno iguales
condiciones de trabajo, y realizar, si no la solidaridad, por lo menos la justicia. Pero al
mismo tiempo se dan cuenta de las inmensas dificultades que implica practicar,
antes de un largo período de libre evolución, ese comunismo voluntario
universal que ellos consideran como ideal supremo de la humanidad emancipada y
hermanada. Y llegan, por lo tanto, a una conclusión que podría expresarse con
la siguiente fórmula: en la medida en que se realice el comunismo será
posible realizar el individualismo, es decir, el máximo de solidaridad para
gozar del máximo de libertad.
El comunismo aparece teóricamente como un sistema
ideal que sustituiría en las relaciones humanas la lucha por la solidaridad,
utilizaría de la mejor manera posible las energías naturales y el trabajo
humano y haría de la humanidad una gran familia de hermanos dispuestos a
ayudarse y amarse.
Pero ¿es esto practicable en las actuales condiciones
morales y materiales de la humanidad? ¿Y dentro de qué límites?
El comunismo universal, es decir, una comunidad sola
entre todos los seres humanos, es una aspiración, un faro ideal hacia el cual
hay que tender, pero no podría ser ahora, por cierto, una forma concreta de
organización económica. Esto, naturalmente, para nuestra época y probablemente
por algún tiempo futuro: quienes vivan en el porvenir pensarán en
tiempos más lejanos.
Por ahora sólo se puede pensar en una comunidad
múltiple entre poblaciones vecinas y afines que tendrían además relaciones de
diverso tipo, comunitarias o comerciales; y aún dentro de estos límites se
plantea siempre el problema de un posible antagonismo entre comunismo y
libertad, puesto que, incluso existiendo un sentimiento que favorecido por la
acción económica impulsa a los hombres hacia la hermandad y la solidaridad
consciente y voluntaria, y que nos inducirá a propugnar y practicar el mayor
comunismo posible, creo que así como el completo individualismo sería
antieconómico e imposible, también sería ahora imposible y antilibertario el
completo comunismo, sobre todo si se extiende a un territorio vasto.
Para organizar en gran escala una sociedad comunista
sería necesario transformar radicalmente toda la vida económica: los
modos de producción, de intercambio y de consumo; y esto sólo se podría hacer
gradualmente, a medida que las circunstancias objetivas lo permitieran y la
masa fuera comprendiendo las ventajas de tal sistema y supiese manejarlo por sí
misma. Si en cambio se quisiese, y se pudiese, proceder de golpe por la
voluntad y la preponderancia de un partido, las masas, habituadas a obedecer y
servir, aceptarían el nuevo modo de vida como una nueva ley impuesta por un
nuevo gobierno, y esperarían que un poder supremo impusiese a cada uno el modo
de producir y midiese su consumo. Y el nuevo poder, al no saber o no ser capaz
de satisfacer las necesidades y deseos inmensamente variados y a menudo
contradictorios, y no queriendo declararse inútil y proceder a dejar a los
interesados la libertad de actuar como deseen y puedan, reconstruiría un
Estado, fundado como todos los Estados en la fuerza militar y policial, Estado
que, si lograse durar, sólo equivaldría a sustituir los viejos patrones por
otros nuevos y más fanáticos. Con el pretexto, y quizás con la honesta y
sincera intención de regenerar el mundo con un nuevo Evangelio, se querría
imponer a todos una regla única, se suprimiría toda libertad, se volvería
imposible toda iniciativa; y como consecuencia tendríamos el desaliento y la
parálisis de la producción, el comercio clandestino o fraudulento, la prepotencia
y la corrupción de la burocracia, la miseria general y, en fin, el retorno más
o menos completo a las condiciones de opresión y explotación que la revolución
se proponía abolir.
La experiencia, rusa no debe haber ocurrido en vano.
En conclusión, me parece que ningún sistema puede ser
vital Y liberar realmente a la humanidad de la atávica servidumbre, si no es
fruto de una libre evolución.
Las sociedades humanas, para que sean convivencia de
hombres libres que cooperan para el mayor bien de todos, y no conventos o
despotismos que se mantienen por la superstición religiosa o la fuerza brutal,
no deben resultar de la creación artificial de un hombre o de una secta. Tienen
que ser resultado de las necesidades y las voluntades, coincidentes o contrastantes,
de todos sus miembros que, aprobando o rechazando, descubren las instituciones
que en un momento dado son las mejores posibles y las desarrollan y cambian a
medida que cambian las circunstancias y las voluntades.
Se puede preferir entonces el comunismo, o el
individualismo, o el colectivismo, o cualquier otro sistema imaginable y
trabajar con la propaganda y el ejemplo para el triunfo de las propias
aspiraciones; pero hay que cuidarse muy bien, bajo pena de un seguro desastre,
de pretender que el propio sistema sea único e infalible, bueno para todos los
hombres, en todos los lugares y tiempos, y que se lo deba hacer triunfar con
métodos que no sean la persuasión que resulta de la evidencia de los hechos.
Lo importante, lo indispensable, el punto del cual
hay que partir es asegurar a todos los medios que necesitan para ser libres.
CAPÍTULO II
ANARQUISMO Y LIBERTAD
En la naturaleza, en la naturaleza extrahumana,
domina simplemente la fuerza, es decir, el hecho brutal, sin atenuaciones, sin
limites, porque no existe todavía aquella nueva fuerza a la cual la humanidad
debe su diferenciación y su elevación, la fuerza de la voluntad consciente.
Toda la vida específicamente humana es una lucha
contra la naturaleza exterior, y todo progreso y adaptación es superación de
una ley natural.
El concepto de la libertad para todos, que implica
necesariamente el precepto de que la libertad de uno está limitada por la igual
libertad de otro, es un concepto humano; es conquista, es victoria, quizás la
más importante de todas, de la humanidad contra la naturaleza.
Es lamentablemente cierto que los intereses, las
pasiones, los gustos de los hombres no son naturalmente armónicos, y que como
éstos deben vivir juntos en sociedad es necesario que cada uno trate de
adaptarse y conciliar sus deseos con los de los demás y llegar a una manera
posible de satisfacerse a sí mismo y a los otros. Esto significa limitación de
la libertad, y demuestra que la libertad, entendida en sentido absoluto, no
podría resolver la cuestión sin una voluntaria y feliz convivencia social.
La cuestión sólo puede resolverse mediante la
solidaridad, la hermandad, el amor, que hacen que el sacrificio de los deseos
inconciliables con los de los demás se haga voluntariamente y con placer.
Pero cuando se habla de libertad en política y no en
filosofía, nadie piensa en la quimera metafísica del hombre abstracto que
existe fuera del ambiente cósmico y social y que podría, como un dios, hacer lo
que quiera en el sentido absoluto de la palabra.
Cuando se habla de libertad se está hablando de una
sociedad en la cual nadie podría hacer violencia a los otros sin encontrar una
tenaz resistencia, en la cual, sobre todo, nadie podría acaparar y emplear la
fuerza colectiva para imponer la propia voluntad a los individuos y a las
colectividades mismas que proporcionan la fuerza.
Estoy de acuerdo en que el hombre no es perfecto.
Pero eso no constituye sino una razón más, y quizás la mejor, para no conferir
a nadie los medios que le permitan “poner frenos a la libertad individual”.
El hombre no es perfecto. Pero ¿dónde encontrar
entonces a aquellos hombres no sólo bastante buenos como para convivir
pacíficamente con los demás, sino también capaces de regular autoritariamente
la vida de los otros? Y suponiendo que existieran, ¿quién los designaría? ¿Se
impondrían por sí mismos? Pero ¿quién les serviría de garantía contra la
resistencia, contra los atentados de los “malvados”?, ¿O los elegiría “el
pueblo soberano”, ese pueblo al que se considera demasiado ignorante y malo
como para vivir en paz, pero que adquiere de golpe buenas cualidades cuando se
le pide que elija a sus patrones?...
...La sociedad armónica sólo puede nacer de las
libres voluntades que se armonizan con libertad bajo la presión de la necesidad
de la vida y para satisfacer la exigencia de hermandad y amor que florece
siempre entre los hombres ni bien se sienten libres del terror de ser oprimidos
y de carecer de lo necesario para sí mismos y para su familia.
Nos jactamos de ser sobre todo y ante todo
propugnadores de libertad: Libertad no para nosotros solos, sino para
todos; liberta no solo para lo que nos parece verdad, sino también para todo lo
que puede ser o parecer error...
Reclamarnos simplemente lo que se podría llamar la
libertad social, es decir, la libertad igual para todos, una igualdad de
condiciones que permita a todos los hombres realizar su propia voluntad con el
único límite impuesto por los ineluctables necesidades naturales Y por la igual
libertad de los demás...
A cualquiera le resultaría ridículo pensar que al ser
no, nosotros defensores de la voluntad, quisiéramos que cada uno tuviese la
libertad de matar a sus semejantes...
La libertad que nosotros queremos no es el derecho
abstracto de hacer la propia voluntad, sino el poder de hacerla; por lo tanto,
supone en cada uno los medios de poder vivir y actuar sin someterse a la
voluntad de los demás; y como para vivir la primera condición es producir, el
presupuesto necesario de la libertad es la libre disposición para todos del
suelo, de las materias primas y de los instrumentos trabajo.
No es cuestión de tener razón o estar equivocado; es
cuestión de libertad, libertad para todos, libertad para cada uno siempre que
no viole... la igual libertad de los demás.
Nadie puede juzgar de una manera segura quién tiene
razón o está equivocado, quién se halla más cerca de la verdad y qué camino
conduce mejor al mayor bien para cada uno y para todos. La libertad es el único
medio para llegar, mediante la experiencia, a la verdad y a lo mejor: y
no hay libertad si no existe la libertad de equivocarse.
Y, además, ¿quién debe decidir cuál es la verdad y
cuál el error? ¿Fundaremos entonces un ministerio de instrucción pública con
sus profesores autorizados, los libros de texto admitidos, los inspectores de
las escuelas, etcétera? ¿Y todo esto en nombre del “pueblo”, tal como los
socialistas democráticos quieren llegar al poder en nombre del “proletariado”?
¿Y la corrupción que ejerce el poder, es decir, el
hecho de creerse con derecho y de encontrarse en condiciones de imponer a los
demás la propia voluntad?
Nosotros decimos, con justa razón, que cuando los
socialistas democráticos llegan al Parlamento dejan prácticamente de ser
socialistas. Pero esto no depende, por cierto, del hecho material de sentarse
en una asamblea que se titula Parlamento; sí depende, en cambio, del poder que
acompaña al título de miembro del Parlamento.
Si nosotros dominamos a los demás, de una u otra
manera, y les impedimos hacer lo que quieren, cesamos prácticamente de ser
anarquistas.
Que digan que somos sentimentalistas y todo lo que
les parezca, pero no podemos dejar de protestar enérgicamente contra esta
teoría reaccionaria, autoritaria, liberticida, que afirma la libertad como un
principio bueno para una futura sociedad pero la niega para la sociedad actual.
Precisamente en nombre de esta teoría se
establecieron las actuales tiranías; y en su nombre se establecerán las del
futuro, si el pueblo se deja ganar por ella.
Un historiador de la Gran Revolución
francesa, Luis Blanc, al querer explicar y justificar la contradicción que
existe entre las proclamadas aspiraciones humanitarias y liberales de los
jacobinos y la feroz tiranía que ejercieron cuando ocuparon el poder,
distinguía justamente entre la
“República”, que era una institución del porvenir, en la cual
se aplicarían en toda su amplitud los principios, y la “revolución”, que era el
presente y servía para justificar todas las tiranías como medios para llegar al
triunfo de la libertad y de la
justicia. Lo que ocurrió fue el ajusticiamiento en la
guillotina de los mejores revolucionarios, aparte de una infinidad de
desdichados, la consolidación del poder burgués, el imperio y la
Restauración...
Para combatir, y combatir eficazmente a nuestros
enemigos, no tenemos necesidad de renegar del principio de la libertad, ni
siquiera por un momento: nos basta con querer la libertad verdadera y
quererla para todos, tanto para nosotros como para los demás.
Deseamos expropiar a los propietarios y expropiarlos
con la violencia, porque ellos detentan con la violencia la riqueza social y se
sirven de ella para explotar a los trabajadores, no ya porque la libertad sea
una cosa buena para el porvenir, sino porque es buena siempre, tanto hoy como
mañana, y los propietarios nos la quitan al quitarnos los medios para
ejercitarla.
Queremos abatir al gobierno, a todos los gobiernos -y
abatirlos con la fuerza porque es con la fuerza como nos obligan a la
obediencia-, también en este caso no porque nos burlemos de la libertad cuando
ésta no sirve a nuestros intereses, sino porque los gobiernos son la negación
de la libertad y no es posible ser libre sin haberlos abatido.
Deseamos, y con la fuerza, quitar a los sacerdotes
los privilegios de que disfrutan, porque con estos privilegios, garantizados
por la fuerza del Estado, ellos quitan a los demás el derecho, es decir los
medios, de ejercer una igual libertad y propagar sus ideas y creencias.
La libertad de oprimir, de explotar, de obligar a la
gente a hacer el servicio militar, a pagar impuestos, etcétera, es la negación
de la libertad: Y el hecho de que nuestros enemigos empleen de una manera tan
inoportuna e hipócrita la palabra libertad no basta para hacernos renegar del
principio de ésta, que es el carácter distintivo de nuestro Partido, que es el
factor eterno, constante y necesario de la vida y del progreso de la humanidad.
Libertad igual para todos y derecho, por lo tanto, de
resistir a toda violación de la libertad, y de resistir con la fuerza brutal,
cuando la violencia se apoya sobre la fuerza brutal y no hay medio mejor para
oponerse a ella con éxito.
Y este principio es hoy verdadero y lo seguirá siendo
siempre, ya que en cualquier sociedad futura si alguien quisiera oprimir a
otro, éste tendría el derecho de resistir y de oponer la fuerza a la fuerza.
Y por lo demás, ¿cuándo termina la sociedad presente
y comienza la futura? ¿Cuándo podrá decirse que ha terminado definitivamente la
revolución y comenzado el triunfo incontrastado de una sociedad libre e
igualitaria? Si hay gente que se atribuya el derecho de violar la libertad de
cualquiera con la excusa de preparar el triunfo de la libertad, es seguro que
encontrará siempre que el pueblo no está todavía maduro, que hay siempre
peligros de reacción, que la educación no terminó aún, y con esta excusa
tratará de perpetuarse en el poder -poder que podría comenzar como fuerza de
pueblo rebelado, pero que al no ser regulado por el sentimiento profundo del
respeto por la libertad de todos, se transformaría en un gobierno propiamente
dicho, como los que existen hoy-.
Pero nos dirán: ¿queréis entonces que los sacerdotes
sigan embruteciendo a los niños con sus mentiras?
No, nosotros creemos necesario, urgente, destruir la
influencia maléfica del sacerdote, pero creemos que el único medio para
lograrlo es la libertad, la libertad para nosotros y para ellos.
Con la fuerza queremos, y un día u otro lo
lograremos, quitar a los sacerdotes todos sus privilegios, todas las ventajas
que deben a la protección del Estado y a las condiciones de miseria y sujeción
en que se encuentran los proletarios; pero hecho esto, sólo contamos, y sólo
podemos contar, con la fuerza de la verdad, es decir, con la propaganda.
Creemos -y por eso somos anarquistas- que la
autoridad no puede hacer nada bueno, o que si puede hacer algo relativamente
bueno, produce en cambio daños cien veces mayores.
Se habla del derecho de impedir la propagación del
error. Pero ¿con cuáles medios?
Si la corriente más fuerte de la opinión estuviera en
favor de los sacerdotes, serían entonces éstos los que impedirían nuestra
propaganda; si en cambio la opinión estuviera en favor de nosotros, entonces
¿qué necesidad habría de renegar de la libertad para combatir una influencia en
decadencia y arriesgarse a despertar simpatía hacia esa influencia al
perseguirla?
Dejando de lado todas las demás consideraciones, nos
conviene siempre estar a favor de la libertad, puesto que, si somos minoría,
tendremos más fuerza moral al reclamar la libertad para todos y podremos hacer
respetar nuestra libertad. Y si somos mayoría no tendremos motivo de violar la
libertad de los demás, si en verdad no nos proponemos imponer nuestra
dominación.
Libertad entonces, libertad para todos y en todo, sin
otro límite que la igual libertad de los demás: Lo cual no significa -es
incluso ridículo tener que decirlo- que admitamos y queramos respetar la
“libertad” de explotar, de oprimir, de mandar, que es opresión y no libertad.
ANARQUISMO Y VIOLENCIA
Los anarquistas están en contra de la violencia. Esto es
cosa sabida. La idea central del anarquismo es la eliminación de la violencia
de la vida social, es la organización de las relaciones sociales fundadas sobre
la libertad de los individuos, sin intervención del gendarme. Por ello somos
enemigos del capitalismo que obliga a los trabajadores, apoyándose sobre la
protección de los gendarmes, a dejarse explotar por los poseedores de los
medios de producción o incluso a permanecer ociosos o a sufrir hambre cuando
los patrones no tienen interés en explotarlos. Por ello somos enemigos del Estado,
que es la organización coercitiva, es decir violenta, de la sociedad.
Pero si un caballero dice que él cree que es cosa
estúpida y bárbara razonar a bastonazos y que es injusto y malvado obligar a
alguien a hacer la voluntad de otro bajo la amenaza de un revólver, ¿es acaso
razonable deducir que ese caballero se propone hacerse dar bastonazos y
someterse a la voluntad de otros sin recurrir a los medios más extremos de
defensa?
La violencia sólo es justificable cuando resulta
necesaria para defenderse a sí mismo y a los demás contra la violencia. Donde
cesa la necesidad comienza el delito... El esclavo está siempre en
estado de legítima defensa y, por lo tanto, su violencia contra el patrón,
contra el opresor, es siempre moralmente justificable y sólo debe regularse por
el criterio de la utilidad y de la economía del esfuerzo humano y de los
sufrimientos humanos.
Hay por cierto otros hombres, otros partidos otras
escuelas tan sinceramente devotas del bien general como podemos serlo los
mejores de nosotros. Pero lo que distingue a los anarquistas de todos los demás
es justamente el horror por la violencia, el deseo y el propósito de eliminar
la violencia, es decir, la fuerza material, de las competencias entre los
hombres.
Se podría decir entonces que la idea específica que
distingue a los anarquistas es la abolición del gendarme, la exclusión de los
factores sociales de la regla impuesta mediante la fuerza bruta, sea ésta legal
o ilegal.
Pero entonces se podrá preguntar por qué en la lucha
actual contra las instituciones político-sociales que consideran opresivas, los
anarquistas han predicado y practicado, y predican y practican cuando pueden,
el uso de los medios violentos que están sin embargo en evidente contradicción
con sus fines. Y esto hasta el punto de que en ciertos momentos muchos
adversarios de buena fe creyeron -y todos los de mala fe fingieron creer- que
el carácter específico del anarquismo era justamente la violencia.
La pregunta puede parecer embarazosa, pero es posible
responderla en pocas palabras. Ocurre que para que dos personas vivan en paz es
necesario que ambas deseen la paz; si uno de los dos se obstina en querer
obligar por la fuerza al otro a trabajar para él y a servirlo, para que ese
otro pueda conservar su dignidad de hombre y no quedar reducido a la más
abyecta esclavitud, pese a todo su amor por la paz y por el entendimiento, se
verá sin duda obligado a resistir a la fuerza con medios adecuados.
La lucha contra el Gobierno se resuelve, en último
análisis, en lucha física, material.
El Gobierno hace la ley. Debe tener Por lo
tanto una fuerza material -el ejército y la Policía- para imponerla, puesto que
de otra manera sólo la obedecerían quienes quisieran y ya no sería una ley sino
una simple propuesta que cada uno está en libertad de aceptar o de rechazar. Y
los gobiernos tienen esa fuerza y se sirven de ella para poder fortificar con
las leyes su dominio y satisfacer los intereses de las clases privilegiadas,
oprimiendo y explotando a los trabajadores.
El límite de la opresión del gobierno es la fuerza
que el pueblo se muestra capaz de oponerle.
Puede haber conflicto abierto o latente, pero
conflicto hay siempre, puesto que el gobierno no se detiene ante el descontento
y la resistencia popular sino cuando siente el peligro de la insurrección.
Cuando el pueblo se somete dócilmente a la ley, o la protesta
es débil y platónica, el gobierno se beneficia de ello sin preocuparse por las
necesidades populares; cuando la protesta se vuelve enérgica, insistente,
amenazadora, el gobierno, según sea más o menos iluminado, cede o reprime. Pero
siempre se llega a la insurrección, porque si el gobierno no cede el pueblo
termina rebelándose, y si el gobierno cede el pueblo adquiere fe en sí mismo y
pretende cada vez más, hasta que la incompatibilidad entre la libertad y la
autoridad se hace evidente y estalla el conflicto violento.
Es necesario entonces prepararse moral y
materialmente para que al estallar la lucha violenta el pueblo obtenga la
victoria.
Esta revolución debe ser necesariamente violenta,
aunque la violencia sea por sí misma un mal. Debe ser violenta porque sería una
locura esperar que los privilegiados reconocieran el daño y la injusticia que
implican sus privilegios y se decidieran a renunciar voluntariamente a ellos.
Debe ser violenta porque la transitoria violencia revolucionaria es el único
medio para poner fin a la mayor y perpetua violencia que mantiene en la
esclavitud a la gran masa de los hombres.
La burguesía no se dejará expropiar de buen grado y
habrá que apelar siempre al golpe de fuerza, a la violación del orden legal con
medios ilegales.
También nosotros sentimos amargura por esta necesidad
de la lucha violenta. Nosotros, que predicamos el amor y combatimos para llegar
a un estado social en el cual la concordia y el amor sean posibles entre los
hombres, sufrimos más que nadie por la necesidad en que nos encontramos de
defendernos con la violencia contra la violencia de las clases dominantes. Pero
renunciar a la violencia liberadora cuando ésta constituye el único medio que
puede poner fin a los prolongados sufrimientos de la gran masa de los hombres y
a las monstruosas carnicerías que enlutan a la humanidad, sería hacernos
responsables de los odios que lamentamos y de los males que derivan del odio.
Nosotros no queremos imponer nada con la fuerza, y no
queremos soportar ninguna imposición forzada.
Queremos emplear la fuerza contra el Gobierno porque
éste nos tiene dominados por la fuerza.
Queremos expropiar por la fuerza a los propietarios,
porque éstos detentan por la fuerza las riquezas naturales y el capital, fruto
del trabajo, y se sirven de ella para obligar a los demás a trabajar en su
propio beneficio.
Combatiremos con la fuerza a quienes quieran retener
o reconquistar con la fuerza los medios que les permiten imponer su voluntad y
explotar el trabajo de los demás.
Resistiremos con la fuerza contra cualquier
“dictadura” o “constituyente” que quisiera sobreponerse a las masas en
rebelión. Y combatiremos al Gobierno, como quiera que haya llegado al poder, si
hace leyes y dispone de medios militares y penales para obligar a la gente a la obediencia. Salvo
en los casos enumerados, en los cuales el empleo de la fuerza se justifica como
defensa contra la fuerza, estamos siempre contra la violencia y en favor de la
libre voluntad.
Pienso, y lo he repetido mil veces, que no resistir
al mal “activamente”, es decir, de todos los modos posibles y adecuados, es
absurdo en teoría, porque está en contradicción con el fin de evitar y destruir
el mal, y es inmoral en la práctica, porque reniega de la solidaridad humana y
del consiguiente deber de defender a los débiles y a los oprimidos.
Pienso que un régimen nacido de la violencia y que se
sostiene con la violencia sólo puede ser abatido por una violencia
correspondiente y proporcionada, y que por ello es una tontería o un engaño
confiar en la legalidad que los opresores mismos forjan para su propia defensa.
Pero pienso que para nosotros, que tenemos como fin la paz entre los hombres,
la justicia y la libertad de todos, la violencia es una dura necesidad que debe
cesar, conseguida la liberación, donde cesa la necesidad de la defensa y de la
seguridad, bajo pena de que se transforme en un delito contra la humanidad y
lleve a nuevas opresiones y nuevas injusticias.
Estamos por principio contra la violencia y por ello
querríamos que la lucha social, mientras ocurre, se humanizara lo más posible.
Pero esto no significa en absoluto que queramos que esa lucha sea menos
enérgica y menos radical, pues consideramos más bien que las medidas a medias
llegan en fin de cuentas a prolongar indefinidamente la lucha, a volverla
estéril y a producir, en suma, una cantidad mayor de esa violencia que se
querría evitar. Tampoco significa que limitemos el derecho de defensa a la
resistencia contra el atentado material e inminente. Para nosotros el oprimido
se encuentra siempre en estado de legítima defensa y tiene siempre el pleno
derecho de rebelarse sin esperar que comiencen a descargar las armas sobre él;
y sabemos muy bien que a menudo el ataque es el mejor medio de defensa.
Pero aquí está en juego una cuestión de sentimiento,
y para mí el sentimiento cuenta más que todos los razonamientos.
F. habla tranquilamente de “romper la cara al
enemigo después de haberle atado las manos, aunque las reglas morales y
consuetudinarias no consentirían en que eso se hiciera”. Este es un estado
de ánimo que ya puede llamarse fascista, porque los fascistas han vuelto
lamentablemente consuetudinario el hecho de emplear las peores
violencias contra aquellos a los que se ha puesto preventivamente en la
imposibilidad de defenderse, pero que, dejando de lado las teorías, me parece
indigno de quien lucha por la emancipación humana.
La venganza, el odio persistente, la crueldad contra
el vencido reducido a la impotencia pueden comprenderse e incluso perdonarse en
el momento de la irritación, por parte de alguien que ha sido cruelmente
ofendido en su dignidad y en sus afectos más sagrados; pero postular sentimientos
de ferocidad antihumana y elevarlos a principios y táctica de partido es lo más
malo y contrarrevolucionario que se pueda imaginar. Contrarrevolucionario,
porque la revolución para nosotros no debe significar sustitución de un opresor
por otro, del dominio de los demás por el nuestro, sino elevación humana en los
hechos y en los sentimientos, desaparición de toda separación entre vencidos y
vencedores, hermanamiento sincero entre todos los seres humanos, sin lo cual la
historia seguiría llena de esa permanente alternativa de opresiones y
rebeliones como siempre ha sido, en detrimento del verdadero progreso y, en
definitiva, de todos los hombres, vencidos y vencedores.
La violencia es desgraciadamente necesaria para
resistir a la violencia adversaria, y debemos predicarla y prepararla si no
queremos que la actual condición de esclavitud larvada, en que se encuentra la
gran mayoría de la humanidad, perdure y empeore. Pero contiene en sí el peligro
de transformar la revolución en una batalla brutal no iluminada por el ideal y
sin posibilidad de resultados benéficos; y por ello es necesario insistir en
los fines morales del movimiento y en la necesidad, en el deber de contener la
violencia dentro de los límites de la estricta necesidad.
No decimos que la violencia es buena cuando la
empleamos nosotros y mala cuando la emplean los demás contra nosotros. Decirnos
que la violencia es justificable, es buena, es “moral”, constituye un deber
cuando se la emplea para la defensa de sí mismo y de los otros contra las
pretensiones de los violentos; y es mala, es “inmoral” si sirve para
violentar la libertad de otro.
No somos “pacifistas”, porque la paz no es posible si
no la quieren las dos partes.
Consideramos a la violencia como necesaria y un deber
para la defensa, pero sólo para la defensa. Y se entiende, no sólo para la defensa
contra el ataque físico, directo, inmediato, sino contra todas las
instituciones que mediante la violencia mantienen esclavizada a la gente.
Estamos contra el fascismo y querríamos que se lo
derrotara, oponiendo a su violencia una violencia mayor. Y estamos, sobre todo,
contra el gobierno que es la violencia permanente.
A mi parecer, si la violencia es justa incluso más
allá de la necesidad de la defensa, entonces es justa incluso cuando la
ejercitan contra nosotros, y no tendríamos ninguna razón para protestar. En ese
caso no podríamos ya confiar en la fuerza material -esa fuerza que
lamentablemente no tenemos-.
La posible incapacidad popular no se remedia
poniéndonos nosotros en el lugar de los opresores derrotados. Sólo la libertad
o la lucha por la libertad puede ser secuela de libertad.
Pero se dirá: Para iniciar y llevar a su término una
revolución es necesaria una fuerza armada y organizada. ¿Y quién lo pone en
duda? Sin embargo, esta fuerza armada, y mejor las múltiples
organizaciones armadas de los revolucionarios, harán obra revolucionaria si
sirven para liberar al pueblo y para impedir toda constitución de un gobierno
autoritario; serán en cambio instrumento de reacción y destruirán su propia
obra si desean servir para imponer un determinado tipo de organización social,
el programa especial de un determinado partido...
Como la revolución es, por la necesidad de las cosas,
un acto violento, tiende a desarrollar, más bien que a suprimir, el espíritu de
violencia. Pero la revolución realizada tal como la conciben los anarquistas es
la menos violenta posible y desea frenar toda violencia apenas cesa la
necesidad de oponer la fuerza material a la fuerza material del gobierno y de
la burguesía.
Los anarquistas sólo admiten la violencia como
legítima defensa; y si están hoy en favor de ella, es porque consideran que los
esclavos están siempre en estado de legítima defensa. Pero el ideal de los
anarquistas es una sociedad de la cual haya desaparecido el factor violencia, y
ese ideal suyo sirve para frenar, corregir y destruir el espíritu de
prepotencia que la revolución, en cuanto acto material, tendería a desarrollar.
El remedio no podría ser en ningún caso la organización
y la dictadura, que sólo puede fundamentarse en la fuerza material y tiende
necesariamente a la glorificación del orden policial y militar.
Un error opuesto a aquel en que caen los terroristas
amenaza al movimiento anarquista. Un poco por reacción contra el abuso que se
ha hecho de la violencia en estos últimos anos, un poco por la supervivencia de
las ideas cristianas, y sobre todo por la influencia de la predicación mística
de Tolstoi, a la cual el genio y las elevadas cualidades morales del autor dan
boga y prestigio, comienza a adquirir una cierta importancia entre los
anarquistas el partido de la resistencia pasiva, que tiene por principio que es
necesario dejarse oprimir y vilipendiar a sí mismo y a los demás, más bien que
hacer el mal al agresor. Es lo que se ha llamado anarquismo pasivo.
Puesto que algunas personas, impresionadas por mi
aversión contra la violencia inútil o dañina, han querido atribuirme, no sé muy
bien si para elogiarme o denigrarme, tendencias hacia el tolstoismo, aprovecho
la ocasión para declarar que a mi parecer esta doctrina, por más sublimemente
altruista que parezca, es en realidad la negación del instinto y de los deberes
sociales. Un hombre puede, si es muy... cristiano, sufrir pacientemente toda
clase de presiones sin defenderse con todos los medios posibles, y seguir
siendo quizás un hombre moral. Pero ¿no sería en la práctica y aún sin quererlo
un terrible egoísta si dejase oprimir a los demás sin tratar de defenderlos?
¿No lo sería, por ejemplo, si prefiriese que una clase fuese reducida a la
miseria, que un pueblo fuese hollado por el invasor, que un hombre fuera
ofendido en su vida y libertad, más bien que arrancar el pellejo al opresor?
Puede haber casos en los cuales la resistencia pasiva
sea un arma eficaz, y entonces resultaría por cierto la mejor de las armas,
porque seria la más económica en sufrimientos, humanos. Pero las más de las
veces profesar la resistencia pasiva significa asegurar a los opresores contra
el temor de la rebelión, y por lo tanto traicionar la causa de los oprimidos.
Es curioso observar cómo los terroristas y los
tolstoistas, justamente porque unos y otros son místicos, llegan a
consecuencias prácticas casi iguales. Aquellos no dudarían en destruir a media
humanidad con tal de hacer triunfar la idea; éstos dejarían que toda la
humanidad permaneciese bajo el peso de los más grandes sufrimientos más bien
que violar un principio.
Para mí, yo preferiría violar todos los principios
del mundo con tal de salvar a un hombre; lo cual equivaldría en verdad, por
otra parte, a respetar el principio, porque según mi opinión, todos los
principios morales y sociológicos se reducen a uno solo: el bien de los
hombres, de todos los hombres.
LOS ATENTADOS
Recuerdo que en ocasión de un resonante atentado
anarquista, alguien que figuraba entonces en las primeras filas del partido
socialista y acababa de volver de la guerra turcogriega, gritaba fuerte, con
aprobación de sus compañeros, que la vida humana es sagrada siempre y que no
hay que atentar contra ella ni siquiera por causa de la libertad. Parece
que exceptuara la vida de los turcos y la causa de la independencia griega.
¿Es esto ilógico o hipócrita?
La violencia anarquista es la única justificable, la
única que no es criminal.
Hablo naturalmente de la violencia que tiene en
verdad caracteres anarquistas, y no de éste o aquel hecho de violencia ciega e
irrazonable que se ha atribuido a los anarquistas, y que quizás fue cometido
por verdaderos anarquistas empujados a un estado de furor por infames
persecuciones, o enceguecidos, por exceso de sensibilidad no moderada por la
razón, por el espectáculo dé las injusticias sociales, por el dolor que les
producía el dolor de los demás.
La verdadera violencia anarquista es la que termina
donde cesa la necesidad de la defensa y de la liberación. Está
moderada por la conciencia de que los individuos, tomados aisladamente, son
poco o nada responsables de la posición que les ha asignado la herencia y el
ambiente; éste no se inspira, en el odio sino en el amor; y es santa porque
tiende a la liberación de todos y no a la sustitución del dominio de los demás
por el propio.
Ha habido en Italia un partido que, con fines de
elevada civilidad, se ha aplicado a extinguir en las masas toda fe en la
violencia... y logró hacerlas incapaces de toda resistencia cuando llegó el
fascismo. Me pareció que el mismo Turati ha reconocido más o menos claramente o
lamentado este hecho en su discurso de París, en ocasión de la conmemoración de
Jaurés.
Los anarquistas no son hipócritas. Es necesario
rechazar la fuerza con la fuerza: Hoy contra las opresiones de hoy;
mañana contra las opresiones que pudieran tratar de sustituir a las de hoy.
McKinley, jefe de la oligarquía norteamericana,
instrumento y defensor de los grandes capitalistas, traidor de los cubanos y
los filipinos, el hombre que autorizó la masacre de los huelguistas de
Hazleton, las torturas de los mineros de Idaho y las mil infamias que todos los
días se cometen contra los trabajadores en la “república modelo”, el que
encarnaba la política militarista, conquistadora, imperialista a que se lanzó
la pingüe burguesía americana, cayó víctima del revólver de un anarquista.
¿De qué queréis que nos aflijamos, como no sea por la
suerte reservada al hombre generoso que, oportunamente o inoportunamente, con
buena o mala táctica, se ofreció en holocausto a la causa de la igualdad y de
la libertad?
“El acto de Czolgosz (podría responder L’Agitazione)
no ha hecho Progresar en nada la causa del proletariado y de la revolución; a
McKinley le sucede su igual, Roosevelt, y todo queda en el estado anterior,
salvo que la posición se ha vuelto un poco más difícil para los anarquistas”. Y
puede ocurrir que L’Agitazione tenga razón: Más aún, en el ambiente
norteamericano, por lo que yo sé, me parece probable que sea así.
Y esto quiere decir que en la guerra hay movimientos
brillantes y otros equivocados, hay combatientes sagaces y otros que, dejándose
llevar por el entusiasmo, se ofrecen como fácil blanco al enemigo, y quizás
comprometen la posición de los compañeros; esto quiere decir que cada uno debe
aconsejar, defender y practicar la táctica que crea más adecuada para lograr la
victoria en el tiempo más breve con el menor sacrificio posible; pero no puede
alterar el hecho fundamental, evidente, de que quien combate bien o mal contra
nuestro enemigo y con nuestros mismos propósitos es nuestro amigo y tiene
derecho no sólo a nuestra incondicional aprobación, sino también a nuestra
cordial simpatía.
El hecho de que la unidad combatiente sea una
colectividad o un individuo solo no puede cambiar nada en el aspecto moral de la cuestión. Una
insurrección armada que se realiza en forma inoportuna puede producir un daño
real o aparente para la guerra social que nosotros libramos, como ocurre con un
atentado individual que choca contra el sentimiento popular; pero si la
insurrección se hace para conquistar la libertad, no habrá nadie que se atreva
a negar el carácter de combatientes político-sociales que tienen los
insurgentes vencidos. ¿Por qué debería ser de distinta manera en caso de que el
insurgente sea uno solo?...
Aquí no se trata dé discutir de táctica. Si se
tratase de eso, yo diría que en líneas generales prefiero la acción colectiva
más bien que la individual, incluso porque en el caso de la acción colectiva,
que requiere cualidades medias bastantes comunes, se puede realizar más o menos
la asignación de tareas, mientras que no se puede contar con el heroísmo excepcional
y por naturaleza esporádico, que requiere el sacrificio individual. Se trata
ahora de una cuestión más elevada: Se trata del espíritu revolucionario,
del sentimiento casi instintivo de odio contra la opresión, sin el cual no vale
nada la letra muerta de los programas, por más libertarlos que sean los
propósitos que se afirmen; se trata del espíritu de combatividad, sin el cual
incluso los anarquistas se domestican, y terminan por una u otra vía en el
pantano del legalismo...
Gaetano Bresci, operario y anarquista, asesinó al rey
Humberto. Dos hombres: Uno muerto inmaduramente, el otro condenado a una
vida de tormentos que es mil veces peor que la muerte. ¡Dos familias sumergidas
en el dolor!
¿De quién es la culpa?...
Es cierto que si se toman en cuenta las
consideraciones de herencia, educación y ambiente, la responsabilidad personal
de los poderosos se atenúa mucho y quizás desaparece por completo. Pero
entonces, si el rey es irresponsable de sus actos y de sus omisiones, si pese a
la opresión, el despojo, la masacre del pueblo realizada en su nombre, hay que
mantenerlo en el primer lugar en el país, ¿por qué sería responsable Bresci?
¿Por qué debería Bresci pagar con una vida de inenarrables sufrimientos un acto
que por más que se lo quiera juzgar equivocado, ninguno puede negar que se
inspiró en intenciones altruistas?
Pero esta cuestión de la investigación de las
responsabilidades no nos interesa mucho.
Creemos en el derecho de castigar, rechazamos la idea
de la venganza como sentimiento bárbaro: No nos proponemos ser
ejecutores de la justicia, ni vengadores. Más santa, más noble, más fecunda nos
parece la misión de liberadores y pacificadores.
A los reyes, a los opresores, a los explotadores les
tenderíamos con gusto la mano, siempre que quisieran volverse hombres entre los
hombres, iguales entre los iguales. Pero mientras se obstinen en disfrutar del
actual orden de cosas, y en defenderlo con la fuerza, produciendo así el
martirio, el embrutecimiento y la muerte por privaciones de millones de seres
humanos, nos vernos forzados a oponer la fuerza a la fuerza y tenemos el deber
de hacerlo.
Sabernos que estos hechos de violencia aislada, sin
suficiente preparación en el pueblo, son estériles y a menudo producen, al
provocar reacciones a las que es incapaz de resistir, dolores infinitos y dañan
la causa misma que tratan de servir.
Sabemos que lo esencial, lo indiscutiblemente útil
consiste no ya en matar la persona de un rey, sino en matar a todos los reyes
(los de las Cortes, de los Parlamentos y de las fábricas) en el corazón y la
mente de la gente; es decir, en erradicar la fe en el principio de autoridad al
cual rinde culto una parte tan considerable del pueblo.
No necesito reiterar mi desaprobación, mi horror por
atentados como los del Diana, que aparte de ser malos en sí son también
estúpidos, porque dañan inevitablemente a la causa a la que deberían servir. Y
no he dejado nunca, en casos similares, también y especialmente cuando resultó
que esos casos eran obra de anarquistas auténticos, de protestar enérgicamente.
He protestado cuando la protesta podía beneficiarme personalmente y también lo
hice cuando me habría sido más útil guardar silencio, porque mi protesta se
inspiraba en elevadas razones de principio y de táctica y constituía para mí un
deber, pues me ocurre encontrar gente que, dotada de escaso espíritu crítico
personal, se deja guiar por mis palabras.
Pero ahora no se trata de juzgar el hecho, de
discutir si estaba bien o mal hacerlo y si estaría bien o mal cometer otros
similares. Ahora se trata de juzgar a hombres amenazados por una pena mil veces
peor que la muerte, y entonces hay que examinar quiénes son esos hombres,
cuáles eran sus intenciones y las circunstancias ambientales en que actuaron...
...Pero he dicho que esos asesinos son también santos
y héroes; y contra esta afirmación protestan aquellos amigos míos, en homenaje
a los que ellos llaman héroes y santos verdaderos que, según parece, no se
equivocan nunca.
Yo no puedo sino confirmar lo que he dicho.
Cuando pienso en todo lo que aprendí de Mariani y de
Aguggini, cuando pienso qué buenos hijos y hermanos eran y cuán afectuosos y
devotos compañeros se mostraban en la vida cotidiana, siempre dispuestos a
correr riesgos y realizar sacrificios cuando la necesidad urgía, lloro su
suerte, lloro la fatalidad que hizo asesinos de aquellas naturalezas bellas y
nobles.
Dije que se los celebrará un día -no dije que los
celebraría ya-; y se los celebrará porque, como ocurrió con tantos otros, se
olvidará el hecho brutal, la pasión que los extravió, para recordar sólo la
idea que los iluminó, el martirio que los hizo sagrados.
No quiero extenderme aquí en recuerdos históricos;
pero si quisiera podría encontrar en la historia de todas las revoluciones, en la del Risorgimento
italiano -no trato en absoluto de aludir a los casos de Felice Orsini y
otros semejantes-, en la misma historia nuestra, mil ejemplos de hombres que
cometieron hechos tan malos y estúpidos como el del Diana, y son sin embargo
celebrados por los respectivos partidos, justamente porque se olvida el hecho y
se recuerda la intención, y el hombre se vuelve símbolo y la historia se transforma
en leyenda.
Torquemada, que torturaba y se torturaba para servir
a Dios y para salvar almas, era un santo y un asesino.
La madre que consagrara, como no es raro que ocurra,
todo su tiempo y sus medios, y se expusiera a todos los peligros y sufrimientos
para asistir y socorrer a los enfermos, dejando que sus hijos se consumieran en
la suciedad y murieran de hambre, sería una santa, pero también sería una madre
asesina.
Se podría sostener fácilmente que el santo y el héroe
es casi siempre un desequilibrado. Pero entonces todo se reduciría a una
cuestión de palabras, de definición. ¿Qué es el santo? ¿Qué es el héroe?
Basta de sutilezas.
Lo importante es no confundir el hecho con las
intenciones, y al condenar el hecho malo, no omitir el hacer justicia a las
buenas intenciones. Y esto no sólo por respeto a la verdad, no sólo por piedad
humana, sino también por razones de propaganda, por los efectos trágicos que
nuestro juicio puede producir.
Existen, y existirán siempre mientras duren las
actuales condiciones y el ambiente de violencia en que vivimos, hombres
generosos, rebeldes, supersensibles, pero privados de reflexión suficiente, que
en determinadas circunstancias son pasibles de dejarse arrastrar por la pasión
y asestar golpes a ciegas. Si no reconocemos paladinamente la bondad de sus
intenciones, y no distinguimos el error de la maldad, perdemos todo ascendiente
moral sobre ellos y los abandonamos a sus impulsos ciegos. En cambio, si
rendimos homenaje a su bondad, coraje, a su espíritu de sacrificio, podemos por
la vía del corazón llegar a su inteligencia y hacer de modo que esos tesoros de
energía que residen en ellos se empleen en favor de la causa de una manera
inteligente, buena y útil.
CAPÍTULO III
LOS FINES Y LOS MEDIOS
El fin justifica los medios. Se ha execrado mucho
esta máxima, pero en realidad es la guía universal de la conducta. Sin
embargo, sería mejor decir: Cada fin requiere sus medios, puesto que la
moral hay que buscarla en el fin; el medio es fatal.
Establecido el fin al que se desea llegar, por
voluntad o por necesidad, el gran problema de la vida consiste en encontrar el
medio que, según las circunstancias, conduzca con mayor seguridad y del modo
más económico al fin prefijado. De la manera en que se resuelva este problema
depende, en la medida en que puede depender de la voluntad humana, que un
hombre o un partido logre o no su fin, que sea útil a su causa o sirva sin
quererlo a la causa enemiga. Haber encontrado el buen medio: En esto
reside todo el secreto de los grandes hombres y de los grandes partidos que
dejaron sus huellas en la historia.
El fin de los jesuitas es, para los místicos, la
gloria de Dios; para los otros es la potencia de la Compañía. Los
jesuitas deben entonces esforzarse por embrutecer a las masas, aterrorizarlas y
someterlas.
El fin de los jacobinos y de todos los partidos
autoritarios que se creen dueños de la verdad absoluta es imponer las propias
ideas a la masa de los profanos. Ellos deben por lo tanto esforzarse por apoderarse
del poder, someter a las masas y constreñir a la humanidad en el lecho de
Procusto de sus concepciones.
En cuanto a nosotros, la cosa es distinta: Como
nuestro fin es muy diferente, también deben serlo nuestros medios.
Nosotros no luchamos para llegar a ocupar el lugar de
los explotadores y de los opresores de hoy, ni siquiera por el triunfo de una
abstracción vacía. No somos de ninguna manera como aquel patriota italiano que
decía: “¡Qué importa que todos los italianos mueran de hambre siempre
que Italia sea grande y gloriosa!”; ni siquiera como aquel compañero que
confesaba que le era indiferente que se masacraran las tres cuartas partes de
los hombres, siempre que la humanidad fuese libre y feliz.
Según nosotros, todo lo que está dirigido a destruir
la opresión económica y política, todo lo que sirve para elevar el nivel moral
e intelectual de los hombres, para darles la conciencia de sus propios derechos
y de sus propias fuerzas y para persuadirlos de que defiendan ellos mismos sus
propios intereses, todo lo que provoca el odio contra la opresión y suscita el
amor entre los hombres, nos acerca a nuestra finalidad y por lo tanto es un
bien, sujeto solamente a un cálculo cuantitativo para obtener con determinadas
fuerzas el máximo de efecto útil. Y es por el contrario un mal porque está en
contradicción con nuestra finalidad, todo lo que tienda a conservar el Estado
actual, todo lo que tienda a sacrificar, contra su voluntad, a un hombre al
triunfo de un principio.
Deseamos el triunfo de la libertad y del amor.
Pero ¿deberemos por esto renunciar al empleo de los
medios violentos? De ninguna manera. Nuestros medios son los que las
circunstancias nos permiten e imponen.
Por cierto, no querríamos arrancar un cabello a
nadie; desearíamos enjugar todas las lágrimas sin hacer verter ninguna. Pero es
forzoso luchar en el mundo tal como el mundo es, so pena de no ser más que
soñadores estériles.
Vendrá un día (lo creemos firmemente) en el cual será
posible hacer el bien de los hombres sin dañarse ni a sí mismo ni a los demás;
pero hoy esto es imposible. Aún el más puro y dulce de los mártires, el que se
hiciera arrastrar al patíbulo por el triunfo del bien sin ofrecer resistencia,
bendiciendo a sus perseguidores como el Cristo de la leyenda, incluso ése haría
mal. Aparte del mal que se haría a sí mismo, que no obstante no es cosa
despreciable, haría verter lágrimas a todos los que lo amaran.
Se trata por lo tanto siempre, en todos los actos de
la vida, de elegir el mínimo mal, de tratar de hacer el menor mal logrando la
mayor suma de bien posible.
Evidentemente la revolución producirá muchas
desgracias, muchos sufrimientos; pero aunque produjese cien veces más que los
que produce, seria siempre una bendición si se la compara con los dolores que
causa hoy la mala constitución de la sociedad.
Hay, y ha habido siempre en todas las luchas
político-sociales, dos clases de personas que embotan y aletargan las fuerzas.
Existen los que encuentran que nunca se ha llegado a
una madurez suficiente, que se pretende demasiado, que hay que esperar y
contentarse con avanzar poco a poco, a fuerza de pequeñas e insignificantes
reformas... que se obtienen y se pierden periódicamente sin resolver
nunca nada.
Y están los que simulan desprecio por las cosas
pequeñas, y piden que nadie se mueva sino para obtener el todo y que, al
proponer cosas quizás bellísimas pero imposibles de realizar por falta de
fuerzas, impiden, o tratan de impedir, que se haga por lo menos lo poco que se
puede hacer.
Para nosotros la importancia mayor no reside en lo
que se consigue, pues el conseguir todo lo que queremos, es decir, la anarquía
aceptada y practicada por todos, no es cosa de un día ni un simple acto
insurreccional. Lo importante es el método con el cual se consigue lo poco o lo
mucho.
Si para obtener un mejoramiento en la situación se
renuncia al propio programa integral y se cesa de Propagarlo y de combatir por
él, y se induce a las masas a confiar en las leyes y en la buena voluntad de
los gobernantes, más bien que en su acción directa, si se sofoca el espíritu
revolucionario, si se cesa de provocar el descontento y la resistencia,
entonces todas las ventajas resultarán engañosas y efímeras y en todos los
casos cerrarán los caminos del porvenir.
Pero si en cambio no se olvida el propósito final que
uno persigue, si se suscitan las fuerzas populares, si se provoca la acción
directa y la insurrección, aunque se consiga poco por el momento se habrá dado
siempre un paso adelante en la preparación moral de las masas y en la
realización de condiciones objetivas más favorables.
Lo óptimo, dice el proverbio, es enemigo de lo bueno:
Hágase como se pueda, si no se puede hacer como se querría, pero hágase
algo.
Otra dañina afirmación, que en muchas personas es
sincera pero en otras constituye una excusa, es la de que el ambiente social
actual no permite una actitud moral, y, por consiguiente, es inútil realizar
esfuerzos que no pueden lograr éxito y es mejor extraer lo más que se pueda
para sí mismo de las circunstancias presentes, sin preocuparse por los demás,
salvo de cambiar de vida cuando cambie la organización social. Por cierto todo
anarquista, todo socialista comprende las fatalidades económicas que hoy
limitan al hombre, y todo buen observador ve que es impotente la rebelión
personal contra la fuerza prepotente del ambiente social. Pero es igualmente
cierto que sin la rebelión del individuo, que se asocia con los otros
individuos rebeldes para resistir al ambiente y tratar de transformarlo, este
ambiente no cambiaría nunca.
Todos nosotros, sin excepción, nos vemos obligados a
vivir más o menos en contradicción con nuestros ideales, pero somos socialistas
y anarquistas porque sufrimos esta contradicción, y en la medida en que la
sufrimos y tratamos de reducirla al mínimo posible. El día en que llegásemos a
adaptarnos al ambiente, se nos pasaría naturalmente el deseo de transformarlo y
nos convertiríamos en simples burgueses: Burgueses quizás sin dinero,
pero no por ello menos burgueses en los actos y en las intenciones.
MAYORÍAS Y MINORÍAS
Nosotros no reconocemos el derecho de la mayoría a
dictar la ley a la minoría, aunque la voluntad de aquélla fuese, en cuestiones
un poco complejas, realmente verificable. El hecho de tener la mayoría no
demuestra en absoluto que uno tenga razón; más aún, la humanidad ha sido
siempre impulsada hacia adelante por la iniciativa y la obra de individuos y de
minorías, mientras la mayoría es por naturaleza lenta, conservadora, obediente
al más fuerte, a quien se encuentra en posiciones ventajosas precedentemente
adquiridas.
Pero si no admitimos en absoluto el derecho de las
mayorías a dominar a las minorías, rechazamos aún más el derecho de las
minorías a dominar a las mayorías. Sería absurdo sostener que uno tiene razón
porque está en minoría. Si existen en todas las épocas minorías avanzadas y
progresistas, hay también minorías retrasadas y reaccionarias; y si existen
hombres geniales que preceden a su época, hay también locos, imbéciles y
especialmente inertes que se dejan arrastrar inconscientemente por la corriente
en que se encuentran.
Por lo demás, no es cuestión de tener razón o no: Es
cuestión de libertad, libertad para todos, libertad para cada uno siempre que
no viole... la igual libertad de los demás.
LA ORGANIZACIÓN
La organización, que por lo demás es sólo la práctica
de la cooperación y de la solidaridad, es condición natural y necesaria de la
vida social: constituye un hecho ineluctable que se impone a todos,
tanto en la sociedad humana en general como en cualquier grupo de personas que
tengan un fin común que alcanzar.
Como el hombre no quiere ni puede vivir aislado, más
aún, no puede llegar a ser verdaderamente hombre y satisfacer sus necesidades
materiales y morales sino en la sociedad y con la cooperación de sus
semejantes, ocurre fatalmente que quienes no poseen los medios o la conciencia
bastante desarrollada para organizarse libremente con los que tienen comunidad
de intereses y de sentimientos, sufren la organización construida por otros
individuos, generalmente constituidos en clase o grupo dirigente con el fin de
explotar para su propio beneficio el trabajo de los demás. Y la opresión
milenaria de la masa por parte de un pequeño número de privilegiados ha sido
siempre la consecuencia de la incapacidad de la mayor parte de los individuos
para ponerse de acuerdo y organizarse con los otros trabajadores para la
producción, el disfrute y la eventual defensa contra quienes quisieran
explotarlos u oprimirles.
Para remediar este estado de cosas surgió el
anarquismo...
Hay dos fracciones entre quienes reivindican, con
adjetivos variados o sin ellos, el nombre de anarquistas: Los partidarios y los
adversarios de la organización.
Si no podemos llegar a ponernos de acuerdo, tratemos
por lo menos de entendernos.
Y ante todo distingamos, porque la cuestión es
triple: La organización en general como principio y condición de vida
social, hoy y en la sociedad futura; la organización del partido anarquista; y
la organización de las fuerzas populares y, especialmente, de la de las
masas trabajadoras para la resistencia contra el gobierno y el capitalismo...
Y el error fundamental de los anarquistas adversarios
de la organización consiste en creer que no puede haber organización sin
autoridad, por lo cual prefieren, admitida esta hipótesis, renunciar más bien a
cualquier tipo de organización antes que aceptar la más mínima autoridad.
Ahora bien, parece cosa evidente que la organización,
es decir, la asociación con un fin determinado y con las formas y medios
necesarios para ese fin, resulta algo imprescindible para la vida social. El
hombre aislado no puede vivir ni siquiera la vida del bruto: es
impotente, salvo en las regiones tropicales y cuando la población es
excesivamente escasa, para procurarse el alimento; y lo es siempre, sin
excepciones, para elevarse a una vida que sea un poco superior a la de los
demás animales. Debiendo entonces unirse con los otros hombres, más aún,
encontrándose unido con ellos como consecuencia de la evolución anterior de la
especie, el hombre debe sufrir la voluntad de los demás (ser esclavo), o
imponer su propia voluntad a los otros (ser la autoridad), o vivir con los
demás en fraternal acuerdo con miras al mayor bien de todos (ser un asociado).
Nadie puede eximirse de esta necesidad; y los antiorganizadores más excesivos
no sólo sufren la organización general de la sociedad en que viven, sino
también en los actos voluntarios de su vida, e incluso en su rebelión contra la
organización se unen, se dividen el trabajo, se organizan con aquellos
con los que están de acuerdo y utilizan los medios que la sociedad pone a su
disposición.
Admitida como posible la existencia de una
colectividad organizada sin autoridad, es decir, sin coacción -y para
los anarquistas es necesario admitirlo porque en caso contrario el anarquismo
no tendría sentido-, pasamos a hablar de la organización del partido
anarquista.
También en este caso la organización nos parece útil
y necesaria. Si partido significa un conjunto de individuos que tienen un fin
común y se esfuerzan por alcanzarlo, es natural que se entiendan, unan sus
fuerzas, se dividan el trabajo y tomen todas las medidas que juzguen aptas para
llegar a aquel fin. Permanecer aislados actuando o queriendo actuar cada uno
por su cuenta sin entenderse con los demás, sin prepararse, sin unir en un haz
potente las débiles fuerzas de los individuos, significa condenarse a la
impotencia, malgastar la propia energía en pequeños actos sin eficacia y muy pronto
perder la fe en la meta y caer en la completa inacción...
Un matemático, un químico, un psicólogo, un sociólogo
pueden decir que no tienen programa o que no tienen el de buscar la verdad: Quieren
conocer, no quieren hacer algo. Pero el anarquismo y el socialismo no son
ciencias: Son propósitos, proyectos que los anarquistas y los
socialistas desean poner en práctica y que por ello tienen necesidad de ser
formulados en programas determinados.
Si es cierto que [la organización crea jefes], es
decir, si es cierto que los anarquistas son incapaces de reunirse y no ponerse
de acuerdo entre sí sin someterse a ninguna autoridad, esto quiere decir que
son aún muy poco anarquistas y que antes de pensar en establecer el anarquismo
en el mundo deben pensar en volverse capaces ellos mismo de vivir
anárquicamente. Pero el remedio no residiría ya en la organización, sino en la
acrecentada conciencia de los miembros individuales...
Tanto en las sociedades pequeñas como en las grandes,
aparte de la fuerza bruta, que no tiene nada que ver con nuestro caso, el
origen y la justificación de la autoridad reside en la desorganización social.
Cuando una colectividad tiene una necesidad y sus miembros no saben organizarse
espontáneamente y por sí mismos para atenderla, surge alguien, una autoridad,
que satisface esa necesidad sirviéndose de las fuerzas de todos y dirigiéndolas
a su voluntad. Si las calles son inseguras y el pueblo no sabe solucionar el
problema, surge una policía que, por algún servicio que presta, se hace
soportar y pagar, y se impone y tiraniza. Si hay necesidad de un producto, y la
colectividad no sabe entenderse con los productores lejanos para hacérselo
enviar a cambio de productos del país, surge el mercader que medra con la
necesidad que tienen unos de vender y los otros de comprar, e impone los
precios que él quiere a los productores y a los consumidores.
Ved lo que ha sucedido siempre entre nosotros: Cuanto
menos organizados estamos tanto más nos encontramos a discreción de algún
individuo. Y es natural que así sea...
De modo que la organización, lejos de crear la
autoridad es el único remedio contra ella y el solo medio para que cada uno de
nosotros se habitúe a tomar parte activa y consciente en el trabajo colectivo y
deje de ser instrumento pasivo en manos de los jefes...
Pero una organización, se dice, supone la obligación
de coordinar la propia acción y la de los otros, y por lo tanto viola la
libertad, traba la
iniciativa. A nosotros nos parece que lo que verdaderamente
elimina la libertad y hace imposible la iniciativa es el aislamiento que vuelve
a los hombres impotentes. La libertad no es el derecho abstracto sino la
posibilidad de hacer una cosa: Esto es cierto entre nosotros como lo es
en la sociedad general. Es en la cooperación de los otros hombres donde el
hombre encuentra los medios para desplegar su actividad, su poder de
iniciativa.
Una organización anarquista debe fundarse, a mi
juicio, sobre la plena autonomía, sobre la plena independencia, y por lo tanto
la plena responsabilidad de los individuos y de los grupos; el libre acuerdo
entre los que creen útil unirse para cooperar con un fin común; el deber moral
de mantener los compromisos aceptados y no hacer nada que contradiga el
programa aceptado. Sobre estas bases se adoptan luego las formas practicas, los
instrumentos adecuados para dar vida real a la organización. De
ahí los grupos, las federaciones de grupos, las generaciones de federaciones,
las reuniones, los congresos, los comités encargados de la correspondencia o de
otras tareas. Pero todo esto debe hacerse libremente, de modo de dar mayor
alcance a los esfuerzos que, aislados, serían imposibles o de poca eficacia.
Así los congresistas en una organización anarquista,
aunque adolezcan como cuerpos representativos de todas las imperfecciones...
están exentos de todo autoritarismo porque no hacen leyes, no imponen a los
demás sus propias deliberaciones. Sirven para mantener y aumentar las
relaciones personales entre los compañeros más activos, para sintetizar y
fomentar los estudios programáticos sobre las vías y medios de acción, para
hacer conocer a todos las situaciones de las diversas regiones y la acción que
más urge en cada una de ellas, para formular las diversas opiniones corrientes
entre los anarquistas y hacer de ellas una especie de estadística -y sus
decisiones no son reglas obligatorias, sino sugerencias, consejos, propuestas
que deben someterse a todos los interesados y no se vuelven obligatorias,
ejecutivas, sino para quienes las aceptan y mientras las acepten-. Los órganos
administrativos que ellos nombran -comisión de correspondencia, etcétera- no
tienen ningún poder directivo, no toman iniciativas sino por cuenta de quien
solicita y aprueba asas iniciativas, y no tienen ninguna autoridad para imponer
sus propios puntos de vista, que ellos pueden por cierto sostener y difundir
como grupos de compañeros, pero no pueden presentar como opiniones oficiales de
la organización.
Ellos publican las resoluciones de los congresos y las
opiniones y las propuestas que grupos e individuos se comunican entre sí; y
sirven, para quien quiera utilizarlos, para facilitar las relaciones entre los
grupos y la cooperación entre quienes están de acuerdo sobre las diversas
iniciativas:
Todos están en libertad, si les parece, de mantener
contacto directo con cualquiera, o de servirse de otros comités nombrados por
agrupamientos especiales.
En una organización anarquista todos los miembros
pueden expresar todas las opiniones y emplear todas las técnicas que no estén
en contradicción con los principios aceptados y no dañen la actividad de los
demás. En todos los casos una determinada organización dura mientras las
razones de unión sean superiores a las de disenso: En caso contrario se
disuelve y deja su lugar a otros agrupamientos más homogéneos.
Por cierto, la duración, la permanencia de una
organización es condición del éxito en la larga lucha que debemos librar, y por
otro lado es natural que todas las instituciones aspiren por instinto, a durar
indefinidamente. Pero la duración de una organización libertaria debe ser
consecuencia de la afinidad espiritual de sus componentes y de la adaptabilidad
de su constitución a los continuos cambios de las circunstancias: Cuando
ya no es capaz de cumplir una función útil es mejor que muera.
“Nos sentiríamos por cierto felices si pudiéramos
todos ponernos de acuerdo y unir todas las fuerzas del anarquismo en un
movimiento, etcétera...
Es mejor estar desunidos que mal unidos. Pero
querríamos esperar que cada individuo se uniera con sus amigos y que no
existieran fuerzas aisladas, o fuerzas desperdiciadas”.
Nos falta hablar de la organización de las masas
trabajadoras para la resistencia contra el gobierno y contra los patrones... Los
trabajadores no podrán emanciparse nunca mientras no encuentren en la unión la
fuerza moral, la fuerza económica y la fuerza física que es necesaria para
derrotar a la fuerza organizada de los opresores.
Ha habido anarquistas, y los hay todavía por lo
demás, que aún reconociendo... la necesidad de organizarse hoy para la
propaganda y la acción, se muestran hostiles a todas las organizaciones que no
tengan como objetivo directo el anarquismo y no sigan métodos anarquistas...
A esos compañeros les parecía que todas las fuerzas organizadas para un fin que
no fuera radicalmente revolucionario eran fuerzas sustraídas a la revolución. A
nosotros nos parece, en cambio, y la experiencia nos ha dado ya lamentablemente
razón, que este método condenaría al movimiento anarquista a una perpetua
esterilidad.
Para hacer propaganda hay que encontrarse en medio de
la gente, y es en las asociaciones obreras donde los trabajadores encuentran a
sus compañeros y en especial a aquellos que están más dispuestos a comprender y
a aceptar nuestras ideas. Pero aunque se pudiese hacer fuera de las
asociaciones toda la propaganda que se quisiera, ésta no podría tener efecto
sensible sobre la masa trabajadora. Aparte de un pequeño número de individuos,
más decididos y capaces de reflexión abstracta y de entusiasmos teóricos, el
trabajador no puede llegar de golpe al anarquismo. Para llegar a ser anarquista
en serio, y no solamente de nombre, es necesario que el trabajador empiece a
sentir la solidaridad que lo vincula con sus compañeros, que aprenda a cooperar
con los demás en la defensa de los intereses comunes, y que al luchar contra
los patrones y el gobierno que los sostiene, comprenda que los patrones y los
gobiernos son parásitos inútiles y que los trabajadores podrían conducir por sí
mismos la economía social. Y cuando ha comprendido esto es anarquista aunque no
lleve ese nombre.
Por lo demás, favorecer las organizaciones populares
de todas clases es consecuencia lógica de nuestras ideas fundamentales, y
debería por lo tanto formar parte de nuestro programa.
Un partido autoritario, que trata de apoderarse del
poder para imponer sus propias ideas, tiene interés en que el pueblo siga
siendo una masa amorfa, incapaz de obrar por si mismo y, por lo tanto siempre
fácil de dominar, y por ello lógicamente ese partido no debe desear más que la
pequeña cantidad de organización que necesita para llegar al poder y sólo la de
ese tipo: organización electoral, si desea llegar por medios legales; organización
militar, si confía, en cambio, en una acción violenta.
Pero nosotros los anarquistas no podemos emancipar al
pueblo; queremos que el pueblo se emancipe. No creemos en el bien que viene de
lo alto y se impone por la fuerza; queremos que el nuevo modo de vida social
surja de las vísceras del pueblo y corresponda al grado de desarrollo alcanzado
por los hombres y pueda progresar a medida que éstos progresan. A nosotros nos
importa, por lo tanto, que todos los intereses y todas las opiniones encuentren
en una organización consciente la posibilidad de hacerse valer y de influir
sobre la vida colectiva en proporción a su importancia.
Nosotros nos hemos fijado la tarea de luchar contra
la actual organización social y de abatir los obstáculos que se opongan al
advenimiento de una nueva sociedad en la cual estén asegurados la libertad y el
bienestar para todos. Para conseguir este fin nos unimos en un partido y
tratamos de ser cada vez más numerosos y lo más fuertes que sea posible. Pero
si lo único organizado fuera nuestro partido, si los trabajadores permanecieran
aislados como otras tantas unidades indiferentes entre sí y sólo vinculados por
la cadena común, si nosotros mismos, aparte de estar organizados en un partido
en tanto somos anarquistas, no lo estuviésemos con los trabajadores en tanto
somos trabajadores, no podríamos lograr nada, o, en el más favorable de los
casos, sólo podríamos imponernos... y entonces ya no sería el triunfo del
anarquismo, sino nuestro triunfo. Entonces, por más que nos llamáramos
anarquistas, en realidad sólo seríamos simples gobernantes, y resultaríamos
impotentes para el bien, como lo son todos los gobernantes.
CAPÍTULO IV
LA REVOLUCIÓN ANARQUISTA
La revolución es la creación de nuevas instituciones,
de nuevos agrupamientos, de nuevas relaciones sociales; la revolución es la
destrucción de los privilegios y de los monopolios; es un nuevo espíritu de
justicia, de fraternidad, de libertad, que debe renovar toda la vida social, elevar
el nivel moral y las condiciones materiales de las masas llamándolas a proveer
con su trabajo directo y consciente a la determinación de sus propios destinos.
Revolución es la organización de todos los servicios públicos hecha por quienes
trabajan en ellos en interés propio y del público; revolución es la destrucción
de todos los vínculos coactivos, es la autonomía de los grupos, de las comunas,
de las regiones; revolución es la federación libre constituida bajo el impulso
de la fraternidad, de los intereses individuales y colectivos, de las
necesidades de la producción y de la defensa; revolución es la constitución de
miríadas de libres agrupamientos correspondientes a las ideas, a los deseos,
las necesidades, los gustos de toda especie existentes en la población; revolución
es el formarse y desintegrarse de mil cuerpos representativos, barriales,
comunales, regionales, nacionales, que sin tener ningún poder legislativo
sirvan para hacer conocer y para armonizar los deseos y los intereses de la
gente cercana y lejana y actúen mediante las informaciones, los consejos y el
ejemplo. La revolución es la libertad puesta a prueba en el crisol de
los hechos, y dura mientras dura la libertad, es decir, hasta que alguien,
aprovechándose del cansancio que sobreviene en las masas, de las inevitables
desilusiones que siguen a las esperanzas exageradas, de los posibles errores y
culpas de los hombres, logre constituir un poder que, apoyado en un ejército de
conscriptos o de mercenarios, haga la ley, detenga el movimiento en el punto a
que ha llegado y así comience la reacción.
La gran mayoría de los anarquistas... son de opinión,
si no interpreto mal su pensamiento, de que los individuos no se
perfeccionarían y la anarquía no se realizaría ni siquiera en varios millares
de años si antes no se crease, por medio de la revolución realizada por las
minorías conscientes, el necesario ambiente de libertad y de bienestar. Por
esto queremos hacer la revolución lo más rápidamente posible, y para hacerla
necesitamos aprovechar todas las fuerzas útiles y todas las circunstancias
oportunas, tal como la historia nos las proporciona.
La tarea de la minoría consciente consiste en
aprovechar todas las circunstancias para transformar el ambiente de manera de
hacer posible la educación, la elevación moral de los individuos, sin la cual
no hay verdadera redención.
Y como el ambiente actual, que constriñe a las masas
a la abyección, se sostiene con la violencia, nosotros invocamos y preparamos la violencia. Y
esto porque somos revolucionarios, y no porque “somos desesperados, sedientos
de venganza y de odio”.
Somos revolucionarios porque creemos que sólo la
revolución, la revolución violenta, puede resolver la cuestión social...
Creemos, además, que la revolución es un acto de voluntad, de individuos y de
masas; que tiene necesidad para producirse de que existan ciertas condiciones
objetivas, pero no ocurre necesariamente y de una manera fatal por la sola
acción de los factores económicos y políticos.
Yo dije a los jurados de Milán que soy revolucionario
no sólo en el sentido filosófico de la palabra, sino también en el sentido
popular e insurreccional, y lo dije justamente para distinguirme de quienes se
llaman revolucionarios pero interpretan la palabra quizás de una manera astronómica,
con tal de excluir el hecho violento. Declaré que no había llamado a la
revolución porque en aquel momento no había necesidad de provocarla y urgía en
cambio esforzarse para que la proclamada revolución triunfase y no llevase a
nuevas tiranías, pero insistí en decir que la habría provocado si las
circunstancias lo hubieran requerido y la provocaría cuando las circunstancias
lo requirieran.
Yo había dicho que “nosotros queremos hacer la
revolución lo más pronto posible”: Colomer responde que sería más sensato decir
que “nosotros queremos hacer la anarquía lo más pronto posible”. ¡Qué pobre
recurso polémico! Puesto que estamos convencidos de que la anarquía no se puede
alcanzar sino después de haber hecho una revolución que elimine los primeros
obstáculos materiales, está claro que nuestros esfuerzos deben tender ante todo
a que se haga de modo que se encamine hacia la anarquía... He
dicho y repetido mil veces que deberíamos provocar la revolución con todos los
medios a nuestro alcance y actuar en ella como anarquistas, es decir,
oponiéndonos a la constitución de cualquier régimen autoritario, y realizar lo
más posible de nuestro programa. Y querría, justamente para aprovechar esa
mayor libertad que habremos conquistado, que los anarquistas estuvieran moral y
técnicamente preparados para realizar, dentro de los límites de sus fuerzas,
las formas de convivencia y de cooperación social que consideran mejores y más
adaptadas para preparar el porvenir.
No querernos “esperar a que las masas se vuelvan
anárquicas para hacer la revolución”, sobre todo porque estamos convencidos de
que no llegarán a serlo nunca si antes no se derrocan violentamente las
instituciones que las mantienen en la esclavitud. Y como tenemos necesidad de la
colaboración de las masas, sea para constituir una fuerza material suficiente,
sea para lograr nuestra finalidad específica de cambio radical del organismo
social por obra directa de las masas, debemos aproximarnos a ellas,
tomarlas como son, y como parte de ellas impulsarlas lo más adelante que sea
posible. Esto, se entiende, si deseamos de verdad trabajar por la
realización práctica de nuestros ideales y no contentarnos meramente con
predicar en el desierto por la simple satisfacción de nuestro orgullo
intelectual.
Nos acusan de “manía reconstructiva”; se dice que
hablar del “mañana de la revolución”, como hacemos nosotros, es una frase que
no significa nada porque la revolución constituye un profundo cambio de toda la
vida social, que ya ha comenzado y que durará siglos y siglos.
Todo esto es un simple equivoco de palabras. Si se
toma la revolución en este sentido, es sinónimo de progreso, de vida histórica,
que a través de mil alternativas desembocará, si nuestros deseos se realizan,
en el triunfo total de la anarquía en todo el mundo. Y en este sentido era
revolucionario Bovio y son revolucionarios también Treves y Turati, y quizás el
mismo Aragona. Cuando se habla de siglos, todo el mundo concederá lo que uno
quiera.
Pero cuando hablamos de revolución, cuando le
hablamos de revolución al pueblo, como cuando se habla de revolución en la
historia, se entiende simplemente insurrección victoriosa.
Las insurrecciones serán necesarias mientras existan
poderes que obliguen con la fuerza material a las masas a la obediencia, y es
probable, lamentablemente, que se deban hacer unas cuantas insurrecciones antes
de que se conquiste ese mínimo de condiciones indispensables para que sea
posible la evolución libre y pacífica y la humanidad pueda caminar sin luchas
cruentas e inútiles sufrimientos hacia sus altos destinos.
Por revolución no entendemos sólo el episodio
insurreccional, que es por cierto indispensable a menos que, cosa poco
probable, el régimen caiga en pedazos por sí mismo y sin necesidad de que se lo
empuje desde afuera, pero que sería estéril si no fuera seguido por la
liberación de todas las fuerzas latentes del pueblo y sirviese solamente para
sustituir un Estado coactivo por una forma nueva de coacción.
Es necesario distinguir bien el hecho revolucionario
que abate en todo lo que puede el viejo régimen y lo sustituye por nuevas
instituciones, de los gobiernos que vienen después a detener la revolución y a
suprimir en todo lo posible las conquistas revolucionarias.
Toda la historia nos enseña que todos los progresos
logrados por las revoluciones se obtuvieron en el período de la efervescencia
popular, cuando no existía aún un gobierno reconocido o éste era demasiado
débil para ponerse abiertamente contra la revolución. Luego,
una vez constituido el gobierno, comenzó siempre la reacción que sirvió al
interés de los viejos y de los nuevos privilegiados y quitó a las masas todo lo
que le fue posible quitarles.
Nuestra tarea consiste en hacer o ayudar a hacer la
revolución aprovechando todas las ocasiones y las fuerzas disponibles: Impulsar
la revolución lo más adelante posible no sólo en la destrucción, sino también,
y sobre todo, en la reconstrucción, y seguir siendo adversarios de cualquier
gobierno que tenga que constituirse, ignorándolo o combatiéndolo lo más
posible.
No reconoceríamos a la Constituyente republicana, tal
como no reconocemos al parlamento monárquico. Dejaríamos que se hiciera si el
pueblo la quiere; podríamos inclusive encontrarnos ocasionalmente a su lado en los
combates contra los intentos de restauración, pero pediremos, querremos,
exigiremos completa libertad para quienes piensan, como nosotros, que es
necesario vivir sin la tutela y la opresión estatal y propagar las propias
ideas con la palabra y con el ejemplo.
Somos revolucionarios, por cierto, pero sobre todo
anarquistas.
* Preparado y “reproducido” para Internet por: (I. E. A.)
“Instituto de Estudios Anarquistas” (Santiago, Chile, mayo de 2005).
[1] Malatesta, Errico (1853-1932). Anarquista, escritor y
orador italiano. Fue un nómada, más activo que el propio Bakunin, tomó parte,
con otros internacionalistas, en multitud de tentativas insurreccionales, batió
el record de procesamientos y cárceles. Su constructo teórico es el más moderno
y lleno de futuro en el movimiento libertario. En medio de todo fue un bello
ser humano. Es considerado uno de los máximos dirigentes de la 1era
Internacional. Residió en Argentina, Francia, Gran Bretaña, España y EEUU. De
regreso a Italia (1919) estuvo muy vigilado por el régimen fascista. Autor de:
“Entre Campesinos” (Florencia, 1884), “La política parlamentaria en
el movimiento socialista” (Londres, 1890), “En un tiempo de elecciones”
(Londres, 1890), “La anarquía” (Londres, 1891), “En el café”
(Ancona, 1897), “Entre paysans” (1902), “Anarchy” (1904), “Programa
anárquico” (Bologna, 1920), “Recuerdos sobre Bakunin” (1924). Fundó
numerosos periódicos: “la
Cuestión Social” (Florencia, 1883); “La Asociación”
(1889); “Voluntad” (1913); “Umanita Nova” (Milán, 1920); “Pensamiento
y Voluntad” (1924) - (Salvat, diccionario, Madrid, España, 1999; e I. E. A.,
Santiago, Chile, mayo de 2005).