PERÍODOS DE CRISIS
Varias veces, unas directa, otras
indirectamente, hemos hablado de la crisis que sufre actualmente el movimiento
revolucionario.
Se equivocaría quien se
descorazonara demasiado y se cruzara de brazos, en actitud fatalista, en espera
de que pase esta hora gris. Aun dentro de los períodos menos confortables de la
evolución social, hay un deber que cumplir por los hombres de fe y de voluntad,
un trabajo de demolición y de siembra que efectuar. Ciertamente que es
desconfortante, para el que vive de la lucha y sobre el terreno de la lucha
brega años y años, sentir el vacío en torno suyo y ver como triunfa a su
alrededor la corrupción más descarada, la degeneración más intensa y el
escepticismo egoísta más insultante, todo ello envuelto en un mar de retórica y
de verbalismo sin sinceridad y sin la menor sombra de ideal.
Sin embargo, es necesario resistir a
esta malsana corriente. Y en esta resistencia es necesario tener un propósito
de lucha bien claro, un objetivo hacia el que dirigirse, por lejano que sea,
juntamente con la tenacidad de aferrarse desesperadamente al propio ideal, para
no ceder, para dejar pasar el flujo de los sucesos que no nos satisfacen, que
repugnan a nuestra conciencia, que quisieran extinguir en nosotros la llama de
la esperanza en el porvenir.
Nuestro ánimo oscila de continuo
entre un excesivo optimismo y un pesimismo igualmente excesivo. Para evitar el
escollo de estos dos extremos, en los que podría estrellarse toda nuestra obra,
es necesarios saber mirar las cosas desde un punto de vista lo más elevado
posible y no fosilizarse en la visión exclusiva de las vicisitudes del propio
partido, de la propia capilla, de la propia facción. Ciertamente, entre los
anarquistas existe esta tendencia perniciosa a aislarse del mundo, o no ver más
allá de lo que ocurre fuera del estrecho cerco del movimiento anarquista que
podríamos llamar oficial, que lleva el nombre y el vestido exterior del
anarquismo.
De aquí los descorazonamientos
repentinos ante los fracasos y las discordias; de aquí las esperanzas exaltadoras
ante algún exterior simpático e impresionante. Muchos anarquistas no se dan
cuenta de que todo el mundo pesa sobre nosotros, determinando, modificando y
neutralizando nuestra obra, hasta tal punto que los éxitos les parecen un
mérito exclusivo nuestro y los fracasos la consecuencia de no se sabe qué
maldad nuestra o ajena. La verdad es que nosotros no podemos sustraernos al
ambiente que nos rodea, y si en cierta parte nuestras deficiencias tienen su
importancia -razón por la cual debemos procurar siempre irnos mejorando-, es
preciso percatarse de que la crisis de nuestro específico movimiento obedece
también, y muy especialmente, a la repercusión de toda la crisis que trastorna
el mundo contemporáneo, tanto en la esfera del pensamiento como en la de la
acción.
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¿Quién no recuerda, hace de esto
unos veinticinco años, la seguridad confiada con que pensábamos en la ANARQUÍA,
como si fuera algo demostrable a modo de teorema geométrico? Toda la filosofía
científica, o la ciencia filosófica si así se prefiere, se puso a contribución
para demostrar, como dos y dos son cuatro, que la autoridad es un mal, que la
propiedad es un robo y que el comunismo era posible. La astronomía y la
geología, la fisiología y la biología, el materialismo y el positivismo, todo
lo que se puede saber, en suma, nos servía para demoler la sociedad burguesa.
Además, en ayuda nuestra venía la literatura verista…
¿Fue un paso necesario o fue una
infatuación perniciosa? Es inútil discutirlo. Tal vez fue algo bueno y algo malo
a la vez. Bueno,
por todo lo que del viejo religiosismo fue cancelado en una generación surgida
entre el florecimiento de los falsos idealistas burgueses; malo, por la
tendencia a tomar por verdad demostrada e indiscutible lo que en el campo
científico no era más que hipótesis, hipótesis más razonable, más probable, más
humana que las hipótesis metafísicas de los idólatras y de los adoradores del
Estado. Sea como sea, hoy que la revisión científica y la crítica filosófica
han demolido más de una de aquellas certidumbres científicas de que
tanto nos valíamos, tenemos el deber de preguntarnos: ¿tiene por esto la
ANARQUÍA menos razón de ser?
Por nuestra parte respondemos: No.
La ANARQUÍA queda, porque subsisten las condiciones de hecho que nos hacen
detestar y combatir la autoridad estatal y la explotación capitalista. La
ANARQUÍA no se ha casado con ningún dogma científico; de las varias hipótesis
de la ciencia, se sirve como de armas demoledoras que arroja lejos de sí en
seguida que las considera inservibles. La revolución que desean apresurar los
anarquistas no está subordinada a ningún apriorismo científico, sino solamente
a la necesidad, a la fuerza que la obstaculiza, mientras esta fuerza no sea
posible vencerla. Nosotros no creemos que la ciencia pueda hacer quiebra, pero
si así fuera… tanto peor para ella; no por esto la opresión y la explotación
dejarían de ser hechos reales contra los cuales sentiríamos, lo mismo de un
modo que de otro, la necesidad de rebelarnos, hasta que desaparezcan, hasta
lograr su completa desaparición. De aquí la perenne juventud del espíritu de
rebeldía y, por tanto, de la ANARQUÍA.
Es corriente, hoy, combatir a la
ciencia como si fuera una mala mujer que no mantuviera sus promesas. La verdad
es que la ciencia no nos ha prometido nada, sea lo que sea lo que nosotros
hayamos dicho en el ardor entusiasta de nuestra propaganda. Por eso no hacemos
coro a los que denigran. La crisis que la ciencia atraviesa no es cosa nueva:
la ciencia está perpetuamente en crisis. Ciertamente, tal crisis no perjudica,
aunque todo período crítico lleva consigo una perturbación a aquellos que
hablan hecho hincapié en ciertas hipótesis.
En el mundo del pensamiento
contemporáneo, nosotros debemos encontrar precisamente una perturbación
general, una crisis que tiene su repercusión sobre el pensamiento anarquista,
como en cualquier otro campo de ideas y de vida social. Ninguna de las
afirmaciones actuales de la filosofía y de la ciencia nos satisface por
completo ni vence nuestras dudas; ninguna de ellas, mientras deshace una
hipótesis vieja, nos muestra nuevas sombras que deseen la luz, ni nos hace
entrever nuevos peligros para la causa de la emancipación del espíritu humano.
Podríamos afirmar que el actual renacimiento idealista responde también a una
necesidad de nuestro ánimo, al que tampoco lo dejaba satisfecho el árido
positivismo. Pero, entretanto, nos perturba la visión de un probable peligro,
el cual puede originarse de que las tendencias idealistas nos empujen demasiado
hacia un espiritualismo que forje nuevas cadenas y nuevos dogmas, obstáculos
renacientes puestos a la liberación suprema del hombre de todas las opresiones
tanto morales como materiales.
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A esta crisis espiritual, se agrega
otra, más material, más baja, en el mundo político y económico más cercano a
nosotros.
Nos hablemos de la burguesía, esa
vieja y fea cortesana que en su tiempo venció en nombre de grandes ideales y
que hoy reniega de todo su pasado y vive en continua contradicción entre sus
palabras y sus actos, por no tener más actividad que la de atraer hacia dentro
de su órbita corruptora, bajo el manto de la democracia, las energías vivas del
proletariado, reduciéndolo todo a una cuestión de compraventa a base de dinero,
todo, ideas y conciencias, partidos e individuos. Hubo un tiempo en que nos
forjamos la ilusión de que la burguesía estaba moribunda, y ahora nos damos
cuenta de que revive, más suciamente, sí, pero también más fuerte, como aquel
personaje de Balzac que de tanto en tanto se apropiaba la fuerza vital de la
juventud viril, de un modo parecido a como puede encenderse una lámpara apagada
con el aceite que se extrae de otra, cuya llama entonces se extingue.
La burguesía mata de este mismo modo
toda idea nueva y todo partido de vanguardia, absorbiendo sus mejores fuerzas e
identificándoselas. Y esto continuará mientras la revolución no interrumpa de
una vez para siempre la obra de la explotación, y no sólo de la explotación del
trabajo, sino también de las energías, de las idealidades, de los entusiasmos
de aquellos que se dicen y se han creído durante mucho tiempo enemigos de las
instituciones actuales.
No hablemos, repito, de la burguesía. Consideremos
solamente la crisis por que atraviesan los partidos, las fracciones y las
organizaciones de que esperábamos tantas cosas no hace aún mucho tiempo.
Había antaño un partido republicano,
adversario nuestro, claro está, pero del cual se podía esperar una función útil
para derribar de nuestro camino, por lo menos, el primer obstáculo, el del
privilegio dinástico. Pero hételo, a este partido, hogaño, ahogándose por
completo en las aguas estancadas del parlamentarismo, aliado a la burguesía más
conservadora; su único acto hostil consiste en votar... alguna que otra vez,
contra un ministerio.
Había un partido socialista… Pero
observemos como este partido ha sido conquistado, en absoluto, por los poderes
capitalistas y gubernativos; como ha sido convertido en uno de los puntales más
eficaces de lo actual. La última página de la historia parlamentaria del
partido socialista es de lo que más oprobio que pueda imaginarse, oprobio que,
a pasar de su importancia, no ha dado lugar a la protesta enérgica y consciente
de las masas.
Si dirigimos la mirada a otro lado,
veremos a los pigmeos del sindicalismo politicante ávidos de éxito; rabiosos
porque no pueden llegar, contra aquellos que ya han llegado a la meta personal
que se propusieron, señalando al proletariado, bajo nombres nuevos, un camino viejo,
el camino de un reformismo que comienza allí donde termina el viejo reformismo:
un reformismo de un fondo utilitario desvergonzado, que no deja de ser tal
porque sea de clase.
Y agreguemos, para completar el
cuadro, el movimiento de repercusión del proletariado, el sindicalismo
económico que se desarrolla en el ambiente de las organizaciones obreras, acaso
más puro, pero no menos inseguro en sus finalidades, no menos preñado de
peligros para el porvenir. ¿Quién nos dirá, entre los partidarios de la
organización obrera, y lo somos nosotros también, el buen camino que ésta
debería seguir? Teorías no faltan. Acaso las hay con exceso, pero ante el acto
práctico las teorías más revolucionarias ceden el puesto a los hechos más
reformistas, a los acomodamientos más humillantes, a las genuflexiones más
dolorosas. Las últimas huelgas campesinas y ciudadanas nos dan fe de este
aserto.
Confesemos que esta situación
embarazosa no puede inculparse a unos pocos directores. Sería demasiado cómodo
creerlo así. El egoísmo y la maldad de algunos puede tener gran parte en ello;
pero no nos ocultemos que hechos tan generales tienen sus determinantes en
causas más vastas e impersonales. La verdad es que estamos dando vueltas en un
círculo vicioso que sólo una revolución puede romperlo, y que cuanto más nos
dejemos llevar por los acontecimientos, aguantando la realidad actual, más la
revolución se aleja y se hace difícil.
¿Podía ser el anarquismo lo único
que escapara de esta especie de gravitación universal hacia la crisis? No,
ciertamente. El anarquismo quiere la lucha, para vivir; y la calma, si no lo
mata, por los menos la
amodorra. Así se explica, en gran parte, la inercia de muchos
de sus adeptos, como asimismo cierta inquietud acre formada por las polémicas y
las luchas intestinas. No pudiendo devorar al adversario, el anarquismo se da
mordiscos a sí propio, con una especie de sádica voluptuosidad. ¡Ah! Si la
tempestad purificadora estallara, entonces sí, como dice la sentencia bíblica,
los últimos serían los primeros. La desaparecida falange anárquica, asfixiada
por el ambiente que anula al mayor número y que excita malsanamente a los pocos
que son enérgicos, se volvería entonces el eje de la situación, sería la
triunfadora en la lucha desencadenada contra el viejo mundo.
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Mas, ¿qué hacer entretanto? ¿Esperar
tranquilamente que llegue la hora buena? No. Esa hora no llegaría nunca si no
nos cuidáramos de prepararla. ¿Encerrarse cada uno y todos en la torre de
marfil de nuestras aspiraciones, de nuestros odios y de nuestros amores? No. En
el encierro de nuestro sueño de rebeldía y de liberación nos faltaría la fuerza
popular, sin la cual no hay revolución ni liberación posibles. ¿Seguir y servir
a las masas en su vida a ras de tierra, vida de pequeñas rebeliones y de
sucesivos acomodamientos? No. La acción de las grandes masas es siempre
excesivamente utilitaria y hasta cuando parece ser rebelde tiende a adaptarse a
lo menos malo del ambiente, sin modificarlo.
¿Qué hacer, pues? Es muy difícil
resolver ese problema. Por nuestra parte, no tenemos la pretensión de
confeccionar ningún específico milagroso que cure la malsana vida social. Pero
el decreto del problema nos parece que se encierra, en absoluto, en la rebeldía
perenne contra la realidad, en la negación de la realidad vil que o nos aplasta
o nos absorbe; rebeldía de pensamiento y de acción a la vez, individual y
colectiva, que no se aísla de la masa en nombre de la hipótesis individualista,
pero que tampoco se deja arrastrar ni anular por las mayorías demasiado
deseosas de equilibrio en nombre de un derecho igualmente hipotético de las
colectividades. Tener contacto con la multitud, sin la cual no puede haber
revolución, pero resistir a sus tendencias de acomodamiento a la realidad presente;
y para poder resistir, mantenerse agarrados con toda la fuerza de los músculos
a una bandera ideal propia, a una fe en el porvenir adquirida por uno mismo,
sin dejarse zarandear de ningún modo por los aleteos del éxito inmediato,
cuando éste no sea el éxito completo, la suprema victoria.
Los anarquistas podremos así vencer
aun perdiendo, conservarnos aun cuando parezca que en ciertos momentos vamos a
desaparecer, ya que nada tenemos que conquistar para nosotros, pues que somos
un partido del porvenir, solamente del porvenir; un partido que en el
seno de la sociedad burguesa no tiene un fin inmediato que realizar para sí,
fuera del de negar, del de lucrar, del de rebelarse contra la fea realidad, del
de ser y reservarse de ser en todo momento la protesta viva y activa, en todos
los campos y aspectos, para la conquista de la libertar humana.
LA FUNCIÓN
ANÁRQUICA EN LA REVOLUCIÓN
La revolución no es nuestros días
como antes de 1914, una eventualidad de la que no corre prisa ocuparse. Hay
muchas probabilidades de que la revolución sea pronto un hecho, y de aquí nace
la necesidad imperiosa de que los anarquistas intentemos saber cuál es la
función que debemos ejercer en ella, aunque, como es bastante probable, no tome
la dirección precisa que nosotros quisiéramos.
Es muy fácil que en la mayor parte
de las naciones de la
Europa Occidental, una revolución, en estos momentos o en
momentos bastante cercanos, estableciera una república que, por muchas
tendencias sociales que tuviera, estaría muy lejos de asemejarse a un orden de
cosas anárquico. ¿Deberemos por esta causa poner obstáculos a esa revolución, o
deberá sernos indiferente por el hecho de que no podrá darnos todo lo que
quisiéramos? No hay un solo anarquista que así lo piense, creemos. A nuestro
juicio, bien contrario a tal actitud, deberemos tomar parte en esa revolución
con todas nuestras energías, ya sea con el objeto inmediato de derribar todas
las instituciones del privilegio y de la opresión que nos sea posible, o ya
para aprovecharnos de la momentánea ausencia o debilidad de las instituciones
gubernativas para reforzar nuestra posición de anarquistas, creando y
multiplicando instituciones libres y voluntarias fundadas en el acuerdo mutuo
que sean el punto de partida para una nueva acción y que representen y
constituyan la defensa de la libertad en oposición al nuevo gobierno,
cualquiera que fuera, que se constituya.
Si previendo que la solución más
probable de la revolución fuera una república más o menos dictatorial o
socialista, nosotros renunciáremos de antemano a nuestra función de anarquistas
y nos adhiriéramos al movimiento y a la propaganda republicana o socialista
dictatorial, nos convertiríamos en un inútil duplicado de otros partidos y nos
cerraríamos de hecho el camino nuestro, dejaríamos de ser una fuerza
independiente y quedaríamos absorbidos por los partidos gubernamentales de
mañana. Si ésta fuera nuestra actitud, radicalmente equivocada, la revolución
tomaría una dirección más autoritaria aun, y la ausencia de una oposición que
la empujara más adelante, haría, claro está, que ésta fuera menos radical. En
cambio, aunque de la revolución surja un gobierno cualquiera, éste será tanto
menos agresivo, y nos tendrá que dar tantas mayores libertades, cuanto más
imbuido esté de espíritu igualitario, cuanto más haya en el país fuerzas de
oposición ultrarrevolucionarias y libertarias, cuantos más numerosos sean los
núcleos, las asociaciones y las instituciones que reivindiquen la libertad de
administrar por sí mismos sus propios intereses y de organizar con iguales
libertades las propias relaciones con la restante sociedad.
Se nos dice que esta oposición al
poder de mañana podría favorecer las tentativas contrarrevolucionarias del
interior y del exterior y debilitar la posición general de la revolución. Decir
esto significa desconocer el carácter y el espíritu de la oposición
antigubernamental anárquica. Por otra parte, la ausencia de una oposición al
gobierno podría muy bien provocar en él una mayor degeneración, hasta el punto
de que el mismo gobierno fuera el que se convirtiera en centro de la temida
contrarrevolución. Mas aunque así no sucediera, se debe comprender que la
oposición anarquista se movería siempre en un sentido más revolucionario, es
decir, en un sentido a combatir con mayor energía e intransigencia los residuos
que quedaran del pasado, en lugar de favorecerlos. Precisamente esta oposición
es la que podría dar un concurso más activo -y en la oposición es donde este
concurso sería más seguro e inevitable- para combatir, en el terreno de la
acción, de acuerdo con las demás fuerzas revolucionarias de otros objetivos,
cualquier tentativa reaccionaria o burguesa del exterior o del interior.
Se suele decir entre los
anarquistas, ya desde tiempos de Bakunin, que la revolución será anárquica o no
será revolución. Pero hay quien entiende esta fórmula de modo erróneo, de un
modo que podría concretarse en estas palabras: o la revolución se encaminará
hacia la ANARQUÍA o, en caso contrario, no queremos saber nada de ella. Y esto
no es lógico. Bakunin quería decir que, para tener éxito, la revolución
necesita que se desaten todas las fuerzas latentes en el pueblo, sin frenos ni
coerciones, en todas partes y en todos los sentidos. De hecho, así es de prever
que ocurra en el primer momento insurreccional. Si se perdiera demasiado tiempo
ordenando, controlando, etc.; si en todas partes se esperaran órdenes de los
jefes o de un centro, es casi seguro que la reacción ganaría la partida. El triunfo de
la revolución será más indudable si la iniciativa revolucionaria se desarrolla
voluntariamente en todas partes, si ataca directamente los organismos
autoritarios y, una vez que éstos hayan sido abatidos, se pasa a la
expropiación, a tratar de que la propiedad privada pase a ser común.
Concurrirán en la revolución y
podrán también ser útiles, las fuerzas organizadas, ordenadas, movidas por este
o aquel centro, guiadas por jefes, etcétera; pero estas fuerzas solas serían
insuficientes y llegarían siempre demasiado tarde, si la primera acción
anárquica, más o menos indisciplinada formalmente, pero unánime por una
disciplina interior más sólida, porque estará formada por una unidad de
tendencias, no hubiera vencido las primeras resistencias, desembarazando el
terreno de operaciones, e impedido, con el asalto imprevisto y en todos los
puntos, a las fuerzas enemigas, el poder reunirse, concertarse y coaligarse.
Aun en este sentido, pues, la acción anárquica -entendida, no solamente en el
significado del partido, sino en su más amplia y general acepción-, tiene una
función imprescindible que, si renunciáramos a ella, para incorporarnos en una
especie de ejército con sus cuadros, esperando órdenes de jefes y centros, tal
vez renunciaríamos también a la victoria.
La revolución, por lo tanto, aunque
no sea anarquista en el sentido que quisiéramos, no dejará de ser una
revolución y no hay razón alguna que nos impida tomar parte en ella. De todos
modos, que sea más o menos anárquica, sólo de los anarquistas depende. Es muy
cierto que cuanto más anárquica sea también más completa será y mayores
probabilidades tendrá de vencer. Por lo cual es bien claro que la misión de
los anarquistas consiste en imprimir a la revolución la dirección más anárquica
posible, no el dejar de intervenir en ella porque tenga tendencias
autoritarias.
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No cabe duda que es ésta una misión
relativamente limitada ni de que, para llevarla a cabo, no tendremos fuerzas
abundantes que nos permitan el lujo de dedicar unas cuantas a tareas que no son
nuestras.
Es indudable que si faltan las
condiciones necesarias para establecer un régimen anarquista, surgirá un
gobierno cualquiera, más o menos revolucionario y que, por lo tanto, será
preciso que algún grupo o partido asuma la obligación de gobernar. Pero el
hacer esta suposición no quiere decir que los anarquistas asumamos tal
obligación. No, de ningún modo. Si la grey humana tiene aún necesidad de
pastores, que los escoja donde quiera. Pero nosotros, que no queremos pastores,
tampoco debemos querer serlo. Sin duda, ni sabríamos serlo. Continuaremos, por
consiguiente, combatiendo a los pastores y estaremos contra ellos en la medida
que ellos mismos merezcan, tanto más hostilmente cuanto más les vamos propensos
a adoptar el palo y las tijeras del esquilador. Ya desde el primer momento
nosotros no queremos que se nos cuarte, ni que se nos pegue, ni que se nos
esquile.
Claro es que no confundimos la
autoridad coercitiva con la administración. La facultad de administrar será
una de las cosas esenciales, inmediatamente, el mismo día o el siguiente al de
la insurrección victoriosa. Pero, ¿qué será lo que dé derecho a tener esta
facultad? No ciertamente el hecho de ser los individuos más salientes de un
partido, ni tampoco la contingencia de ser nombrados diputados o comisarios del
pueblo. Se trata de una facultad técnica que no es privilegio de gobernantes el
ejercerla.
Nosotros no excluimos a los
administradores técnicos, a condición de que éstos sean elegidos entre los
interesados, condición principal para que sean competentes y administren según
los pactos libremente estipulados entre los mismos interesados. Es decir, que
se trata de delegación de de funciones, siempre revocables, y no de delegación
de poderes. Mientras esto no sea posible, mientras, al contrario, ejerzan de
administradores aquellos que puedan hacer la ley según la cual luego
administren, o sea, mientras los administradores sean gobernantes, es evidente
que no habrá ANARQUÍA. En tal caso, cuya posibilidad no excluimos, la función
de los anarquistas consiste en hacer propaganda y luchar para que sea
substituida la ley coercitiva por el libre acuerdo, pero de ningún modo en
convertirse en administradores-gobernantes.
Ni siquiera actualmente, ello es
fácil observarlo, los que administran, en el sentido práctico de la palabra,
son los gobernantes. Mas bien, al contrario, éstos, dificultan la
administración de los servicios y de la riqueza pública, mandan a los
verdaderos administradores y desvían y hacen degenerar su misión en beneficio
propio. ¿Acaso en los municipios la oficina del estado civil o de estadística
tiene necesidad del delegado regio, del alcalde o del asesor para funcionar?
¿Acaso la industria o el comercio, los ferrocarriles, los correos y telégrafos,
todos los servicios públicos, etc., están administradores por los
gobiernos o por los ministros? Los verdaderos administrados son los
funcionarios técnicos: dependientes, casi siempre desconocidos que, por lo que
de útil y necesario hacen, ninguna ventaja tienen en ser funcionarios
estatales; al contrario, les perjudica el servilismo en que han de
desenvolverse que, por otra parte, entorpece sus servicios.
De igual modo, en la gestión de la
riqueza privada, la función administrativa más útil, la única necesaria, no es
ciertamente la de los accionistas, la de los propietarios y la de los
banqueros, sino la del personal administrativo de cada servicio, de cada
fábrica, de cada establecimiento, de cada empresa, estipendiado o asalariado, y
no patrono. Ahora bien: ¿por qué no debería usufructuarse sus facilidades
administrativas en modo libertario, sin sobreponerles órganos de coerción y de
control, inútiles en la práctica cuando no nocivos?
Claro es que mientras los interesados,
o por lo menos un número suficiente de ellos, no tengan una cierta consciencia
de sus necesidades y del mejor modo de satisfacerlas, y de sus derechos y
deberes, no será posible la
ANARQUÍA. Pero esta consciencia no se les podrá formar
mandándolo, imponiéndosela con la fuerza, sino creándoles nuevas condiciones
que hagan posible la formación y desarrollo de tal consciencia. En la
servidumbre no se forman hombres libres, fuera de pequeñas minorías; únicamente
la libertad puede dar la consciencia libertaria a las grandes mayorías. Y he
aquí porque es necesario que haya, durante y después de la revolución, un
partido que combata principalmente por la libertad, que conquiste y defienda la
mayor suma de libertad para todos.
Cierto que la libertas no es el
único problema social importante y que nosotros no queremos de ningún modo
dejar olvidados los demás. Pero es uno de los más importantes. Nos parece que
es el que va después del del pan, que es el más importante de todos. Hasta se
podría sostener que el problema de la libertad está en primera línea, si se
piensa que el salariado es un forma de servidumbre y que, en sustancia, los
patronos son los opresores, los enemigos de la libertad de los obreros a
quienes explotan; si se piensa que, si tuviéramos libres de la opresión
estatal, si el gobierno no nos impidiera toda libertad de movimiento, pronto
nos habríamos desembarazados de cualquier otra opresión y resuelto todos los
demás problemas. No sería difícil demostrar que cada problema social se reduce
en último análisis a una cuestión de libertad, como procuró demostrar, hace ya
algunos años, Sebastián Faure, en uno de sus más notables libros.
Pero esto importa poco. Volviendo al
modo más común de entender el asunto, es verdad que hoy los hombres entienden
poco su interés, pero para que lo entiendan sólo puede serles enseñado por la experiencia. Si en
cambio se quiere que sean unos cuantos los que se preocupen y se cuiden de este
interés de todos, ¿cómo se elegirán?; ¿quién los elegirá? Para los imbéciles y
los ignorantes, también la ciencia será una tiranía, suele decirse. ¿Pero quién
será el representante de la ciencia que pueda estar autorizado para imponer su
tiranía? ¿Acaso basta la ciencia para que sean honrados los que la poseen, para
hacerles desinteresados, para impedir que se sirvan de ella y del poder
juntamente con el objeto de ocuparse solamente de su interés personal en
perjuicio de la colectividad? Si hoy las verdades más evidentes de la ciencia
no son aceptadas buenamente ni reconocidas por todos aquellos que más interés
tienen en reconocerlas, no es por una innata malicia en ellos, sino por el modo
como quisieran imponérselas, por las condiciones de ambiente, económicas y
sociales, que les impiden comprenderlas o aceptarlas sin un cierto daño
inmediato.
No basta, por ejemplo, que el médico
y el arquitecto expresen el parecer de que la gente vaya a habitar casas
higiénicas y limpias, para persuadir a las personas habituadas a vivir entre
porquería a que cambien de casa. Primeramente es necesario construir las casas
sanas y limpias; es necesario quitar a los señores el uso superfluo de las
nueve décimas partes del espacio que ocupan sus palacios y sus villas, y
entonces se verá como la pobre gente, hoy amontonada en los tugurios, no tendrá
absolutamente ninguna dificultad en pasar a las nuevas habitaciones donde
hallarían mayor comodidad y la posibilidad de vida y un mayor motivo para
aprender a vivir menos descuidadamente y con mucha más limpieza. Para
persuadirse de esto, basta visitar y comparar los barrios viejos donde la
población obrera está demasiado aglomerada, con los barrios nuevos de muchas
ciudades, constituidos por casas y casitas obreras construidas según las normas
higiénicas y con las comodidades más modestas -sea por iniciativa privada, o
cooperativa, o municipal- para ver en seguida como estas últimas señalan un
inmenso progreso sobre las primeras en cuanto que sus habitaciones ofrecen ya
un nivel más alto de civilización, de limpieza, de higiene y de orden.
No cabe duda de que, para la
proyección de casas, deben ser propuestos los higienistas y los arquitectos y
nos los inquilinos, y que al construirlas los albañiles siguieran los planos
dados por el ingeniero y no las indicaciones del primer ignorante en esta
materia que se presente. Suponer que la gente pretenda lo contrario, sólo por
el hecho de que ya no haya gobierno, sería una tontería. En cualquier
administración la capacidad técnica es la primera cualidad necesaria, pero esta
cualidad no tiene nada que ver con la de gobernar, de mandar y de imponerse con
la violencia o la amenaza.
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Pero el esfuerzo que debe hacerse es
siempre el mismo: doble; o sea, desbaratar el orden de cosas actual; es decir,
demoler las instituciones nocivas, cambiar el ambiente, para que los hombres a
su vez puedan transformarse, y entretanto ir cambiando cuanto sea posible la
mentalidad y la consciencia de la minoría más susceptible de ser influida por
nuestra propaganda, a fin de que esta minoría adquiera la fuerza necesaria para
dar el primer empujón a la barrera estatal y burguesa, al propio tiempo que
constituya el primer núcleo de la sociedad libre de mañana.
Inmediatamente, ya desde el primer
momento, sin esperar la época en que los hombres sean maduros, deben entenderse
todos aquellos que se sientan impulsados por la buena voluntad para resistir a
los malvados y a los sin escrúpulos e impedirles que arrastren, engañándola, a
la masa aun consciente de los interesados, poniendo en práctica donde puedan y
tanto como puedan, las propias ideas y los propios medios de organización
social.
LA HUELGA GENERAL, EL
PRIMERO DE MAYO Y LA
AGITACIÓN POR LAS OCHO HORAS DE TRABAJO
La propaganda antimilitarista y el
movimiento de la huelga general están íntimamente coordinados con la
manifestación obrera, en todo el mundo, del primero de Mayo. La idea inicial de
la manifestación del primero de Mayo era que ésta debía ser como un recuerdo de
las fuerzas revolucionarias del proletariado, una verdadera huelga general de
un día, con intenciones antiburguesas y, además, al propio tiempo, una
afirmación del derecho a todo el bienestar y a toda la libertad para los
ciudadanos de todo el mundo, de paso que, asimismo, una manera de reivindicar
el derecho a la satisfacción de las necesidades más inmediatas y de ciertas
conquistas parciales, entré estas, en primer término, la jornada de ocho horas.
Pero, ante todo, la característica de la manifestación del primero de Mayo era
de índole revolucionaria.
Hoy, en cambio, todos le dan una
importancia bien diferente. Se atribuyen el carácter de una fiesta como otra
cualquiera, tal que si fuera un nuevo domingo agregado a los otros cincuenta y
dos del año. Casi nadie se acuerda ya de su origen revolucionario. Hasta la
burguesía inteligente y astuta se ha adaptado a ella y hace fiesta yéndose al
campo, cerrando oficinas y comercios, dejando de publicar los periódicos y
hasta engalanándose con los vestidos de los días señalados por el santoral.
De este modo, la gran manifestación
que al principio despertó tantas esperanzas en el corazón de los trabajadores;
aquella idea de una resistencia unánime e internacional de los obreros contra
los patronos, aun reducida a un solo día del año, que se creyó debía ser el
preludio de una acción acorde y concorde, y no solamente ya para veinticuatro
horas; aquel gran movimiento que costó el sacrificio de tantos hombres y al que
está unido el martirio de los héroes de Chicago; aquella simpática fiesta de la
revolución, en fin, hemos visto como iba perdiendo el color, gradualmente, su
vestido purpúreo, como se iba falseando su primitivo espíritu, como todos los
entusiasmos y energías de su primera hora se han ido reduciendo hasta
convertirse en quietud que se solaza en una jira campestre o en alguna
conferencia privada, o, lo que es peor aun, en una borrachera colectiva que la
policía tolera y que casi todos los patronos permiten.
Más aun. Tan oportunistas nos hemos
tornado, que si por desgracia el primero de Mayo no recae en domingo, todos
estamos de acuerdo en relegar la fiesta para el domingo que siga. De esta
manera la fiesta del primero de Mayo se convierte en fiesta de un día, que no
es ni siquiera aquél cuyo nombre lleva. ¡Fruto perfecto de la ley de adaptación
al ambiente!
¿De quién es la culpa? ¿Quiénes son
los responsables de esta desnaturalización de un movimiento tan bello al
principio y que tantas promesas encerraba?
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La culpa pertenece por entero, de
todos es sabido, a aquellos partidos llamados populares que han erigido el
legalitarismo en sistema de lucha, y a los que estorbaba una manifestación que
comenzó chocando demasiado con la susceptibilidad burguesa y gubernativa.
En lugar de aconsejar a los
trabajadores la huelga general en todos los talleres, para aquel único día del
año, se les empujó a implorar de los patronos y de los gobiernos el
reconocimiento, puede decirse que casi oficial, de esta fiesta, con lo que ésta
perdió naturalmente, por completo, aquel carácter de resistencia y de rebelión
que tenía al principio.
Y como cuando se está sobre una
pendiente es imposible no deslizarse hasta el fondo, la manifestación del
primero de Mayo, que surgió como un estandarte de barrinada, ondeando al viento
toda su grandiosidad, poco a poco se ha ido replegando sobre sí mismo,
empequeñeciéndose, suavizando los tintes y las esperanzas, permitiendo, en fin,
que pueda ser aceptado, así tan manco e imperfecto, por los mismos contra los
cuales se levantó un día como arma eficaz de combate. En manos ahora de los
partidos electorales, se ha convertido en un medio para procurarse votos y para
hacerse un reclamo. Para la policía, tal manifestación se resume en una ocasión
especial debido a la que le es posible desplegar sus fuerzas y dar señales de
su actividad contra las gentes subversivas.
Afirmamos, una vez más, que la causa
primordial de esta insipidez de la manifestación del primero de Mayo, han sido,
en especial modo, los partidos populares, legalitarios y lectorales; pero no
hay que ocultar que otra causa bastante importante de semejante efecto ha
residido también en el descuido de los anarquistas, los cuales, en las primeras
tentativas de los socialistas legalitarios para adueñarse de este importante
movimiento, para hacérselo suyo, no supieron hacer otra cosa que abandonar,
después de breve resistencia, el campo, limitándose más tarde a ridiculizar a
los nuevos festejantes, cuyo objeto, al ser los directores de la manifestación,
se reducía a que los trabajadores de todo el mundo hicieron mezquinas
demostraciones, en pro del sufragio universal y de la jornada de ocho horas.
Bien contrariamente a todo esto, los
anarquistas tenían que haber disputado el campo a los socialistas hasta sobre
este argumento, y debían haber intentado impedir que aquéllos monopolizaran una
manifestación internacional que tanta importancia habría revestido y que podía
ser en manos de los revolucionarios un instrumento de actividad, mientras que
en manos de los legalitarios no dio ni da ningún fruto, ha perdido todo su buen
significado y se ha reducido a una nueva ocasión para que los proletarios
formulen las acostumbradas protestas y las habituales órdenes del día.
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Sin embargo, a pesar de cuanto han
hecho los legalitarios con su condescendencia y los revolucionarios con su
descuido, el primero de Mayo, de todos modos, causa siempre cierto efecto entre
las gentes del pueblo, ejerce cierta fascinación sobre los trabajadores. De
cualquier modo que sea, la idea, para éstos, de que en todo el mundo, en ese
día, los obreros se buscan con el pensamiento y manifiestan sus aspiraciones,
es ya una cosa grandiosa que predispone al que la acoge para recibir la semilla
de las nuevas ideas y para prepararle el ánimo para una acción acorde, enérgica
y resuelta.
Fue tan bello el impulso que la
manifestación del primero de Mayo dio, en sus primeros tiempos, al movimiento
social, que las masas trabajadoras sienten todavía las últimas vibraciones de
la primera sacudida de aquel impulso. De ahí que los obreros acudan a nuestras
conferencias en semejante día, que lean nuestros periódicos con más asiduidad
en esa fecha, por más que sean iguales nuestras palabras o nuestros escritos
que en los restantes días del año.
Es que ese día señalado los
trabajadores están mejor predispuestos para escucharnos, más propensos a
seguirnos. ¿Vamos a descuidar el aprovecharnos de un estado de ánimo de las
masas tan oportuno y beneficioso? ¿O bien debemos arrojarnos en medio de los
obreros para intentar enseñarles dónde está la verdad sobre este particular y
cuál es el camino más certero para que obtengan su emancipación?
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Nosotros, socialistas anarquistas,
que tenemos escrito en nuestro programa el primordial deber de aprovechar todas
las ocasiones favorables para hacer propaganda de nuestras ideas y de aplicar
nuestra acción, debemos procurar conquistar el terreno perdido, debemos dar
nuevamente al primero de Mayo el carácter revolucionario que tuvo en sus
comienzos y transformarlo en arma de regeneración social. Poniendo semejante
manifestación en coherencia con los principios anarquistas, probablemente daría
frutos benéficos.
Ante todo, con sólo abandonar el
trabajo en todo el mundo durante un día, bastaría para dar una idea, aunque
fuera pálida, de su eficacia. Sería y volvería a ser, tantas veces cuantas se
repitiera, la prueba experimental periódica de la huelga general, que algún día
podría prolongarse tan pronto como los obreros de todo el mundo se hubieran
percatado de que lo que se hace en un día puede también hacerse durante muchos.
Esto es lo que comprendieron y se
propusieron hacer los trabajadores sindicalistas y revolucionarios franceses,
hace unos cuantos años, intentando, con certera visión, dar a la manifestación
del primero de Mayo el carácter de una afirmación, como ensayo de huelga
general, reivindicando en ella la jornada de ocho horas.
Hace algunos años, no muchos, los
anarquistas, o, para decirlo más exactamente, algunos anarquistas,
ridiculizaban la idea de las ocho horas de trabajo. No dejaban de tener razón,
desde muchos puntos de vista. Pero la única sinrazón suya consistía en que en
lugar de plantear la cuestión, sacaba por completo de quicio por los
socialistas demócratas, en sus verdaderos términos, la rechazaban pura y
simplemente, dando de este modo ocasión a nuestros adversarios para que la
monopolizaran en beneficio suyo y para que la transformaran en un arma de
propaganda electoral.
Las ocho horas, tal como las querían
los socialistas demócratas, era una cosa muy cómoda. Al llegar cada primero de
Mayo, como en cualquiera otra fiesta conmemorativa «de nuestra redención
proletaria» -como dice un querido amigo mío-, se hacía una procesión que se
dirigía al ministerio, al gobierno civil o al municipio, y allí una comisión
presentaba respetuosamente al ministro, al gobernador o al alcalde un memorial
en el que se demostraba científicamente la utilidad de las ocho horas de
trabajo desde el punto de vista fisiológico y económico; desde el económico
sobre todo, o sea, desde el punto de vista del interés de los patronos.
Aquellos señores acogían el memorial sonriendo y, tan pronto como la comisión
se marchaba, lo arrojaban al cesto de los papeles inútiles.
Cansados de estropear zapatos
subiendo y bajando las escaleras de las oficinas burocráticas, comenzaron a
ejercer una presión directa sobre los patronos. «Que si daban las ocho horas de
trabajo, sería mejor para ellos». «Que la producción saldría beneficiado en
calidad y en cantidad». «Que se aminoraría el odio entre las clases, y por
consiguiente, que terminarían los actos de violencia». Pero los patronos
sonreían al ver tanta solicitud por sus intereses y discutían el asunto.
Alguno, que tenía los almacenes llenos y no entraba en sus cálculos disminuir
el personal, cedía. Esto no era la jornada de ocho horas, pero por algo se
comienza. La jornada de diez horas se iba reduciendo a nueve y media, a nueve,
en algunos oficios a menos, y esto salían ganando los obreros. Los obreros
esperaban y elegían diputados a los socialistas que se clavaron un 8 -mejor
dicho, tres ochos- en el sombrero, y los patronos pensaron que era ya cuestión
de agradecer a las comisiones la molestia que se tomaban por el interés de
ellos, por el aumento de la producción, por la armonía entre las clases… pero,
pensando al propio tiempo, por otra parte, que, a fin de cuentas, su propio
interés lo conocían ellos suficientemente, acordaron que podían hacer,
referente a todo aquello, lo que mejor se les antojara. Y esto fue lo que
hicieron.
El pendón de los tres ochos -8 horas
de trabajo, 8 de recreo, 8 para dormir- ha sido agitado en todas las naciones
por los socialistas demócratas e hizo que fueran elegidos una multitud de diputados
socialistas. Pero durante quince años el pendón y la obra de esos diputados han
sido inútiles. No podía ser de otro modo. Si algún paso dieron en ese asunto,
más que hacia delante, fue hacia atrás.
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No podía ser de otro modo, porque la
idea de la jornada de ocho horas tuvo un origen completamente revolucionario,
como el de la manifestación del primero de Mayo. Ambas ideas eran buenas, pero
en manos de los socialistas, ambas se han echado a perder.
Claro es que los obreros, trabajando
ocho horas, no habían alcanzado su primordial objeto, ni mucho menos. Pero con
dieciséis horas a sus disposición, tendrían más tiempo que dedicar al descanso,
a recrearse un poco, a relacionarse algo más con sus compañeros y amigos, a
leer y estudiar algunos problemas, a ir a escuchar conferencias y lecciones, a
ayudar a la propaganda; en suma, a preparar según sus posibilidades la
revolución y al propio tiempo a meterse mayor número de ideas en la cabeza.
Todo esto serían ganancias. Pero todo esto lo comprendieron muy bien los
patronos y por haberlo comprendido, a pesar de las razones justas, aunque
oportunistas, de los socialistas legalistas, los patronos hicieron oídos de
mercader a semejante demanda, con mucha educación formulada, eso sí, pero sin
duda desoída por su excesiva cordura.
Allí donde se pidieron las ocho
horas de muy otro modo, contando solamente con las fuerzas coaligadas de los
obreros y ejerciendo presión con estas fuerzas, no dejando a los patronos
libertad de elección -como en muchas partes de América, de Inglaterra y de
alguna otra nación- se conquistó sin tardanza la jornada de ocho horas. Todo
mundo recordará el grandioso, a la vez que revolucionario, movimiento en pro de
las ocho horas que se produjo en 1886-87 en los Estados Unidos que tuvo por
epílogo la tragedia de Chicago, y que engendró los dos conceptos, más precisos
de que lo eran antes, de la manifestación revolucionaria del primero de Mayo y
de la huelga general.
Noten la lógica filiación de estas
tres ideas: las ocho horas de trabajo, el primero de Mayo y la huelga general,
y verán que la primera, por mucho que a primera vista parezca un paliativo,
tiene un innegable carácter revolucionario. Revolucionario, sí, con tal que la
conquista se haga con las propias fuerzas, directamente, y que no sea un fruto
de la propia sumisión al poder y a los patronos. Al que les arrebata una cosa,
pueden quitarle una parte de lo que es suyo, en espera de recuperar el todo;
pero si esta parte la imploran y se la hacen dar de limosna, matan su derecho,
y por el huevo de hoy renuncian a la gallina de mañana. Si al contrario
arrancan este huevo a la fuerza de manos de quien se los arrebató, se
reservarán siempre la posibilidad de quitarle mañana la gallina. ¿No es claro
esto?
Aun sin contar con que de este modo
habrán realizado un acto de rebeldía que servirá de ejemplo, habrán robustecido
los músculos de las fuerzas revolucionarias y aumentado el apetito popular, que
mañana querrá algo más, siempre más.
Lo repito: mientras por un lado los
anarquistas se desinteresaban de esta cuestión, por animadversión a los
socialistas, que la han estropeado, éstos la iban reduciendo más y más hasta
tal punto que ya nadie la reconoce.
De todos modos, es necesario hacer
notar, en descrédito de los socialistas, que esos quince años, durante los
cuales nosotros tuvimos abandonado el asunto, mientras sus diputados iban
aumentando considerablemente en todos los parlamentos de Europa, los obreros
estaban muy lejos de conquistar la jornada de ocho horas. Hasta, en ese tiempo,
la perdieron en algunas partes donde ya la tenían. Y no solo, en esos años, se
verificó un retroceso en la práctica, en los hechos, sino que también ocurrió
el mismo fenómeno en las ideas, en la propaganda. En los últimos tiempos de ese
largo período, ¿quién hablaba ya, entre los socialistas, de la jornada de ocho
horas?
Y aun no es esto solamente. En
Francia, en Alemania y en otras partes se ha retrocedido hasta en la medida.
Los socialistas demócratas no pedían ya en muchas partes las ocho horas,
sino que se contentaban pidiendo nueve, diez, y hasta once…
De este modo se pierde el apetito, en lugar de aumentarlo.
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¿Recuerdan el entusiasmo de los
socialistas demócratas por el colectivismo? El buen Engels creía que iba a
decretarse por mayoría parlamentaria en Alemania en 1898… Pues bien; estos
mismos socialistas demócratas hablan ahora del colectivismo como de una cosa
fantástica que se obtendrá allá por el año 2000, y que puede servir como punto
de mira para encaminarse hacia él a pasos lentos. Exactamente el mismo fenómeno
ha ocurrido, en ellos, respecto a las ochos horas de trabajo.
Esta conquista, esta reforma, que,
por sí misma, para un revolucionario puede ser un buen medio, pero no un fin,
entusiasmaba grandemente a los socialistas demócratas del tiempo pasado. Pero
este entusiasmo era de tan ínfima aleación que a poco casi se había
desvanecido. En efecto, los ocho horas de trabajo, para los socialistas, se
transformaron en una utopía buena para abandonarla al calor de los soñadores y
de los anarquistas; una utopía que llegaría a realizarse allá por el año 2000…
con lo que la actuación de los socialistas quedaba relegada para el año 3000.
¡Qué diablo, hay que ser prácticos!
¡Qué ocho horas de trabajo ni qué cuernos! ¿Y los intereses de la industria? ¿Y
el desarrollo necesario de la burguesía? ¿Y la evolución natural del
capitalismo sobre la trayectoria burguesa? Esto, esto es ciencia económica y no
la jornada de ocho horas. Veamos si se puede dejar la jornada en nueve, o si se
puede dejar en diez, o en once… y dejemos las utopías para los anarquistas que
no han estudiado a Lamark, ni a Darwin, ni a Spencer, ni a Marx…, ni al gran
socialista Schaeffle, que se creía burgués, malgré lui.
Y nosotros, anarquistas, aceptamos.
Dejemos a los científicos -hayan o no leído a Schaeffle, y a los demás grandes
hombres, que quizá conozcan por los catálogos o por las citas de Lafargue, de
Kautsky y de Ferri- todo su bagaje nominal de la ciencia económica, y veamos si
es posible hacer algo práctico.
Ahora que los socialistas demócratas
hicieron ya el experimento y les salió mal, hagamos nuevamente nuestra la idea
y su buen significado del principio; tratemos de realizarla con sus medios de
entonces. Algunos anarquistas franceses han empezado ya esta tarea, dejando un
poco arrinconadas las teorías abstractas y poniendo prácticamente manos a la
obra, utilizando para una agitación revolucionaria aquella buena influencia
sobre el proletariado francés que han conquistado en largos años de labor
silenciosa, pero asidua, tenaz, en el seno de las organizaciones obreras de
resistencia.
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La idea, como ya hemos dicho, no es
nueva; pero debían ser nuevos el método y la actitud con que había de
reivindicarse esta parcial conquista de disminución de la fatiga diaria.
Examinemos, pues, un poco esta idea en sí misma, y el método que deba adoptarse
para su realización.
Para todo aquel que, como nosotros,
crea que son injustos los actuales órdenes económicos; para todos los que
piensen que la esclavitud del salariado es de tal índole que requiere
eliminarla radicalmente y no atenuarla y hacerla más soportable; para los que
en el taller, en la fábrica, en la cantera, en la mina, en el arrozal, en los
campos, en todas partes donde se explota al hombre, ven un presidio de
condenados a trabajos forzosos; para los que no admiten que pueda haber obre
humana útil si no es hecha por libre y espontánea elección; para el socialista,
en una palabra, trabajar ocho horas diarias para un patrono significa
simplemente trabajar ocho horas más de lo que debería trabajarse.
Pablo Lafargue reivindicaba ya, en
forma paradójica y cáustica, para el proletariado, frente al capitalismo, el
derecho al ocio; y era un corrosivo antídoto contra las mieles de la retórica
oficial, que ensalza continuamente la sublimidad del trabajo… de los demás, el
deber de trabajar… para los demás, llegando a transformar este deber impuesto
en un derecho, para que fuera más agradable con esta denominación simpática… Y
muchos han mordido el anzuelo y han dicho: «El obrero tiene derecho al
trabajo», lo que equivale a sostener que el esclavo tiene derecho a sus
cadenas. ¡Ironía de las palabras! El obrero, al contrario, no debe olvidar que
tiene derecho «a la libertad de trabajar a su modo, cómo y cuando le parezca, y
para él mismo». Esta libertad no la tendrá, y por consiguiente no tendrá el
relativo bienestar que de ella se derivaría, con toda seguridad, mientras el
sistema monopolista y capitalista le acogote para obligarle a trabajar, quieras
que no, cómo una bestia de carga, a beneficio de otros.
Y, al contrario, la organización
económica actual de la sociedad no se cambiará mientras los trabajadores, es
decir, los primeros y los más directamente interesados, no se hayan persuadidos
de la necesidad de este cambio. Lo que quiere decir que es preciso que la
revolución en los hechos vaya en cierto modo precedida de una relativa
evolución en las conciencias, y a su vez ésta necesita que los cerebros se
hagan capaces de aceptar las nuevas ideas y de trabajar para ponerlas en
práctica. Esta capacidad no puede adquirirla el obrero mientras su organismo
físico, en lugar de ser el de un ser pensante, no pase de ser una máquina
pasiva, lenta e inconsciente en manos del capitalista. Antiguamente muchos
revolucionarios marxistas tenían el prejuicio de creer en la utilidad de una
miseria creciente como coeficiente enérgico de revolución. El equívoco consiste
en esto; que la miseria empuja al hombre a la revolución, pero sólo cuando la
miseria sigue a un estado de relativo bienestar o de menor miseria. Sin contar
con que si la sacudida rebelde provocada por la miseria, se debe a este solo
impulso, lleva consigo todos los males de los movimientos impulsivos e
inconscientes; actos de violencia desenfrenada contra los efectos mejor que
contra los primeros responsables. Y que después del alarido y del espasmo
momentáneo de odio y de venganza, se sucede un aplanamiento y un
embrutecimiento mayor, acompañado de una resignación supina.
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El malestar, la miseria, un aumento
de tiranía, un acto de represión, pueden ser causa ocasional de un movimiento
seriamente revolucionario; hasta creo que algo parecido provocará el hecho
histórico decisivo que señalará el punto de transición del régimen monopolista
de la propiedad al socialista. Esto atraerá a la órbita del movimiento un
número mayor de intereses y la ayuda de aquella masa que de otro modo la fuerza
de inercia y de adaptación al ambiente vuelve pasiva. Pero en aumento de miseria
o de tiranía es por sí mismo un mal siempre, y más aun allí donde una
precedente formación de consciencia no ha vuelto los ánimos tan susceptibles a
una irritación de esta especie que les empuje a la rebelión. Demasiado vemos
que un exceso de hambre y de esclavitud vuelve a los hombres más civiles de lo
que podría hacerlos el privilegio. «Cuando el estómago está vacío, también lo
está el cerebro», dice Juan Roule a Magdalena en el bello drama de
Octavio Mirbeau.
Para que entre alguna luz en los
cerebros de los proletarios; para que en el seno de la clase obrera se forme un
ambiente relativamente propenso a aceptar todas las eventualidades históricas;
para que se determine una conciencia colectiva revolucionaria en los que tienen
un interés directo de clase en que advenga la revolución, es necesario que el
organismo del trabajador no esté demasiado extenuado, que le nazcan necesidades
intelectuales y que disponga de tiempo y fuerza para pensar, estudiar y saber.
De ahí la necesidad de que desde hoy el obrero tenga unas cuantas horas a su
disposición para solaz del espíritu; pera ocuparse en algo más que no sea la
busca y captura momentánea del pan; que tenga tiempo para echarse fuera del
taller y del tugurio y poder hablar y discutir con sus amigos; para leer sus
periódico o su libro; para ir a las reuniones y conferencias; para interesarse
en todo lo que le afecta de cerca; para formarse una opinión sobre lo que pasa
en ele mundo.
Por consiguiente, algo saldrá
ganando si logra trabajar las menos horas posibles, con aumento, y no con
disminución, del salario que perciba por cada jornada de trabajo.
La conquista de la jornada de ocho
horas de trabajo es inseparable del concepto de que la disminución de trabajo
no debe significar disminución de salario. Le sería inútil al obrero fatigarse
menos si no pudiera igualmente, y más si cabe que antes, satisfacer sus más
urgentes necesidades materiales. Concebida de este modo esa conquista, aparte
de la utilidad no indiferente de un mayor bienestar y de una mayor economía de
fuerzas, significa otras muchas ventajas, parecidas a las anteriores, que sería
demasiado largo enumerar aquí, entre ellas, una aminoración del número de
desocupados, puesto que cuanto menor sea el tiempo diario que cada obrero
dedique al trabajo, mayor será el número de los obreros que encuentre
ocupación, por la necesidad de las industrias y de los comercios.
Utilidad máxima, además, de esta
reforma social, desde el punto de vista revolucionario, será la de haber
animado, con un objetivo tangible y accesible, la lucha contra el capitalismo.
Ya que la jornada de ocho horas no es un objetivo último, y ni siquiera, de por
sí, demasiado decisivo para los socialistas, toda vez que desde hoy debe
conquistarse una disminución de trabajo, este límite de ocho horas no pasa de
ser como una señal u orden de batalla que no excluye mayores conquistas y que
no impide tampoco que allí donde los obreros puedan o tengan fuerza para
imponer una jornada de trabajo más reducida la impongan. Nunca me cansaré de
repetirlo: aunque el obrero trabaje sino una sola hora diaria para el patrono,
esta hora será siempre demasiado.
«¡Que se reduzca la jornada de
trabajo!», ha de ser el constante grito de combate que una solidariamente a los
obreros.
Nos parece oír a los habituales
descontentos que nos dicen: «¿Pero de nos hablas? Hace ya un montón de años que
se nos viene hablando de esa panacea de la jornada de ocho horas… y aun no la
hemos obtenido, de verdad, en casi ninguna parte».
Esto es cierto, pero los pesimistas
deben observar el problema más hondamente y no de un modo tan superficial.
Nosotros creemos en la utilidad de la jornada de ocho horas, pero con una sola
condición: la de que se conquisten directamente, con la acción propia de los
trabajadores, con el método revolucionario, por el mismo pueblo. De este modo
fue como se inició el movimiento. No se ha dicho: «Deben obtener de los
patronos que no les hagan trabajar más de ocho horas». Ni tampoco: «Deben
obtener una ley que obligue al capitalista a no ocupar a los trabajadores más
de ocho horas». No, nada de eso: el experimento en este sentido ya se ha hecho
por los socialistas autoritarios, y ha fracasado, los iniciadores del nuevo
movimiento no intentan caminar por aquel sendero.
De ningún modo; el proletariado
organizado, los socialistas revolucionarios, y los anarquistas se dirigen a los
trabajadores diciéndoles: «Pongámonos de acuerdo; démonos la señal y, en un día
dado, que fijaremos según las circunstancias, ninguno trabajará más de ocho
horas. No hay necesidad de hablar a los patronos ni de avisarles para
pedírselo, tanto valdría hablar a sordos. En el día fijado, los obreros irán a
sus ocupaciones y cuando hayan trabajado ocho horas las abandonarán. En todas
partes donde los obreros estén organizados se hará esto, sin vacilación. Al
terminar las ocho horas de trabajo, las minas, las fábricas, los presidios
industriales, todos los trabajos, en fin, serán abandonados, y los patronos,
que sin duda alguna ante una huelga tomarían la ofensiva, ante un hecho de esta
naturaleza, ante el obrero que empezaría a obrar de modo suyo, o tendrá
que aceptar el hecho consumado o se encontrarán en un callejón sin salida».
Porque no hay que darle vueltas:
esta forma de resistencia debe efectuarse también enérgicamente, es decir, de
modo bien distinto al viejo método de los brazos cruzados. El obrero debe
procurar que, al día siguiente a aquel en que comience su acción directa, no se
le arroje a la calle. Para procurarlo, debe colocar al patrono en una situación
que obligue a éste a ceder sin remedio, si es que quiere evitar todos los
perjuicios de una resistencia que tiene su campo de batalla, no fuera de la
puerta cerrada del taller, sino dentro de éste, detrás de los formidables baluartes
y de esplendentes barricadas que significan las máquinas y cuyas armas serán
los mismos instrumentos de trabajo. Es una verdadera batalla que debe librarse,
y en la que debe preverse todo, tener todas las contingencias. Por ejemplo: es
necesario meterse bien en la cabeza que el primer peligro que se corre es el de
ser todos despedidos del trabajo. Y es preciso asimismo darse perfecta cuenta
de que este peligro no es grave. A poco que se reflexione, todos los obreros de
las grandes industrias, especialmente, comprenderán que no es hacedero un
despido general, sobre todo si ellos quieren evitarlo. Cada día de trabajo en
un taller tiene su enlace con el siguiente y con el precedente, y no se
necesita en verdad gran estudio -las organizaciones de oficio pueden ser
excelentes medios para ponerse de acuerdo respecto al particular- para
encontrar, para cada categoría, para cada taller, el modo de que el patrono no
esté obligado a abrir las puertas cada día, a fin de que la ausencia de los
obreros no perjudiquen el trabajo hecho o por hacer y hasta la maquinaria.
Además, el patrono ha de estar persuadido de que tiene un enemigo en cada
obrero, un enemigo dispuesto a perjudicarle, y los trabajadores no deberán
ocultar su propósito consistente en, desde el día en que quieran convertir
talleres y fábricas en campos de batalla, sorda o abierta, según los casos,
librar esta batalla con todas las armas, empezando por el trabajo mal efectuado
exprofesamente y acabando si es preciso, pare vencer la resistencia que se les
oponga, por dejar las máquinas se tornen inservibles.
No se comprende a decir verdad, como
es que los trabajadores, que tan dócilmente se hacen matar en las calles por
tirar piedras o por dar gritos subversivos, no han reflexionado aún en que el
mejor terreno para las demostraciones, especialmente de índole económica, es la
misma fábrica o taller, el propio establecimiento donde se les explota, donde
el menor gesto, el menor acto, puede ocasionar incalculables perjuicios al
patrono antes que a los obreros y en donde, por añadidura, sería mucho más
difícil la intervención de las fuerzas armadas que en la calle los dispersan, y
en donde sería fácil toda clase de resistencia contra el patrono y su
propiedad. ¿Qué mejor terreno para la lucha de clases que los mismos campos de
la explotación humana?
Esta es una idea que comparto con
muchos amigos revolucionarios y anarquistas. Hace ya tiempo que hablamos de
acción directa, pero sobre el terreno económico, y hasta el presente ha sido
siempre letal para los obreros y nunca para los patronos. No digo que sea
posible invertir en seguida los papeles, pero tampoco es imposible que los inconvenientes
del oficio comiencen a recaer no solo sobre el trabajador, sino también
sobre los tiranos de la política y los del capitalismo. Buenas son las
palabras, pero más lo serán los hechos. Y el obrero que un día dado, después de
ocho horas de trabajo se coloque su traje de calle y antes de salir del taller
diga al encargado: «Por hoy ya he trabajo bastante» -si su ejemplo se imita-,
habrá roto un eslabón de la fuerte cadena que lo ata al cepo secular de la
miseria y de sumisión.
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Sin embargo, no nos cansaremos de
repetirlo, todo esto no basta.
Esto es un paso que debe darse, pero
no es el último, ni mucho menos. No debemos echar al olvido que todas estas
luchas inmediatas, y la misma huelga general, deben tender a tomar posesión del
capital, para socializarlo, y a derribar las instituciones burguesas y
autoritarias. Este debe ser el fin, el objetivo hacia el cual debe tender todos
los medios. Quiero decir que, si no puede llegarse en seguida, siempre se logra
el irse acercando más y más a la meta final de este modo, que no echando por
las sendas equivocadas del parlamentarismo y de la legalidad.
Arrebatarles, en lucha continua, a
las clases directoras, todo lo más que sea posible; arrancarles tanto cuanto se
pueda a las clases privilegiadas, esto es lo que debemos proponernos realizar.
Mientras esto sea compatible con sus intereses y mientras sus intereses se
lesionen sólo en cierta medida, los privilegiados harán de la necesidad virtud
y legalizarán la cesión forzosa de una parte de sus privilegios. Pero cuando el
pueblo, acostumbrado a la resistencia y al ataque, quiera ya lo que no sea
compatible sino con la abolición de todos los privilegios, entonces los
privilegiados arrojarán a un lado la hipocresía de la ley y… o se resignarán a
ser iguales a los demás, o resistirán. Entonces habremos llegado al extremo
punto y límite en que la transformación social deberá efectuarse, en las formas
y en la sustancia, después de haberse efectuado en la profundidad de las
conciencias.
EL INDIVIDUALISMO
STIRNERIANO EN EL MOVIMIENTO ANÁRQUICO
Una prueba de la seriedad y de la
fuerza de una doctrina, es el hecho de que surjan junto a ella o se desprendan
de su tronco tras doctrinas más o menos duraderas, que tengan de común con ella
el reconocimiento de una verdad o bien un punto de partida del que una y otras
sacan conclusiones y deducciones diversas.
Las doctrinas que conciernen a las
multitudes, especialmente, y que tienen un fin oficial, político o religioso,
suscitan siempre herejes, los cuales tanto pueden ser reformadores y
perfeccionadores de la doctrina madre, como corruptores. Sucede casi siempre
que en el primer caso la herejía vence a la doctrina y la sustituye
convirtiéndose a su vez en doctrina, en tanto que, en el segundo caso, o la
nueva rama se atrofia y se deseca pronto, o lleva una vida mísera al lado del
tronco de donde deriva, el cual sigue creciendo y viviendo independientemente.
Algo semejante ha ocurrido con la
doctrina anarquista, que hoy cuenta con no pocas derivaciones, desviaciones y
ramificaciones de sus teorías, las cuales se unen a ella en cuanto a lo que
constituye su característica necesaria en toda doctrina anárquica: la
negociación del principio de autoridad y de toda coacción violenta del hombre
sobre el hombre. Observando la diversa interpretación que cada teoría hace de
este principio negativo, se advierte que en todas la autoridad es más o menos
negada, y que varía el método de combate de cada una, como varían las otras
ideas que cada cual adiciona a la idea madre. Pero esta idea continúa siendo el
punto de partida común, ya sea para las argumentaciones teóricas, ora para la
acción práctica que cada uno hace que se origine de su teoría particular.
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Históricamente, la ANARQUÍA -y así
es como es aceptada por la mayoría de los anarquistas, aunque sea
ideológicamente- es una doctrina socialista.
El socialismo, después del período
embrionario de su formación, que comprende todo el ciclo de los socialistas
aprioristas y utopistas -Babeuf, Fourier, Saint-Simon, Owen- se hace
positivista, encuentra su camino a través de las tentativas de Proudhon, asume
forma y lenguaje científico con Marx, hasta que con las revoluciones políticas
de la mitad del siglo XIX y después de la Comuna París, llega a su madurez, y
se divide en las dos tendencias que contenía en sí desde el principio: la
autoritaria y la libertaria.
El socialismo anárquico se
personifica en cierto modo en Fourier, como el socialismo autoritario en
Saint-Simon. Las dos tendencias no se manifestaron, sin embargo, mientras que
el socialismo no hubo adquirido un cierto grado de expansión y en tanto que
éste no había tenido su necesaria elaboración. La cuestión económica tenía
unidas antes a ambas tendencias e impedía que se manifestaran por la necesidad
imperiosa y absorbente de afirmar con unanimidad de intentos lo que ciertamente
fue la conquista social más importante del siglo XIX: el principio de la
socialización de la propiedad; es decir, la afirmación del derecho proletario
frente a la burguesía.
La Asociación Internacional de
Trabajadores hizo esta declaración de guerra en 1864; fue su intérprete el
manifiesto de los comunistas Marx y Engels. La Comuna de París, en 1871, fue la
vulgarización heroica -sublime propaganda por el hecho- de la idea socialista.
Después de 1871, en el seno de la Internacional,
que ya había conquistado para el socialismo el derecho de ciudadanía entre las
ciencias económicas y sociales, en los Congresos memorables, que fueron
verdaderos laboratorios de ideas, el problema de la libertad se hizo sentir más
fuertemente, y se produjo la división, ya que se había hecho imposible la
permanencia en el mismo hogar de las dos tendencias ya adultas y opuestas.
Miguel Bakunin y Carlos Marx, dos colosos, sintetizaban la ciencia de ideas y
de métodos entre el socialismo autoritario y el socialismo libertario o
anárquico.
Desde entonces los dos socialismos caminaron
separados, cada cual por su camino, ayudándose a veces como aliados,
combatiéndose rudamente con más frecuencia, pretendiendo cada uno para sí la
posesión de la verdad y el secreto de la revolución social.
No es del caso examinar aquí la cual
de los dos tenía mayor razón.
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La primera manifestación de la
ANARQUÍA, por consiguiente, fue socialista. El mismo Proudhon que, puede
decirse, tenía un pie en el socialismo utópico y otro en el que hoy suele
llamarse científico, no separó nunca su concepto anárquico de la organización
social del concepto socialista de la negación de la propiedad individual.
¡La propiedad es un robo!
Esta es la verdad, dicha en tono de paradoja, lanzada ya durante la tormenta de
la revolución francesa de Brissot, fue Proudhon quien la volvió a afirmar por
cuenta propia, y quien la hizo popular.
Miguel Bakunin, que no tiene las
incoherencias de Proudhon, y que fue el primero en presentar la teoría
anarquista como un conjunto orgánico, fue ante todo socialista. A él se debe, y
a sus amigos, la vulgarización del socialismo en la Europa meridional. Aunque
de una manera más radical que Marx, predicó la socialización de la propiedad,
hecho al que daba la mayor importancia. En sus opúsculos, libros y artículos se
habla señaladamente del socialismo, de propiedad colectiva; y raramente se
encuentra en ellos la palabra ANARQUÍA. Socialista en economía hasta ser en
cierto modo marxista, estaba en desacuerdo con los marxistas respecto a la
forma de organización política de la futura sociedad colectivista y, mientras
tanto, también en la organización de las fuerzas socialistas en lucha, y en los
métodos.
Por mucho tiempo en la Europa
latina, hasta tanto que no apareció el partido social democrático, los
anarquistas que se mostraban tales en la predicación de propaganda, se llamaban
sencillamente socialistas. Carlos Cafiero, anarquista, fue el primero en
vulgarizar en Italia El Capital, de Marx. Un folleto de Enrique
Malatesta, Entre campesinos, el mejor folleto de propaganda anarquista
que se ha escrito sin ningún género de duda, salió la primera vez con el
subtítulo: propaganda socialista. Y este folleto no es sino una crítica
de la organización individual de la propiedad, crítica tan socialista, que
Camilo Prampolini hizo una edición, purgada de las frases demasiado anárquicas
y revolucionarias, para uso de la propaganda social democrática.
Toda la sociología anárquica, hasta
hace poco, estuvo impregnada de marxismo, de sus errores tanto como de sus
verdades, y acaso no haya habido marxistas más coherentes con la doctrina del
maestro, que los anarquistas, los cuales deben algunos conceptos disolventes
-abandonados hoy por la mayoría- precisamente a las ideas revolucionarias de
Marx.
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La idea de la libertad individual,
de la autonomía de los individuos, de los grupos, de las asociaciones y de las
comunas en la federación internacional de los pueblos, no se ha separado nunca
en la doctrina de los anarquistas militantes del principio de la solidaridad,
del apoyo mutuo, de la cooperación -como, de modo bien claro, lo dicen
las mismas palabras grupos, asociaciones, federaciones,
etc.- y ha conservado siempre el significado eminentemente socialista que le
atribuía Bakunin, cuando en oposición a la centralización de los poderes,
querida por Marx, hablaba de federalismo.
Bakunin fue, en efecto -con las
debidas diferencias-, para el socialismo, lo que en Italia fue Carlos Catbanco
para el republicanismo. Como los unitarios no pueden negar que fuera
republicano Catbanco, así los socialistas no pueden negar -y tampoco pueden
negarlo los individualistas- que fuera socialista el anarquista Bakunin.
El anarquismo de Bakunin ha sufrido
cierta evolución con el tiempo. Elaborado mejor, ha ido haciéndose cada vez más
racional y científico. Pero no ha perdido nunca su carácter socialista. Antes
bien, por decirlo así, se ha perfeccionado haciéndose aun más socialista, al
convertirse de colectivista en comunista. En los últimos congresos de la Internacional
fue cuando Pedro Kropotkin, Carlos Cafiero, Elíseo Reclús y otros, hablaron del
comunismo anarquista, y cuando el anarquismo fue aceptado con este nuevo
nombre. Los mismos social-demócratas admiten que el comunismo es una forma más
avanzada de socialismo que el colectivismo. ¿No era Carlos Marx comunista?
Yo creo que los anarquistas han sido
demasiado, demasiado dogmáticos en el sostenimiento del comunismo. A mi juicio,
lo primero en que se debía pensar es en que lo más importante de todo, sin
duda, consiste en asegurar la libertad, al proletariado, de constituir a
su modo la propiedad al día siguiente de la revolución, después de haberla
arrancado del monopolio capitalista. Yo soy comunista, pero pienso que no se
debe ser demasiado exclusivista en esta teoría acerca de la manera de organizar
la sociedad; sobre el modo de socializarla. Lo importante es socializar
-y esto es socialismo- y socializarla a nuestro modo -y esto es la
ANARQUÍA-.
Por esta razón muchos anarquistas
prefieren llamarse, actualmente, siendo comunistas, socialistas-anarquistas.
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Hasta próximamente el año 1890, no
había ningún anarquista que concibiera la ANARQUÍA diversamente de una especial
estructura de organización socialista. La libertad de un ciudadano comienza
donde concluye la libertad de otro ciudadano, afirmaba Kropotkin en el
proceso de Lyon, en 1882. Y el sabelasiano Haz lo que quieras, era
entendido siempre en el sentido más altruista, en el sentido de la libertad propia
completada por la libertad ajena, del bienestar ajeno necesario para el
bienestar propio, en una palabra, en el sentido de la solidaridad.
Solamente después de 1891 se
manifestó en el mundo anárquico el individualismo, infiltrándose en él de una
manera que casi podría llamarse clandestina, pero sin lograr conquistar, por de
pronto, nada más que algunas individualidades aisladas y consiguiendo, en modo
alguno, ser aceptado, ni por la ciencia sociológica, ni por la inteligencia ya
clara de las masas.
Max Stirner fue desenterrado de las
bibliotecas polvorientas; este filósofo paradójico volvió a leerse con cierta
avidez y obtuvo los honores de ser elogiado por los más grandes ingenios;
especialmente parte de los artistas y literatos encontraron interpretada por él
la rebelión contra los dogmas viejos y contra la tiranía de la moderna sociedad
de gansos y de serpientes, en donde sus aspiraciones encuentran muchedumbre de
obstáculos. Pero todo esto, en lugar de suscitar en ellos el deseo humano de
transformar dicha sociedad, suscitó el deseo individualista, egoísta, de
olvidarse de ella o de despreciarla desde lo alto de sus fantasías literarias o
artísticas.
¡Quién sabe si en tal deseo no
apunta inconscientemente otro de dominación y de privilegio; una tendencia a
sustituir a la tiranía del Estado con la tiranía de los intelectuales!
La preocupación máxima del yo,
que no va acompañada del sentimiento de solidaridad, hace que los anarquistas
socialistas desconfiemos de ciertos intelectualismos; nosotros que somos la
masa y que no queremos sobre nosotros ninguna tiranía.
Justificada o no esta desconfianza,
comprobamos de todo modos esto: que hasta ayer el individualismo stirneriano
era desconocido de los anarquistas. Con esto se ve, desde luego, que queda
descartada la paternidad de Max Stirner sobre el movimiento anarquista
contemporáneo, paternidad afirmada, pero no demostrada, por Jorge Plechanov,
por Ettore Zoccoli y por otros.
Examinemos ahora cuál es, en
nuestros días, la influencia de Max Stirner en el seno del anarquismo,
influencia que se ha elaborado posteriormente, y veamos así de modo más claro
la equivocación -de buena o mala fe, no importa- en que han incurrido los que
no ven en la ANARQUÍA sino el triunfo del individualismo, la exageración, para
decirlo como Felipe Turatti, del individualismo burgués.
Y veamos también qué lazos tiene la
teoría stirneriana con la que informa el movimiento anarquista. Porque en
muchas partes una teoría parece ligarse con la otra, cuando, en realidad, son
por extremo contradictorias. Y veamos, asimismo, en fin, por qué y cómo son
contradictorios.
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Los anarquistas, en el completo
significado de la palabra, es decir, todos cuantos combaten la triple
manifestación de la autoridad coercitiva, representada en la personalidad del
sacerdote, del patrón y del gobernante, llegan muchas veces a estar de común
acuerdo con otros hombres que, sin aprobar el concepto negativo del anarquismo,
ven en este aspecto de él un arma excelente para su defensa, defensa que puede
convertirse muy fácilmente en ofensa contra aquella manifestación de la
autoridad que, en determinado momento, más les ofenda.
Así, en Francia, cuando el asunto
Dreyfus, los anticlericales hallaron en los anarquistas una ayuda formidable,
que decidió la victoria en la lucha contra los clericales, como asimismo la de
los antimilitaristas contra el militarismo. En la obra de la organización
obrera y de resistencia contra el capitalismo, los anarquistas van con mucha
frecuencia unidos con los socialistas; son ejemplos de ellos los casos en que
se trata de luchar contra la arbitrariedad gubernativa o de obtener mayor suma
de libertades políticas. En ambos casos están los anarquistas en la necesidad
de asociarse, no sólo con los socialistas, sino también con los republicanos.
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La rebelión de los anarquistas, la
rebelión que pretende demoler los fundamentos de las instituciones sociales, en
las que está actualmente basada la sociedad; ataca lógicamente también, en el
campo intelectual, artístico y moral, sin respecto alguno, aquellos sagrados
principios que a medida que fueron formándose fueron elaborando como una
corteza defensora alrededor de las instituciones burguesas y autoritarias.
En esta lucha, señaladamente de
orden moral, en la parte demoledora y no en la constructiva, los anarquistas
tienen por aliados a los individualistas stirnerianos[1],
aliados que son, podemos decirlo, formidables, de puño de acero, a cuyo
ardimiento ideológico se deben, quizá, las denominaciones que les hacen
aparecer como verdaderos y auténticos anarquistas, especialmente a los ojos de
quien ve a los anarquistas más bien como nihilistas, como destructores
-violentos o no- sin parar mientes en su idealismo, en su aspecto
reconstructor.
El stirneriano no se preocupa de la
reconstrucción. Se siente obrero, abrumado por un cúmulo de instituciones
exóticas, por una avalancha de prejuicios, de hábitos y conveniencias, de las
que quiere librarse proclamando el derecho que tiene el individuo a no ser
sacrificado por la comunidad, que es lo que actualmente constituye el medio
en que se desarrolla la acción general. Quiere tener derecho a la explicación
del propio pensamiento, de sus facultades, y a gozar de la vida con toda la
fuerza conservada en su cerebro y en sus músculos.
Por esta razón, con crítica audaz,
combate todas las instituciones que contrarían cualquiera de sus derechos.
Hasta aquí estamos de acuerdo, ya que también nosotros, los anarquistas,
reivindicamos para el individuo los mismos derechos y, por consecuencia,
combatimos iguales instituciones.
Sin embargo, el individualista se
empeña en no salir de la consideración de su yo, diciendo: «Nadie se
resigne, y cuando todos hagan lo que yo, todos serán libres». Quiere libertarse
a sí mismo, pero no se preocupa de los otros, sino en cuanto éstos limitan o
pueden limitar su derecho. Debido a este motivo, las tres cuartas partes del
problema social escapan a su penetración, sucediendo que, de premisas así
limitadas, pueden derivarse consecuencias ampliamente absurdas y
contradictorias, las más revolucionarias a veces, ciertamente, pero también
otras las más conservadoras, éstas, con mucha más frecuencia.
Emilio Henry, en nombre de la
soberanía del individuo, y para afirmar su derecho contra la opresión burguesa,
echa una bomba en el café -aunque verdaderamente bajo la corteza del
individualista, un alma sentía intensamente la solidaridad-. Pero también en
nombre de la soberanía individual podía Nerón incendiar Roma para dar a su yo
la satisfacción de gozar desde lo alto de una torre el espectáculo inhumano de
una ciudad ardiendo; semejanza ésta algo excesiva, aunque no falta literato de
la expresada tendencia individualista que ha tratado de hacer simpático a Nerón
por aquel capricho.
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El anarquista es individualista en
cuanto se preocupa de la libertad individual propia y de la ajena,
viendo en esta última una garantía y una ayuda para la suya.
En mi opinión, olvidar esto es lo
que aleja de la lógica a los stirnerianos, que vanamente piensan en la
liberación propia, sin preocuparse de la de toda la humanidad. La humanidad,
que para ellos es una abstracción nociva, es, sin embargo, el ambiente en que
deben vivir y al que no pueden substraerse, supuesto que uno no puede
ser libre en un pueblo de esclavos, so pena de ser tirano.
Tampoco pueden hacer abstracción de
la colectividad que les rodea porque, para demoler las formidables
instituciones que cohíben la conciencia y las acciones humanas, no bastan los
libros de filosofía ni la intensa rebelión individual, sino que se necesita el
esfuerzo organizado y simultáneo de la multitud, guiada por un acuerdo común.
Los socialistas-anarquistas conciben
la revolución social como una guerra contra las instituciones autoritarias y
burguesas, de una multitud -aunque esta multitud sea una minoría en comparación
de los vacilantes, los ignorantes y los pasivos- compuesta de individualidades
pensantes, ligadas voluntariamente por el estrecho y cordial vínculo de la
solidaridad, único vínculo libertario.
Los individualistas stirnerianos, no
todos, debe decirse, combaten el principio de solidaridad. Pero todos están de
acuerdo en aplazarlo indefinidamente, lo cual significa aplazar las cuestiones
sociales en todos sus aspectos políticos y especialmente económicos.
Desconocen también uno de los
aspectos más importantes de la vida humana, sin el cual no hay humanidad
posible, ni siquiera existencia individual. Desconocen que la solidaridad e
individualismo son dos fuerzas de evolución que, para la sociedad, son lo que
las fuerzas centrífuga y centrípeta para el cosmos. Un stirneriano viene a ser
como un aficionado a la física que en sus investigaciones atendiera únicamente
a la fuerza centrípeta. Del mismo modo, un socialista de estado, resulta ser
como otro aficionado igual, pero que atendiera solamente a la fuerza
centrípeta.
Contrariamente a ambos, el
socialista-anarquista no prescinde de ninguna de las dos fuerzas; busca el
equilibrio entre ellas y lo encuentra -o al menos cree encontrarlo- en la
ANARQUÍA: un estado de cosas en que la libertad individual está completada por
la libertad de todos, de modo que el aislamiento es el mayor obstáculo a la
libertad.
El hombre aislado es el más fuerte
-dice Ibsen-; este dicho paradójico se ha repetido tantas veces, que hoy
parecerá paradoja decir lo que yo sostengo: que le hombre aislado es más débil
que el asociado. Digo asociado; no se interprete disciplinado.
El hombre aislado es el más débil y
el menos libre; porque si es verdad que la necesidad desenvolverá en él
cualidades superiores a las que forman el término medio, éstas resultarán
siempre impotentes para vencer las dificultades y los obstáculos del ambiente,
aunque sean naturales, los cuales serán vencidos fácilmente por los hombres
normalmente asociados.
Un hombre que viviera solo, aunque
fuera fuerte como un orangután e inteligente como Dante, sería siempre menos
libre que un niño viviendo en medio de la sociedad, supuesto que la libertad
consiste, substancialmente, en la posibilidad de hacer lo que se quiere y se
necesita.
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Alguien diría que estoy tratando
cuestiones demasiado sabidas, supuesto que cuando niños nos enseñaron la fábula
del hacecillo, que se rompe fácilmente solo y se hace fuerte unido a los otros.
Es verdad. Pero la especulación
filosófica, desbocada por los campos yermos de la abstracción y de la paradoja,
se ha acostumbrado a desnaturalizar y a despreciar las verdades más
elementales. No es malo, pues, salir al paso de esa desnaturalización, tanto
más cuanto esto se hace a cada paso más necesario para impedir que se propague
y se infiltre entre muchos que acostumbra a practicar aquellas verdades
elementales en su lucha cuotidiana por el derecho.
Sin embargo, la paradoja
stirneriana, si lo es cuando se saca la consecuencia del aislamiento
individual, deja de serlo cuando se la considera como el triunfo del más fuerte
en la sociedad; un triunfo obtenido más allá del bien y del mal, como diría
un partidario de Nietzsche, o, en lengua vulgar, más allá de todas las
consideraciones morales y de justicia: el individuo que satisface su propio yo
sin preocuparse de los demás, y aunque sea en perjuicio de los demás.
Esto no es un paradoja, es la lucha
por la vida, como la entienden los antiguos darvinistas; es el combate con
los dientes y con las uñas entre hombre y hombre, entre hermano y hermano;
es la aplicación práctica de aquella ley, introducida hoy en la vida social.
Antes, vencía el despotismo político; ahora, son los déspotas economistas los
que triunfan; entonces y ahora, el individuo más fuerte venció y vence.
Ciertamente, son más antipáticos los
vencedores actuales que los de la antigüedad, porque el elemento, la fuerza que
los conduce y les hace desear la victoria, no es ya la ilusión religiosa que
hacía caballeros errantes y que realizaba las cruzadas, no es ya brillante y
caballeresco prejuicio de nobleza: la lucha actual es por una sola cosa
estúpida y brutal sin sombra de aspiración ni de ideal; el dinero; el dinero,
que lo ensucia todo, que se impone a todo, que hace inteligente al idiota que
lo posee, fuerte al más vil; que mata toda aspiración imponiéndose e imponiendo
la mediocridad, mezclándose hasta en las actividades en que menos voz debiera
tener: en la artística y en la literatura.
Entre artistas y literatos es donde
se encuentra mayor número de individualistas, y están en su perfectísimo
derecho cuando contraponen el propio yo genial, la propia superioridad
individual a toda la sociedad moderna, encenegada en el fango de la vulgaridad,
a una mayoría que, debido a la imbécil organización social, no puede ascender
su capacidad comprensiva hasta ciertos conceptos artísticos, hasta ciertos
refinamientos literarios. La rebelión íntima y consciente, en nombre de la
propia individualidad intelectual, es un coeficiente revolucionario
imperecedero. La crítica corrosiva contra las instituciones que hay en los
trabajos de Paul Adam, en las novelas de Mirbeau, en los opúsculos, cada uno de
ellos una obra maestra, de León Tolstoi -un individualista a pesar suyo y de su
monomanía mística-, son, sin ningún género de duda, para la sociedad moderna
los que las comedias satíricas de Beaumarchais eran en 1789: preludio de la
Revolución; el crujido del edificio social próximo a la ruina.
Y para que no se cometa el error
gravísimo de confundir a la mayoría de la sociedad con el pueblo propiamente
dicho, y que caiga sobre éste el desprecio que sólo aquélla merece -las
insolencias a la plebe de la Laus Vitae, de D’Annunzio, pueden probar
esto-, ¿qué anarquista no pondría gustoso su nombre al pie de las páginas de
estos individualistas?
Para el individualista puro, uno de
los agentes de progreso en arte y en literatura, no puede transportarse a la
sociología. El individualismo en economía trae por resultado el privilegio de
la propiedad, los intereses que concurren con ella, el capitalismo, en una
palabra, el homo homini lupus de Hobbes.
Los individualistas anárquicos de la
escuela de Max Stirner, aquellos que de su doctrina stirneriana no han querido
deducir consecuencias en materia económica, como John Hnery Mackay y Benjamín
Tucker -el primero ha expuesto sus ideas en un libro muy conocido: Los
anarquistas, y el segundo hizo la propaganda desde su revista Liberty,
que se publicaba en inglés, en Nueva York-, son verdaderos economistas
burgueses, son libertarios que darían la mano a los italianos Maffeo Pantaleón,
a Wilfredo Pareto y a los jóvenes monárquicos conservadores y liberales, etc.,
como Giovanni Borelli.
J. Mackay, al cual Zoccoli, en el
prólogo de L’Unico, de Stirner, no quiere, por respeto a los
lectores, honrar con un excesivo acto de cortesía -probablemente Zoccoli
ignora también, como ignora todo el anarquismo de que habla y alardea, que
Mackay, en Alemania e Inglaterra, es reconocido como uno de los más estimables
poetas-; Mackay, repito, es el más autorizado intérprete de su maestro. El fue
el primero que procuró hacer y dirigió la segunda edición de las obras de
Stirner, el que recogió sus escritos menos importantes y el que escribió su
biografía; pero fue también el primero que cometió el error de ver en L’Unico
una especie de Biblia del anarquismo.
El individualismo stirneriano
conduce en economía a la propiedad individual, al privilegio del
capital, a la negación, en una palabra, por medio de la potencia del dinero
-que los stirnerianos anarquistas no quieren abolir-, de aquella libertad que
reivindican en política, en moral y en filosofía. Mackay, por su parte, no
oculta un momento sus propias ideas libertarias, pero niega las consecuencias
lógicas que de ella se derivan; sostiene que, en ANARQUÍA, la libre
concurrencia de los intereses facilitará la selección natural y que la
propiedad es necesaria a la libertad.
Si se lleva la teoría stirneriana al
campo de la realidad, a la vida que se vive, fuera de la especulación
abstracta, se observa inmediatamente qué débil y lejano es el punto de
conjunción del individualismo con el anarquismo propiamente dicho.
Sin embargo, puede haber entre ellos
alguna relación, por mínima que sea, cosa naturalísima, puesto que todas las
teorías, incluso las más contradictorias, tienen por un lado o por otro un
punto de contacto.
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He venido hablando hasta aquí de las
diversas especies de individualidades, y me he olvidado de hacer una
advertencia al lector, que, acaso, ha podido confundirse con tanto fárrago de
nombres, subdivisiones y teorías.
Hay entre los comunistas anarquistas
una fracción que es, en economía, completamente individualista, la cual,
durante mucho tiempo, ha querido llamarse así para diferenciarse, no en la
teoría, sino más bien en la práctica de la lucha, de los propios compañeros,
comunistas anarquistas también en lo tocante a los problemas de la organización
en partido de la asociación obrera, de la acción individual y de otras muchas
cuestiones. Siendo para ellos su finalidad completamente individualista
stirneriana, combaten desde luego la idea de una organización anarquista en el
seno de la sociedad actual, y, en contradicción con los demás, piensan que debe
ser nocivo para la causa revolucionaría constituir un partido, favorecer el
asociacionismo obrero y unirse en un acuerdo preestablecido para la lucha
contra las instituciones. A mi entender, no les acompaña la lógica, están
equivocados pensando así, pues a pesar de los diversos sueños ideológicos y del
nombre contradictorio, así son siempre los anarquistas socialistas,
teóricamente no muy desemejantes de todos los socialistas anarquistas que
constituyen el conjunto y la totalidad del movimiento libertario internacional.
Los socialistas anarquistas que deseen demonizarse así podrán, acaso, disentir
-no todos disentimos verdaderamente- del concepto de violencia o de represalia
contra la sociedad burguesa, cosa admirablemente expuesta en su ejemplar
autodefensa ante el jurado -calificada de joya literaria por Mirbeau, Leiret y
otros- por Emilio Henry, antes de salir para el cadalso. Pero tampoco podemos
negar -por un vano amor a la tranquilidad frente a la reacción o a los
prejuicios dominantes- la afinidad ideológica que les liga por otra parte con
los partidarios de aquel concepto.
Es preciso, pues, no confundir a
estos, no verdaderos individualistas, que entran de lleno en la gran categoría
de comunistas anarquistas, con los individualistas stirnerianos, de los cuales
hablamos ahora.
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Cerrando el paréntesis, aprovecho la
ocasión para afirmar nuevamente que el individualismo stirneriano, tanto en los
medios prácticos como en la teoría, es completamente revolucionario en el
sentido histórico y práctico de la palabra.[2]
Los individualistas stirnerianos -recuérdese siempre que hablo de los
individualistas que se llaman a sí mismos anarquistas y que son militantes, no
de los deportistas, literatos, y mucho menos de los superhombres a lo
D’Annunzio-,[3]
que son precisamente contrarios a cualquier idea de violencia, ya individual ya
colectiva. Estos confían en el triunfo de las propias ideas por la selección
natural, por la propaganda pacífica, por la resistencia pasiva contra la
sociedad autoritaria y por medio de la propaganda del hecho consciente en la
acción, en la vida y en cuanto es posible, según las propias ideas, contra los
prejuicios dominantes. León Tolstoi, con su barniz místico, es en este sentido
el intérprete de su programa de lucha, si verdaderamente puede llamarse
programa de lucha.
¿Qué cosa puede haber de común entre
estos individualistas y los socialistas anarquistas revolucionarios, que
tienen, bien contrariamente, fijo su pensamiento con una palingenesia social,
en una revolución social -no la pseudos-científica de Ferri-, sin la cual creen
posible la resolución del problema del pan y de la libertad?
Lo repito. En la crítica de la
sociedad actual, muchas de las páginas de estos individualistas pueden ser
nuestras, como pueden serlo del mismo modo las dedicadas a la crítica de las
religiones, de Moleschoff, de Büchner, de Ferrari, las que critica la propiedad
individual, de Marx, las que hacen la crítica del Estado, de Spencer y otros
muchos escritores audaces o independientes, como asimismo las que hacen la
crítica de los prejuicios morales modernos, de toda una falange de pensadores,
empezando por Nietzsche, que pide, sencillamente la demolición de tales
prejuicios.
Pero el solo deseo de demoler no
basta para reunir dos escuelas diferentes, pues lo que forma los cimientos de
un edificio ideológico es el principio, el móvil de la demolición, el
fin a que la misma demolición tiende, o sea, el concepto de la reconstrucción
de después, para el futuro.
Los anarquistas italianos viven por
ejemplo, voluntariamente, bajo el gobierno italiano, como viven, igualmente de
modo voluntario, bajo este mismo gobierno, los clericales que desean devolver
Roma al Papa. ¿Puede decirse por esto que haya afinidad entre unos y otros?
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La idea anarquista es ya una teoría
constituida, adulta, completa. Tiene principios éticos deducidos de los hechos
y de la realidad observada en cualquier parte; tiene una crítica de todas las
instituciones sociales de que se sirve, y tiene, finalmente, en grandes líneas,
un fin en economía, en política y en moral.
Es una idea colectiva, puesto que en
ella han trabajado muchos hombres, estoy por decir que las mismas multitudes, y
no es producto del cerebro genial de un hombre solo. Bakunin, Reclús,
Malatesta, Kropotkin, Grave, etc., etc., han dicho mucho, pero ninguno de ellos
lo ha dicho todo.
La idea anarquista procede de obras
diversas y múltiples de sus pensadores, de la acción multiforme de sus
militantes, del movimiento libertario y revolucionario internacional, ya con
preponderancia teórica, ya práctica, ora en algunos ambientes intelectuales,
ora en otros de índole obrera, suscitando sublimes heroísmos unas veces,
suscitando otros terribles y enormes errores -errare humanim est-, ya
moviendo una colectividad o impulsando a un individuo, con color y acento
diversos, con la misma característica en economía, en política y en moral.
El libro de los anarquistas no se ha
escrito aún, y acaso no se escriba verdaderamente nunca, precisamente por lo
vasto y complejo de la idea, la cual se muestra con mil formas y matices y gradaciones.
Pero si tal libro estuviera escrito ya, L’Unico, de Stirner, no lo es,
no podrá serlo jamás.
La teoría stirneriana es, en el
fondo, reaccionaria; se ve en ella la rebelión, pero más la rebelión contra el
pueblo que contra el tirano; más la rebelión contra los derechos de las
multitudes que contra el privilegio de uno solo; y si parece combatir el
privilegio, no es para abolirlo, sino más bien para verificar una substitución
con otros privilegios y otros privilegiados. Esta es, al menos en último
análisis, la consecuencia lógica a que se llega por la premisa individualista,
quiéranlo o no los que tal premisa establecen.[4]
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La ANARQUÍA es, en cambio, la
negación de toda cracia -archia- para todo, ya desde el punto de
vista de muchos como de uno solo, del individuo como del pueblo. Es la
abolición de la autoridad en todas sus manifestaciones coactivas y violentas,
del gobierno sobre el súbdito, del amo sobre el criado, del sacerdote sobre el
creyente y, más abstractamente, de la ley escrita sobre los asociados, cuya ley
no es querida ni aprobada por éstos.
Pero abolir la autoridad, en el
sentido de coacción de la voluntad y de un sin fin de acciones, no significa
abolir la sociedad, la cooperación, la solidaridad, el amor; abolir la vida, en
una palabra.
Por otra parte, los anarquistas no
se limitan a negar cada uno la autoridad de que se consideran víctimas ellos
mismos. Queremos todos juntamente garantizarnos unos y otros el ejercicio de la
mayor libertad posible, y esto, con un pacto recíproco de mutuo auxilio, sin
leyes y sin soldados, contra las eventuales prepotencias de un individuo, o de
varios, pocos o muchos. Pero eso es para mañana; para hoy, valernos de los
mismos medios en la lucha contra las oligarquías; imperantes a causa de la
supina ignorancia de los más de los hombres.
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La filosofía de la historia, la
ciencia, el estudio de las instituciones sociales, han demostrado dónde se
encuentra el mal, y combatimos por eso la autoridad en sus más variadas formas.
Combatimos la institución de la propiedad individual y del monopolio
capitalista, porque eso es una autoridad -la más nociva: más que toda
superioridad de los hombres, a mí entender-; combatimos las instituciones
gubernamentales, sean absolutas o democráticas; combatimos las religiones, los
prejuicios morales, etc., etc., pero téngase en cuenta que demoler no basta,
que es preciso vivir en este mundo tanto de pan como de filosofía, y que no es
posible la vida de cada hombre aislado en un mundo aparte. Porque esto no es
posible, los anarquistas han pensado en el modo de vivir en sociedad, si bien
después de eliminar toda cracia, todas las prepotencias autoritarias.
Estudiando detenidamente, se observa
que vive una sociedad, no porque tenga una autoridad, sino a pesar de ella, si
es una sociedad verdadera -la societas leal, entre iguales-, no
existiendo aún una sociedad así porque la libertad y la igualdad sólo existen
en nombre, pero de ningún modo en hecho. Por esto no combatimos, como la
combaten los individuales, a la sociedad, sino que procuramos el equilibrio
entre ésta y el individuo.
Sociedad verdadera no existirá
mientras el individuo, en el seno de ella, no sea autónomo, y la autonomía del
individuo sólo será posible cuando esté coordinada según el principio vital,
sin el cual el mundo humano se extinguiría, y al cual ninguna prepotencia
autoritaria ha podido jamás, durante los tiempos pasados, sofocar. Ese
principio vital es el principio de solidaridad, ley natural, como la de
la gravitación universal, a la que ni un solo átomo puede abstraerse. De ser
posible que se abstrajera, el universo se sumergiría en el caos legendario.
EL MOVIMIENTO
OBRERO EN UNA ENCRUCIJADA
REFORMISMO O REVOLUCIÓN
Cualquiera que se fije, con mirada
atenta, y dejando de lado toda preferencia partidista o sectaria, en el
movimiento obrero y socialista actual en Europa, se dará cuenta, en seguida,
del estado de incertidumbre en que se encuentra de algún tiempo a esta parte,
del período de crisis que está atravesando, aguda y profunda.
Es inútil hacerse ilusiones. Hace
algún tiempo que el proletariado está como preso de la desconfianza en sí mismo
y en su propia fuerza de clase, especialmente allí donde antes se desplegaron
grandes entusiasmos y mucho calor y donde, como consecuencia, se obtuvo alguna
victoria. Si se quiere encontrar un poco de ardor, hay que ir a buscarlo en los
ambientes que ayer apenas si habían nacido y que empiezan ahora su vida de
batalla. Este ardor, claro está, es de neófitos, pues que pasa con las
colectividades lo propio que con los individuos; las primeras luchas son las
que se combaten siempre con mayor entusiasmo, aunque sea con menos prudencia.
Pero en los grandes centros el
problema es bien diferente -digo grandes centros, no sólo para
significar grandes ciudades, sino también los centros de actividad proletaria y
socialista más fuertes- y basta, para persuadirse de ello, ir a un comicio
cualquiera y estudiar su ambiente. Allí donde antes acudían diez mil personas,
ahora sólo van dos mil, y aun siempre son las mismas: las de mejor voluntad,
los militantes activos de los diversos partidos de vanguardia. ¡Y qué frialdad
en estas reuniones, sobre todo si se recuerda el calor y el entusiasmo de hace
algunos años! Los oradores reflejan este estado de ánimo, haciendo discursos
que sin que ellos quieran les resultan descoloridos. Cuando no esto, repiten
las frases hechas; frases que antes enardecían y que ahora hacen sonreír.
Exactamente lo mismo ocurre con los periódicos. Nunca se ha hablado tanto de
revolución y de rebelión como ahora, pero nunca como ahora hemos estado tan
lejos de la revolución y de la rebelión, sea cómo sea como se las conciba.
Varios hechos nos han mostrado
últimamente, hasta la evidencia, esta verdad. Pueden citarse, entre otros, las
elecciones políticas en diversos países, en las cuales la masa socialista no ha
correspondido a las esperanzas que en ella tenían puestas sus jefes, y las
huelgas que desde algunos años a esta parte se van sucediendo con una
uniformidad desconcertante de fracasos y derrotas que ni siquiera ofrecen la
escasa compensación de poder decir de ellas que son victorias morales,
es decir, algo así como el amor platónico de los melancólicos, ya que no el
amor completo y vital de los amantes sanos y robustos.
Todos cuantos intervienen de cerca o
de lejos en estas cosas comprenden que así no puede seguirse.
Verdaderamente, es necesario
encontrar un camino de salida, si no se quiere matar en el pueblo toda fe en sí
mismo y en su derecho, si no queremos vernos aislados, más o menos pronto, e
impotentes por la pena de las desgracias: la de no ser creídos.
El momento es sobre todo angustioso
por este hecho; porque el proletariado no es tan débil como para dejar del
todo, para más tarde, cualquier propósito de acción decisiva, pero que tampoco
es tan fuerte como para poder arriesgarse, en un paso enérgico, con esperanzas
de victoria. Si tan poco fuerte es aún para esto, la culpa pertenece por
completo a los partidos políticos y electorales que hasta ahora le dirigieron,
haciéndole creer que la única arma para combatir es la acción legal y la
papeleta electoral; partidos que lo han educado, mejor dicho, maleducado, en la
renuncia del derecho de iniciativa popular. «Somos muchos -piensa el
proletariado-; ¿por qué, pues, no vencemos?». No comprenden estos muchos que no
basta ser muchos para vencer si no se hacen fuertes de energías
individuales. Una masa de unidad que no tenga otra fe que la del número, puede ser
desbaratada por cualquier minoría, pequeña y enérgica, ya provenga esta energía
de la fortaleza de propósitos, o ya la posea -y aquí está el caso a que nos
referimos- por privilegio adquirido precedentemente por autoridad o por
violencia.
Mientras éramos pocos decíamos:
«Venceremos cuando seamos muchos». Pero entretanto, a fin de ser muchos, se iba
despojando de sus mejores flores el árbol de las ideas, y cuando ha llegado la
época de cosechar, nos hemos encontrado con un árbol muy frondoso, ciertamente,
pero poco propicio para dar frutos, poco menos que estéril. Le falta a este
árbol, a este organismo, ya adulto, la espina dorsal de la conciencia
revolucionaria.
Las organizaciones proletarias se
han vuelto numerosas, fuertes en adherentes, y algunas hasta fuertes
financieramente; el partido socialista ha llegado a tener un desarrollo
envidiable -hablo de Europa en general, naturalmente-, con un número de
representantes en los Parlamentos que es bastante respetable. No debe estar
lejos, pues, el momento de recoger los frutos de la larga obra cultivada. Mas
he aquí que ocurre lo contrario, que una vez llegados a este punto decisivo nos
damos cuenta de que estamos parados, y que este alto en el camino dura ya
demasiado tiempo, y esto cuando esa detención no significa, en algunos
aspectos, retroceso. La representación parlamentaria del socialismo pierde
algunas unidades, de las mejores, de las más combativas y competentes; las
organizaciones proletarias están quebrantadas en muchos sitios; el partido socialista
y el partido anarquista están furiosamente agitados por las discordias
intestinas, y las huelgas acaban todas en fracaso rotundo. En cambio la
burguesía, aleccionada con la experiencia de los errores obreros, se recoge, se
une, desde el reaccionario hasta el radical -también se le acercan con sonrisas
y gestos reverentes, no solo los republicanos, cosa natural, sino que muchos
socialistas reformistas-, y evitando las formas de reacción más irritantes, que
provocarían tal vez un movimiento enérgico, revolucionario y vivificador, en el
pueblo, continúa pegando a los organismos obreros, aun fingiendo no preocuparse
de ellos gran cosa, y arrancándoles cada día algo vital, hasta dejarlos sin
movimiento.
¿Qué hacer?
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Algunas huelgas -por lo que se
refiere a Italia pueden mencionarse la huelga general de 1904 y la de Mayo de
1906; asimismo algunos de los primeros lustros de este siglo en Ginebra y en
Barcelona, etc., etc.-, nos enseñan que no debemos desesperar. Hay en el
proletariado una suma tal de energías, que los poderosos no tendrán nunca
fuerzas suficientes para ahogarlas. ¿Acaso no hemos visto como una de las más
fuertes corporaciones de oficio en Italia -la de los ferroviarios- consiguió en
una ocasión, sin diputados y hasta contra su parecer, influir directamente en
la política, obligando a un ministro a dimitir?
Pero una flor no hace primavera, y
si la huelga general y ese movimiento de los ferroviarios a que nos referimos,
nos enseñan que no podrá matarse el espíritu de resistencia de las masas, desde
otro punto de vista, es muy cierto que la obra revolucionaria puede sufrir
altos, debido a los manejos de sus adversarios o a la impericia de sus
defensores o amigos. Y un alto es lo que actualmente estamos atravesando. Ante
la realidad de este alto, a todos cuantos están impacientes por reanudar la
marcha, se impone, como problema, esta pregunta: ¿Qué hacer?
Dos soluciones se presentan a la
mente del observador: la una reformista, de los socialistas gubernamentales; la
otra revolucionaria, de los socialistas anarquistas.
La primera solución, dada la premisa
sentada hace tiempo por varios partidos socialistas, o sea, la de la conquista
de los poderes públicos por medio de la acción legal y de la legislación
social, como armas de combate y como instrumentos de reivindicación, se
presenta a los ojos de muchos como la más lógica. Esa solución ha conducido a
una interpretación del socialismo muy especial, como si el socialismo
consistiera, no ya en la transformación final del organismo de la propiedad,
sino, al contrario, en un lento sucederse, en una tendencia hacia la
socialización de la misma propiedad. Así se explica la sonrisita de compasión
prodigada a los socialistas de la vieja escuela por parte de los que, en sus
propios cálculos, han dejado la probabilidad de que se implante el colectivismo
o el comunismo allá para el año 2000. Así se explica cómo el socialismo
democrático electoral se hace cada vez más socialismo de Estado con su
concentración, por una parte, de todas las esperanzas futuras, y por otra
parte, por obra de los socialistas, de un número siempre mayor de los servicios
públicos.
Si bien se mira, todo esto no es
socialismo, a no ser que con esta palabra se quiera significar como nuevo y
hacer pasar por nuevo todo el viejo derecho del radicalismo y del
republicanismo burgués. Pero dejando de ser socialista en su íntima esencia, el
reformismo no deja de ser por esto una solución. Hasta para los que no piensan
nada más que en las mejoras inmediatas y que creen que nada hay mejor que
obtener, con el mayor ahorro de energía, de las instituciones actuales, todo lo
que de ellas puede esperarse de bueno o de malo, la solución reformista es la
única que se les presenta con seductor aspecto. Con el método de la acción
legal de los reformistas se puede obtener poco, pero hasta este poco, piensan
los prácticos, es ya algo. Se podría conquistar mucho más con un gasto
mayor de energía revolucionaria, pero, repiten los positivistas, no es
necesario arriesgarse despilfarrando demasiadas fuerzas. Lo que se conquista de
este modo es inseguro, dado que puede perderse al día siguiente, porque el que
da puede recuperar siempre lo dado y, además, lo poco de hoy compromete y aleja
lo mucho a que se tendría derecho y posibilidad de alcanzar mañana. ¡Carpe
diem! replican los reformistas… ¡No se es buen positivista sacrificando hoy
el huevo por la gallina del año 2000!
Sea como sea, el reformismo
legislativo y parlamentario puede dar una brizna de mejora a los que lo
adoptaron, con tal de que sepan obrar según la mejor política. Se puede obtener
la suspirada ley del descanso para los días festivos, una mejor aplicación de
las leyes acerca de los accidentes y acerca del trabajo de la mujeres y de los
niños, la ley del divorcio, etc., etc. Y para los que tienen fe en los efectos
de las leyes, para los que creen que socialismo y legislación social son una
misma cosa, la solución está ya obtenida. Mucho más aún, para los que ven el devenir
socialista como un constante y cada vez mayor aumento de los poderes del
Estado en el dominio económico, es decir, para los que patrocinan el servicio
del Estado en cualquier rama de los trabajos de utilidad pública, para los
cuales, naturalmente, se impone esta concepción legislativa y reformista del socialismo.
Rasquen un poco al socialista democrático, y debajo de la primera piel
encontraran al socialista de Estado.
Sería un error sostener, por un
exceso de oposición revolucionaria, que nada, absolutamente nada, pueden
esperar las clases obreras de la táctica reformista. Caer en un error de esa
índole es un mal, toda vez que los reformistas pueden aportar en su apoyo
pruebas de lo contrario, siquiera sean mínimas, pero que serían suficientes
para hacer pasar por utópica y embustera la crítica revolucionaria. No; no es
necesario negar la verdad. Basta solamente analizar cuando esta realidad
corresponde a las necesidades de las clases trabajadoras, y en qué relación
está con los fines y las teorías del socialismo. Entonces será fácil probar que
el proletariado, confiándose en los reformistas para ahorrarse energías, lo que
podríamos llamar pusilánime pereza, se contenta con una escasísima ganancia
inmediata a costa de la propia dignidad; ganancia que lo aleja de su total
emancipación de la esclavitud del salariado y de la tiranía política. En una
palabra, será fácil demostrar que el reformismo es la negación del socialismo.
Desde el punto de vista utilitario,
cualquier método puede tener su lado bueno. De dos siervos, uno humilde y dócil
y el otro orgulloso y exigente, puede darse el caso de que el primero consiga
más fácilmente y en tiempo más breve hacerse aumentar el salario en unos pocos
céntimos u obtener las sobras de la mesa, y los vestidos de desecho de su amo;
pero es ciertísimo que continuará siempre siendo siervo de alma y de cuerpo,
mientras que el segundo, si sabe hacerse necesario e indispensable, puede
arrancar al amo alguna concesión, haciendo valer su propio orgullo, y aunque
esto lo obtenga con un esfuerzo más fatigoso que el del otro y más tarde,
puede, sin embargo, obtener más que el siervo humilde, y de cualquier modo
tiene mayores probabilidades de poder un día sustraerse a la condición de
servidumbre, por la misma fuerza que le viene de su dignidad de hombre y de la
gimnasia de oposición al amo.
Si se hace cuestión de utilidad, de
interés inmediato, no olvidemos que los propios intereses inmediatos, tanto
individuales como de clase, pueden aventajarse de mil modos. Por ejemplo, allí
donde los curas y los burgueses han sabido organizar a los obreros en ligas de amarillos,
vemos que estas ligas logran ganar para sus socios ventajas notables, como
premio a su traición a la solidaridad de clase. Pero nadie sostendrá, alabando
estas mejoras por caridad, que los sindicatos amarillos sirven de auxilio a la
emancipación obrera. Se dirá que el parangón es exagerado y que rebasa los
límites. Es posible, pero lo he presentado para demostrar que en las cuestiones
de índole general, no hay que mirar solamente unas dadas ventajas inmediatas
estrechamente económicas, sino que hay que tener en cuenta la ventaja general,
tanto desde el punto de vista económico como desde el punto de vista político y
moral de la libertad y de la igualdad humana. Es necesario procurar -si se
tiene por guía un programa revolucionario de completa transformación social-
que el método de lucha adoptado y las ventajas conquistadas guarden relación
con el objetivo final de emancipación integral, que, en nuestro caso, es con el
ideal del socialismo, entendido éste en el sentido integral de socialización de
la propiedad, y si nos es permitido decírselo así, de la libertad.
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Para que el movimiento obrero y
socialista conserve su propia esencia de movimiento y no se transforme
en éxtasis, debe apresurarse a escoger entre los dos caminos que se le
presenten: el reformismo autoritario, o la revolución anarquista. El primero,
más fácil y menos fatigoso, llano y florido, sin grandes tropiezos, le
conducirá… a dejar de ser socialista; el segundo, más difícil, más costoso de
energías y de sacrificios, lleno de obstáculos, espinoso, en el que tendrá que
sostener lucha continua, le llevará a la victoria del socialismo y de la
libertad. Que escoja y se decida.
Aquellos que quieren conciliar ambos
métodos, son hombres en perpetua incertidumbre que no saben ser resueltos y no
quieren escoger. Dudando hacia cual inclinarse, el proletariado, y el pueblo en
general, pone en evidencia su peor defecto, la pereza intelectual y material,
la cual le condena a la inercia, al ocio político y social, a esa quietud en
que estamos vegetando en estos precisos momentos. Y ya es sabido que el ocio es
padre de todos los vicios. Entre los ocios crece la triste flor de la discordia
y de la corrupción. Precisamente en este tiempo de mayor ocio y de menor actividad
revolucionaria en el seno de los partidos populares y obreros, es cuando se
puede ver como la holgazanería favorece el hecho de que los hombres se
despedacen recíprocamente, no sólo de partido contra partido, sino hasta en las
fracciones de una misma agrupación, entre hombres que conviven animados por un
mismo propósito político y social. y asimismo ese ocio favorece el hecho de que
en todas partes se aprovechen del momento los arribistas, los charlatanes, los
confusionistas, los impulsivos, para introducirse entre las filas de los
militantes y explotar su buena fe, energía y entusiasmo en beneficio de
intereses individuales o de casta, de rivalidades tontas o inconfesables, de un
afán de notoriedad o de algo peor, sin que el ruido de todo esto, tan mezquino,
pueda provocar, ni pronto ni tarde, un movimiento popular que signifique algo.
Se necesita la acción para purificar
el aire, para arrojar de los alvéolos de la laboriosidad socialista y
anarquista las inútiles abejas ociosas, charlatanas y maliciosas. Pero no puede
haber acción allí donde no hay decisión sobre el camino que ha de seguirse. Se
impone una de las dos soluciones: la que proponen los reformistas, o la que
preconizan los anarquistas. Hemos examinado la primera; veamos ahora la segunda.
Si los revolucionarios no tienen
razón cuando dicen que la táctica reformista no sirve ni para obtener mínimas
cosas, por otra parte los reformistas tampoco tienen razón cuando acusan a los
revolucionarios de que no se preocupan de las necesidades del momento, y que
sólo piensan en el paraíso socialista y anárquico del año 2000. Asimismo es un
error creer que con el método revolucionario no es posible llegar a obtener
resultados inmediatos de mejoras en el mismo seno de la sociedad actual.
Es muy cierto que mientras no se
haya socializado y puesto en común la propiedad, habrá siempre miseria, que la
posibilidad de mejorar por parte de los obreros es limitadísima, y que más allá
de este límite no pueden ir, sino a condición de derribar el orden social actual.
Y también es cierto que es posible derribar este orden social actual si la
clase obrera no ha alcanzado un estado de cosas y una condición económica tal,
que permita, por lo menos a una fuerte minoría suya, alcanzar una elevada
condición de clase, o como suele decirse, si antes no ha revolucionado su
conciencia. Todo esto parece un juego de palabras, pero no lo es, ni mucho
menos.
Aquellos teóricos que consideran el
mundo político y económico como una máquina única, sometida a leyes inflexibles
de movimiento y de engranaje, y que llegan a la concepción catastrófica de la
revolución a través de las teorías apriorísticas y unilaterales de la férrea
ley del salario, de la concentración capitalista y del determinismo económico,
están bien lejos de la realidad preñada de verdades relativas y determinada por
causas infinitas que se entrelazan, tan pronto reforzándose como repeliéndose
recíprocamente: causas materiales, políticas, económicas, físicas y psíquicas.
La férrea ley del salario, por ejemplo, que no consiente aumento de jornal al
obrero sin que repercuta en el coste de la producción, es decir, sin un aumento
en el precio de los géneros necesarios a la vida, no es tan férrea como se
cree, y no es verdad que anule matemáticamente el beneficio obtenido por el
trabajador con el aumento de su salario.
Precisamente la relatividad de estas
leyes económicas y sociales permite que la clase obrera pueda aprovecharse,
gracias a los márgenes que ella consiente y mientras hay modo de ganar algo,
una peseta más de salario o una hora de trabajo, el obrero hace bien en no
desperdiciarla y conquistarla. La peseta diaria que ingresa de más puede
permitirle al final de la semana comprar el libro y el periódico con que
alimentar su inteligencia; la hora de trabajo menos le dará tiempo para leer y
descansar algo más. Y el descanso, la lectura y una alimentación mejor le
pondrán en condiciones de comprender mejor las cosas y de apresurar, por ello,
la revolución. Porque no hay que olvidar que si la mejora obtenida sirve para
aguzar el apetito, refinar la inteligencia y formar algo más la conciencia de
la clase obrera, no disminuirá sino muy poco, de modo casi imperceptible, el
malestar general de la sociedad, la miseria económica y la esclavitud política.
El concepto marxista de la
concentración del capital y la relativa miseria creciente, es verdad en sentido
muy limitado. El aumento del número de proletarios no impide que el
proletariado, o ciertas categorías de éste, pueda disminuir algo, aunque sea
poco, aquí o acullá, la propia miseria, dentro de un límite muy restringido.
Pero esta disminución, por pequeña que sea, de miseria y de malestar, sometida
después a continuas oscilaciones e incertidumbres, solamente con una condición
puede ayudar verdaderamente a la clase obrera y ser un encaminamiento hacia la
abolición total de la miseria. Esa condición es la de que la mejora no sea un
fin, sino que el que la obtenga lo haga con sus propias fuerzas y que no se
contente nunca con ella, que no se contente hasta que lo haya obtenido todo,
por completo. La clase obrera debe tender a conquistar su total emancipación
económica; debe tener por finalidad de su movimiento de clase la abolición del
salariado, la socialización de la propiedad, el hermanamiento de las clases por
medio de su abolición. Naturalmente, mientras anda este camino, irá cogiendo
todo lo que el capitalismo perseguido vaya dejando caer de sus manos, y en la
lucha procurará arrebatar al enemigo todo lo que pueda, pero a condición de no
desistir de la lucha hasta la completa victoria.
En una guerra, el objeto de un
ejército no consiste en arrebatar al enemigo la vituallas y municiones, sino en
reducirle a la impotencia y vencerle completamente. Por lo tanto, si es de
buena táctica arrebatarle las provisiones de guerra, sería pueril contentarse
con éstas e interrumpir la batalla, no preocupándose de otra cosa y durmiéndose
sobre los primeros laureles.
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Concebida de este modo la lucha
obrera, es decir, concebida como un medio de transformación completa de la
organización social, no puede dejar de ser revolucionaria y anarquista. Las
conquistas posibles en el seno de la sociedad, tal como ahora está formada, son
útiles en relación al fin socialista, a condición de que se sepa que estas
conquistas tienen un límite, más allá del cual no hay otro camino de salida que
la revolución; a condición de que se sepa su impotencia para destruir la
miseria o disminuirla en mucha realmente. El movimiento, por consiguiente, no
debe proponerse estas reformas como un fin, sino como un medio, y no como medio
único y principal, sino como uno de los medios que resultaría inútil si no
estuviera apoyado por el uso de otros métodos revolucionarios. Para que tengan
esta característica las mejoras, es necesario que los de abajo las arranquen y
no que las concedan los de arriba; que sean hijos del empuje del ímpetu
revolucionario fuera de los organismos capitalistas, y no como concesiones en
virtud de recíproca colaboración de clase en la esfera del poder legislativo de
la burguesía.
Este método presupone el empleo de
una energía no desdeñable. ¿Pero de que servirían los organismos proletarios de
resistencia, si no debieran emplear la energía de la resistencia? Y no hay que
olvidar que la lucha obrera -que tiende a la conquista integral del pan y de la
libertad- debe tender a formar conciencias, a formar conciencia de clase del
proletariado militante, para que éste puede llegar a tener capacidad para
expropiar primero y administrar después, directamente, por medio de sus
organizaciones, la propiedad.
Esta conveniencia revolucionaria y
esta preparación del porvenir se obtendrán si el proletariado se acostumbra a
contar con sus propias fuerzas y sus propios organismos. Por otro camino, esto
nos lleva a la concepción anarquista del socialismo, no sólo como fin, sino
también como método. Es necesario que el proletariado repudie la teoría de la
conquista del poder público, el cual, mientras dure el monopolio capitalista,
será defensor de este monopolio, y cuando ya esté socializada la propiedad será
inútil, y como todas las cosas inútiles podría ser un daño, podría ser una
amenaza para el socialismo y para la libertad.
Es necesario que el proletariado
base su acción solamente sobre los organismos de su seno sólidos y por él
creados, es decir, sobre las organizaciones obreras de resistencia y de lucha,
y que se niegue a colaborar con los poderes capitalistas en torno de las
cábalas legislativas, porque la fe en éstas disminuye, si es que no la anula
del todo, el ejercicio revolucionario de su acción directa, y tiende nuevamente
a presentarle las reformas, vistas con lente de aumento, como un fin y no como
un medio. De otro modo se caería en la colaboración de clase, en el reformismo
de los legalitarios, es decir, en el otro método de los dos ante los cuales se
encuentra presentemente el socialismo.
O la colaboración de clase, para las
reformas legislativas dentro de la órbita de las instituciones capitalistas por
medio de la táctica electoral de la conquista de los poderes públicos, o la
lucha de clase para la abolición del salariado, fuera de los ambientes
legislativos y del Estado, por medio de la acción directa revolucionaria,
extraparlamentaria y antiautoritaria, de las organizaciones sindicales. El
primer camino lleva a que el socialismo reniegue de sí mismo y a que no
conserve de sí nada más que el nombre; el otro, manteniendo el puro concepto
primitivo de socialización o comunicación de la propiedad, contiene íntegro el
socialismo y conduce a la abolición, no tan sólo de la explotación, sino que
también de la autoridad -coacción violenta- del hombre sobre el hombre.
INFLUENCIAS
BURGUESAS SOBRE EL ANARQUISMO
CAPÍTULO I
LA LITERATURA VIOLENTA EN EL
ANARQUISMO
Para no dar lugar a equívocos,
conviene que nos entendamos en primer lugar sobre las palabras. No existe una
teoría de anarquismo violento. La ANARQUÍA es un conjunto de doctrinas
sociales que tienen por fundamento común la eliminación de la autoridad
coactiva del hombre sobre el hombre, y sus partidarios se reclutan, en su
mayoría, entre las personas que repudian toda forma de violencia y que no
aceptan ésta sino como medio de legítima defensa. Sin embargo, como no hay una
línea precisa de separación entre la defensa puede ser entendido de maneras muy
diversas, se producen de vez en vez actos de violencia, cometidos por
anarquistas, en una forma de rebelión individual que atenta contra la vida de
los jefes de Estado y de los representantes más típicos de la clase dominante.
Estas manifestaciones de rebelión
individual las agrupamos bajo el nombre de anarquismo violento, pero nada más
que para ser entendidos, no porque el nombre refleje exactamente la realidad.
De hecho, todos los partidos, sin exceptuar a ninguno, han pasado por el
periodo en el cual uno o varios individuos cometieron, en su nombre, actos
violentos de rebelión, tanto más cuando cada partido se hallara en el extremo
último de oposición a las instituciones políticas o sociales que dominaran.
Actualmente, el partido que se halla, o parece hallarse, en la vanguardia y en
absoluta oposición con las instituciones dominantes, es el anarquista. Lógico
es, pues, que las manifestaciones de rebelión violenta contra éstas asuman el
nombre y ciertas características especiales del anarquismo.
Una vez dicho esto, quiero hacer
notar, aunque sea brevemente, cosa que me parece no ha sido hecho aún, la
influencia que la literatura tiene sobre estas manifestaciones de rebelión
violenta y la influencia que de ésta recibe.
Naturalmente, dejo sin citar la
literatura clásica, por más que podría hallar en Cicerón, en la Biblia, en
Shakespeare, en Alfieri, y en todos los libros de historia que corren de mano
en mano entre la juventud, la justificación del delito político; de Judith con la
historia sagrada y Bruto con la historia romana, hasta Orsini y Agesilao Milano
en la historia moderna, hay toda una serie de delitos políticos de los cuales
los historiadores y los poetas han hecho apologías, algunas veces injustas.
Pero no quiero hablar de esos
delitos, ya porque me llevarían demasiado lejos, ya porque no sería difícil ver
en ellos el concurso de circunstancias muy diversas que les daba muy diverso
carácter. Quiero solamente referirme a aquella literatura que directa y
abiertamente tiene relación con el delito político al que actualmente se da el
nombre de anarquismo.
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Desde el año 1880, ha habido
siempre, con frecuencia, atentados anarquistas; pero su mayor número se halla
en el periodo que va desde 1891 a 1894, especialmente en Francia, España e
Italia. Ahora bien: yo no sé si alguien habrá observado que precisamente en
dicho periodo floreció, sobre todo en Francia, una literatura ardiente que no
se recataba de elevar al séptimo cielo todo atentado anarquista, frecuentemente
hasta los menos simpáticos y justificables, y empleando un lenguaje que era
verdaderamente una instigación a la propaganda por el hecho.
Los escritores que se dedicaban a
esta especia de sport de literatura violenta estaban casi todos ellos
completamente fuera del partido y del movimiento anarquista; rarísimos eran
aquellos en quienes la manifestación literaria y artística correspondiera a una
verdadera y propia persuasión teórica, a una consciente aceptación de las
doctrinas anarquistas; casi todos obraban en su vida privada y pública en
completa contradicción con las cosas terribles y las ideas afirmadas en un
artículo, en una novela, en un cuento o en una poesía; a menudo sucedía que se
hallaban declaraciones anarquistas violentísimas en obras de escritores muy
conocidos como pertenecientes a partidos diametralmente opuestos al anarquismo.
Aun entre aquellos que por un
momento pareció que habían abrazado seriamente las ideas anarquistas, tan sólo
uno o dos conservaron más tarde su dirección intelectual -entre ellos no
recuerdo más que a Mirbeau y Ekhoud-; los demás pasados dos o tres años,
sostuvieron ya ideas del todo contrarias a las afirmadas antes con tanta
virulencia.
Ravachol, que aun entre los
anarquistas es el tipo de rebelde violento que menos simpatías conquistó,
encontró entre los literatos numerosos apologistas; entre éstos, al lado de
Mirbeau, a Paul Adam, algunos años después místico y militarista, que dio por
hablar del tremendo dinamitero de un modo lo más paradojal que pueda
imaginarse: Al fin -dijo poco más o menos Paul Adam- en estos tiempos de
escepticismo y de vileza nos ha nacido un santo. No era como se ve, el Santo
de Fogazzaro, del cual tal vez Paul Adam estaría hoy dispuesto a hacer la
apología. Lo más curioso es que los literatos eran propensos a aprobar más a
aquellos actos de rebelión que los mismos anarquistas militantes, propiamente
dichos, menos aprobaban, por considerar que su carácter era superabundantemente
antisocial.
¿Quién no recuerda la expresión
antihumana, por estética que fuera, de Lauretat Tailhade -más tarde convertido
al militarismo nacionalista- en el banquete que dio La Plume, en plena
epidemia de explosiones dinamiteras, en 1893? La Plume, la notable e
intelectual revista parisién, había organizado un banquete de poetas y
literatos, y en dicho banquete fue cuando Tailhade soltó la conocida frase
referente a los atentados por medio de las bombas: «¡Qué importan las víctimas
si el gesto es bello!» Inútil decir que los anarquistas militantes
desaprobaron, en nombre de su propia filosofía y de su partido, esa teoría
estética de la violencia, pero la frase fue dicha e hizo su efecto.
El nacionalista Mauricio Barres, que
había escrito una novela acentuadamente individualista, El enemigo de las
leyes, novela que los anarquistas hacían circular para hacer propaganda,
escribió, poco después de la decapitación de Emilio Henry -cuyo atentado fue
severamente juzgado por Elíseo Reclús-, un artículo lleno de admiración y
entusiasmo. No me atrevo a reproducir ni siquiera un pequeño fragmento, porque
en Italia, donde esto se escribe, no se pueden decir ciertas cosas ni a título
de información literaria; para el que quiera satisfacer su curiosidad, lea el Journal
de París de 20 de Mayo de 1894 y quedará plenamente ilustrado sobre el
particular. Incluso el clerical antisemita Eduardo Drumont, escribió, después
de la decapitación de Vaillant, de tal modo, que sus palabras pasaron a una
pequeña antología anarquista de ocasión.
A propósito de Vaillant que, como es
sabido, fue un anarquista que arrojó una bomba en el parlamento francés, no
puedo dejar en el olvido lo que escribió, al día siguiente de su ejecución, el
célebre poeta nacionalista Francisco Coppée: «Después de haber leído los
particulares de la decapitación de Vaillant, he quedado pensativo... A pesar
mío, ha surgido ante mi espíritu, bruscamente, otro espectáculo. He visto un
grupo de hombres y de mujeres apretujándose unos contra otros, en medio del
circo, bajo las miradas de las multitudes, mientras de todas las gradas del
inmenso anfiteatro surgía rugiente este grito formidable: ¡ad leones! y
cerca del grupo los beluarios abrían la jaula de las fieras. ¡Oh, perdónenme,
sublimes cristianos de la era de las persecuciones; ustedes que murieron por
afirmar su fe de dulzura, de sacrificio y de bondad; perdónenme que les
recuerde ante estos otros hombres tétricos de nuestro tiempo! ¡Pero en los ojos
del anarquista camino de la guillotina brilla ¡oh dolor! la misma llama de
intrépida locura que iluminó sus ojos!»
Algo semejante decía más tarde,
siempre a propósito de los atentados, otro literato y psicólogo insigne en su
libro titulado En los arreboles, Enrique Lagret, el mismo que algún
tiempo después reunió en un extenso volumen y presentó al público las
sentencias del «buen juez» Magnaud. Podría extenderme mucho más reproduciendo
juicios y apologías entusiastas de la violencia anarquista, o por lo menos
justificaciones, en las que transpira todo lo contrario de la antipatía, de
escritores como Eduardo Conte, la señora Severine, Descaves, Barrucaud,
etcétera, etc.
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Cuando a fines de 1897 se representó
en París el drama anarquista de Octavio Mirbeau, Los malos postores, en
el cual los apóstrofes más violentos y revolucionarios se vierten a chorros, se
produjo un gran entusiasmo en el ambiente intelectual de la capital de Francia.
Como en las vísperas de la toma de la Bastilla, los poetas cortesanos y todos
los espíritus inteligentes de la aristocracia y de la nobleza se entusiasmaron
con las brillantes paradojas de los enciclopedistas, y las damas en voga se
prestaron voluntariamente para recibir las mordaces sátiras de Beaumarchais y
se deleitaban con las fantasías anarquizantes de Rabelais, así la burguesía intelectual
de nuestros días se deleita circundando de poesía y exagerando las explosiones
de ira que de vez en vez surgen de las profundidades misteriosas del
sufrimiento humano.
El mismo Emilio Zola después de
haber lanzado a la palestra como una bomba advertidora, su Germinal,
tétrica novela de destrucción, en su París, glorifica a los anarquistas
y hasta poetiza la figura de Salvat, el dinamitero, en el cual es fácil
reconocer, pintado aún más violento de lo que era, el tipo de Vaillant. Lean la
Mêlée sociale de Clémenceau, las Pages rouges de Severine, Sous
le sabre de Juan Ajalbert, el Soleil des morts de Camilo Mauclair,
la Chanson des Gueux y las Blasphèmes de Juan Richepin, los Idyles
diaboliques de Adolfo Retté; hojeen las colecciones de revistas aristocráticas
como el Mercure de France, La Plume, La Revue Blanche, los
Entretiens politiques et littéraires y hallarán, en verso o en prosa, en
las críticas de arte como en las reseñas teatrales y bibliográficas,
expresiones literarias tan violentas como jamás se leyeron en periódicos
anarquistas verdaderos y propios, como jamás se oyeron en labios de los más
sinceros militantes del partido anarquista.
Se comprende como estos literatos
llegaron a dar expresiones tan paradójicas a su pensamiento. El artista busca
la belleza con preferencia a la utilidad de una actitud; he aquí porque lo que
el sociólogo anarquista puede explicar pero no aprobar, produce en cambio el
entusiasmo de un poeta o de un artista. El acto de rebelión, que tiene
consciencia completa y absoluta de sus efectos, es condenable moralmente como
cualquier otro acto de crueldad, aunque la intención hubiera sido buena, de
igual modo que un cirujano condenaría que se cortara una pierna cuando no fuera
preciso amputar más que un dedo del pie. Pero estas consideraciones de índole
sociológica y humana, estas distinciones, las desprecia el individuo que ama la
rebelión, no por el objetivo a que tiende, sino por su propia y sola belleza
estética, señaladamente los individuos, artistas o literatos educados en la
escuela de Nietzsche, que nunca fue anarquista, y que miran todos los actos por
trágicos y sublimes que sean, únicamente desde el punto de vista estético y
descartando todo concepto de bien o de mal.
Todos estos individuos no han visto,
del pensamiento anarquista, nada más que un matiz: el que afecta a la
emancipación del individuo, descuidando en absoluto sus otros matices,
particularmente el social, problema primordial, o sea, el matiz humanitario. De
tal modo han llegado a concebir una ANARQUÍA implacable, impropiamente así
llamada, según la cual puede ponerse en el altar a un Emilio Henry, pero
también, a su lado, a un Passatore, un Nerón o un Ezzelino da Romano. Se
comprenderá que semejantes actos tenían importancia solamente porque la poesía,
la prosa, el drama o la novela, la pluma o el lápiz, hallaban en ellos una
nueva fuente de formas y de belleza. Sabido es cuanto el amor a una bella
frase, a una expresión original o a un verso vibrante, puede deformar el íntimo
y verdadero pensamiento del escritor. El Leopardi que poéticamente gritaba:
«Las armas, vengan aquí las armas», en la práctica, estaba muy poco dispuesto y
muy poco apto para empuñarlas seriamente. Como Paul Adam, habría llamado loco
al que le hubiera preguntado en serio si aprobaba a sangre fría el asesinato de
un ermitaño cometido por Ravachol, al cual, ya se sabe, calificó de «santo».
En la apreciación de un hecho, el
elemento estético es completamente diferente del elemento político-social.
Ahora bien: a una doctrina que se basa en el raciocinio científico y que es
eminentemente político y social, con evidente error se le atribuye la
aplicación paradojal de lo que es sola y simplemente poesía y arte. En toda
idea de renovación y de revolución, el arte y la poesía son ciertamente
factores que tienen su importancia secundaria muy relativa, pero nunca de
ningún modo tal como para poder imperar y tener derecho a guiar la acción
individual y colectiva por los únicos efectos estéticos que se puedan obtener.
Independientemente de la bondad
intrínseca de una idea, el arte se apodera de ella y la embellece a su gusto,
aun a riesgo de transformarla totalmente, con tal de que pueda hallar en ella
nuevas formas de belleza. Es ésa la suerte que les está reservada a todas las
ideas nuevas y audaces que por su naturaleza se prestan mejor a la fantasía del
artista. La historia de la literatura es una prueba viviente de que el arte es
por naturaleza rebelde e innovador; todos los poetas, todos los novelistas,
todos los dramaturgos fueron en sus orígenes rebeldes, aun cuando después
cambiaran la blusa del bohemio por el frac académico o del cortesano. La
literatura conservadora no ha volado nunca muy alto y siempre ha sido
fastidiosa. Si alguna vez hubo poesía y arte en la aplicación de un pensamiento
reaccionario, fue porque hubo en él rebelión y lucha, y así se explica el
reflorecimiento poético y artístico de espiritualismo que en estos momentos
encuentra renovadas energías.
Pero volviendo a lo dicho
anteriormente, repito que ninguna, o muy mínima relación, existe entre el
movimiento social anarquista de bases sociológicas y políticas y el
florecimiento de la ANARQUÍA literaria fuera de ciertas expresiones y formas
artísticas, y hallo la prueba en que los anarquistas militantes son
corrientemente hombres de ciencia y filósofos, y sólo en rarísimos casos
literatos y poetas. Como hemos visto, ciertos violentos apologistas de la
violencia anarquista han sido frecuentemente verdaderos y propios reaccionarios
en política. Y no faltan los que, aunque por un momento se llamaron
anarquistas, más pronto o más tarde pasaron a otros campos y se volvieron
nacionalistas como Paul Adam, militaristas como Laurent Tailhade, o socialistas
como Manclair.
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Si es verdad que el arte es expresión
de la vida en una forma de belleza, ciertamente la literatura actual, tan
saturada de espíritu anárquico, es una consecuencia del estado social en que
nos hallamos y del periodo de rebelión que hemos atravesado.
Pero, a su vez, ciertas formas de
literatura anárquica violenta, ejercen su influencia sobre el movimiento, de un
modo que no debemos dejar de examinarlo. Las formas paradojales estéticas de la
literatura anarquizante, han tenido sobre el mundo anarquista una repercusión
enorme, la cual ha contribuido no poco a hacer perder de vista el lado
socialista y humanitario del anarquismo y ha influido también no poco en el
desarrollo del lado terrorista.
Pero, entendámonos: yo hago constar
un hecho, y no por esto pretendo sostener que debemos poner un freno al arte y
a la literatura, aunque sea con el fin de defender a la sociedad o de hacer
caminar el movimiento revolucionario mejor por un sendero que no por otro.
Sería lo mismo que colgar hojas de parra a los desnudos de nuestros museos para
salvaguardar el pudor o, dirigir por vías más castas el pensamiento de los
seminaristas o de los pensionistas que van a visitarlos. El caso es que el
hecho que hago constar, es innegable.
Séame permitido recordar un caso que
yo mismo he podido observar. Cuando Emilio Henry, en 1894, arrojó una bomba en
un café, todos los anarquistas que yo entonces conocía, encontraron ilógico e
inútilmente cruel dicho atentado, y no disimularon su descontento y su
desaprobación del acto cometido. Pero cuando, durante el proceso, Emilio Henry
pronunció su célebre autodefensa, que es una verdadera joya literaria
-confesado así hasta por el mismo Lombroso-, y cuando, después de su
decapitación, tantos escritores, sin ser anarquistas, ensalzaron la figura del
guillotinado, su lógica y su ingenio, la opinión de los anarquistas cambió, por
lo menos en una gran mayoría de éstos, y el acto de Henry encontró, entre
ellos, apologistas e imitadores. Como se ve, el lado estético, literario,
arrinconó de un modo evidente el lado social, o mejor dicho antisocial, del
atentado, y en este caso, la doctrina anarquista integral, nada tuvo que
agradecer a la literatura. En efecto, le había prestado un flaco servicio.
Esta especie de literatura es la que
ha hecho la mayor propaganda terrorista; una propaganda que en vano se buscará
en todas las publicaciones, libros, folletos y periódicos que son
verdaderamente la expresión del partido anarquista. ¿Quién no recuerda, para no
citar más que un caso, en Italia, el magnífico artículo de Rastignac
sobre Angiolillo? Pues bien: a pesar de que en este caso el autor del artículo
dijo muchas verdades, a éstas mezcló bastantes paradojas, contra las cuales
salió a la palestra precisamente Enrique Malatesta, que pasaba por ser uno de
los anarquistas más violentos, cuando es de los más calmados y razonables.
Debido a la influencia de esta literatura y no por otras razones no faltó quien
quiso poner en práctica una de las inventivas más violentas y sólidas de la
pluma del poeta Rapisardi, después de reproducirla en algunos números de un
periódico terrorista denominado Pensiero e Dinamite, y este tal fue un
joven cultísimo y bien acomodado siciliano que extinguió doce años de presidio
por dicho motivo: Schicchi.
Ciertamente que tanto Rastignac
como Rapisardi serían capaces de protestar, y tendrían razón, contra una
afirmación de complicidad, aunque fuera indirecta. Pero esto no importa para
que lo que digo pruebe que la sugestión artística y literaria puede ser -y no
soy el primero en decirlo-, la determinante, no tan sólo de un acto preciso
preestablecido, sino que también de una dirección mental del género de la de
los anarquistas terroristas a quienes no se les alcanzan las inducciones y
deducciones filosóficas de un Reclús o de un Kropotkin, o la lógica esquelética
pero humanitaria de un Malatesta, como tampoco alguna violencia verbal o
escrita de los consabidos periodiquillos de propaganda que nada tienen de
literarios.
CAPÍTULO II
INFLUENCIAS BURGUESAS SOBRE EL
ANARQUISMO
Decíamos en el capítulo anterior que
la literatura burguesa, aquella literatura que en el anarquismo ha encontrado
motivo para una actitud estética nueva y violenta, contribuyó indudablemente a
determinar entre los anarquistas una dirección mental individualista y
antisocial.
Los literatos y artistas, sin
preocuparse de si esto podía ser aplicado a toda la vida general de la
humanidad, han encontrado un elemento de belleza en el hecho de que un
individuo, con la potencia de su inteligencia y con el soberano desprecio de la
propia vida y de la vida ajena, se haya puesto, con un acto violento de
rebelión, fuera del común de los hombres. Para estos artistas y literatos, la
belleza del gesto hacía las veces de utilidad social, de la que, por lo demás,
no se preocupaban. Así han idealizado la figura del anarquista dinamitero
porque hasta en sus manifestaciones más trágicas presenta, en efecto,
innegables características de originalidad y de belleza. Esta idealización
literaria y artística ha ejercido su influencia entre muchos anarquistas que,
por falta de cultura o poco habituados al raciocinio lógico o por temperamento,
han tomado por elemento de propaganda de ideas lo que no era más que un medio
de manifestación artística.
En ciertos ambientes anarquistas,
más impulsivos y al mismo tiempo menos cultos, no se ha sabido hacer esta
distinción necesaria; no se ha comprendido que en aquellos literatos, que
parecía que rivalizaban a ver cuál emitía una paradoja más extravagante, no
había una convicción doctrinal y teórica. Hacían la apología de Ravachol o de
Emilio Henry de igual modo como en otros tiempos y países habrían hecho la
apología de un salteador de caminos. No cabe duda de que el bandido que asalta
al viandante y le mata, ofrece una actitud más simpática que la del timador o
la del que aligera bolsillos por las calles; el primero puede dar argumento
para un drama o una novela, el segundo sólo se presta para la comedia o el
sainete. Sin embargo, todo individuo que tenga sano el juicio no podrá negar
que el bandido de encrucijada es mil veces más pernicioso y condenable que el
ratero.
Estos literatos poseurs tal
vez sin quererlo, ofenden a los mártires del anarquismo hasta en el elogio que
de ellos hacen, puesto que su elogio saca argumento y motivo de interés
precisamente de aquello que, según los principios anarquistas es doloroso y
deplorable aunque lo imponga una necesidad histórica. La mentalidad burguesa
determina en ellos el gesto que luego repercute en el ambiente anarquista, y
tiende a que se forme en éste una mentalidad semejante.
Así como entre la burguesía halla
más gracia el asesino que arrebata una vida al consorcio humano que el ladrón
que, en último término, nada arrebata al patrimonio vital de la sociedad,
cambiando tan sólo el puesto y el propietario de las cosas, igualmente,
cambiando los términos, y aparte todo parangón que sería injurioso, entre los
anarquistas los hay que aprecian mucho más al que mata en un momento de
rebelión violenta que al oscuro militante que con toda una vida de obras
constantes determina cambios mucho más radicales en las conciencias y en los
hechos.
Repito lo que he dicho otras veces:
los anarquistas no son tolstoianos, y por tanto reconocen que frecuentemente la
violencia -y cuando es tal, es siempre una fea cosa, tanto si es colectiva como
individual- resulta una necesidad, y ninguno sabría condenar al o a los que
sacrificando su vida con sus actos dan satisfacción a esta necesidad. Pero aquí
no se trata de esto, sino de la tendencia, derivada de las influencias
burguesas, a trocar los términos, a cambiar el objetivo por los medios y a
hacer de éstos la única y primordial preocupación.
Según mi entender, los anarquistas
que dan una importancia soberana a los actos de rebelión, son tal vez
revolucionarios y anarquistas, pero son mucho más revolucionarios que
anarquistas. ¡Cuántos anarquistas he conocido que se preocupan poco o nada de
las ideas anarquistas, o que hasta ni siquiera procuran conocerlas, pero que
son ardientes revolucionarios y que su crítica y su propaganda no tienen más
fin que el revolucionario, el de la rebelión por la rebelión! Y cuanto más
ardientes y más intransigentes han sido, más pronto abandonaron nuestro campo y
se pasaron al de los partidos legalitarios y autoritarios cuando su fe en una
revolución a plazo breve desapareció al contacto de la realidad, y cuando su
energía se agotó en los demasiado violentos conflictos con el ambiente.
La influencia de la ideología
burguesa sobre estos individuos es innegable. La importancia máxima concedida a
un acto de violencia o de rebelión es hija de la importancia máxima que la
doctrina política burguesa concede a todo el ambiente social. Y esta influencia
perniciosa es la que anula en muchos anarquistas aquel sentido de relatividad
en virtud del cual debería darse a cada hecho su propia real importancia, de
modo que ningún medio revolucionario quedara descartado, a priori, sino
que cada uno fuera considerado en su relación con el fin perseguido y sin
confundir entre ellos los caracteres, las funciones y los efectos especiales.
Tenemos, pues, comprobadas dos
formas de influencia burguesa en el anarquismo: una directa, que se manifiesta
en una importancia mayor otorgada al hecho revolucionario antes que al objetivo
a que este hecho debe tender, y la otra indirecta, la de la literatura burguesa
decadente de estos últimos tiempos, encaminada a idealizar las formas más
antisociales de rebelión individual.
Entres estas dos formas hay un
estrecho parentesco y por esto no he podido considerarlas separadas una de
otra.
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La burguesía ha ejercido una
influencia extraordinaria sobre el anarquismo cuando se ha propuesto la misión
de hacer... propaganda anarquista.
Esto parece una paradoja. Sin
embargo, es una verdad; mucha propaganda anarquista ha sido hecha por la
burguesía. Claro es que, desgraciadamente, lo ha hecho de un modo nada útil a
la idea verdaderamente libertaria. Pero no deja de ser verdad, no obstante, que
los efectos de esta propaganda espúrea son los que la burguesía ha querido
luego atribuir con mayor ahínco a todo el partido anarquista.
En los momentos de mayor persecución
contra los anarquistas, sucedió que todos los descentrados de la actual
sociedad, y entre éstos muchos delincuentes, creyeron seriamente que la
ANARQUÍA era tal como la describían los periódicos burgueses, es decir, algo
que se adapta muy bien a sus hábitos extrasociales y antisociales. Como por
diferentes razones es un hecho que estos individuos se hallan, como los
anarquistas, en un estado de perpetua rebelión contra la autoridad constituida,
esto dio pie a que el equívoco arraigara y se ampliara. En la cárcel o en el
destierro forzoso, hemos topado muchas veces con delincuentes comunes que se llamaban
anarquistas, sin que, naturalmente, hayan jamás leído un solo periódico o
folleto anarquista, ni siquiera oído hablar de ANARQUÍA fuera de los periódicos
burgueses.
Y así creían que la ANARQUÍA era
precisamente tal como la escribían los más calumniadores periódicos
reaccionarios, y tal la aprobaban o la desaprobaban. ¡Figúrense, para los que
la aprobaban, qué especie de ANARQUÍA debía ser! Recuerdo haber conocido en la
cárcel a un condenado por delitos comunes, un falsificador inteligente y hasta
poeta por añadidura, el cual creía seriamente ser anarquista, y que así lo
había dicho a sus jueces. Y una vez que uno de éstos le preguntó que como se
arreglaba para poner de acuerdo los delitos que cometía con las ideas que decía
profesar, respondió: «Lo que usted llama delitos, es un principio de la
ANARQUÍA. Cuando todos los hombres se entreguen a una desenfrenada
delincuencia -son palabras textuales- entonces será o vendrá la ANARQUÍA».
Como se ve, aceptaba la ANARQUÍA, pero en el sentido que le dan los
diccionarios burgueses, sentido de desorden y de confusión.
Esta especie de propaganda al revés,
causaba su efecto hasta entre quienes no querían mezclarse con los anarquistas.
En las cárceles de tránsito de Nápoles, conocí a unos camorristas que
creían que los anarquistas constituían verdaderamente una sociedad de
malhechores y, por lo tanto, digna de figurar al lado de la honrada sociedad
de la camorra. En Tremiti me contaron que a un modesto banquete entre
anarquistas y socialistas, fueron invitados dos o tres camorristas -los
únicos desterrados políticos existentes en la isla- por simple condescendencia
humana que nada tenía que ver con la política, y al llegar a los brindis de
ritual y con gran sorpresa de todos, uno de los camorristas lanzó el suyo
en pro de la unión de «los tres partidos: camorra, ANARQUÍA y
socialismo» contra el Gobierno.
Una carcajada general siguió a este
brindis, pues sabido es que la camorra se alía más fácilmente con el
Gobierno que con nadie, y especialmente contra socialistas y anarquistas. Pero
esto nos enseña como la mentalidad de los delincuentes comunes ha creído y
aceptado como verdadera ANARQUÍA la que han hecho circular los periódicos
burgueses y policíacos.
La propaganda traidora de estos
periódicos, nos explica, asimismo, porque en un determinado periodo -de 1889 a
1894-, hemos visto más de un proceso en que ladrones y falsarios vulgares se
han declarado anarquistas, dando un barniz pseudo-político a sus actos. Leyeron
que la ANARQUÍA era el ideal de los ladrones y de los asesinos, y se dijeron:
«Yo soy ladrón, soy, por consiguiente, anarquista».
Nos explica igualmente el hecho, que
tanto impresionó a Lombroso, de que muchos delincuentes comunes se decían
anarquistas al ser encarcelados, pero antes de serlo, nótese bien. Mientras
sentían sobre sus espaldas el puño de la autoridad, pensaban en los
anarquistas, que en sus mentes eran los más terribles delincuentes por odio a
la autoridad constituida, y cuando entraban en su celda, cogían el primer clavo
que les caía en las manos y escribían en la pared, papel de la canalla:
«¡Viva la ANARQUÍA!»
Pero este fenómeno duró poco. Pronto
se dieron cuenta de que llamándose anarquistas corrían más peligro que robando
y asesinando, que el barniz anarquista contribuía a que los tribunales
recargaran la dosis de condena, sin disminuir la antipatía que sus actos
causaban. Por añadidura, encontraban en la mayoría de los anarquistas una
indiferencia glacial y una desconfianza extraordinaria hacia sus improvisadas
conversiones a la «idea», cuando no algún que otro porrazo, y entonces cesaron
de llamarse anarquistas.
Sin embargo, algo de esta propaganda
quedó entre los anarquistas verdaderos y propios. Alguno ha tomado en serio los
sofismas de algún delincuente genial y ha acabado teorizando sobre la
legitimidad del hurto o de la fabricación de la moneda. Otros han ido en busca
del atenuante, hablando del «robo a favor de la propaganda», produciéndose así
los fenómenos Pini y Ravachol, dos sinceros que fueron una excepción, pero que
no por esto fueron menos víctimas de los sofismas hijos de la propaganda al
revés de los periódicos y de la calumnia burguesa. La excepción nunca ha sido
la regla, porque aquellos anarquistas que de buena fe aceptaron la idea
del robo, en la práctica no fueron capaces de robar ni una aguja; y los demás
que robaban de verdad, se guardaban bien de hacerlo «para la propaganda» y
pronto dejaron de llamarse anarquistas para continuar siendo vulgarísimos
ladrones, y hasta no faltó quien se hizo buen propietario y comerciante, amigo
de las instituciones y de la autoridad constituida.
Esta tendencia ha ido desapareciendo
de entre los anarquistas. Pero de todos modos demuestra que fue posible por una
influencia completamente de origen burgués, tras la campaña de calumnias y de
persecuciones contra los anarquistas. «Los anarquistas -se decía- quieren
abolir la propiedad privada; por consiguiente, quieren arrebatar la propiedad a
quienes la poseen, y, por lo tanto, los anarquistas son unos ladrones». Este
silogismo se parece como a una gota de agua, al otro silogismo ya clásico: «El
buen vino cría buena sangre, la buena sangre cría buenos humores, los buenos
humores hacen hacer buenas obras, las buenas obras nos conducen al paraíso; por
consiguiente el buen vino nos lleva al paraíso». Y en virtud de este silogismo
se condenaba a los anarquistas por malhechores, por delincuentes.
Nada tiene, pues, de extraño que
alguno de los que se decían o se creían anarquistas -señaladamente aquellos que
sólo la primera vez oyeron hablar de la ANARQUÍA a los que la difamaban-, nada
de extraño tiene, repito, el que algunos, especialmente individuos incultos o
impulsivos o inexpertos en el raciocinio ordinario, hayan creído y admitido
todos los absurdos propagados. Pero ¿quién puede negar que si estos individuos
se engañaron fue debido este engaño a la mala fe burguesa? ¿Quién puede negar
que no sea de la burguesía toda la responsabilidad, puesto que la doctrina
anarquista y su programa de lucha nada contiene que pueda justificar ni
explicar semejantes aberraciones de la lógica?
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Lo que acabamos de decir, o sea, que
muchos individuos se volvieron anarquistas debido a esta propaganda
tergiversada de periodistas y de escritores burgueses, parecerá una exageración,
aun a los que hayan vivido y vivan todavía en el ambiente anarquista.
La mente de los hombres,
especialmente la de los jóvenes, sedienta, de todo lo misterioso y
extraordinario, se deja arrastrar fácilmente por la pasión de la novedad hacia
aquello que a sangre fría y en la calma que sigue a los primeros entusiasmos se
repudiaría en absoluto y con gesto definitivo. Esta fiebre por las cosas
nuevas, este espíritu audaz, este afán por lo extraordinario, ha llevado a las
filas anarquistas los tipos más exageradamente impresionables, y, a un mismo
tiempo, los tipos más ligeros y frívolos, seres a quienes el absurdo no los
espanta, sino que, antes bien, les hechiza. Precisamente porque un proyecto o
una idea son absurdos se sienten atraídos, y al anarquismo vinieron
precisamente por el carácter ilógico y estrambótico que la ignorancia y la
calumnia burguesa han atribuido a las doctrinas anarquistas.
Estos elementos son los que más
contribuyen a desacreditar el ideal, precisamente porque de este ideal hacen
surgir un sin fin de ramificaciones estrafalarias y falsas, de errores en
extremo groseros, de desviaciones y degeneraciones de toda índole, creyendo que
defienden, muy seriamente, la ANARQUÍA «pura». Apenas entrados estos individuos
en el mundo anárquico, se dan cuenta de que el movimiento sigue un camino menos
extraño del que se imaginaron; en una palabra, se dan cuenta de que tienen ante
ellos una idea, un programa y un movimiento completamente orgánicos,
coherentes, positivos y posibles, precisamente porque fueron concebidos con
aquel sentido de la relatividad sin el cual no es posible la vida. Este
carácter de seriedad, de positivismo y de lógica, les irrita, y hételos en
seguida constituyendo toda esa masa amorfa que no sabe lo que quiere ni lo que piensa,
pero que es insaciable demoliendo desacreditando todo lo que de serio y de
bueno hacen los demás, y empleando aquel lenguaje autoritario y violento propio
de su temperamento y del origen burgués de su estado mental.
Hasta cuando sus ideas y sus críticas
son originariamente justas, las exageran y las deforman de tal modo que no
podría hacerlo peor un enemigo declarado. Hacen como aquel que viendo que los
panaderos cuecen mal el pan, se empeña en sostener que hay que destruir los
hornos, o como aquel que persuadido de la necesidad de regar un terreno
demasiado árido, se empeñará en abocar sobre él toda el agua de un río.
Pues bien: todos estos individuos no
habrían venido nunca a nuestro campo sin la atracción que sobre ellos ejerció
la propaganda falsamente anarquista de la burguesía. Toda la campaña de
invectivas, de calumnias, de invenciones a cual más ridícula y mastodóntica,
actuó de espejuelo para todos estos descontentos intelectuales y materiales,
psicológicamente y fisiológicamente, que se orientan siempre hacia lo absurdo,
hacia lo extraordinario, hacia lo terrible y lo ilógico.
Bastaría, para convencerse de todo
esto, tener la paciencia de hojear las colecciones de dos o tres periódicos,
los más autorizados, de los últimos quince o veinte años. Bastaría asimismo
hojear toda aquella literatura de ocasión que en el curso de ese período se fue
formando, referente a la ANARQUÍA y a los anarquistas, fuera del ambiente
anarquista, en el ambiente burgués, policíaco y aun sedicente científico. Revistas
y periódicos de toda clase, conservadores y demócratas, han inventado y dicho
las cosas más truculentas acerca de nosotros.
¿Quién no recuerda los Misterios
de la ANARQUÍA, de estúpida memoria, editado por un poco escrupuloso
librero? No hay historia inverosímil que no se haya endosado a los anarquistas,
sea en novelas, sea en libros de otra clase, o ya en periódicos y revistas de
renombre. El afán de satisfacer el gusto del público por las cosas nuevas y
extrañas, llevó a los novelistas, periodistas, y pseudocientíficos a armar un
pisto de mil demonios, frecuentemente atribuyendo, con conocimiento del daño
que se causaba, a los anarquistas, una fuerza mayor de la real, un número inconmensurablemente
superior al verdadero y unos medios que los anarquistas no han tenido nunca en
sus manos. Si esto podía, desde cierto punto de vista, halagar a los
simpatizantes más inconscientes, contribuía, no obstante, a dar un barniz de
veracidad a todas las ideas extravagantes y a todos los propósitos truculentos
atribuidos a los anarquistas. Los Misterios de la ANARQUÍA acababan
tomando, en la mente de muchos, la forma de historia real.
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Y porque de este conjunto
fantástico, en cuya forma los escritores y periodistas burgueses presentaban al
movimiento anarquista, se desprendía, algunas veces, algo que era interesante y
simpático, o, por lo menos, algo que despertaba admiración, sucedió que muchas
fantasías mórbidas, muchos desequilibrados, muchos desesperados de la lucha
social, se sintieron atraídos; a semejanza de lo que ocurre en ciertos lugares
y en ciertas mentes primitivas, que se sienten atraídas por las figuras y
actos, a veces imaginarios, de un Tiburzi o de un Musolino, bandidos de
renombre. Las mismas víctimas más atormentadas por la injusticia actual, se
comprende cuán fácilmente podían ser llevadas a aprobar, por reacción y
represalia, el carácter belicoso y sanguinario que a la ANARQUÍA asignaron los
escritores de la prensa burguesa.
¡Cuántas veces, a mi mismo acudieron
algunos de estos «catequizados» por los periódicos burgueses peguntándome que
debían hacer para ser admitidos en la «secta» y si había dificultad para que
los presentara a la «sociedad de los anarquistas»! Y cuando yo les preguntaba
qué creían que eran los anarquistas, me respondían: Los que quieren matar a
todos los señores y a los que mandan, para repartirse las riquezas y mandar un
poco cada uno. ¡Ah! ciertamente, estos hombres no habían leído los folletos
de Malatesta, ni los libros de Kropotkin, ni los escritos de Malato; habían
leído, simplemente, esas estupideces, en la Tribuna o en el Observatorio
Romano.
Este estado psicológico de los
desesperados, prontos a recibir la impresión, lo describió muy bien Enrique
Leyret en un estudio de los arrabales de París. Durante el periodo terrorista
del anarquismo, según Leyret, el pueblo de los arrabales se sentía arrastrado,
por las condiciones enormemente desastrosas en que vivía y por el espectáculo
de los escándalos bancarios, a simpatizar con los anarquistas más violentos.
«Lo que era la ANARQUÍA, lo que ésta quería, el pueblo lo ignoraba o poco
menos. No consideraba a los anarquistas sino desde un solo aspecto especial,
parangonándolos a todos con Vaillant, y su simpatía, innegable, al
guillotinado, le llevaba insensiblemente a aprobar sus misteriosas teorías...
El pueblo que se deleita con el misterio, y que se enamora de los individuos
cuando más velados se le aparecen por una oculta potencia, atribuía a los
anarquistas una formidable organización secreta…» Henay Leyret, En plein
fanbourg, página 257.
Y este carácter misterioso que
seducía al pueblo más miserable era atribuido a la ANARQUÍA por los grandes
rotativos, llenos en aquel tiempo y siempre de fantásticos relatos de sesiones
anarquistas tremendas, de entrevistas imaginarias, de complots horribles, de
cifras, de fechas, de nombres todos equivocados, pospuestos y cambiados, pero
todo encaminado a llamar la atención del público sobre la ANARQUÍA. Tal vez
-¡quién sabe!-, desde cierto punto de vista, todo esto haya sido un bien, en el
sentido de que provocó un movimiento de interés y de discusión en torno a la
ANARQUÍA. Pero este caso beneficio que haya podido reportar -beneficio que, por
lo demás, se habría obtenido igualmente con decir la simple verdad sobre los
hechos y las cosas, por sí mismos bastante interesantes- quedó neutralizado por
la influencia maléfica que toda esta confusión y desnaturalización de ideas
hubo de ejercer en el campo anarquista.
Porque es verdad que los que
vinieron a nuestro campo atraídos por el ruido de esta falsa propaganda
burguesa, modificaron ciertamente, de un modo insensible, mejorándolas, sus
ideas, y arrojaron mucha arena que antes tomaron por oro de ley; pero desgraciadamente
también es verdad que, sin duda debido a su temperamento, que a ello les
predisponía, ha quedado en ellos algo de lo antiguo, residuos o frutos de
aquella influencia burguesa. Cuando se toma una falsa dirección mental, pocos
son los que saben o tienen fuerza suficiente para rectificarla.
Así tenemos que aquellos que
vinieron a nuestro campo por espíritu de represalia, por el odio sembrado en
sus corazones por la miseria y la desesperación, y que vinieron precisamente
porque creyeron que la ANARQUÍA era aquella idea de violenta represalia y de
venganza que la burguesía les describió, se han negado a aceptar lo que es
concepción verdadera del anarquismo, es decir, la negación de toda violencia y
la sublimidad en el amor del principio de solidaridad. Para estos individuos,
la ANARQUÍA ha continuado siendo la violencia, la bomba, el puñal, por una
extraña confusión entre causa y efecto, entre medio y fin, y tan verdad es
esto, que cuando un Parsons declaró que la ANARQUÍA no es la violencia,
y cuando Malatesta les repite que la ANARQUÍA no es la bomba, casi les
tienen por renegados. A cuantos se afanan por corregir estos errores, funestas
degeneraciones burguesas, recordando que la ANARQUÍA no es un ideal de
venganza, que la revolución que desean los anarquistas debe ser la revolución
del amor y no del odio, que la violencia debe ser considerada como un veneno
mortal tan sólo empleado como contraveneno, por necesidad impuesta por las
condiciones de la lucha y no por deseo de causar daño, a los que dicen todo
esto, aunque sean los primeros en la abnegación y en la lucha, se les califica
de viles y cobardes por parte de todos aquellos que en el cerebro tienen
inoculada la palabra y burguesa teoría de la violencia que debe emplearse como
ley del Talión o de Lynk.
Como es sabido, la ANARQUÍA es el
ideal que se propone abolir la autoridad violenta y coactiva del hombre sobre
el hombre, así como de cualquier otra prepotencia, sea económica, política o
religiosa. Para ser anarquistas basta patrocinar esta idea y obrar lo más
posible en consecuencia, propagando en las mentes la persuasión de que sólo la
acción directa y revolucionaria del pueblo y de los trabajadores puede
conducirles a la completa emancipación económica y social. Todo aquel que esté
animado por estos sentimientos y tenga estas ideas y obre coherentemente con
éstas y por ellos luche y haga propaganda, es indudablemente anarquista, aun
cuando a su sentido moral le repugna cualquier acto de rebeldía o de venganza
cometido por alguno que se llame a sí mismo anarquista, y aún cuando éste
persuadido de que todos los actos de rebeldía individual son perjudiciales a la
causa anarquista. Este indicio podría estar equivocado en sus apreciaciones,
pero esto no impide que sea un anarquista coherente consigo y verdaderamente
convencido y consciente.
Así, por ejemplo, hay anarquistas
vegetarianos que incluyen en sus doctrinas el vegetarianismo. Pero -¡pardiez!-,
sería muy extraño que éstos sostuvieran que no es un verdadero anarquista el
que no es vegetariano. De igual modo es extraño que no se quiera tener por
anarquista al que no aprueba o no siente simpatía por el acto violento
individual. Esta forma de propaganda podría ser útil o nociva, pero no entra
dentro de la doctrina anarquista; es, simplemente, un medio de lucha que puede
ser discutido, admitido en todo o en parte, o excluido por completo, pero no
constituye aquel «artículo de fe» -haciendo uso de una frase católica-, fuera
del cual no hay salvación, sin el cual no se puede ser anarquista. Los que
crean lo contrario y excomulguen papalmente a los demás, simplemente porque
éstos no sientan una soberana simpatía por Ravachol o por Emilio Henry, estos,
en verdad, son víctimas de la propaganda calumniosa de la burguesía, pues
creyeron seriamente las afirmaciones de ésta cuando dijo que la ANARQUÍA era la
violencia y la bomba. Desgraciadamente, de estos miopes intelectuales, tenemos
aún bastantes en el ambiente anarquista.
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No se detiene la influencia burguesa
en esta sola cuestión de la violencia, que tan divididos tiene los ánimos,
sobre la que me he extendido largamente porque es la más importante, y de la
que volveré a hablar separadamente.
Tal vez algún lector recordará mi
polémica con el amigo Lavablero, acerca de la familia y del amor en la sociedad
futura. Hice notar que «entre muchos anarquistas hay una deplorable tendencia a
aceptar como teoría propia todo lo que, o por lo menos mucho, los escritores
burgueses encontraron para tener una arma contra el anarquismo». Ya hemos visto
que así ha sucedido con la cuestión de la violencia. Igualmente ha ocurrido en
esta otra cuestión de las relaciones sexuales.
Para desacreditarnos ante el pueblo,
los escritores burgueses, tomando pie de que nosotros criticamos el orden
actual de la familia, a base de autoridad, de interés y de dominio del hombre
sobre la mujer, han deducido que queremos la abolición de la familia, y, por lo
tanto, que queremos las mujeres en común, la promiscuidad, los hijos sin padre
conocido, con los relativos incestos, violencias carnales y todo cuanto de más
salvaje y al propio tiempo ridículo se pueda imaginar. Al contrario de todo
esto, la doctrina anarquista, ya desde su principio, no ha hecho más que
preconizar la purificación de los afectos de toda intromisión y sanción
extraña, sea de legisladores, o de sacerdotes, sea política o religiosa, y, con
esto, la emancipación de la mujer, libre e igual al hombre, la libertad del
amor sustraído a las violencias de la necesidad económica y de cualquier otra
autoridad extraña al mismo amor, en una palabra, la reducción de la familia,
restituida a sus bases naturales: la recíproca actuación amorosa y la libertad
de elección.
Pues bien; no quiero decir que esta
sana concepción del amor y de la familia haya sido repudiada por los
anarquistas para aceptar la brutal concepción calumniosa de los burgueses;
antes bien todo lo contrario. Pero la calumnia burguesa no ha dejado de ejercer
una cierta influencia en este terreno. Aunque la inmensa mayoría de los
anarquistas conservan en toda su pureza el concepto del amor libre sobre la
base de la libre unión, no ha faltado, de vez en vez, alguno que, dando la
razón a los críticos burgueses, ha confundido la libertad del amor con la
promiscuidad en el amor. Tan verdad es esto, que hace algunos años, metió
cierto ruido la teoría de la pluralidad de afectos, del amorfismo en la vida
sexual, el cual quiso basarse en extravagancias seudo científicas, teoría que
más tarde fue reconocida fantástica por el que más de entusiasta fue de ella.
Ahora bien, aunque atenuada, esta
teoría amorfista sobre el amor tenía un origen burgués, consecuencia de la
manía de muchos revolucionarios que abrazan como óptima cosa todo lo que ven
que los conservadores combaten con horror, aunque éstos no lo atribuyan con
fines denigratorios.
Lo mismo sucedió con la
organización. Los anarquistas han sostenido siempre que no hay vida fuera de la
asociación y de la solidaridad y que no es posible la lucha y la revolución sin
una organización preordenada de los revolucionarios. Pero a los escritores
burgueses les convenía más pintarnos como factores de la ANARQUÍA, en el
sentido de confusión, comenzaron a decir que éramos amorfistas, enemigos de
toda organización, y con tal objeto desenterraron a Nietzsche y después a Stirner...
Muchos anarquistas mordieron el anzuelo, y muy en serio se convirtieron en
amorfistas, stirnerianos, nietzscheanos, y otras tantas parecidas diabluras:
negaron la organización, la solidaridad y el socialismo, para acabar algunos
restaurando la propiedad privada, haciendo de este modo, precisamente, el juego
de la burguesía individualista. Sus ideas se convirtieron, valiéndose de una
frase de Felipe Turati, en la exageración del individualismo burgués.
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De esta manía de aceptar como bueno
todo lo que nuestros enemigos creen malo, se podría buscar el origen hasta en
el espíritu del todo humano, de contradicción y de contraste: «Mi
enemigo cree que esto es malo, pero como mi enemigo no tiene nunca la razón, lo
que él cree malo es, bien al contrario, una excelente cosa». Muchos más
hombres de los que nos figuramos, especialmente entre los revolucionarios,
hacen ese raciocinio, que por casualidad puede ser exacto en los hechos, pero
en sí mismo es equivocadísimo. Si nuestro enemigo dice que es peligroso tirarse
de cabeza a un pozo, ¿vamos a contradecirle diciendo que es muy bueno hacerlo?
Pues este espíritu de contradicción, y hasta diré de despecho, más
frecuentemente de lo que se cree es el guía de muchos hombres en las luchas
políticas y sociales.
«¡Ah! ¿Nos llaman malhechores? Pues
bien, sí, somos malhechores». ¡Cuántas veces esta frase ha serpenteado en el
lenguaje de algunos anarquistas, que hasta tienen un «himno de malhechores»!
Todo esto, con cierta ponderación, y como desafío al enemigo, puede pasar y
hasta puede parecer un bello gesto. Pero no hay que admitir en serio que los
anarquistas somos malhechores... Suele ocurrir que, en fuerza de repetir esa
paradoja, alguno acaba por tomarla como verdad demostrada, ¡Quod erat demonstrandum!,
exclama entonces, triunfante la burguesía, la cual, después de habernos
calificado de ladrones, petroleros, enemigos de la familia y malhechores, oye
satisfecha que, aunque sea como simple acto de desafío, de amenaza y de
desprecio, le damos la razón. Es necesario, pues, evitar esto y guardarnos
mucho de encariñarnos con las paradojas.
El espíritu de contradicción que
empuja a decir y hacer precisamente y siempre, a muchos revolucionarios, lo
contrario de lo que hacen y dicen los conservadores y los burgueses, significa,
en definitiva, sufrir la influencia de éstos. Así, cuando oigo a muchos
anarquistas que se encarnizan contra algunas inicuas satisfacciones de los
sentidos y del sentimiento, contra ciertas representaciones simbólicas y
manifestaciones públicas de las ideas, contra algunas actitudes sentimentales o
artísticas, contra dadas aplicaciones comunísimas de la vida familiar y social,
no porque contradigan en modo alguno las ideas anarquistas, sino solamente
porque también los burgueses hacen lo mismo o algo parecido, me entran grandes
deseos de preguntarles si están dispuestos a renunciar a comer todos los días
por la razón de que también los burgueses comen todos los días.
Procuremos, mejor, nuestra comodidad
y busquemos nuestro placer, independientemente de lo que puedan hacer nuestros
enemigos. Procuremos hacer, señaladamente, lo que beneficie la propaganda de
nuestras ideas, sin preocuparnos de si los burgueses hacen en pro de los suyos
lo contrario o lo mismo que nosotros. Comportándonos de otro modo, haríamos
como aquel marido de la fábula que para contrariar a su mujer se hizo aquella
amputación quirúrgica que servía para fabricar cantores para la Capilla
Sixtina.
Procuremos, en suma, que nuestro
movimiento camine sobre carriles propios, fuera de la influencia directa o
indirecta de la ideología y de la calumnia burguesa, independientemente, sea en
sentido positivo sea en sentido negativo, de la conducta conservadora, y
habremos hecho obra revolucionaria y eminentemente libertaria, puesto que la
teoría libertaria nos enseña que debemos emanciparnos social e individualmente
de todo preconcepto, de toda influencia que no responda directamente y no
derive de nuestro interés, de nuestra libertad y de nuestra voluntad,
entendidos en el sentido positivo de la palabra.
CAPÍTULO III
EL USO DE LA VIOLENCIA Y LOS
ANARQUISTAS
Más adelante hablaremos, aparte,
acerca de aquella violencia, del todo verbal, usada, y desgraciadamente en
boga, entre los propagandistas de los partidos revolucionarios; de aquella
especial violencia que tiene el desmérito de gastar y deformar las ideas, de
dividir los ánimos y cavar surcos de rencor hasta entre gentes que tal vez
estén mucho más de acuerdo de lo que a primera vista parece. Esta violencia en
la propaganda y en la polémica, que es más dolorosa que una cuchillada cuando
se emplea entre compañeros, y que cuando se emplea contra los adversarios
consigue el objeto contrario del que se propusieron los propagandistas, aleja
de nuestras ideas la atención del público y levanta entre nosotros y el mundo
una muralla de separación que nos reduce a la situación de eternos soñadores,
de sempiternos gañones, de hombres encerrados en limitación excesiva.
Ahora, nos ocuparemos solamente de
la cuestión de la violencia, y no ya sólo verbal, en la lucha revolucionaria
contra la burguesía y el Estado, en relación con la filosofía anarquista.
Hablando antes de la degeneración
verbalista de una parte del anarquismo, o sedicente tal, por la influencia
burguesa que empujó a algunos espíritus sufrientes a aceptar todo cuanto la
burguesía quiso atribuir a los anarquistas, he tenido ocasión de repetir lo que
ya he dicho infinitas veces y lo que no me cansaré nunca de repetir, en cuantas
ocasiones encuentre propicias para ello, es decir, que la ANARQUÍA es
la negación de la violencia, y que su objetivo final es la pacificación
total entre los hombres. Si otras veces no empleé estas mismas palabras,
ciertamente mi pensamiento era el mismo.
En efecto, la ANARQUÍA es la
negación de la autoridad, tanto como sea posible eliminarla de las sociedades
humanas. Un estado social anárquico será solamente posible cuando ningún hombre
pueda o tenga los medios de constreñir, fuera de los de la persuasión, a
otro hombre, a hacer lo que éste no quiera. No podemos prever hoy si en un
porvenir próximo o remoto podrá cesar también del todo hasta la autoridad
moral; tal vez es imposible que desaparezca del todo, y ni siquiera sé si es
deseable que desaparezca, pero ciertamente irá disminuyendo a medida que
aumente y se eleve la consciencia individual de cada componente de la sociedad.
Hay una cierta autoridad que
proviene de la experiencia, de la ciencia, que no es posible despreciar y que
sería locura despreciarla, como sería locura que el enfermero se rebelara
contra la autoridad del médico referente a los modos de curar un enfermo, o el
albañil no quisiera seguir las instrucciones del arquitecto sobre la
construcción de un edificio, el marinero quisiera dirigir la nave contra las
indicaciones del piloto. El enfermero, el albañil y el marinero obedecen
respectivamente al médico, al arquitecto y al piloto voluntariamente,
porque precedentemente aceptaron libremente la dirección técnica de éstos.
Ahora bien: cuando se hubiera establecido una sociedad en la que no hubiera
otra forma de autoridad que la técnica, la científica, o la de la influencia
moral, sin el empleo de la violencia del hombre sobre el hombre, nadie podría
negar que sería una sociedad anárquica.
No hagamos equívocos con las
palabras: entiendo hablar de la violencia material, que se usa con la fuerza
material, contra una o muchas personas, violando o disminuyendo su libertad
personal, en contra o a despecho de su voluntad, con daño o dolor suyo, o
simplemente con la amenaza del empleo de una tal violencia. No puede decirse
que conseguiremos una ANARQUÍA perfecta -pues nada hay absolutamente perfecto
en este mundo-, y la perfecta pacificación social; pero es innegable que la
ausencia de la violencia coactiva del hombre sobre el hombre es la condición sine
qua non para la posibilidad de existencia de una organización social
anárquica.
Entonces, naturalmente, sólo será
posible y necesaria una sola forma de violencia contra el propio semejante: la
que tenga por objeto defenderse contra aquel que, habiéndose puesto por sí
mismo fuera de la sociedad y del pacto por todos libremente aceptado, no se
contentara con haberse salido del pacto y de la sociedad, sino que quisiera
violar la libertad y la tranquilidad de los demás. Los sospechosos y los que
hacen oídos de mercader a la palabra de «pacto social» ponen el grito en las
nubes como si quisieran que ya desde ahora los socialistas-anarquistas tuvieran
que fijar un estado o un sistema de vida obligatorio para todos. Nada de esto,
Enrique Malatesta en su folleto Entre campesinos, plantea la cuestión
claramente en estos términos:
«Por lo demás -dice Jorge, uno de
los personajes del diálogo-, lo que queremos hacer por medio de la fuerza es
poner en común las primeras materias del suelo, los instrumentos de trabajo,
los edificios y todas las riquezas existentes. Respecto al modo de organizar y
distribuir la producción, el pueblo hará lo que quiera... Se puede prever casi
con certeza que en algunos puntos establecerá el comunismo, en otros el
colectivismo, en otros tal vez otra cosa, y luego, cuando se hayan visto y
tocado los resultados de los sistemas adoptados, los demás irán aceptando el
que parezca mejor. Lo esencial es que nadie intente mandar a los demás
ni se apodere de la tierra y de los instrumentos de trabajo. A esto sí hay que
estar atentos, para impedirlo si tal ocurriera...».
Y a la pregunta de qué sería lo que
haríamos si alguno quisiera oponerse a lo que los demás hubieran acordado en
interés de todos, o bien si algunos intentaran violar la ajena libertad con la
fuerza, o se negaran a trabajar, perjudicando así a sus semejantes, Malatesta
responde:
«En el peor de los casos...
si hubieran quienes no quisieran trabajar, todo se reduciría a arrojarles de la
comunidad dándoles las primeras materias y los instrumentos de trabajo para
que trabajaran aparte... Entonces -cuando alguno quisiese violar la
libertad ajena- naturalmente sería necesario recurrir a la fuerza, puesto que
si no es justo que la mayoría oprima a la minoría, tampoco es justo lo
contrario; así como las minorías tienen derecho a la insurrección, las mayorías
tienen derecho a la defensa... “En estos casos la libertad individual no
quedaría violada desde el momento en que: «Siempre y en todas partes los
hombres tendrían un derecho imprescindible a las primeras materias y a los
instrumentos de trabajo, pudiendo, por tanto, separarse siempre de los demás y
permanecer libres e independientes»”».
Se comprende que el mismo
razonamiento es válido para las minorías, que tendrían siempre el derecho de
rebelarse contra las mayorías que quisieran violentar su voluntad y su
libertad, pues si esto ocurriera, la ANARQUÍA existiría sólo de nombre y no de
hecho. Pero aún en este caso, se trataría de violencia defensiva y no ofensiva,
cuya necesidad demostraría en último análisis, que la ANARQUÍA no había aún
triunfado.
He aquí en qué sentido yo creo por
lo que se refiere a la sociedad futura socialista y libertaria, que la
violencia debe usarse lo menos posible y en todos los casos solamente como
medio defensivo y nunca ofensivo. Hablo siempre de la violencia contra
otros hombres, puesto que, por lo demás, la lucha para la vida contendrá
siempre cierta dosis de violencia, sino contra los hombres, ciertamente contra
las fuerzas ciegas de la naturaleza. Como han demostrado muy bien Gauthier,
Kropotkin, Lannessan y otros, la lucha por la vida, entre los hombres, debe ser
sustituida, cada vez más, por la asociación y el apoyo mutuo, la solidaridad
por la lucha contra la naturaleza, a la que debemos arrancar todo el
bienestar que sea posible. Sería pueril, por ejemplo, que porque decimos que la
violencia debe ser siempre defensiva, se nos atribuya la idea de que para abrir
un túnel de ferrocarril tuviéramos que esperar a que las montañas nos
agredieran. Claro está que son siempre los ingenieros los que las atacan…
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Si, por lo demás, tuviéramos que
hablar de la violencia que se ha usado en el pasado y en el presente y de la
que tenga que emplearse en el porvenir, antes de que nos sea posible establecer
una vida social sobre las bases del apoyo mutuo y de la solidaridad... esto ya
sería cosa bien distinta.
Por lo que se refiere al pasado, se
necesitaría hacer todo un estudio histórico para juzgar cuáles violencias han
sido buenas y cuáles nocivas, cuáles aportaron consecuencias útiles o dañosas
al bienestar humano y al progreso en general. Ciertamente, muchas guerras entre
pueblos del pasado se nos presentan como habiendo tenido efectos buenos, aunque
la guerra en sí es cosa malvada. Pero se podría, estudiándolas bien, divisar
también sus efectos perjudiciales, puesto que en sustancia los acontecimientos
históricos no pueden ser divididos de modo absoluto en buenos y malos, útiles o
dañosos. Pero dejemos aparte el pasado, sobre el cual mi opinión es la de que,
en línea general, las violencias sociales buenas y útiles en definitiva, han
sido, más que todas las demás, las de las varias revoluciones contra las
diversas tiranías que han oprimido a los pueblos, tanto las de objetivos
políticos cuanto las de económicos.
Nadie pone ya en duda la utilidad de
las violencias individuales y colectivas desde Armodio o Feliu Orsini, desde la
rebelión de Espártaco, aunque plagada de saqueos, hasta las infinitas revueltas
que constituyeron la gran revolución francesa, tan larga y violenta. Pero,
repito, dejemos el pasado, ya que nos importa más el presente y, de éste, mucho
más y de modo especial, lo que al anarquismo se refiere.
Así, por ejemplo, ¿se podrá decir
que hoy, en la lucha, es siempre condenable la violencia? No, ciertamente. Un
periódico de Roma me preguntó sobre este particular, obtuvo de mí la repuesta,
que no fue publicada, de que la violencia no es un fin, sino un medio, y un
medio que nosotros no hemos elegido deliberadamente por amor a la violencia en
sí, sino porque las condiciones peculiares de la lucha nos han constreñido a
emplearlo. En la sociedad actual todo es violencia y por todos los poros
absorbemos su influencia y su provocación, y frecuentemente tenemos que devorar
para no ser devorados.
Es, ciertamente, una cosa dolorosa,
que está en esencial contradicción, señaladamente, con nuestros principios
anarquistas, pero ¿qué le vamos a hacer? No depende aún de nosotros poder
determinar ciertas formas de vida social con preferencia a otras, ni poder
escoger el género de relaciones humanas más en armonía con nuestras ideas.
Desde el momento en que no queremos ser solamente una escuela de discusión
filosófica, sino también un partido revolucionario, en la lucha empleamos los
medios que la situación nos consiente y que los propios adversarios nos indican
empleándolos ellos mismos.
En este sentido, se puede decir que
los anarquistas y los revolucionarios en su rebelión contra la explotación y la
opresión, se encuentran en estado de legítima defensa, ya que el oprimido y el
explotado que se rebela, no es nunca el primero en emplear la violencia, ya que
la primera violencia que se comete es en su daño por parte del que le oprime y
le explota, precisamente con la opresión y la explotación que son formas de
violencia continua mucho más terribles que no el acto impaciente de un rebelde
aislado o aún el de todo un pueblo en rebelión. Sabido es que la más sangrienta
de las revoluciones no ha causado nunca víctimas como una sola guerra de breve
duración, o como un solo año de miseria entre la clase obrera. ¿Se sacará de
esto en conclusión que los anarquistas desaprueban siempre la violencia, fuera
del caso de defensa en el sentido de un ataque personal o colectivo, aislado y
pasajero? Ni por sueños, y el que quiera atribuirnos una idea tan tonta sería a
su vez tonto y maligno. Pero sería también tonto y maligno quien desde otro
punto de vista quisiera argüir que somos partidarios de la violencia siempre y
a toda costa. La violencia, además de estar por sí misma en contradicción con
la filosofía anarquista, por cuanto implica siempre dolor y lágrimas, es una
cosa que nos entristece; puede imponérnosla la sociedad, pero si es cierto que
sería debilidad imperdonable condenarla cuando es necesaria, malvado sería
también su empleo cuando fuera irracional, inútil, o cuando se acoplara en
sentido contrario del que nos proponemos.
En todo, y a propósito de todo, los
revolucionarios no deben abdicar nunca de su propia razón. Si queriendo hacer
un periódico, editar un folleto, organizar una conferencia o un mitin, pensamos
primeramente en medir si vale la pena gastar tiempo y dinero y decidimos
afirmativamente cuando creemos que los efectos probables valen la energía
necesaria para obtenerlos, ¿cómo no haríamos el mismo raciocinio cuando el
gasto, como dice muy bien Malatesta, se totaliza en vidas humanas, para ver si
este gasto tendrá por lo menos un resultado equivalente con otra tanta
propaganda o en otro tanto efecto prácticamente revolucionario? Ciertamente que
en cuestiones de esta índole no es posible tener una balanza de precisión para
medir el pro y el contra de todo acto; pero en sentido relativo las susodichas
consideraciones conservan la misma importancia: en líneas generales, el
razonamiento debe ser preferido y sustituir al azar o a la irracionalidad.
Así, para presentar un ejemplo, si
en una revolución fuera necesario, para hacerla triunfar, en un dado momento,
pegar fuego a toda una biblioteca, yo que adoro los libros, consideraría como
delito el acto de quien se opusiera al incendio, aunque considerara éste como
una gran desventura. La violencia del innovador es diferente de la del hombre
que es violento por la violencia en sí; la violencia del innovador, por
implacable que sea, se emplea con intelecto amoroso: «Comete» piadosamente
acciones crueles, decía Juan Bovio. De igual modo le guía el amor cuando el
cirujano la emplea sobre un enfermo; ¿Pero que dirían de un cirujano que sin
preocuparse de la salud del enfermo hiciera una operación por el gusto de
hacerla, precisamente porque es una bella operación?
Para presentar un ejemplo más
propio, en Rusia, todos los atentados contra el gobierno y sus representantes y
sostenedores son justificados hasta nuestros mismos adversarios más moderados,
aun cuando hieran a veces a inocentes; pero ciertamente los mismos revolucionarios
los desaprobarían si fueran cometidos a ciegas contra gentes que pasan por la
calle o que están inofensivamente sentadas en un café o en un teatro.
«La sociedad nueva no debe comenzar
con un acto de vileza», decía Nicolás Barbato en su memorable declaración ante
un tribunal militar. En efecto, sería vil pecar por exceso de sentimentalismo
ante la historia cuando la energía revolucionaria es un deber; pero sería
asimismo erróneo esperar el triunfo de la revolución de la violencia guiada por
el odio, la cual, como dijo muy bien Malatesta en un artículo, hace ya algunos
años, nos conduciría a una nueva tiranía aún cuando ésta se cobijara con el
manto de la ANARQUÍA.
CAPITULO IV
LA VIOLENCIA DEL LENGUAJE EN LA
POLÉMICA Y EN LA PROPAGANDA
Una de las razones por las que a la
propaganda revolucionaria y especialmente a la anarquista, le es costoso
hacerse escuchar, y más aún persuadir a los que la escuchan, radica
precisamente en que esta propaganda se efectúa en una forma y un lenguaje tan
violento que en lugar de atraer rechaza la simpatía y el interés de quienes
escuchan.
Recuerdo que la primera vez que
cayeron en mis manos y ante mis ojos periódicos anarquistas, su estilo, en
lugar de persuadirme me ofendía, y probablemente no habría llegado a ser nunca
un anarquista sin más que la lectura de los periódicos, no hubiera abierto
brecha en mi ánimo la discusión benévola con algún amigo y la atenta lectura de
los folletos y los libros, por su naturaleza mucho más serios y serenos y nada
virulentos. Y recuerdo asimismo, que lo que llamó mi atención y simpatía hacia
el anarquismo, fue precisamente la violencia del lenguaje con que se le atacaba
en aquel periodo -1892-93-, por parte de los escritores burgueses de todos los
matices.
En aquella violencia de los ataques,
advertía yo toda la debilidad de los argumentos autoritarios, y más tarde fue
precisamente esta mezquindad de los argumentos contra el anarquismo lo que me
persuadió, por una parte de las razones libertarias, y por otra -persuasión que
cada vez se ha hecho más firme en mi ánimo-, de que en la polémica y en la
propaganda, que es cuando se trata de convencer y no de vencer, emplea un
lenguaje más violento aquel que se encuentra más pobre de argumentos. Desde
entonces, cada vez que he tenido que sostener una polémica, nunca me he sentido
tan seguro de mi mismo como cuando se me ha atacado groseramente: «¿Te enfadas?
Pues es que no tienes razón». Este ha sido en tales ocasiones mi pensamiento
acerca de mi adversario.
Y me place que esta opinión mía he
podido hallarla en todos los anarquistas más notables por la ciencia y la
cultura y por la eficacia de su propaganda. En sus Memorias de un
revolucionario, al narrar, Pedro Kropotkin la fundación del Révolté,
dice lo siguiente:
«Nuestro periódico era moderado en
la forma, pero sustancialmente revolucionario... Los periódicos socialistas
tienden a menudo a convertirse en una jeremiada sobre las condiciones
existentes... se describe con vivos colores la miseria y el sufrimiento, etc.
Para contrabalanzar el efecto deprimente que esta lamentación produce, se
recurre entonces a la magia de las palabras violentas, con las cuales se
pretende dar ánimo a los lectores... Yo creo, al contrario, que un periódico
revolucionario debe dedicarse, sobre todo, a recoger los síntomas que por todas
partes preludian el advenimiento de una nueva era, la germinación de nuevas
formas de vida social, la rebelión que aumenta contra las viejas instituciones…
Hacer sentir al obrero que su corazón late al unísono con el corazón de la
humanidad en el mundo entero, que toma parte en su rebeldía contra la secular
injusticia, en sus tentativas para crear nuevas condiciones sociales... He aquí
cuál debería ser la misión principal de un periódico revolucionario».
Puesto que el objetivo de la
propaganda es persuadir, es necesario saber emplear un lenguaje apropiado.
Recuerdo el caso de un anarquista francés que en sus artículos, conferencias, y
hasta en sus conversaciones familiares, lo primero que hacía era tratar a sus
adversarios de «embrutecidos», fueran curas o burgueses, republicanos o
socialistas, y hasta a los anarquistas que no pensaban como él. Imagínense a un
adversario que nos tratara tan groseramente. De no terminar a puñetazos es seguro
que no nos persuadiría aunque tuviera mil veces la razón.
¿Deberemos, pues, ponernos los
guantes para contender con nuestros enemigos y con los que engañan al pueblo?
No, ciertamente. Pero mejor sería que la violencia estuviera en los argumentos
y no en la forma exterior del lenguaje. Claro es que actualmente, habiendo ya
el pueblo abierto algo los ojos y odiando por ello a los dominadores, no hay
necesidad de tener pelos en la lengua. Pero supongan por un instante que están
haciendo propaganda en medio de un grupo de soldados no subversivos, o de
campesinos que salen de misa, o de jovenzuelos patriotas y monárquicos: ¿Dirán
a aquellos soldados lo que piensan de su oficio, a los campesinos que su cura
es un impostor y su religión una porquería y a los jóvenes monárquicos que la
monarquía es lo que no puedo decir pero lo que todos pensamos?
Algunos me responderán que sí. Pues
bien: no diré yo que en tal caso mentiríamos; muy al contrario. Pero si nos
hubiéramos propuesto hacer propaganda, podríamos desde luego, renunciar a
hacerla, porque nadie nos escucharía, mientras que si con los hechos a la mano
y con razones que convenzan, en lugar de ofender, supiéramos demostrar la
verdad, ésta acabaría iluminando la mente de más de un oyente. Naturalmente que
con frecuencia es necesario llamar a las cosas y las personas por su nombre,
pero es preciso que sea un instante propicio y con razonamientos. Bajo la
impresión de ciertos hechos, sería vil y dañoso callarse la propia indignación.
Pero indignarse siempre, venga o no a cuento, todos los días, hasta cuando se
habla del materialismo histórico, de individualismo o de concentración del
capital, es pueril y se corre el riesgo de que los adversarios no nos tomen en
serio, habituando de tal modo a los enemigos a las palabras y frases gruesas,
que hasta para esto acaban perdiendo toda su eficacia.
Es como aquellos enfermos del
estómago que usan estimulantes; la violencia del lenguaje puede ser para el
cerebro lo que esos estimulantes para el estómago. Un estimulante enérgico,
empleado una, dos, tres veces, o raramente, es eficaz para combatir muchos
males gástricos y producir una buena digestión. Pero si el estimulante lo
emplean todos los días, a cada comida, acaban por echarse a perder el estómago
y no obtener de él ningún beneficio, aunque vayan aumentando la dosis.
Sé de países muy libres donde la
propaganda escrita no tiene obstáculos y la fantasía más desenfrenada y
violenta puede atacar al universo entero con toda la dinamita y petróleo de que
quiera echar mano contra el «vil burgués». Como que en estos países la policía
no hace caso, los que escriben con semejante furia agotan pronto todo el
repertorio de violencias y ningún efecto causan sobre los lectores. Y lo malo
es que cuando un día en que realmente habría que elevar el tono de voz en los
artículos y discursos, los escritores y los oradores son impotentes para
provocar la menor impresión en un público ya cansado de tales virulencias. Y
entonces la propaganda pierde tres cuartas partes de su valor.
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Frecuentemente, en la propaganda,
somos violentos, no tanto para convencer como para despechar a nuestros
adversarios, o para hacer un «bello gesto» literario. Es el caso de Tailhade,
apologista de todos los atentados, en prosa y en verso admirables, pero que
después de un año de cárcel plegó las velas y se metió en el partido
nacionalista porque, de continuar como hasta entonces, las cosas le habrían
salido ya mal. Es el caso de un terrible escritor individualista, poeta dinamitero,
que nos insultaba y nos llamaba moderados... desde América, que cuando
regresó a Italia se inscribió inmediatamente en el partido socialista
legalitario.
También el «bello gesto» puede ser
bueno y útil, pero cuando se hace con valentía y dignidad, cuando la insolencia
se lanza en pleno rostro del enemigo y se aceptan todas las responsabilidades.
Entonces la palabra resulta un acto, se convierte en propaganda por el hecho.
Más de uno hemos visto que pasa por tímido entre los anarquistas y que, presentada
la ocasión, fue un héroe ante un tribunal o frente a las bayonetas, y en cambio
hemos visto a muchos terribles vozarrones que se aquietaron al asomar el
peligro, o, peor aún, hicieron papeles ridículos, como algunos de los más
violentos redactores del Sempre Avanti, de Liorna, y del Ordine,
de Turín, que en los años 1893-94 escribían con una bomba de dinamita en la
mesa de redacción, pero que, llevados al tribunal renegaron de la ANARQUÍA,
sacaron al párroco por testigo de lo bondadosos que eran, después de haber
comulgado devotamente, o se llamaron anarquistas evolucionistas spencerianos y
otras cosas peores. Y menos mal cuando la violencia del lenguaje tenía la
belleza artística o contenía un concepto substancialmente justo, pero en la
inmensa mayoría de los casos, las cosas dichas más violentamente lo son con un
vocabulario que causa risa o pena.
Naturalmente, lo antedicho debe
entenderse cum gramu salis, pues desgraciadamente en ciertos ambientes
el lenguaje violento en la propaganda y en la polémica se ha ido haciendo tan
habitual, que muchos lo creen indispensable y se ofenderán con mis palabras.
Pero yo no hablo para estos hombres de valentía y de lealtad, o mejor dicho,
sí, hablo para ellos, para convencerles con las pruebas de hecho antedichas, de
cuán dañoso es en interés de las ideas persistir en métodos no adecuados, antes
más bien deletéreos. Si los que me leen son personas progresistas, razonables,
no les irritará que ponga mano en la llaga; irritará, indudablemente, a los
pocos que saben que obran mal e insisten en hacerlo por fines inconfesables de
vanidad o de éxito personal o de gloria pseudo-revolucionaria.
Hay muchos hombres, verdad es, que
si hablan alto y fuerte saben obrar también en consecuencia. Pero también hay
otros que no se limitan a ser moderados en los términos y en las formas, sino
que lo son también en la sustancia, en los hechos. Deploro lo que hacen éstos y
admiro a aquellos y me siento más cerca de ellos que de éstos, aunque nos
separen diferencias doctrinales o de táctica. No obstante, la verdad no cambia,
o sea, que todo debe estar proporcionado y tendente al fin que nos proponemos.
El fin de la propaganda y de la
polémica es convencer y persuadir. Ahora bien: no se convence y no se persuade
con violencias en el lenguaje, con insultos e invectivas, sino con la cortesía
y la educación de los modales. Solamente cuando se tiene delante una fuerza que
nos amenaza y nos oprime, un obstáculo material que nos impide el camino, una
violencia opuesta que no se puede vencer sin violencia -sea que se oponga a
nuestra propaganda, sea que brutalmente limite nuestra libertad y nuestro
bienestar-, solamente entonces es lógica la violencia; pero entonces, ser
violentos... de palabra, sería en extremo ridículo. Para presentarles una
similitud, diré que es ridículo querer persuadir a la gente con la violencia
-sea del insulto o del palo- como sería ridículo querer vencer una insurrección
con simples argumentos escritos o hablados.
De acuerdo, como he dicho antes, en
que no todos los que gritan más violentamente son pusilánimes, como no todos
los que hablan y discuten moderadamente son de la madera de los héroes, pero el
daño que a la propaganda le proviene del hábito de los primeros es
insuperablemente mayor del que puede provenir del hábito de los segundos. Si
mañana, en la lucha material, se muestra pusilánime el que no peroraba como un
matasiete, será un mal, pero un mal que pasará inobservado. Pero si resulta
pusilánime el que voceaba a todo pasto cosas terribles y se atrajo la antipatía
de los que no pensaban como él, el efecto será desastroso, y el pueblo y los
adversarios tendrán motivos plausibles a primera vista para no tomarnos en
serio.
Verdad es que a veces, en tiempo de
calma, se imponen en la propaganda y en la polémica, la palabra ruda que azota
el rostro cuando se tiene delante un hecho que indigna o un adversario de
reconocida mala fe. Pero la palabra áspera de la protesta y de la bofetada
moral tiene mucho más eficacia cuando menos se emplea. Me explicaré. Si a un adversario
que apenas roza nuestra sensibilidad u ofende nuestras ideas, le arrojan a la
cara todo el tintero de las insolencias sugeridas por su resentimiento, el día
en que otro adversario verdaderamente vil y de mala fe les trate peor, entonces
son impotentes para pararle los pies, puesto que las palabras que dirán contra
él no tendrán valor si las han ya lanzado contra otros por cosas de menos
importancia.
Prueben, en cambio, a tener un
lenguaje moderado en la forma, pero que substancialmente diga por completo y
sin transigencias todo su pensamiento, y habitúen a sus lectores a las formas
corteses de la polémica, y verán como, cuando por un motivo serio levantan el
tono de la voz, serán comprendidos mucho más que si se obstinan en chillar como
energúmenos todos los días.
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En la propaganda hay que procurar
siempre hacer vibrar alguna cuerda del alma humana, y esto les sería imposible
si habituaran su espíritu al maximum de violencia. Después de la primera
impresión, sucede el hábito. Es como una persona que se impresionara
enormemente al oír un simple estallido de disparo de revólver y que no se
conmoviera luego, lo más mínimo puesto en un campo de ejercicio de tiro. Y
nosotros tenemos necesidad imprescindible, de conmover. Es éste el modo de poder
sinceramente llamar la ajena atención sobre nuestras razones.
Se me puede objetar, y con razón,
que vivimos en un ambiente tal de violencia y de maldad, que no es siempre
posible conservar la serenidad deseable. Nadie pretende esto. Mis observaciones
sólo tienen un valor indicativo, de máxima, para los que más se dedican a la
propaganda. Así, es verdad que hay instituciones y personas hacia las cuales no
es posible sentir tolerancia y contra las cuales se tiene el sacrosanto deber,
como dice un poeta nuestro, de combatirlas «sin respeto y sin cortesía». Por
ejemplo, cuando se habla del Gobierno, sería pueril ir en busca de eufemismos.
Hablando mal de él, se es más elocuente.
Verdad es que cuando se habla mal de
un canalla hay que guardarse mucho de atribuirle actos que no ha hecho, a fin
de no darle ocasión con nuestro error, de que haga protestas de bondad y
honradez. Por incurrir demasiado en esta exageración, ha podido tener
nacimiento en nuestros adversarios, la irónica frase que dice: «¿Llueve?
¡La culpa la tiene el gobierno!» Mas como todos los gobiernos, aunque no
tengan la culpa de que llueva, ocasionan daños mucho mayores, no hay que
andarse con temores para atacarles crudamente. De gobiernos, curas y patronos,
nunca se dirá bastante, y si la violencia en la polémica y en la propaganda no
se empleara sino contra ellos, nada habría dicho, limitándome a poner de
relieve el defecto señalado.
Pero la violencia del lenguaje en la
polémica y en la propaganda, la violencia verbal y escrita, que a veces se ha
resuelto dolorosamente en hechos de violencia material contra las personas, la
violencia que, sobre todo, deploro, es la que se emplea contra otros partidos
progresivos, más o menos revolucionarios, que esto poco importa, que están
compuestos de oprimidos y explotados como nosotros, de gentes que como nosotros
animadas por el deseo de cambiar hacia un estado mejor la situación política y
social presente. Aquellos partidos, que aspiran al poder, cuando a él lleguen,
indudablemente serán enemigos de los anarquistas, pero como esto está aún lejos
de ser, como que su intención puede ser buena y muchos males de los que quieren
eliminar también queremos nosotros verlos suprimidos, y como que tenemos muchos
enemigos comunes y en común tendremos, sin duda, que librar más de una batalla,
es inútil, cuando no perjudicial, tratarlos violentamente, dado que por ahora
lo que nos divide es una diferencia de opinión, y tratar violentamente a alguno
porque no piensa u obra como nosotros es una prepotencia, es un acto
antisocial.
La propaganda y la polémica que
hacemos entre los elementos de los demás partidos, tiende a persuadirles de la
bondad de nuestras razones, a atraerlos a nuestro ambiente. Lo que hemos dicho
anteriormente en líneas generales, es decir, que se persuade mal al que se
trata mal, es más aplicable en línea particular tratándose de elementos
asimilables: de obreros, de jóvenes, de inteligencias ya despiertas, de hombres
que ya están en camino hacia la verdad. El choque de la violencia, al contrario,
lejos de empujarles, les detiene en este camino, por reacción. Algunos de sus
jefes pueden obrar de mala fe, pero díganme: ¿estamos seguros de que entre
nosotros no haya también personas que obren del mismo modo? Debemos procurar
atacarles cogiéndoles, como suele decirse, en el garlito, cuando realmente se
ve que obran de mala fe, y no involucrar en el ataque a todo el partido.
Ciertamente que muchas doctrinas suyas son erróneas, pero para demostrar su
error no son necesarios los insultos; algunos de sus métodos son nocivos a la
causa revolucionaria, pero obrando nosotros de modo diferente y propagando con
el ejemplo y la demostración razonada, les enseñaremos que nuestros métodos son
mejores.
Todas las consideraciones de este
trabajo me han sido sugeridas por la constatación de un fenómeno que he
observado en nuestro campo. Nos hemos acostumbrado tanto a ahuecar la voz
siempre y en todo, que hemos ido perdiendo gradualmente el valor de las palabras
y de su relatividad. Los mismos adjetivos despreciativos nos sirven de igual
modo para atacar de frente al cura, al monárquico, al republicano, al
socialista y hasta al anarquista que no piense como nosotros. Y eso es un
defecto primordial. Si alguna diferencia se establece, más bien es en beneficio
de nuestros peores enemigos. Se puede decir que los anarquistas y los
socialistas no hemos dicho nunca tantas insolencias a los curas y a los
monárquicos como a los republicanos, y que los anarquistas nunca dijeron tantas
a los burgueses como llevan dichas a los socialistas. Más diré todavía:
especialmente en los últimos tiempos, ha habido anarquistas que han tratado a
otros anarquistas, que no pensaban exactamente como ellos, como jamás trataron
a los clericales, explotadores y policías juntos.
Sin querer insistir sobre las
innumerables veces que entre buenos compañeros nos hemos llamado
«mixtificadores», «clericales», «locos», «cobardes» y otras lindezas
semejantes, basta un ejemplo que he hallado y que cito con disgusto, en un
periódico que se llama anarquista. Helo aquí: En la lista de los suscriptores
había un donante que firmaba -no quiero decir su nombre, pongamos Fulano-,
augurando que en el Congreso de los socialistas-anarquistas, que entonces se preparaba
para ser celebrado en Roma, se les arrojara a los congresistas una bomba.
Parecerá una burla, una triste burla por cierto, si toda la índole del
periódico no fuera un testimonio de que aquella frase expresaba verdaderamente
un rencor, casi un odio.
Suele decirse que entre hermanos es
donde más abundan las peleas... Triste hermandad por cierto. Yo pienso que urge
reaccionar contra estos métodos dolorosos y lamentables, y el único medio
adecuado me parece que será el de no recoger nunca los insultos, o, a lo sumo,
limitarse a señalar a quien emplea semejante lenguaje del mismo modo que
señalamos a los que vienen a sembrar la discordia y la confusión en nuestro
campo. A estos antes no conviene hacerles el honor de la discusión, y si nos
vemos obligados a discutir, jamás debemos imitar su estilo ni descender a su
terreno, tanto si se trata de adversarios más o menos afines, como si se trata
de sedicentes compañeros. En lugar de discutir con ellos sobre ideas, mejor
será darles nociones de educación.