PRESENTACIÓN
La obra que aquí publicamos de
Miguel Bakunin, fue escrita en el año de 1870. En ella expone su particular
concepción del mundo, manifestando su rechazo al concepto bastante extendido
del libre albedrío, al mismo tiempo que su tendencia proclive al ateismo
y su combate al pensamiento metafísico.
El hombre, nos dice, es un ser que
está fatalmente condenado a pensar, a indagar, a buscar, a investigar, a
estudiar. Tal es su naturaleza.
Y es precisamente debido a esa su
naturaleza, que fatalmente se encuentra condenado a ser libre. El
hombre, entonces, es libre no por decisión propia, sino porque ello deviene de
su propia naturaleza.
Las barreras que encuentra como
impedimento para desarrollar sus potencialidades, antes de desanimarle,
prodúcenle una terrible ansiedad que en no pocos casos conviértese en acicate
para empujarle, para obligarle a superarlas.
Por su propia naturaleza, y no
porque quiera o no quiera, el hombre se rebela contra la prohibición. Bakunin
toma como ejemplo el archiconocido caso de la famosa manzana de Adán, y
del árbol del bien y del mal, llegando a afirmar que en dicha fábula
mítica, se encuentra la clara intención de demostrar que Dios, deseando
realmente que la primera pareja humana comiera la fruta de aquél árbol
prohibido, lo único que tuvo que hacer para acelerar la caída fue
solamente hacer uso de su divina facultad de poder prohibir.
Prohibir a un ser humano a hacer o
no hacer alguna cosa, es orillarle a que busque la manera de romper la prohibición. Tal
es la moraleja que se desprende de esa fábula bíblica.
Esperamos que las Consideraciones filosóficas
sobre el fantasma divino, sobre el mundo real y sobre el hombre resulte una
obra de provecho para todo el que se acerque a leerla.
Chantal López y Omar Cortés
CAPÍTULO 1
EL SISTEMA DEL MUNDO
No es este el lugar para entrar en
especulaciones filosóficas sobre la naturaleza del ser. Pero como me veo
forzado a emplear a menudo la palabra naturaleza, creo deber decir aquí
lo que entiendo por ella. Podría decir que la naturaleza es la suma de todas
las cosas realmente existentes. Pero eso me daría una idea completamente muerta
de la naturaleza, que se presenta a nosotros, al contrario, todo movimiento y
toda vida. Por lo demás, ¿qué es la suma de las cosas? Las cosas que son hoy no
serán mañana; mañana se habrán no perdido, sino enteramente transformado. Me
acercaré, pues, mucho más a la verdad diciendo que la naturaleza es la suma de
las transformaciones reales de las cosas que se producen y que se producirán
incesantemente en su seno; y para dar una idea un poco más determinada de lo
que pueda ser esa suma o esa totalidad, que llamo la naturaleza,
enunciaré, y creo poderla establecer como un axioma, la proposición siguiente:
Todo lo que es, los seres que
constituyen el conjunto indefinido del universo, todas las cosas existentes en
el mundo, cualesquiera que sea por otra parte su naturaleza particular, tanto
desde el punto de vista de la calidad como de la cantidad, las más diferentes y
las más semejantes, grandes o pequeñas, cercanas o inmensamente alejadas,
ejercen necesaria e inconscientemente, sea por vía inmediata y directa, sea por
transmisión indirecta, una acción y una reacción perpetuas; y toda esa cantidad
infinita de acciones y de reacciones particulares, al combinarse en un
movimiento general y único, produce y constituye lo que llamamos vida,
solidaridad y causalidad universal, la naturaleza.
Llamad a eso dios, lo absoluto, si
os divierte, qué me importa, siempre que no deis a esa palabra, dios, otro
sentido que el que acabo de precisar: el de la combinación universal, natural,
necesaria y real, pero de ningún modo predeterminada ni preconcebida, ni
provista, de esa infinidad de acciones y de reacciones particulares que todos
las cosas realmente existentes ejercen incesantemente unas sobre otras.
Definida así la solidaridad universal, la naturaleza, considerada en el
sentido del universo sin límites, se impone como una necesidad racional a
nuestro espíritu; pero no podremos abarcarla nunca de una manera real, ni
siquiera por la imaginación, y menos reconocerla. Porque no podemos reconocer
más que esa parte infinitamente pequeña del universo que nos es manifestada por
nuestros sentidos; en cuanto al resto, lo suponemos, sin poder constatar
realmente su existencia.
Claro está que la solidaridad
universal, explicada de ese modo, no puede tener el carácter de una causa
absoluta y primera; no es, al contrario, más que una resultante1,
producida y reproducida siempre por la acción simultánea de una infinidad de
causas particulares, cuyo conjunto constituye precisamente la causalidad
universal, la unidad compuesta, siempre reproducida por el conjunto indefinido
de las transformaciones incesantes de todas las cosas que existen y, al mismo
tiempo, creadora de todas las cosas; cada punto obrando sobre el todo (he ahí
el universo producido), y el todo obrando sobre cada parte (he ahí el universo
productor o creador).
Habiéndolo explicado así, puedo
decir ahora, sin temor a dar lugar a ningún malentendido, que la causalidad
universal, la naturaleza, crea los mundos. Es ella la que ha determinado la
configuración mecánica, física, química, geológica y geográfica de nuestra
Tierra, y que, después de haber cubierto su superficie con todos los
esplendores de la vida vegetal y animal, continúa creando aún, en el mundo
humano, la sociedad con todos sus desenvolvimientos pasados, presentes y
futuros.
Cuando el hombre comienza a observar
con una atención perseverante y seguida esa parte de la naturaleza que le rodea
y que encuentra en sí mismo, acaba por apercibirse que todas las cosas son
gobernadas por leyes que le son inherentes y que constituyen propiamente su
naturaleza particular; que cada cosa tiene un modo de transformación y de
acción particular; que en esa transformación y esa acción hay una sucesión de
fenómenos y de hechos que se repiten constantemente, en las mismas
circunstancias dadas, y que, bajo la influencia de circunstancias determinadas,
nuevas, se modifican de una manera igualmente regular y determinada. Esa
reproducción constante de los mismos hechos por los mismos procedimientos
constituye propiamente la legislación de la naturaleza: el orden en la
infinita diversidad de los fenómenos y de los hechos.
La suma de todas las leyes,
conocidas y desconocidas, que obran en el universo, constituye la ley única y
suprema. Esas leyes se dividen y se subdividen en leyes generales y en leyes
particulares y especiales. Las leyes matemáticas, mecánicas, físicas y
químicas, por ejemplo, son leyes generales que se manifiestan en todo lo que
es, en todas las cosas que tienen una real existencia, leyes que, en una
palabra, son inherentes a la materia, es decir al ser real y únicamente
universal, el verdadero substratum de todas las cosas existentes.
Añadiré también que la materia no existe nunca y en ninguna parte como substratum,
que nadie ha podido percibirla bajo esa forma unitaria y abstracta; que no
existe y no puede existir más que bajo una forma mucho más concreta, como
materia más o menos diversificada y determinada.
Las leyes del equilibrio, de la
combinación y de la acción mutua de las fuerzas o del movimiento mecánico; las
leyes de la pesadez, del calor, de la vibración de los cuerpos, de la luz, de
la electricidad, tanto como las de la composición y de la descomposición química
de los cuerpos, son absolutamente inherentes a todas las cosas que existen, sin
exceptuar de ningún modo las diferentes manifestaciones del sentimiento, de la
voluntad y del espíritu; pues estas tres cosas, que constituyen propiamente el
mundo ideal del hombre, no son más que funcionamientos completamente materiales
de la materia organizada y viva, en el cuerpo del animal en general y sobre
todo del animal humano en particular2. Por consiguiente, todas esas
leyes son leyes generales, a las cuales están sometidos todos los órdenes
conocidos y desconocidos de existencia real en el mundo.
Pero hay leyes particulares que no
son propias más que a ciertos órdenes particulares de fenómenos, de hechos y de
cosas, y que forman entre sí sistemas o grupos aparte: tales son, por ejemplo,
el sistema de las leyes geológicas; el de las leyes de la organización animal;
en fin, el de las leyes que presiden el desenvolvimiento social e ideal del
animal más perfecto de la Tierra, el hombre. No se puede decir que las leyes que
pertenecen a uno de esos sistemas sean absolutamente extrañas a las que
componen los otros sistemas. En la naturaleza, todo se encadena mucho más
íntimamente de lo que se piensa en general, y de lo que quizás quisieran los
pedantes de la ciencia, en interés de una mayor precisión en su trabajo de
clasificación. Pero, sin embargo, se puede decir que tal sistema de leyes
pertenece mucho más a tal orden de cosas y de hechos que a otro, y que si, en
la sucesión en que las he presentado, las leyes que dominan en el sistema
procedente continúan manifestando su acción en los fenómenos y las cosas que
pertenecen a todos los sistemas que siguen, no existe acción retrógrada de las
leyes de los sistemas siguientes sobre las cosas y los hechos de los sistemas
precedentes. Así, la ley del progreso, que constituye el carácter esencial del
desenvolvimiento social de la especie humana, no se manifiesta de ningún modo
en la vida exclusivamente animal, y aun menos en la vida exclusivamente
vegetal; mientras que todas las leyes del mundo vegetal y del mundo animal se
encuentran, sin duda, modificadas por nuevas circunstancias, en el mundo
humano.
En fin; en el seno mismo de esas
grandes categorías de cosas, de fenómenos y de hechos, así como de las leyes
que le son particularmente inherentes, hay aún divisiones y subdivisiones que
nos muestran esas mismas leyes particularizándose y especializándose más y más,
acompañando, por decir así, la especialización más y más determinada, -y que se
vuelve más restringida a medida que se determina más-, de los seres mismos.
El hombre no tiene, para constatar
todas esas leyes generales, particulares y especiales, otro medio que la
observación atenta y exacta de los fenómenos y de los hechos que se suceden
tanto fuera de él como en él mismo. Distingue en ellos lo que es accidental y
variable de lo que se reproduce siempre y en todas partes de una manera
invariable. El procedimiento invariable por el cual se reproduce constantemente
un fenómeno natural, sea exterior, sea interior; la sucesión invariable de los
hechos que lo constituyen, son precisamente lo que llamamos la ley de ese
fenómeno. Esa constancia y esa repetición no son, sin embargo, absolutas.
Dejan un vasto campo a lo que llamamos impropiamente las anomalías y las
excepciones -manera de hablar muy poco justa, porque los hechos a los cuales se
refiere prueban solamente que esas reglas generales, reconocidas por nosotros
como leyes naturales, no siendo más que abstracciones deducidas por
nuestro espíritu del desenvolvimiento real de las cosas, no están en estado de
abarcar, de agotar, de explicar toda la infinita riqueza de ese
desenvolvimiento.
Esa multitud de leyes tan diversas,
y que nuestra ciencia separa en categorías diferentes, ¿forman un solo sistema
orgánico y universal, un sistema en el cual se encadenan lo mismo que los seres
de quienes manifiestan las transformaciones y los desenvolvimientos? Es muy
probable. Pero lo que es más que probable, lo que es cierto, es que no podremos
llegar nunca, no sólo a comprender, sino sólo a abarcar ese sistema único y
real del universo, sistema infinitamente extenso por una parte e infinitamente
especializado por otra; de suerte que al estudiarlo nos detendremos ante dos
infinitudes: lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño.
Los detalles son inagotables. No le
será dado nunca al hombre conocer más que una parte infinitamente pequeña de
ellos. Nuestro cielo estrellado, con su multitud de soles, no forma más que un
punto imperceptible en la inmensidad del espacio, y aunque lo abarquemos con la
mirada, no sabemos casi nada de él. Por fuerza, pues, debemos contentarnos con
conocer un poco nuestro sistema solar, del cual tenemos que presumir la
perfecta armonía con todo el resto del universo, porque si no existiese esa
armonía, o bien debería establecerse o bien nuestro mundo solar perecería.
Conocemos ya muy bien este último desde el punto de vista mecánico, y
comenzamos a conocerlo ya un poco desde el punto de vista físico, químico,
hasta geológico. Nuestra ciencia irá difícilmente mucho más allá. Si queremos
un conocimiento más concreto, debemos atenemos a nuestro globo terrestre.
Sabemos que ha nacido en el tiempo y presumimos que -no sé en qué número
indefinido de siglos o de millones de siglos- será condenado a perecer, como nace
y perece, o más bien se transforma, todo lo que es.
Cómo nuestro globo terrestre,
primero materia ardiente y gaseosa, se ha condensado, se ha enfriado; por qué
inmensa serie de evoluciones geológicas ha debido pasar, antes de poder
producir en su superficie toda esa infinita riqueza de la vida orgánica,
vegetal y animal, desde la simple célula hasta el hombre; cómo se ha
manifestado y continúa desarrollándose en nuestro mundo histórico y social;
cuál es el fin hacia donde marchamos, impulsados por esa ley suprema y fatal de
transformación incesante que en la sociedad animal se llama progreso: he
ahí las únicas cuestiones que nos son accesibles, las únicas que pueden y que
deben ser realmente abarcadas, estudiadas y resueltas por el hombre. No
formando más que un punto imperceptible en la cuestión ilimitada e indefinible
del universo, esas cuestiones humanas y terrestres ofrecen sin embargo a
nuestro espíritu un mundo realmente infinito, no en el sentido divino, es
decir, abstracto de esa palabra, no como el ser supremo creado por la
abstracción religiosa; infinito, al contrario, por la riqueza de sus detalles,
que ninguna observación, ninguna ciencia sabrán apreciar jamás.
Para conocer ese mundo, nuestro
mundo infinito, la sola abstracción no bastaría. Abandonada a sí misma, nos
volvería a llevar infaliblemente al ser supremo, a dios, a la nada, como lo ha
hecho ya en la historia, según lo explicaré pronto. Es preciso -aun continuando
en la aplicación de esa facultad de abstracción, sin la cual no podríamos
elevamos nunca de un orden de cosas inferior a un orden de cosas superior ni,
por consiguiente, comprender la jerarquía natural de los seres-, es preciso que
nuestro espíritu se sumerja al mismo tiempo, con respeto y con amor, en el
estudio minucioso de los detalles y de lo infinitamente pequeño, sin lo cual no
podríamos concebir jamás la realidad viviente de los seres. No es, pues,
uniendo esas dos facultades, esos dos actos del espíritu en apariencia tan
contrarios: la abstracción y el análisis escrupuloso, atento y paciente de los
detalles, como podremos elevarnos a la concepción real de nuestro mundo. Es
evidente que si nuestro sentimiento y nuestra imaginación pueden darnos una
imagen, una representación más o menos falsa de este mundo, sólo la ciencia podrá
darnos una idea clara y precisa.
¿Cuál es, pues, esa curiosidad
imperiosa que impulsa al hombre a reconocer el mundo que le rodea, a perseguir
con una infatigable pasión los secretos de esa naturaleza de que él mismo es,
sobre esta Tierra, la última y la más perfecta creación? Esta curiosidad, ¿es
un simple lujo, un agradable pasatiempo, o bien una de las principales
necesidades inherentes a su ser? No vacilo en decir que de todas las
necesidades que constituyen la naturaleza del hombre, esa es la más humana, y
que el hombre no se distingue efectivamente de los animales de las demás
especies más que por esa necesidad inextinguible de saber, que no se hace real
y completamente hombre más que por el despertar y por la satisfacción
progresiva de esa inmensa necesidad de saber. Para realizarse en la plenitud de
su ser, el hombre debe reconocerse, y no se reconoce jamás de una manera
completa y real más que en tanto que haya reconocido la naturaleza que le rodea
y de la cual es el producto. Por tanto, a menos de renunciar a su humanidad, el
hombre debe saber, debe pensar con su pensamiento todo el mundo real, y sin
esperanza de llegar nunca al fondo, debe profundizar más y más la coordinación
y las leyes, porque su humanidad no existe más que a ese precio. Le es preciso
reconocer todas las regiones inferiores, anteriores y contemporáneas a él
mismo, todas las evoluciones mecánicas, físicas, químicas, geológicas,
vegetales y animales, es decir, todas las causas y todas las condiciones de su
propio nacimiento, de su propia existencia y de su desenvolvimiento, a fin de
que pueda comprender su propia naturaleza y su misión sobre la Tierra, su
patria y su teatro único; a fin de que en este mundo de la ciega fatalidad,
pueda inaugurar su mundo humano, el mundo de la libertad.
Tal es la tarea del hombre: es
inagotable, es infinita y suficiente para satisfacer los espíritus y los
corazones más orgullosos y más ambiciosos. Ser efímero e imperceptible, perdido
en medio del océano sin orillas de la transformación universal, con una
eternidad ignorada tras sí, y una eternidad inmensa ante él, el hombre que
piensa, el hombre activo, el hombre consciente de su humano destino, queda en
calma y altivo en el sentimiento de su libertad, que conquista emancipándose
por sí mismo mediante el trabajo, mediante la ciencia, y emancipando, rebelando
a su alrededor, en caso de necesidad, a todos los hombres, sus semejantes, sus
hermanos. Si le preguntáis después de eso su íntimo pensamiento, su última
palabra sobre la unidad real del universo, os dirá que es la eterna
transformación, un movimiento infinitamente detallado, diversificado, y a
causa de eso mismo, ordenado en sí, pero sin comienzo, ni límite ni fin. Es,
pues, lo contrario absoluto de la providencia: la negación de dios.
Se comprende que en el universo así
entendido, no pueda hablarse ni de ideas anteriores ni de leyes preconcebidas y
preordenadas. Las ideas, incluso la de dios, no existen en esta Tierra más que
en tanto que han sido producidas por el cerebro. Se ve, pues, que vienen mucho
más tarde que los hechos naturales, mucho más tarde que las leyes que gobiernan
esos hechos. Son justas cuando son conformes a esas leyes, falsas cuando le son
contrarias. En cuanto a las leyes de la naturaleza, no se manifiestan bajo esa
forma ideal o abstracta de ley, más que por la inteligencia humana, cuando,
reproducidas por el cerebro, en base a observaciones más o menos exactas de las
cosas, de los fenómenos y de la sucesión de los hechos, toman esa forma de
ideas humanas casi espontáneas. Anteriormente al nacimiento del pensamiento
humano, no son reconocidas como leyes, por nadie, y no existen más que en el
estado de procesos reales de la naturaleza, procesos que, como acabo de
decirlo más arriba, están siempre determinados por un concurso indefinido de
condiciones particulares, de influencias y de causas que se repiten
regularmente. Esa palabra naturaleza, excluye, por consiguiente, toda
idea mística o metafísica de substancia, de causa final o de creación
providencialmente combinada y dirigida.
Pero puesto que existe un orden en
la naturaleza, debe haber habido necesariamente un ordenador, se dirá. De
ningún modo. Un ordenador, aunque fuese un dios, no habría podido sino
obstaculizar por su arbitrariedad personal el orden natural y el
desenvolvimiento lógico de las cosas; y sabemos bien que la propiedad principal
de los dioses de todas las religiones, es ser precisamente superiores, es
decir, contrarios a toda lógica natural, y no reconocer más que una sola
lógica: la del absurdo y la de la iniquidad. Porque, ¿qué es la lógica, sino el
desenvolvimiento natural de las cosas, o bien el proceso natural por el cual
muchas causas determinantes, inherentes a esas cosas, producen hechos nuevos?3
Por consiguiente, me será permitido enunciar este axioma tan simple y al mismo
tiempo tan decisivo:
Todo lo que es natural es lógico, y
todo lo que es lógico o bien se encuentra ya realizado, o bien deberá
realizarse en el mundo natural, inclusive el mundo social4.
Pero si las leyes del mundo natural
y del mundo social5 no han sido creadas ni ordenadas por nadie, ¿por
qué y cómo existen? ¿Qué es lo que les da ese carácter invariable? He aquí una
cuestión que no está en mi poder el resolverla y a la cual, que yo sepa, nadie
encontró todavía ni encontrará jamás respuesta. Me engaño: los teólogos y los metafísicos
han tratado de responder a ella por la suposición de una causa primera suprema,
de una divinidad creadora de los mundos, o al menos, como dicen los metafísicos
panteístas, por la de un alma divina o de un pensamiento absoluto encarcelado
en el universo y manifestándose por el movimiento y la vida de todos los seres
que nacen y que mueren en su seno. Ninguna de esas suposiciones soporta la
menor crítica. Me ha sido fácil probar que la de un dios creador de las leyes
naturales y sociales contenía en sí la negación completa de esas leyes, hacía
su existencia misma, es decir, su realización y su eficacia, imposible; que un
dios ordenador de ese mundo debía producir en él necesariamente la anarquía6,
el caos; que, por consiguiente, de dos cosas una, o bien dios, o bien las leyes
de la naturaleza no existen; y como sabemos de una manera segura, por la
experiencia de cada día y por la ciencia, que no es otra cosa que la
experiencia sistematizada de los siglos, que esas leyes existen, debemos
concluir que dios no existe.
Profundizando el sentido de estas
palabras: leyes naturales, volveremos, pues, a encontrar que excluyen de
una manera absoluta la idea y la posibilidad misma de un creador, de un
ordenador y de un legislador, porque la idea de un legislador excluye a su vez,
de una manera también absoluta, la inherencia de las leyes en las cosas
, y desde el momento que una ley no es inherente a las cosas que gobierna, es
necesariamente, en relación a esas cosas, una ley arbitraria, es decir, fundada
no en su propia naturaleza, sino en el pensamiento y en la voluntad del
legislador. Por consiguiente, todas las leyes que emanan de un legislador, sea
humano, sea divino, sea individual, sea colectivo, y aunque fuese nombrado por
el sufragio universal, son leyes despóticas, necesariamente extrañas y hostiles
a los hombres y a las cosas que deben dirigir: no son leyes, sino decretos a
los que se obedece, no por necesidad interior y por tendencia natural, sino
porque se está obligado a ello por una fuerza exterior, divina o humana;
decretos arbitrarios a los que la hipocresía social, más bien inconsciente que
conscientemente, da arbitrariamente el nombre de ley.
Una ley no es realmente una ley
natural más que cuando es absolutamente inherente a las cosas que la
manifiestan a nuestro espíritu; más que cuando constituye su propiedad, su
propia naturaleza más o menos determinada, y no la naturaleza universal y
abstracta de no sé qué substancia divina o de un pensamiento absoluto;
substancia y pensamiento necesariamente extramundiales, sobrenaturales e
ilógicos, porque, si no lo fueran, se aniquilarían en la realidad y en la
lógica natural de las cosas. Las leyes naturales son los procesos naturales y
reales, más o menos particulares, por los cuales existen todas las cosas, y
desde el punto de vista teórico son la única explicación posible de las cosas.
Por tanto, el que quiera comprenderlas debe renunciar de una vez por todas al
dios personal de los teólogos y a la divinidad impersonal de los metafísicos.
Pero del hecho que podamos negar con
una plena exactitud la existencia de un divino legislador, no se deduce que
podamos darnos cuenta del modo cómo se establecieron las leyes naturales y
sociales en el mundo. Existen, son inseparables del mundo real, de ese conjunto
de cosas y de hechos de que nosotros mismos somos los productos, los efectos,
salvo el caso de devenir a nuestra vez causas -relativas- de seres, de cosas y
de hechos nuevos. He ahí todo lo que sabemos y, pienso, todo lo que podemos
saber. Por otra parte, ¿cómo podríamos encontrar la causa primera, puesto que
no existe? ya que lo que hemos llamado la causalidad universal no es más que
una resultante de todas las causas particulares que obran en el universo.
Preguntar por qué existen las leyes naturales, ¿no equivaldría a preguntar por
qué existe el universo -fuera del cual nada existe-, por qué existe el ser?
Esto es absurdo.
NOTAS DEL
CAPÍTULO 1:
1 Como todo individuo humano, en cada instante dado de
su vida, no es más que la resultante de todas las causas que han obrado en su
nacimiento y también antes de su nacimiento, combinadas con todas las
condiciones de su desenvolvimiento posterior, tanto como con todas las
circunstancias que obran en él en ese momento.
2 Hablo, naturalmente, del espíritu,
de la voluntad y de los sentimientos que conocemos, de los únicos que podemos
conocer: de los del animal y del hombre el cual, de todos los animales de la Tierra,
es -desde el punto de vista general, no del de cada facultad tomada aparte- sin
duda el más perfecto. En cuanto al espíritu, a la voluntad y a los sentimientos
extrahumanos y extramundanos del ser de que nos hablan los teólogos y los
metafísicos, debo confesar mi ignorancia, porque no los encontré nunca y nadie,
que yo sepa, ha tenido relaciones directas con ellos. Pero si juzgamos de
acuerdo a lo que nos dicen esos señores, ese espíritu es de tal modo
incoherente y estúpido, esa voluntad y esos sentimientos son de tal modo
perversos, que no vale la pena ocuparse de ellos más que para constatar todo el
mal que han hecho sobre la
Tierra. Para probar la acción absoluta y directa de las leyes
mecánicas, físicas y químicas, sobre las facultades ideales del hombre, me
contentaré con plantear esta pregunta: ¿Qué sería de las más sublimes
combinaciones de la inteligencia si, desde el momento que el hombre las
concibe, se descompusiese solo el aire que respira, o si el movimiento de la
Tierra se detuviese, o si el hombre se viese envuelto inopinadamente en una
temperatura de 60 grados por encima o por debajo de cero?
3 Decir que dios no es contrario a la lógica, es afirmar que, en toda la
extensión de su ser, es completamente lógico; que no contiene nada que esté por
encima, o lo que quiere decir lo mismo, fuera de la lógica: que, por
consiguiente, él mismo no es más que la lógica, nada más que esa corriente o
ese desenvolvimiento natural de las cosas reales; es decir, que dios no existe.
La existencia de dios no puede, pues, tener otra significación que la de la
negación de las leyes naturales; de donde resulta este dilema inevitable: Dios
existe, por tanto no hay leyes naturales, no hay orden en la naturaleza, el
mundo presenta un caos, o bien: El mundo está ordenado en sí, por tanto,
dios no existe.
4 No resulta de ningún modo de eso,
que todo lo que es lógico o natural sea desde el punto de vista humano,
necesariamente útil, bueno y justo. Las grandes catástrofes naturales; los
temblores de tierra, las erupciones volcánicas, las inundaciones, las
tempestades, las enfermedades pestilenciales, que devastan y destruyen ciudades
y poblaciones enteras, son ciertamente hechos naturales producidos lógicamente
por un concurso de causas naturales, pero nadie dirá que son bienhechores para la humanidad. Lo mismo
pasa con los hechos que se producen en la historia: las más horribles
instituciones llamadas divinas y humanas; todos los crímenes pasados y
presentes de los jefes, de esos supuestos bienhechores y tutores de nuestra
pobre especie humana, y la desesperante estupidez de los pueblos acaptan su
yugo; las infamias actuales de los Napoleones III, de los Bismarck, de
Alejandro II y de tantos otros soberanos o políticos y militares de Europa y la
cobardía increíble de esa burguesía de todos los países que los anima, los
sostiene, aun aborreciéndolos desde el fondo de su corazón; todo eso presenta
una serie de hechos naturales producidos por causas naturales, y por consiguiente
muy lógicos, lo que no les impide ser excesivamente funestos para la humanidad.
5 Sigo el uso establecido, separando
en cierto modo el mundo social del mundo natural. Es evidente que la sociedad
humana, considerada en toda la extensión y en toda la amplitud de su
desenvolvimiento histórico, es tan natural y está tan completamente subordinada
a todas las leyes de la historia, como el mundo animal y vegetal, por ejemplo,
de que es la última y la más alta expresión sobre la Tierra.
6 Aquí Bakunin utiliza el
significado, llamémosle vulgar, del vocablo anarquía, en cuanto
sinónimo de desorden, caos. Nota de Chantal López y Omar Cortés.
CAPÍTULO 2
EL HOMBRE, INTELIGENCIA, VOLUNTAD
Obedeciendo a las leyes de la naturaleza,
he dicho, el hombre no es esclavo, puesto que no obedece más que a las leyes
inherentes a su propia naturaleza, a las condiciones mismas por las cuales
existe y que constituyen todo su ser: al obedecerlas se obedece a sí mismo.
Y, sin embargo, existe en el seno de
esa misma naturaleza una esclavitud de que el hombre debe libertarse bajo pena
de renunciar a su humanidad: es la del mundo exterior que le rodea y que se
llama habitualmente la naturaleza exterior. Es el conjunto de las cosas,
de los fenómenos y de los seres vivos que le obsesionan, le envuelven
constantemente por todas partes, sin los cuales y fuera de los cuales, es
verdad, no podría vivir un solo instante, pero que, sin embargo, parecen
conjurados contra él, de suerte que a cada instante de su vida está forzado a
defender contra ellos su existencia. El hombre no puede existir sin ese mundo
exterior, porque no puede vivir más que en sí y no puede alimentarse más que a
expensas suyas; y al mismo tiempo, debe salvaguardarse contra él, porque ese
mundo parece querer devorarlo siempre a su vez.
Considerado desde este punto de
vista, el mundo natural nos presenta el cuadro criminal y sangriento de una
lucha encarnizada y perpetua, de la lucha por la vida. No es sólo el hombre el que combate: todos los
animales, todos los seres vivos, ¡qué digo!, todas las cosas que existen y que
llevan en sí, como él, pero de una manera mucho menos aparente, el germen de su
propia destrucción, y por decirlo así, su propio enemigo, -esa misma fatalidad
natural que los produce, los conserva y los destruyen a la vez-, luchan contra
él, pues toda categoría de cosas, toda especie vegetal y animal, no viven más
que en detrimento de las demás, una devora a la otra, de suerte que, como lo he
dicho en otra parte, el mundo natural puede ser considerado como una sangrienta
hecatombe, como una tragedia lúgubre creada por el hambre. Es teatro constante
de una lucha sin cuartel. No tenemos que preguntarnos por qué es así, y no
somos de ningún modo responsables de ello. Encontramos ese orden de cosas
establecido cuando llegamos a la
vida. Es nuestro punto de partida natural, y no tenemos que
hacer otra cosa que constatar el hecho y que convencernos que desde que el
mundo existe siempre ha sucedido así y que, según todas las probabilidades, no
sucederá nunca de otro modo en el mundo animal. La armonía se establece en él
por la lucha: por el triunfo de unos, por la derrota y por la muerte de los
otros, por el sufrimiento de todos... No digamos, con los cristianos, que
esta Tierra es un valle de dolores; hay placeres también, de otro modo los
seres vivos no tendrían tanto apego a la vida. Pero debemos convenir que la naturaleza no
es de ninguna manera la tierra madre de que se habla, y que, para vivir,
para conservarse en su seno, tienen necesidad de una singular energía. Porque
en el mundo natural los fuertes viven y los débiles sucumben, y los primeros no
viven más que porque los otros sucumben. Tal es la ley suprema del mundo
animal. ¿Es posible que esa ley fatal sea la del mundo humano y social?
¡Ay! La vida, tanto individual como
social, del hombre no es primeramente otra cosa que la continuación más
inmediata de la vida animal. No es otra cosa que esa misma vida animal, pero
solamente que es complicada con un elemento nuevo: la facultad de pensar y de
hablar.
El hombre no es el único animal
inteligente sobre la
Tierra. Lejos de eso; la psicología comparada nos demuestra
que no existe animal absolutamente desprovisto de inteligencia, y que cuanto
más una especie se acerca al hombre por su organización y sobre todo por el
desenvolvimiento de su cerebro, más se desarrolla su inteligencia y se eleva
también. Pero sólo en el hombre llega a lo que se llama propiamente la
facultad de pensar, es decir, de comparar, de separar y de combinar entre
sí las representaciones de los objetos exteriores e interiores que nos son
dados por nuestros sentidos, de formarlos en grupos; después de comparar y
combinar entre sí esos grupos, que no son seres reales ya, sino nociones
abstractas, formadas y clasificadas por el trabajo de nuestro espíritu y
que, retenidas por nuestra memoria, otra facultad del cerebro, se convierten en
el punto de partida o en la base de esas conclusiones que llamamos ideas1.
Todas esas funciones de nuestro cerebro habrían sido imposibles si el hombre no
estuviera dotado de otra facultad complementaria e inseparable de la de pensar:
de la facultad de incorporar y de fijar, por decirlo así, hasta en sus
variaciones y sus modificaciones más finas y más complicadas, todas esas
operaciones del espíritu, todos esos actos materiales del cerebro, por signos
exteriores: si el hombre, en una palabra, no estuviese dotado de la facultad
de hablar. Todos los demás animales tienen también un lenguaje, ¿quién lo duda?,
pero lo mismo que su inteligencia no se eleva jamás por sobre las
representaciones materiales, a lo sumo, por encima de una comparación y
combinación de esas representaciones entre sí, lo mismo su lenguaje,
desprovisto de organización e incapaz de desenvolvimiento, no expresa más que
reacciones o nociones materiales, nunca ideas. Puedo, pues, decir, sin temor a
ser refutado, que de todos los animales de esta Tierra, sólo el hombre piensa y
habla.
Sólo él está dotado de esa potencia
de abstracción que -sin duda, fortificada y desarrollada en la especie humana
por el trabajo de los siglos, elevándolo sucesivamente en sí misma, es
decir, en su pensamiento y solamente por la acción abstractiva de su
pensamiento, por sobre todos los objetos que le rodean y aun por encima de sí
mismo en tanto que individuo y especie- le permite concebir la idea de la
totalidad de los seres, del universo y del infinito absoluto: idea
completamente abstracta, vacía de todo contenido y, como tal, idéntica a la
nada, sin duda, pero que, sin embargo, se ha mostrado omnipotente en el
desenvolvimiento histórico del hombre, porque habiendo sido una de las causas
principales de todas sus conquistas y al mismo tiempo de todas sus
divagaciones, de sus desgracias y de sus crímenes posteriores, le arrancó a las
supuestas beatitudes del paraíso animal para arrojarlo en los triunfos y en los
tormentos infinitos de un desenvolvimiento sin límites.
Gracias a esa potencia de
abstracción, el hombre, elevándose por sobre la presión inmediata que los
objetos exteriores ejercen sobre el individuo, puede compararlos unos con otros
y observar sus relaciones mutuas: he ahí el comienzo del análisis y de la
ciencia experimental. Gracias a esa misma facultad, el hombre se desdobla, por
decirlo así, y, separándose de él mismo en sí, se eleva en cierto modo sobre
sus propios movimientos interiores, sobre las sensaciones que experimenta, los
instintos, los apetitos, los deseos que se despiertan en él, tanto como sobre
las tendencias afectivas que siente; lo que le da la posibilidad de compararlos
entre sí, lo mismo que compara los objetos y los movimientos exteriores, y de
tomar partido por unos contra los otros, según el ideal de justicia y de bien,
o según la pasión dominante, que la influencia de la sociedad y de las
circunstancias particulares han desarrollado y fortificado en él. Ese poder de
tomar partido en favor de uno o de varios motores que obran en él en un sentido
determinado, contra otros motores igualmente interiores y determinados, se
llama voluntad.
Así explicados y comprendidos, el
espíritu del hombre y su voluntad no se presentan como potencias absolutamente
autónomas, independientes del mundo material y capaces, -creando uno los
pensamientos, la otra los actos espontáneos-, de romper el encadenamiento fatal
de los efectos y de las causas que constituye la solidaridad universal de los
mundos. Uno y otra aparecen, al contrario, como fuerzas cuya independencia es
excesivamente relativa, porque, lo mismo que la fuerza muscular del hombre,
esas fuerzas o esas capacidades nerviosas se forman en cada individuo por un
concurso de circunstancias, de influencias y de acciones exteriores, materiales
y sociales, absolutamente independiente de su pensamiento y de su voluntad. Y
lo mismo que debemos rechazar la posibilidad de lo que los metafísicos llaman ideas
espontáneas, debemos rechazar también los actos espontáneos de la voluntad,
el libre arbitrio y la responsabilidad moral del hombre, en el sentido
teológico, metafísico y jurídico de la palabra.
No siendo todo hombre, en su
nacimiento y durante toda la duración de su desenvolvimiento, de su vida, más
que la resultante de una cantidad innumerable de acciones, de circunstancias y
de condiciones innumerables, materiales y sociales, que continúan produciéndolo
en tanto que vive, ¿de dónde habría de proceder en él, anillo pasajero y apenas
perceptible del encadenamiento universal de todos los seres pasados, presentes
y futuros, el poder de romper por un acto voluntario esa eterna y omnipotente
solidaridad, el único ser universal y absoluto que existe realmente, pero que
ninguna imaginación humana podría abarcar? Reconozcamos, pues, una vez por
todas, que frente a esa universal naturaleza, nuestra madre, que nos forma, nos
educa, nos alimenta, nos envuelve, nos penetra hasta la médula de los huesos y
hasta las más íntimas profundidades de nuestro ser intelectual y moral, y que
acaba siempre por sofocarnos en su abrazo maternal, no hay para ellos ni
independencia ni rebeldía posible.
Es verdad que por el conocimiento y
por la aplicación reflexiva de las leyes de la naturaleza, el hombre se
emancipa gradualmente, pero no de ese yugo universal que comparten con él todos
los seres vivos y todas las cosas que existen, que se producen y que desaparecen
en el mundo; se libera solamente de la presión brutal que ejerce sobre él su
mundo exterior, material y social, inclusive todas las cosas y todos los
hombres que le rodean. Domina las cosas por la ciencia y por el trabajo; en
cuanto al yugo arbitrario de los hombres, lo sacude por las revoluciones. Tal
es, pues, el único sentido racional de la palabra libertad: es la
dominación de las cosas exteriores, fundada en la observancia respetuosa de las
leyes de la naturaleza; es la independencia frente a pretensiones y a actos
despóticos de los hombres; es la ciencia, el trabajo, la revuelta política, es,
en fin, la organización, a la vez reflexiva y libre, del medio social, conforme
a las leyes naturales inherentes a toda humana sociedad. La primera y la última
condición de esa libertad son siempre, pues, la sumisión más absoluta a la
omnipotencia de la naturaleza, nuestra madre, y la observación, la aplicación
más rigurosa de sus leyes.
Nadie habla del libre arbitrio
de los animales. Todos están de acuerdo en eso, que los animales, en cada
instante de su vida y en cada uno de sus actos, son determinados por causas
independientes de su pensamiento y de su voluntad; que siguen fatalmente el
impulso que reciben tanto del mundo exterior como de su propia naturaleza
interior; que no tienen ninguna posibilidad, en una palabra, de interrumpir por
sus ideas y por los actos espontáneos de su voluntad la corriente universal de
la vida, y que, por consiguiente, no existe para ellos ninguna responsabilidad
ni jurídica ni moral2. Y sin embargo, todos los, animales están
incontestablemente dotados de inteligencia y de voluntad. Entre esas facultades
animales y las facultades correspondientes del hombre, no hay más que una
diferencia cuantitativa, una diferencia de grado. ¿Por qué, pues, declaramos al
hombre absolutamente responsable y al animal absolutamente irresponsable?
Pienso que el error no consiste en
esa idea de responsabilidad, que existe de una manera muy real no sólo
para el hombre, sino para todos los animales también, sin exceptuar ninguno,
aunque en diferentes grados para cada uno; consiste en el sentido absoluto que
nuestra vanidad humana, sostenida por una aberración teológica o metafísica, da
a la responsabilidad humana. Todo el error está, pues, en esta palabra: absoluto.
El hombre no es absolutamente responsable y el animal no es absolutamente
irresponsable. La responsabilidad del uno como la del otro es relativa al grado
de reflexión de que es capaz.
Podemos aceptar como un axioma
general que lo que no existe en el mundo animal, al menos en estado de germen,
no existe y no se producirá nunca en el mundo humano, pues la humanidad no es
más que el último desenvolvimiento de la animalidad sobre la Tierra. Por tanto, si
no hubiese responsabilidad animal, no podría haber ninguna responsabilidad
humana, ya que el hombre está por lo demás sometido a la absoluta omnipotencia
de la naturaleza, lo mismo que el animal más imperfecto de esta Tierra, de
suerte que desde el punto de vista absoluto, los animales y el hombre son
igualmente irresponsables.
Pero la responsabilidad relativa
existe ciertamente en todos los grados de la vida animal; imperceptible en las
especies inferiores, está ya muy pronunciada en los animales dotados de una
organización superior. Los animales educan a sus crías, desarrollan a su modo
la inteligencia, es decir, la comprensión o el conocimiento de las cosas, y la
voluntad, es decir, la facultad, la fuerza interior que nos permite contener
nuestros movimientos instintivos; hasta castigan con una ternura paternal la
desobediencia de sus pequeños. Por tanto hay en los animales mismos un comienzo
de responsabilidad moral.
La voluntad, lo mismo que la
inteligencia, no es, pues, una chispa mística, inmortal y divina, caída
milagrosamente del cielo a la Tierra, para animar los trozos de carne, los
cadáveres. Es el producto de la carne organizada y viviente, el producto del organismo
animal. La más perfecta organización es la del hombre, y por consiguiente es en
el hombre donde se encuentran la voluntad y la inteligencia relativamente más
perfecta, y sobre todo las más capaces de perfeccionamiento y de progreso.
La voluntad, lo mismo que la
inteligencia, es una facultad nerviosa del organismo animal, y tiene por órgano
especial principalmente el cerebro; lo mismo que la fuerza física o propiamente
animal es una facultad muscular de ese mismo organismo y, aunque esparcida por
todo el cuerpo, tiene por órganos especialmente activos los pies y los brazos.
El funcionamiento nervioso que constituye propiamente la inteligencia y la
voluntad y que es materialmente diferente, tanto por su organización especial
como por su objeto, del funcionamiento muscular del organismo animal es, sin
embargo, tan material como este último. Fuerza muscular o física y fuerza
nerviosa, o fuerza de la inteligencia y fuerza de la voluntad, tienen esto de
común, que, primeramente, cada una de ellas depende ante todo de la
organización del animal, organización que lleva al nacer y que es por
consiguiente el producto de una multitud de circunstancias y de causas que no
sólo le son exteriores, sino anteriores; y que, en segundo lugar, todas son
capaces de ser desarrolladas por la gimnasia y por la educación, lo que nos las
presenta una vez más como productos de influencias y de acciones exteriores.
Es claro que no siendo, tanto desde
el punto de vista de su naturaleza como del de su intensidad, más que producto
de causas por completo independientes de ellas, todas esas fuerzas no tienen
más que una independencia relativa, en medio de esa causalidad universal que
constituya y que abarca los mundos. ¿Qué es la fuerza muscular? Es una potencia
material de una intensidad cualquiera, formada en el animal por un concurso de
influencias o de causas anteriores, y que le permite en un momento dado oponer
a la presión de las fuerzas externas una resistencia cualquiera, no absoluta,
sino relativa.
Lo mismo pasa con esa fuerza moral
que llamamos fuerza de la
voluntad. Todas las especies de animales están dotadas de ella en
grados diferentes y esa diferencia es determinada ante todo por la naturaleza
particular de su organismo. Entre todos los animales de esta Tierra, la especie
humana está dotada de ella en un grado superior. Pero en esa especie misma
todos los individuos no aportan al nacer una igual disposición volitiva, pues
la más o menos grande capacidad de querer está previamente determinada en cada
uno por la salud y el desenvolvimiento normal de su cuerpo y sobre todo por la
más o menos feliz conformación de su cerebro. He aquí, pues, desde el
principio, una diferencia de que el hombre no es de ningún modo responsable.
¿Soy culpable de que la naturaleza me haya dotado de una capacidad inferior de
querer? Los teólogos y los metafísicos más rabiosos no se atreverán a decir que
lo que ellos llaman almas, es decir, el conjunto de las facultades
afectivas, inteligentes y volitivas que cada cual aporta al nacer, sean
iguales.
Es verdad que la facultad de querer,
lo mismo que todas las demás facultades del hombre, pueden ser desarrolladas
por la educación, por una gimnasia apropiada. Esa gimnasia habitúa poco a poco
a los niños a no manifestar inmediatamente las menores de sus impresiones, o a
contener más o menos los movimientos reactivos de sus músculos, cuando son
irritados por las sensaciones exteriores e internas que le transmiten los
nervios; más tarde, cuando un cierto grado de reflexión, desarrollada por una
educación que le es igualmente propia, se ha formado en el niño, esa misma
gimnasia, al tomar a su vez un carácter más y más consciente, al llamar en su
ayuda la inteligencia naciente del niño y al fundarse en un cierto grado de
fuerza volitiva que se ha desarrollado en él, lo habitúa a reprimir la
expresión inmediata de sus sentimientos y deseos, y a someter, en fin, todos
los movimientos voluntarios de su cuerpo, lo mismo que los de lo que se llama
su alma, su pensamiento mismo, sus palabras y sus actos a un fin dominante,
bueno o malo.
La voluntad del hombre así
desarrollada, ejercida, no es evidentemente tampoco más que el producto de
influencias exteriores y que se ejercen sobre ella, que la determinan y la
forman, independientemente de sus propias resoluciones. Un hombre, ¿puede ser
hecho responsable de la educación buena o mala, suficiente o insuficiente que
se le ha dado?
Es verdad que cuando, en el
adolescente o en el joven, el hábito de pensar o de querer ha llegado, gracias
a esa educación que recibe del exterior, a un determinado grado de
desenvolvimiento, hasta el punto de constituir en cierto modo una fuerza
interior, identificada en lo sucesivo con su ser, puede continuar su
instrucción y hasta su educación moral él mismo, por una gimnasia por decirlo
así espontánea de su pensamiento y también de su voluntad, lo mismo que de su
fuerza muscular; espontánea en este sentido, que no estará ya únicamente
dirigida y determinada por voluntades y actos exteriores, sino también por esa
fuerza interior de pensar y de querer que, después de haberse formado y
consolidado en él por la acción pasada de esas causas exteriores, se convierte
a su vez en un motor más o menos activo y poderoso, en un productor en cierto
modo independiente de las cosas, de las ideas, de las voluntades, de los actos
que le rodean inmediatamente.
El hombre puede transformarse así,
en un cierto grado, en su propio educador, en su propio instructor y como en el
creador de sí mismo. Pero se ve que no adquiere por eso más que una
independencia muy relativa y que no le substrae de ningún modo a la dependencia
fatal, o si se quiere a la solidaridad absoluta, por la cual, como ser
existente y vivo, está irrevocablemente encadenado al mundo natural y social
del cual es el producto y en el cual, como todo lo que existe, después de haber
sido efecto, y continuando siéndolo siempre, se convierte a su vez en una causa
relativa de productos relativos nuevos.
Más tarde tendré ocasión de mostrar
que el hombre más desarrollado desde el punto de vista de la inteligencia y de
la voluntad se encuentra aún, con relación a todos sus sentimientos, a sus
ideas y a sus voluntades, en una dependencia casi absoluta ante el mundo
natural y social que le rodea, y que a cada momento de su existencia determina
las condiciones de su vida. Pero en el punto mismo a que hemos llegado es
evidente que no hay lugar a la responsabilidad humana tal como los teólogos,
los metafísicos y los juristas la conciben.
Hemos visto que el hombre no es de
ningún modo responsable ni del grado de las capacidades intelectuales que ha
aportado al nacer, ni del género de educación buena o mala que esas facultades
han recibido antes de la edad de su virilidad o al menos de su pubertad. Pero
henos aquí llegados a un punto en que el hombre, consciente de sí mismo, y
armado de facultades intelectuales y morales ya aguerridas, gracias a la
educación que ha recibido del exterior, se hace en cierto modo el productor de
sí mismo, puede evidentemente desarrollar, extender y fortificar en sí su
inteligencia y su voluntad. El que, hallando esa posibilidad en sí, no la
aprovecha, ¿no es culpable?
¿Y cómo lo sería? Es evidente que en
el momento en que debe y puede tomar esa resolución de trabajar sobre sí, no ha
comenzado aún ese trabajo espontáneo, interior, que hará de él en cierto modo
el creador de sí y el producto de su propia acción sobre sí mismo; en ese
momento no es todavía más que el producto de la acción ajena o de las
influencias exteriores que lo han llevado hasta allí; por tanto, la resolución
que tome dependerá, no de la fuerza de pensamiento y de voluntad que se habrá
dado a sí mismo, puesto que su propio trabajo no ha comenzado aún, sino de la
que le haya sido dada tanto por su naturaleza como por la acción, independientemente
de su resolución propia; y la resolución buena o mala que tome no será aún más
que el efecto o el producto inmediato de esa educación y de esa naturaleza de
que no es de ningún modo responsable; de donde resulta que esa resolución no
puede, de ninguna manera, implicar la responsabilidad del individuo que la toma3.
Es evidente que la idea de
responsabilidad humana, idea por completo relativa, es inaplicable al hombre
tomado aisladamente y considerado como individuo natural, al margen del
desenvolvimiento colectivo de la sociedad. Considerado
como tal en presencia de esa causalidad universal en cuyo seno todo lo que
existe es al mismo tiempo efecto y causa, productor y producto, todo hombre se
nos aparece en cada instante de su vida como un ser absolutamente determinado,
incapaz de romper o de interrumpir solamente la corriente universal de la vida,
y por consiguiente puesto al margen de toda responsabilidad jurídica. Con toda
esa conciencia de sí mismo que produce en él el milagro de una pretendida espontaneidad,
a pesar de esa inteligencia y de esa voluntad que son las condiciones
indispensables del establecimiento de su libertad frente al mundo exterior,
inclusive los hombres que le rodean, el hombre, lo mismo que los animales de la
Tierra, no por eso está menos sometido de una manera absoluta a la universal
fatalidad que reina en la naturaleza.
La potencia de pensar y la potencia
de querer, he dicho, son potencias en absoluto formales que no implican
necesariamente y siempre la una, la verdad, y la otra el bien. La historia nos
muestra el ejemplo de muchos pensadores muy poderosos que han desatinado. De
ese número han sido y lo son todavía hoy todos los teólogos, metafísicos,
juristas, espiritualistas, economistas e idealistas de toda suerte, pasados y presentes.
Siempre que un pensador, por poderoso que sea, razone sobre bases falsas,
llegará necesariamente a conclusiones falsas, y esas conclusiones serán tanto
más monstruosas cuanto más vigor haya dedicado a desarrollarlas.
¿Qué es la verdad? Es la justa
apreciación de las cosas y de los hechos, de su desenvolvimiento o de la lógica
natural que se manifiesta en ellos. Es la conformidad tan severa como posible
del movimiento del pensamiento con el del mundo real, que es el único objeto
del pensamiento. Por tanto, siempre que el hombre razone sobre las cosas y
sobre los hechos sin preocuparse de sus relaciones reales y de las condiciones
reales de su desenvolvimiento y de su existencia; o bien cuando construya sus
especulaciones teóricas sobre cosas que no han existido jamás, sobre hechos que
no pudieron suceder nunca y que no tienen sino una existencia imaginaria,
ficticia, en la ignorancia y en la estupidez histórica de las generaciones
pasadas, quedará derrotado necesariamente, por poderoso pensador que sea.
Lo mismo sucede con la voluntad. La
experiencia nos demuestra que el poder de la voluntad está bien lejos de ser
siempre el poder del bien: los más grandes criminales, los malhechores
en el más alto grado, están dotados algunas veces de la potencia más grande de
voluntad; y, por otra parte, vemos bastante a menudo, ¡ay!, hombres excelentes,
buenos, justos, llenos de sentimientos benevolentes, que están privados de esa
facultad. Lo que demuestra que la facultad de querer es una potencia formal que
no implica por sí ni el bien ni el mal. ¿Qué es el bien? ¿Qué es el mal?
Desde el punto de vista a que hemos
llegado, al continuar considerando al hombre, fuera de la sociedad, como un
animal tan natural, pero más perfectamente organizado que los animales de las
otras especies, y capaz de dominarlas gracias a la incontestable superioridad
de su inteligencia y de su voluntad, la definición más general y al mismo
tiempo más difundida del bien y del mal me parece ésta:
Todo lo que es conforme a las
necesidades del hombre y a las condiciones de su desenvolvimiento y de su plena
existencia para el hombre, -pero para el hombre únicamente, no para el animal a
quien devora4- es el bien. Todo lo que le es contrario, es el mal.
Habiéndose demostrado que la
voluntad animal, incluso la del hombre, es una potencia formal, capaz, como lo
veremos más tarde, por el conocimiento que el hombre adquiere de las leyes de
la naturaleza, y sólo sometiendo a ellas estrictamente sus actos, de modificar,
hasta un cierto punto, tanto las relaciones del hombre con las cosas que le
rodean, como las de esas cosas entre sí, pero no de producirlas, ni de crear el
fondo mismo de la vida animal; habiéndose demostrado que la potencia, por
completo relativa, de la voluntad, una vez que es puesta en presencia de la
única potencia absoluta que existe, la de la causalidad universal, aparece de
inmediato como la absoluta impotencia, o como una causa relativa de efectos
relativos nuevos, determinada y producida por esa misma causalidad; es evidente
que no es en ella, que no es en la voluntad animal, sino en esa solidaridad
universal y fatal de las cosas y de los seres donde debemos buscar el motor
poderoso que crea el mundo animal y humano.
Ese motor, no lo llamamos ni
inteligencia ni voluntad; porque realmente no tiene y no puede tener ninguna
conciencia de sí mismo, ni ninguna determinación, ni resolución propia, no
siendo siquiera un ser indivisible, substancia y único, como se lo representan
los metafísicos, sino un mero producto y, como he dicho, la resultante
eternamente reproducida de todas las transformaciones de los seres y de las
cosas en el universo. En una palabra, no es una idea, sino un hecho universal,
más allá del cual nos es imposible concebir nada; y este hecho no es de ningún
modo un ser inmutable, sino, al contrario, es el movimiento perpetuo, que se
manifiesta, que se forma por una infinidad de acciones y de reacciones
relativas: mecánicas, físicas, químicas, geológicas, vegetales, animales y
humanamente sociales. Como resultante siempre de esa combinación de movimientos
relativos sin número, ese motor universal es tan omnipotente como inconsciente,
fatal y ciego.
Crea los mundos, al mismo tiempo que
es siempre su producto. En cada reino de nuestra naturaleza terrestre, se
manifiesta por leyes o maneras de desenvolvimiento particulares. Es así como en
el mundo inorgánico, en la formación geológica de nuestro globo, se presenta
como la acción: y la reacción incesante de leyes mecánicas, físicas y químicas,
que parecen reducirse a una ley fundamental: la de la gravedad y del
movimiento, o bien la de la de la atracción material de que todas las demás
leyes no se presentan entonces más que como manifestaciones o transformaciones
diferentes. Esas leyes, como lo observé más arriba, son generales en el sentido
que abrazan todos los fenómenos que se producen en la Tierra, regulando también
las relaciones y los desenvolvimientos de la vida orgánica, vegetal, animal y
social, como los del conjunto inorgánico de las cosas.
En el mundo orgánico ese mismo motor
universal se manifiesta por una ley nueva, fundada en el conjunto de esas leyes
generales, y que no es sin duda más que una transformación nueva,
transformación cuyo secreto nos escapa hasta aquí, pero que es una ley
particular en este sentido, que no se manifiesta más que en los seres vivos:
plantas y animales, incluso el hombre. Es la ley de la nutrición, que
consiste, para servirme de las propias expresiones de Augusto Comte: 1. En la
absorción interior de los materiales nutritivos sacados del sistema ambiente, y
su asimilación gradual; 2. En la exhalación al exterior de las moléculas,
después extrañas, que se desasimilan necesariamente a medida que esa nutrición
se realiza5.
Esa ley es particular en este
sentido, he dicho, que no se aplica a las cosas del mundo inorgánico, sino que
es general y fundamental para todos los seres vivos. Es la cuestión del
alimento, la gran cuestión de la economía social, que constituye la base real
de todos los desenvolvimientos posteriores de la humanidad6.
En el mundo propiamente animal, el
mismo motor universal reproduce esa ley genérica de la nutrición, que es propia
a todo lo que es orgánico en esta Tierra, bajo una forma particular y nueva,
combinándola con propiedades que distinguen a todos los animales de todas las
plantas: las de la sensibilidad y la irritabilidad, facultades evidentemente
materiales, pero de las cuales las facultades llamadas ideales, la del
sentimiento llamado moral para distinguirlo de la sensación física, tanto como
la de la inteligencia y de la voluntad, no son evidentemente más alta expresión
o la última transformación. Esas dos propiedades, la sensibilidad y la
irritabilidad, no se encuentran más que en los animales; no se las encuentra en
las plantas: combinadas con la ley de la nutrición, que es común a unas y a
otras, y que es la ley fundamental de todo organismo, constituyen por esa
combinación la ley particular genérica de todo el mundo animal. Para esclarecer
este asunto, citaré aún algunas palabras de Augusto Comte:
No hay que perder nunca de vista la
doble alianza íntima de la vida animal con la vida orgánica (vegetal), que le
proporciona constantemente una base preliminar indispensable, y que, al mismo
tiempo, le constituye un fin general no menos necesario. No se tiene necesidad
de insistir hoy sobre el primer punto, que ha sido puesto en plena evidencia
por sanos análisis fisiológicos; es cosa bien reconocida ahora que para
alimentarse y para sentir, el animal debe primero vivir, en la más simple
acepción de esta palabra, es decir, vegetar; y que ninguna suspensión completa
de esta vida vegetal podría, en ningún caso, ser concebida, sin implicar
necesariamente, la cesación simultánea de la vida animal. En cuanto al segundo
aspecto, hasta aquí mucho menos esclarecido, cada uno puede reconocer
fácilmente, sea por los fenómenos de irritabilidad o por los de la
sensibilidad, que son esencialmente dirigidos, en un grado cualquiera de la
escala animal, por las necesidades generales de la vida orgánica, de la cual
perfeccionan el modo fundamental, sea procurándole mejores materiales, sea
previniendo o desviando las influencias desfavorables: las funciones
intelectuales y morales no tienen ordinariamente otro oficio primitivo. Sin un
tal destino general, la irritación degeneraría necesariamente en una agitación
desordenada y la sensibilidad en una vaga contemplación: por eso, o la una o la
otra, destruiría pronto el organismo por un ejercicio inmoderado, o se atrofiarían
espontáneamente, por falta de estímulo adecuado. Sólo en la especie humana, y
llegada a un alto grado de civilización, es posible concebir una especie de
inversión de ese orden fundamental, representándose al contrario la vida
vegetativa como esencialmente subordinada a la vida animal, de la cual sólo
está destinada a permitir el desenvolvimiento, lo que constituye, me parece, la
más noble noción que se pueda formar de la humanidad propiamente dicha,
distinta de la animalidad: pero más aún, una transformación semejante no es
posible, bajo pena de caer en un misticismo muy peligroso, más que en tanto
que, por una feliz abstracción fundamental, se transporta a la especie entera,
o al menos a la sociedad, el fin primitivo (el de la nutrición y el de la conservación
de sí mismo) que para los animales está limitado al individuo, o a lo sumo se
extiende accidentalmente a la familia7.
Y en una nota que sigue
inmediatamente a este pasaje, Augusto Comte añade:
Un filósofo de la escuela
metafísico-teológica ha pretendido en nuestros días caracterizar al hombre
mediante esta fórmula retumbante: Una inteligencia servida por órganos...
La definición inversa sería evidentemente mucho más verdadera, sobre todo para
el hombre primitivo, no perfeccionado por un Estado social muy desarrollado...
A cualquier grado que pueda llegar la civilización, no será sino en un pequeño
número de hombres de élite en los que la inteligencia podrá adquirir, en el
conjunto del organismo, una preponderancia bastante pronunciada para
convertirse realmente en el fin esencial de toda existencia humana, en lugar de
ser solamente empleada a título de simple instrumento, como medio fundamental
para procurar una más perfecta satisfacción de las principales necesidades
orgánicas: lo que, abstracción hecha de toda vana declamación, caracteriza
ciertamente el caso más ordinario8.
A esta consideración se agrega otra
que es muy importante. Las diferentes funciones que llamamos facultades
animales no son de una naturaleza tal que sea facultativo para el animal
ejercerlas o no ejercerlas; todas esas facultades son propiedades esenciales,
necesidades inherentes a la organización animal. Las diferentes especies,
familias y clases de animales se distinguen unas de otras sea por la ausencia
total de algunas facultades, sea por el desenvolvimiento preponderante de una o
de varias facultades en detrimento de todas las demás. En el seno mismo de cada
especie, familia y clase animales, todos los individuos no están igualmente
dotados. El ejemplar perfecto es aquel en el cual todos los órganos
característicos del orden a que el individuo pertenece se encuentran
armónicamente desarrollados. La ausencia o la debilidad de uno de esos órganos
constituye un defecto, y, cuando es un órgano esencial, el individuo es un
monstruo. Monstruosidad o perfección, cualidades o defectos, todo eso es dado
al individuo por la naturaleza, aporta todo eso al nacer. Pero desde el momento
que una facultad existe, debe ejercitarse, y en tanto que el animal no ha
llegado a la edad de su decrecimiento natural tiende necesariamente a
desarrollarse y a fortificarse por ese ejercicio repetido que crea el hábito,
base de todo desenvolvimiento animal; y cuanto más se desenvuelve y se
ejercita, más se transforma en el animal en una fuerza irresistible a la que
debe obedecer.
Sucede algunas veces que la
enfermedad, o circunstancias exteriores más poderosas que esa tendencia fatal
del individuo, impiden el ejercicio y el desenvolvimiento de una o de varias de
sus facultades. Entonces los órganos correspondientes se atrofian, y todo el
organismo se ve afectado por el sufrimiento, más o menos, según la importancia
de esas facultades y de sus órganos correspondientes. El individuo puede morir
a causa de ello, pero en tanto que vive, en tanto que le quedan aún facultades,
debe ejercitarlas bajo pena de muerte. Por tanto, no es el amo de todo, es al
contrario, su agente involuntario, su esclavo. Es el motor universal o bien la
combinación de las causas determinantes y productoras del individuo, incluso
sus facultades, lo que obra en él y por él. Es esa misma causalidad universal,
inconsciente, fatal y ciega, es ese conjunto de leyes mecánicas, física,
químicas, orgánicas, animales y sociales, lo que impulsa a todos los animales,
incluso el hombre, a la acción, y lo que es el verdadero, el único creador del
mundo animal y humano. Apareciendo en todos los seres orgánicos y vivos como un
conjunto de facultades o de propiedades de las cuales unas son inherentes a
todos, y otras sólo propias a especies, a familias o a clases particulares,
constituye en efecto la ley fundamental de la vida e imprime a cada animal,
comprendido el hombre, esa tendencia fatal a realizar por sí mismo todas las
condiciones vitales de su propia especie, es decir, a satisfacer todas sus
necesidades. Como organismo vivo, dotado de esa doble propiedad de la
sensibilidad y de la irritabilidad, y, como tal, experimentando ya el
sufrimiento, ya el placer, todo animal, incluso el hombre, es forzado, por su
propia naturaleza, a comer y a beber ante todo y a ponerse en movimiento, tanto
para buscar su alimento como para obedecer a una necesidad superior de sus
músculos; está forzado a conservarse, a abrigarse, a defenderse contra todo lo
que le amenaza en su alimento, en su salud, en todas las condiciones de su
vida; obligado a amar, a reproducirse obligado a reflexionar, en la medida de
sus capacidades intelectuales, en las condiciones de su conservación y de su
existencia; obligado a querer todas esas condiciones para sí; y dirigido por una
especie de previsión, fundada en la experiencia, y de la cual ningún animal
está absolutamente desprovisto, obligado a trabajar, en la medida de su
inteligencia y de su fuerza muscular, a fin de asegurárselas para un mañana más
o menos lejano.
Fatal e irresistible, en todos los
animales, sin exceptuar al hombre más civilizado, esa tendencia imperiosa y
fundamental de la vida constituye la base misma de todas las pasiones animales
y humanas: instintiva, se diría casi mecánica en las organizaciones más inferiores;
más inteligente en las especies superiores, no llega a una plena concepción de
sí más que en el hombre; porque, dotado en un grado superior de la facultad tan
preciosa de combinar, de agrupar y de expresar íntegramente sus pensamientos:
único capaz de hacer abstracción, en su pensamiento, del mundo exterior y hasta
de su propio mundo interior, sólo el hombre es capaz de elevarse hasta la
universalidad de las cosas y de los seres; y desde lo alto de esa abstracción,
considerándose él mismo como un objeto de su propio pensamiento, puede
comparar, criticar, ordenar y subordinar sus propias necesidades, sin poder
naturalmente salir nunca de las condiciones vitales de su propia existencia; lo
que le permite, en esos límites sin duda muy restringidos, y sin que pueda
cambiar nada en la corriente universal y fatal de los efectos y de las causas,
determinar de una manera abstractamente reflexiva sus propios actos, y le da,
ante la naturaleza, una falsa apariencia de espontaneidad y de independencia
absolutas. Ilustrado por la ciencia y dirigido por la voluntad abstractamente
reflexiva del hombre, el trabajo animal, o bien esa actividad fatalmente
impuesta a todos los seres vivos, como una condición esencial de su vida,
-actividad que tiende a modificar el mundo exterior según las necesidades de
cada uno y que se manifiesta en el hombre con la misma fatalidad que en el
último animal de esta Tierra-, se transforma, no obstante, por la conciencia
del hombre, en un trabajo sabio y libre.
NOTAS DEL CAPÍTULO 2:
1 Ha sido preciso una gran dosis de
extravagancia teológica y metafísica para imaginarse un alma inmaterial que
vive aprisionada en el cuerpo por completo material del hombre, cuando está
claro que lo que es material es lo único que puede ser internado, limitado,
contenido en una prisión material. Era necesario tener la fe robusta de
Tertuliano, manifestada por esta frase tan célebre: ¡creo en lo que es absurdo!
para admitir dos cosas tan incompatibles como esa pretendida inmaterialidad del
alma y su dependencia inmediata de las modificaciones materiales, de los
fenómenos patológicos que se producen en el cuerpo del hombre. Para nosotros,
que no podemos creer en lo absurdo y que no estamos de ningún modo dispuestos a
adorar lo absurdo, el alma humana -todo ese conjunto de facultades afectivas,
intelectuales y volitivas que constituyen el mundo ideal o espiritual del
hombre- no es nada más que la última y las más alta expresión de su vida
animal, de las funciones por completo materiales de un órgano material, el
cerebro. La facultad de pensar, en tanto que potencia formal, su grado y su
naturaleza particular y, por decirlo así, individual en cada hombre, todo eso
depende ante todo de la conformación más o menos feliz de su cerebro. Pero
luego, esa facultad se consolida por la salud del cuerpo en primer lugar, por
una buena higiene y por un buen alimento; después se desarrolla y se fortifica
por un ejercicio racional, por la educación y por la instrucción, por la
aplicación de los buenos métodos científicos, lo mismo que la fuerza y la
destreza musculares del hombre se desarrollan por la gimnasia.
La naturaleza ayudada principalmente
por la organización viciosa de la sociedad, crea desgraciadamente algunas veces
idiotas, individuos humanos muy estúpidos. Algunas veces, crea también hombres
de genio. La inmensa mayoría de los seres humanos nacen iguales o más o menos
iguales: no idénticos, sino equivalentes en el sentido que, en cada uno, los
defectos y las cualidades se compensan aproximadamente, de suerte que, considerados
en su conjunto, el uno vale lo que el otro. Es la educación la que produce las
enormes diferencias que nos desesperan hoy. De donde saco esta conclusión: que,
para establecer la igualdad entre los hombres, hay que establecerla
absolutamente en la educación de los niños.
No he hablado hasta aquí más que de
la facultad formal de concebir pensamientos. En cuanto a los pensamientos
mismos, que constituyen el fondo de nuestro mundo intelectual y que los metafísicos
consideran como creaciones espontáneas y puras de nuestro espíritu, no fueron
en su origen nada más que simples constataciones, naturalmente muy imperfectas
primero, de hechos naturales y sociales, y conclusiones, aun menos racionales,
sacadas de esos hechos. Tal fue el comienzo de todas las representaciones,
imaginaciones, alucinaciones e ideas humanas, de donde se ve que el contenido
de nuestro pensamiento, nuestros pensamientos propiamente dichos, nuestras
ideas, lejos de haber sido creados por una acción espontánea del espíritu, o de
ser innatos, como lo pretenden aun hoy los metafísicos, nos han sido dados
desde el principio por el mundo de las cosas y de los hechos reales tanto
exteriores como interiores. El espíritu del hombre, es decir, el trabajo o la
propia función de su cerebro, provocado por las impresiones que le transmiten
sus nervios, no aporta a ellas más que una acción formal que consiste en
comparar y en combinar esas cosas y esos hechos en sistemas justos o falsos.
Justos, sin son conformes al orden realmente inherente a las cosas y a los
hechos; falsos, si le son contrarios. Por la palabra, las ideas elaboradas así
se precisan y se fijan en el espíritu del hombre y se transmiten de unos a
otros, de manera que las nociones individuales sobre las cosas, las ideas
individuales de cada uno, al encontrarse, al controlarse y al modificarse
mutuamente, y confundiéndose, armonizándose en un solo sistema, acaban por
formar la conciencia común o el pensamiento colectivo de una sociedad de
hombres más o menos extensa, pensada, siempre modificable y siempre impulsada
hacia adelante por los trabajos nuevos de cada individuo; y transmitido por la
tradición de una generación a otra, ese conjunto de imaginaciones y de
pensamientos, enriqueciéndose y extendiéndose más y más por el trabajo colectivo
de los siglos, forma en cada época de la historia, en un medio social más o
menos extenso, el patrimonio colectivo de todos los individuos que componen ese
medio.
Toda generación nueva encuentra en
su cuna un mundo de ideas, de imaginaciones y de sentimientos que le es
transmitido bajo forma de herencia común por el trabajo intelectual y moral de
todas las generaciones pasadas. Ese mundo no se presenta desde el comienzo al
hombre recién nacido, en su forma ideal, como sistema de representaciones y de
ideas, como religión, como doctrina; el niño seria incapaz de recibirlo en esa
forma; se impone a él como un mundo de hechos, encarnado y realizado en las
personas y en las cosas que le rodean, y hablando a sus sentidos por todo lo
que oye y lo que ve desde los primeros días de su nacimiento. Porque las ideas
y las representaciones humanas, que al principio no han sido nada más que el
producto de hechos naturales y sociales -en el sentido que no han sido al
principio nada más que la repercusión o la reflexión en el cerebro del hombre,
y la reproducción, por decirlo así, ideal y más o menos racional por ese órgano
absolutamente material del pensamiento humano-, adquieren más tarde, después de
haberse establecido bien, de la manera que acabo de explicarlo, en la
conciencia colectiva de una sociedad cualquIera, ese poder de convertirse a su
vez en causas productoras de hechos nuevos, no propiamente naturales, sino
sociales. Modifican la existencia, los hábitos y las instituciones humanas, en
una palabra, todas las relaciones que existen entre los hombres en la sociedad,
y, por su encarnación hasta en los hechos y en las cosas cotidianas de la vida
de cada uno, se vuelven sensibles, palpables para todos, aun para los niños. De
suerte que cada generación nueva se penetra de ella, desde su más tierna
infancia; y cuando llega a la edad viril en que comienza propiamente el trabajo
de su propio pensamiento, aguerrida, ejercitada y necesariamente acompañada de
una critica nueva, encuentra en sí lo mismo que en la sociedad que le rodea,
todo un mundo de pensamientos y de representaciones establecidas que le sirven
de punto de partida y le dan en cierto modo el material o la materia prima para
su propio trabajo intelectual y moral. A ese número pertenecen las imaginaciones
tradicionales y comunes que los metafísicos -engañados por el modo en absoluto
insensible e imperceptible de acuerdo al que, desde el exterior, penetran y se
imprimen en el cerebro de los niños, antes de que hayan llegado a la conciencia
de sí mismos- llaman ideas innatas.
Pero al lado de esas ideas
generales, tales como las de dios o del alma -ideas absurdas, pero sancionadas
por la ignorancia universal y por la estupidez de los siglos, hasta el punto
que hoy mismo no se podría pronunciar uno abiertamente y en un lenguaje popular
contra ellas sin correr el riesgo de ser lapidado por la hipocresía burguesa-,
al lado de esas ideas por completo abstractas, el adolescente encuentra en la
sociedad en cuyo ambiente se desarrolla, y, a consecuencia de la influencia
ejercida por esa misma sociedad en su infancia, encuentra en sí mismo una
cantidad de otras ideas mucho más determinadas sobre la naturaleza y sobre la
sociedad, ideas que se refieren más de cerca a la vida real del hombre, a su
existencia cotidiana. Tales son las ideas sobre la justicia, sobre los deberes,
sobre los derechos de cada uno, sobre la familia, sobre la propiedad, sobre el
Estado, y muchas otras más particulares aún que regulan las relaciones de los
hombres entre sí. Todas esas ideas que el hombre encuentra encarnadas en su
propio espíritu por la educación que independientemente de toda acción
espontánea de ese espíritu ha sufrido en su infancia, ideas que, cuando ha
llegado a la conciencia de sí, se presentan a él como ideas generalmente
aceptadas y consagradas por la conciencia colectiva de la sociedad en que vive,
todas esas ideas han sido producidas, he dicho, por el trabajo intelectual y
moral colectivo de las generaciones pasadas. ¿Cómo han sido producidas? Por la
constatación y por una especie de consagración de los hechos realizados, porque
en los desenvolvimientos prácticos de la humanidad, tanto como en la ciencia
propiamente dicha, los hechos realizados preceden siempre a las ideas, lo que
prueba una vez más que el contenido mismo del pensamiento humano, su fondo
real, no es una creación espontánea del espíritu, sino que es dado siempre por
la experiencia reflexiva de las cosas reales.
2 Esta idea de la irresponsabilidad
moral de los animales es admitida por todos. Pero no es conforme en todos sus
puntos con la verdad.
Podemos asegurarnos, por la experiencia de cada día, en
nuestras relaciones con los animales amansados y adiestrados. Los criamos, no
en vista de su utilidad y de su moralidad propias, sino conforme a nuestros
intereses y a nuestros fines; los habituamos a dominar, a contener sus
instintos, sus deseos, es decir, desarrollamos en ellos una fuerza interior que
no es otra cosa que la
voluntad. Y cuando obran contrariamente a los hábitos que
hemos querido darles, los castigamos; por tanto, los consideramos, los tratamos
como seres responsables, capaces de comprender que han infringido la ley que
les hemos impuesto, y los sometemos a una especie de jurisdicción doméstica.
Los tratamos, en una palabra, como el buen dios de los cristianos trata a los
hombres -con esta diferencia: que lo hacemos por nuestra utilidad, y él por su
gloria; nosotros, para satisfacer nuestro egoísmo, él para contentar y
alimentar su infinita vanidad.
3 He aquí dos jóvenes que aportan a
la sociedad dos naturalezas diferentes, desarrolladas por dos educaciones
distintas, o sólo dos naturalezas diferentes desarrolladas por la misma
educación. La una toma una resolución viril, para servirme de esta expresión
favorita del señor Gambetta; la otra no toma ninguna o toma una mala. ¿Hay en
el sentido jurídico de estas palabras un mérito de parte del primero y una
falta de parte del segundo? Sí; si se quiere concederme que ese mérito y esa
falta son igualmente involuntarios, igualmente productos de la acción combinada
y fatal de la naturaleza y de la educación, y que, por consiguiente,
constituyen, ambos, el uno no propiamente un mérito, la otra no propiamente una
falta, sino dos hechos, dos resultados diferentes y de los cuales uno es conforme
a lo que en un momento dado de la historia llamamos lo verdadero, lo justo y lo
bueno, y el otro a lo que en el mismo momento histórico es reputado mentira,
injusticia y mal. Llevemos este análisis más lejos. Tomemos dos jóvenes dotados
de naturalezas más o menos iguales y que han recibido la misma educación.
Supongamos que encontrándose también en una posición social aproximadamente
igual, han tomado ambos una buena resolución. Uno se mantiene y se desarrolla
siempre más en la dirección que se ha impuesto a sí mismo. El otro se desvía y
sucumbe. ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de esa diferencia de desenlace? Es preciso
buscarla, sea en la diferencia de sus naturalezas y de sus temperamentos, por
imperceptible que esa diferencia haya podido ser al principio; sea en la
desigualdad que existía ya entre el grado de fuerza intelectual y moral
adquirida por cada uno en el momento en que ambos han comenzado su existencia
libre; sea, en fin, en la diferencia de sus condiciones sociales y de las
circunstancias que han influido más tarde en la existencia o en el
desenvolvimiento de cada uno; porque todo efecto tiene una causa, de donde
resulta claramente que a cada instante de su vida, que en cada uno de sus
pensamientos, de sus actos, el hombre con su conciencia, su inteligencia y su
voluntad, se encuentra siempre determinado por una multitud de acciones o de
causas tanto exteriores como interiores, pero igualmente independientes de él
mismo y que ejercen sobre él una dominación fatal, implacable. ¿Dónde está, pues,
su responsabilidad?
Un hombre carece de voluntad; se le
avergonzó y se le dijo que debe tener una, que debe darse una voluntad. Pero
¿cómo se la dará? ¿Por un acto de su voluntad? Esto equivale a decir que debe
tener la voluntad de tener una voluntad: lo que constituye evidentemente un
círculo vicioso, un absurdo.
Pero se dirá, al negar el principio
de la responsabilidad del hombre, o más bien al constatar el hecho de la
irresponsabilidad humana, ¿no destruís las bases de toda moral? Este temor y
este reproche son perfectamente justos si se trata de la moral teológica y metafísica,
de esa moral divina que sirve, si no de base, al menos de consagración y de
explicación al derecho jurídico. (Veremos más tarde que los hechos económicos
constituyen las únicas bases reales de ese derecho.) Son injustas si se trata
de la moral puramente humana y social. Esas dos morales, como lo veremos
después, se excluyen; la primera no es idealmente más que la ficción y en
realidad la negación de la segunda, y esta última no puede triunfar más que por
la radical destrucción de la
primera. Por tanto, lejos de espantarme de esa destrucción de
la moral teológica y metafísica, que considero como una mentira tan
históricamente natural como fatal, al contrario, apelo a ella con toda mi alma,
y tengo la íntima convicción de hacer bien al cooperar a esa destrucción en la
medida de mis fuerzas.
Se dirá aún que al atacar el
principio de la responsabilidad humana, destruyo el fundamento principal de la
dignidad humana. Sería perfectamente justo si esa dignidad consistiese en la
ejecución de tours de force sobrehumanos, imposibles, y no en el pleno
desenvolvimiento teórico y práctico de todas nuestras facultades y en la
realización tan completa como posible de la misión que nos es trazada y, por
decirlo así, impuesta por nuestra naturaleza. La dignidad humana y la libertad
individual, tales como las conciben los teólogos, los metafísicos y los
jurisconsultos, dignidad y libertad fundadas en la negación en apariencia tan
altiva de la naturaleza y de toda dependencia natural, nos llevan lógica y
directamente al establecimiento de un despotismo divino, padre de todos los despotismos
humanos; la ficción teológica, metafísica y jurídica de la humana dignidad y de
la humana libertad tiene por consecuencia fatal la esclavitud y el rebajamiento
reales de los hombres en la
Tierra. Mientras que los materialistas, al tomar por punto de
partida de la dependencia fatal de los hombres frente a la naturaleza y a sus leyes
y, por consiguiente, su irresponsabilidad natural, que culminan necesariamente
en la caída de toda autoridad divina, de toda tutela humana y, por
consiguiente, en el establecimiento de una real y completa libertad para cada
uno y para todos. Tal es también la razón por la que todos los reaccionarios,
comenzando por los soberanos más despóticos hasta los republicanos burgueses en
apariencia más revolucionarios, se muestran hoy partidarios tan ardientes del
idealismo teológico, metafísico y jurídico, y por qué los socialistas
revolucionarios conscientes y sinceros han enarbolado la bandera del
materialismo.
Pero vuestra teoría, se dirá,
explica, excusa, legitima y anima todos los vicios, todos los crímenes. Los
explica, si; los legitima al mostrar cómo los vicios y los crímenes son efectos
naturales de causas naturales. Pero no los estimula de ningún modo; al
contrario, no es sino por la aplicación más amplia de esa teoría a la
organización de la sociedad humana como se podrá combatirlos y se llegará a extirparlos,
al atacar, no tanto los individuos afectados por ellos, como las causas
naturales de que esos vicios y esos crímenes son los productos naturales y
fatales.
En fin, se dirá, he ahí dos hombres:
uno lleno de cualidades, el otro lleno de defectos; el primero, honrado,
inteligente, justo, bueno, escrupuloso observador de todos los deberes humanos
y respetuoso de sus derechos; el segundo, un ladrón, un bandido, un mentiroso
desvergonzado, un violador cínico de todo lo que es sagrado para los hombres; y
en la vida política, uno republicano, el otro un Napoleón III, un Muravief o un
Bismarck. ¿Diréis que no hay ninguna diferencia que hacer entre ellos?
No, no lo diré. Pero esa diferencia,
la hago ya en mis relaciones cotidianas con el mundo animal. Hay animales
excesivamente repulsivos, malvados, otros muy útiles y nobles. Tengo antipatía
y pronunciada aversión hacía unos, y mucha simpatía hacia los otros. Y, sin
embargo, sé bien que no es culpa del sapo si es sapo, de la serpiente venenosa
el ser serpiente venenosa, ni es culpa del cerdo si encuentra una inmensa
voluptuosidad en revolcarse en el fango; pero tampoco es mérito del caballo, en
el sentido voluntario de esta palabra, si es un hermoso caballo; ni el del
perro, si es un animal inteligente y fiel; lo que no me impide de ninguna
manera aplastar el reptil y echar el cerdo al fango, ni querer y estimar mucho
al caballo y al perro.
¿Se dirá que soy injusto? No.
Reconozco que unos, considerados desde el punto de vista de la naturaleza o de
la causalidad universal, son tan inocentes de lo que yo llamo sus defectos,
como los otros lo son de sus cualidades. En el mundo natural, no hay
propiamente, en el sentido moral de estas palabras, ni cualidades ni defectos,
sino sólo propiedades naturales más o menos bien o mal desarrolladas en las
diferentes especies y variedades animales, lo mismo que en cada individuo
tomado aparte. El mérito del individuo animal consiste únicamente en esto, que
es un ejemplar bien logrado, completamente desarrollado en su especie y en su
variedad; y el único mérito de estos dos últimos, es pertenecer a un orden de
organización relativamente superior. El defecto para el individuo animal, es
ser un ejemplar mal logrado, imperfectamente desarrollado; y para la variedad y
la especie, es pertenecer a un orden de organización inferior. Si una serpiente
perteneciese a una clase excesivamente venenosa y lo fuese poco, sería un
defecto; si lo fuera mucho, sería una cualidad.
Al establecer entre los animales de
diferentes especies una diferencia judicial -al declarar a unos repulsivos,
antipáticos y malvados, a los otros buenos, simpáticos y útiles-, no los juzgo
desde el punto de vista absoluto, natural, sino desde el punto de vista
relativo, humano, de sus relaciones conmigo. Reconozco que los unos me son
desagradables y perjudiciales y que, al contrario, los otros me son agradables
y útiles. ¿No hace todo el mundo lo mismo en los juicios sobre los hombres? Un
hombre que pertenece a esa variedad social que se llama los bandidos, los ladrones,
proclamará a los Mandrins y los Tropmanns como los primeros hombres del mundo;
los diplomáticos y los argumentadores del sable no caben en sí de orgullo al
hablar de Napoleón III o de Bismarck; los sacerdotes adoran a Loyola; los
burgueses tienen por ideal a Rothschild o a Thiers. Además, hay variedades
mixtas que buscan sus héroes en los hombres ambiguos, de un carácter menos
pronunciado: los Olliver, los Jules Favre. Cada variedad social, en una
palabra, posee una medida moral que le es propia y que aplica a todos los
hombres al juzgarlos. En cuanto a la medida universalmente humana, no existe
aún para todo el mundo más que en estado de frase banal, sin que nadie piense
en aplicarla de una manera seria y real.
Esta ley general de la moral humana,
¿existe en realidad? Sí, sin duda, existe. Está fundada en la naturaleza misma
del hombre, no en tanto que ser exclusivamente individual, sino en tanto que
ser social; constituye propiamente la naturaleza y por consiguiente también el
verdadero fin de todos los desenvolvimientos de la humana sociedad, y se
distingue esencialmente de la moral teológica, metafísica y jurídica por esto:
que no es una moral individual, sino social. Volveré sobre esto al hablar de la
sociedad.
4 Veremos más adelante, y lo sabemos
ya ahora, que esa definición del bien y del mal es considerada hoy como la
única real, como la única seria y válida, para todas las clases privilegiadas
frente al proletariado a quien explotan.
5 Augusté
Comte, Cours de Philosophie positive, tomo III, página 464.
6 Es incontestable que en la inmensa
mayoría de los seres que la disfrutan, la vida animal no constituye más que un
simple perfeccionamiento complementario, añadido, por decirlo así, a la vida
orgánica (vegetal) o fundamental, y justamente, sea para procurarle materiales
para una reacción inteligente sobre el mundo exterior, sea para preparar o
facilitar sus actos (la digestión, la busca y la elección de los alimentos) por
las sensaciones, las diversas locomociones y la inervación, sea, en fin, para
preservarle mejor de las influencias desfavorables. Los animales más elevados y
sobre todo el hombre, son los únicos en quienes esa relación general puede en
cierto modo aparecer totalmente trastocada, y en los cuales la vida vegetal
debe parecer, al contrario, esencialmente destinada a mantener la vida animal,
convertida en apariencia en el objeto principal y en el carácter preponderante
de la existencia orgánica. Pero en el hombre mismo, esa admirable inversión del
orden general del mundo viviente no comienza a hacerse comprensible más que con
ayuda de un desenvolvimiento muy notable de la inteligencia y de la
socialibilidad, que tiende más y más a transformar artificialmente -(y en la
teoría de Comte muy aristocráticamente, en el sentido de un pequeño número de
inteligencias privilegiadas, naturalmente mantenidas y alimentadas por el
trabajo muscular de las masas, debe gobernar, según ella, al resto de la
humanidad)- La especie en un solo individuo, inmenso y eterno, dotado de una
acción constantemente progresiva sobre la naturaleza exterior. Es únicamente
desde ese punto de vista que se puede considerar con justicia esa subordinación
voluntaria y sistemática de la vida vegetal a la vida animal como el tipo ideal
hacia donde tiende sin cesar la humanidad civilizada, aunque no debe realizarse
jamás ... La base y el germen de las propiedades esenciales de la humanidad
deben incontestablemente ser tomadas a la ciencia biológica por la ciencia
social ... Aun frente al hombre, la biología, necesariamente limitada al
estudio exclusivo del individuo, debe mantener rigurosamente la noción
primordial de la vida animal subordinada a la vida vegetal, como ley general
del reino orgánico y cuya única excepción aparente forma el objeto especial de
una ciencia fundamental (la sociología) distinta. Es preciso, en fin, añadir a
ese asunto, que aun en los organismos superiores, la vida orgánica, además de
constituir la base y el fin, permanece la única enteramente común a todos los
diversos tejidos de que están compuestos, al mismo tiempo que es también la
única que se ejerce de una manera necesariamente continua, pues la vida animal
es, al contrario, esencialmente intermitente. Augusto Comte,
Cours de Philosophie positive, tomo III, paginas 207-209.
7 Auguste
Comte, Cours de Philosophie positive, tomo III, página 93.
8 Por estas palabras Augusto Comte
prepara evidentemente las bases de su sistema sociológico y político que
culmina, como se sabe, en el gobierno de las masas -condenadas fatalmente,
según él, a no salir jamás del estado precario del proletariado- por una
especie de teocracia compuesta de sacerdotes, no de la religión, sino de la
ciencia, o de ese pequeño número de hombres de élite tan felizmente organizados
que la subordinación completa de los intereses materiales de la vida a las
preocupaciones ideales o transcendentales del espíritu, que es un pium
desiderium de una realización imposible para la masa de los hombres, se
convierte en ellos en una realidad. Esa conclusión práctica de Augusto Comte
reposa sobre una observación muy falsa. No es justo decir que las masas, sea
cualquiera la época de la historia, no han estado preocupadas más que de sus
intereses materiales. Se podría reprocharles, al contrario, al haberlos
descuidado demasiado hasta aquí, el haberlo sacrificado demasiado fácilmente a
tendencias platónicamente ideales, a intereses abstractos y ficticios, que
fueron siempre recomendados a su fe por esos hombres de élite a quienes Augusto
Comte concede tan generosamente la dirección exclusiva de la humanidad: tales
fueron las tendencias y los intereses religiosos, patrióticos, nacionales y
políticos, incluso los de la libertad exclusivamente política, muy reales para
las clases privilegiadas y siempre llenos de ilusión y de decepción para las
masas. Es lamentable sin duda que las masas hayan dado siempre estúpidamente fe
a todos los charlatanes oficiales y oficiosos que, con un fin la mayoría de las
veces muy interesado, les han predicado el sacrificio de sus intereses
materiales. Pero esta estupidez se explica por su ignorancia, y que las masas
son todavía excesivamente ignorantes ¿quién lo duda? Lo que es injusto decir,
es que las masas sean menos capaces de elevarse por encima de sus
preocupaciones materiales que las otras clases de la sociedad, menos que los
sabios, por ejemplo. Lo que vemos hoy en Francia, ¿no nos da la prueba de lo
contrario? ¿Dónde encontraréis en este momento el verdadero patriotismo, capaz
de sacrificarlo todo? Ciertamente no será en la sabia burguesía, es únicamente
en el proletariado de las ciudades; y sin embargo, la patria no es buena madre
más que para los burgueses, para el obrero ha sido siempre una madrastra.
Creo poder decir sin exageración
alguna, que existe mucho más idealismo real, en el sentido del desinterés y del
sacrificio de sí mismo, en las masas populares que en ninguna otra clase de la sociedad. Que ese
idealismo tome con mucha frecuencia formas barrocas, que esté acompañado de una
ceguera y de una deplorable estupidez, no debe asombrarnos. El pueblo, gracias
al gobierno de los hombres de élite, está sumergido en todas partes en una
ignorancia crasa. Los burgueses lo desprecian mucho por sus creencias
religiosas; deberían despreciarlo también por lo que le queda aún de creencias
políticas; porque la tontería de las unas allá se anda con la de las otras, y
los burgueses se aprovechan de ambas. Pero he aquí lo que los burgueses no
comprenden: es que el pueblo que, por falta de ciencia y de existencia
soportable, continúa dando fe a los dogmas de la teología y embriagándose de
ilusiones religiosas, aparece por eso mismo mucho más idealista y, sino más
inteligente, mucho más intelectual que el burgués que, no creyendo en nada, no
esperando nada, se contenta con su existencia cotidiana, excesivamente mezquina
y estrecha. La religión, como la teología, es, sin duda, una gran tontería,
pero como sentimiento y como aspiración es un complemento y una especie de
compensación, ilusoria sin duda, de las miserias de una existencia oprimida, y
una protesta muy real contra esa opresión cotidiana. Es, por consiguiente, una
prueba de la riqueza natural, intelectual y moral del hombre y de la inmensidad
de sus deseos instintivos. Proudhon ha tenido razón al decir, que el socialismo
no tiene otra misión que realizar racional y efectivamente en la Tierra las
promesas ilusorias y místicas cuya realización es postergada por la religión al
cielo. Esas promesas, en el fondo se reducen a esto: el bienestar, el pleno
desenvolvimiento de todas las facultades humanas, la libertad en la igualdad y
en la universal fraternidad. El burgués que, al perder la fe religiosa, no se
hace socialista -y, con muy pocas excepciones, es el caso de todos los
burgueses-, se condena por eso a una desoladora mediocridad intelectual y
moral; y es en nombre de esa mediocridad que la burguesía reclama el gobierno
de las masas, que, a pesar de su ignorancia deplorable, la sobrepasan
incontestablemente por la elevación instintiva del espíritu y del corazón.
En cuanto a los sabios, esos
bienaventurados privilegiados de Augusto Comte, debo decir que no se podría
imaginar nada más deplorable que la suerte de una sociedad cuyo gobierno fuera
puesto en sus manos; y eso por muchas razones que tendré ocasión de desarrollar
más adelante, y que me limitaré a enumerar aquí:
1.
Porque basta dar a un sabio dotado del mayor genio una
posición privilegiada, para paralizar o al menos para disminuir y para falsear
su espíritu, haciéndole tiras políticas y sociales. Basta tener en cuenta la
misión verdaderamente digna de piedad que desempeñan actualmente la mayoría de
los sabios en Europa, en todas las cuestiones políticas y sociales que agitan
la opinión, para convencerse de ello: la ciencia privilegiada y patentada se
transforma la mayoría de los casos en tonterías y cobardías patentadas y eso
porque no están de ningún modo distanciados de sus intereses materiales y de
las miserables preocupaciones de su vanidad personal. Viendo lo que pasa cada
día en el mundo de los sabios, se podría también creer que, entre todas las
ocupaciones humanas, la ciencia tiene el privilegio particular de desarrollar
el egoísmo más refinado y la vanidad más feroz en los hombres;
2.
Porque entre el ínfimo número de sabios que están realmente
desligados de todas las preocupaciones y de todas las vanidades temporales, hay
pocos, muy pocos, que no estén contaminados por algún vicio, capaz de
contrabalancear todas las demás cualidades: ese vicio es el orgullo de la
inteligencia y el desprecio profundo, enmascarado o franco, hacia todo el que
no es tan sabio como ellos. Una sociedad que fuera gobernada por sabios
tendría, pues, el gobierno del desprecio, es decir, el más aplastante
despotismo y la más humillante esclavitud que una sociedad humana pueda sufrir.
Sería necesariamente también el gobierno de la tontería, porque nada es tan
estúpido como la inteligencia orgullosa de sí misma. En una palabra, sería una
segunda edición del gobierno de los sacerdotes. Y por lo demás, ¿cómo instituir
prácticamente un gobierno de sabios? ¿Quién los nombraría? ¿Sería el pueblo?
Pero éste es ignorante y la ignorancia no puede establecerse como juez de la
ciencia de los sabios. ¿Serán, pues, las academias? Entonces se puede estar
seguro que se tendrá el gobierno de la sabia mediocridad; porque no hubo aún
ejemplo de que una academia haya sabido apreciar a un hombre de genio y hacerle
justicia durante su vida. Las academias de los sabios, como los concilios y los
cónclaves de los sacerdotes no canonizan a sus santos más que después de la
muerte; y cuando hacen una excepción para un vivo, estad persuadidos de que ese
vivo es un gran pecador, es decir, un audaz intrigante o un tonto.
Amemos, pues, la ciencia, respetemos
los sabios sinceros y serios, escuchemos con un gran reconocimiento las
enseñanzas, los consejos que desde lo alto de su saber trascendente tengan a
bien darnos; pero no los aceptemos más que a condición de hacerlos pasar y
repasar por nuestra propia crítica. Pero en nombre de la salvación de la
sociedad, en nombre de nuestra dignidad y de nuestra libertad, lo mismo que por
la salvación de su propio espíritu, no les demos nunca entre nosotros ni
posición ni derecho privilegiados. A fin de que su influencia sobre nosotros
pueda ser útil y verdaderamente saludable, es preciso que no tengan otras armas
que la propaganda igualmente libre para todos, que la persuasión moral fundada
en la argumentación científica.
CAPÍTULO 3
ANIMALIDAD, HUMANIDAD
¿Cuáles son las necesidades del
hombre y cuáles son las condiciones de su existencia?
Al examinar de más cerca esta
cuestión, encontraremos que, a pesar de la distancia infinita que parece
separar el mundo humano del mundo animal, en el fondo, los puntos cardinales de
la existencia humana más refinada y de la existencia animal menos desarrollada,
son idénticos: nacer, desenvolverse y crecer, trabajar para comer, mantener su
existencia individual en el medio social de la especie, amar, reproducirse,
después morir. A estos puntos se añade solamente para el hombre uno nuevo: es
el de pensar y conocerse, facultad y necesidad que se encuentran sin duda en un
grado inferior, aunque ya muy sensible, en los animales que por su organización
se acercan más al hombre, pero que sólo llegan en el hombre a un poder de tal
modo imperativo y perseverantemente dominante que transforman, a la larga, toda
su vida. Como lo ha observado bien uno de los más atrevidos y simpáticos
pensadores de nuestros días, Ludwig Feuerbach, el hombre hace todo lo que los
animales hacen, sólo que él está llamado a hacerlo -y gracias a esa facultad
tan extensa de pensar, gracias a ese poder de abstracción que le distingue de
los animales de todas las demás especies, está forzado a hacerlo- más y más
humanamente. Esa es toda la diferencia, pero es enorme. Contiene en germen toda
nuestra civilización, con todas las maravillas de la industria, de la ciencia y
de las artes; con todos sus desenvolvimientos religiosos, filosóficos,
estéticos, políticos, económicos y sociales -en una palabra, todo el mundo de
la historia.
Todo lo que vive, he dicho,
impulsado por una fatalidad que le es inherente y que se manifiesta en cada ser
como un conjunto de facultades o de propiedades, tiende a realizarse en esa
plenitud de su ser. El hombre, ser pensante al mismo tiempo que vivo, para
realizarse en esa plenitud debe conocerse. Esa es la causa del inmenso retardo
que encontrarnos en su desenvolvimiento y lo que hace que, para llegar al
estado actual de la civilización en los países más avanzados, estado aun tan
poco conforme al ideal hacia el que tendemos hoy, le haya sido necesario no sé
cuántas decenas o centenas de siglos. Se dirá que en esa investigación de sí
mismo, a través de todas sus peregrinaciones y transformaciones históricas, ha
debido agotar primeramente todas las brutalidades, todas las iniquidades y
todas las desgracias posibles, para realizar sólo ese poco de razón y de
justicia que reina hoy en el mundo.
Impulsado siempre por esa misma
fatalidad que constituye la ley fundamental de la vida, el hombre crea su mundo
humano, su mundo histórico, conquistando paso a paso, sobre el mundo exterior y
sobre su propia bestialidad, su libertad y su humana dignidad. Las conquistas
por la ciencia y por el trabajo.
Todos los animales están forzados a
trabajar para vivir; todos, sin prestar atención a ello y sin tener la menor
conciencia participan en la medida de sus necesidades, de su inteligencia y de
su fuerza, en la obra tan lenta de la transformación de la superficie de
nuestro globo en un lugar favorable para la vida animal. Pero ese trabajo no se
convierte en un trabajo propiamente humano más que cuando comienza a servir
para la satisfacción, no sólo de las necesidades fijas y fatalmente circunscriptas
de la vida animal, sino aun de las del ser social, que piensa y habla, que
tiende a conquistar y a realizar plenamente su libertad.
El cumplimiento de esa labor inmensa
y que la naturaleza particular del hombre le impone como una necesidad inherente
a su ser -el hombre es forzado a conquistar su libertad-, el cumplimiento de
esa tarea no es sólo una obra intelectual y moral; es, ante todo, en el orden
del tiempo y desde el punto de vista de nuestro desenvolvimiento racional, una
obra de emancipación racional. El hombre no se hace realmente hombre, no
conquista la posibilidad de su emancipación interior más que en tanto que ha
logrado romper las cadenas de esclavo que la naturaleza exterior hace pesar
sobre todos los seres vivos. Esas cadenas, comenzando por las más groseras y
las más aparentes, son las privaciones de toda especie, la acción incesante de
las estaciones y de los climas, el hambre, el frío, el calor, la humedad, la
sequía y tantas otras influencias materiales que obran directamente sobre la
vida animal y que mantienen el ser vivo en una dependencia casi absoluta ante
el mundo exterior; los peligros permanentes que, bajo la forma de fenómenos
naturales de toda especie, le amenazan y le oprimen por todas partes, tanto más
cuanto que, siendo él mismo un ser natural y nada más que un producto de esa
misma naturaleza que le comprime, lo envuelve, lo penetra, lleva, por decirlo
así, el enemigo en sí mismo y no tiene ningún medio de escapar a él. De ahí
nace ese temor perpetuo que siente y que constituye el fondo de toda existencia
animal, temor que, como lo demostraré más adelante, constituye la base primera
de toda religión. De ahí resulta también para el animal la necesidad de luchar
durante toda su vida contra los peligros que le amenazan desde el exterior; de
sostener su propia existencia, como individuo, y su existencia social, como
especie, en detrimento de todo lo que le rodea: cosas, seres orgánicos y vivos.
De ahí la necesidad del trabajo para los animales de toda especie.
Toda la animalidad trabaja y no vive
más que si trabaja. El hombre, ser vivo, no está sustraído a esa necesidad, que
es la ley suprema de la
vida. Para mantener su existencia, para desarrollarse en la
plenitud de su ser, debe trabajar. Existe, sin embargo, entre el trabajo del
hombre y el de los animales de todas las otras especies una diferencia enorme:
el trabajo de los animales es rutinario, porque su inteligencia es rutinaria;
el del hombre, al contrario, es esencialmente progresivo, porque su
inteligencia es en el más alto grado progresiva.
Nada prueba mejor la inferioridad
decisiva de todas las otras especies animales con relación a la del hombre, que
ese hecho incontestable e incontado, que los métodos tanto como los productos
del trabajo colectivo o individual de todos los otros animales, métodos y
productos a menudo de tal manera ingeniosos que se les creería dirigidos y
confeccionados por una inteligencia científicamente desarrollada, no varían y
no se perfeccionan casi nada. Las hormigas, las abejas, los castores y otros
animales que viven en República, hacen hoy, precisamente, lo que han hecho hace
tres mil años, lo que prueba que no hay progreso. Son tan sabios y tan torpes
en este momento como hace treinta o cuarenta siglos. Se constata un movimiento
progresivo en el mundo animal. Pero son las especies mismas, las familias y las
clases las que se transforman lentamente, impulsadas por la lucha por la vida,
esa ley suprema del mundo animal, en consecuencia de la cual las organizaciones
más inteligentes y más enérgicas reemplazan sucesivamente a las organizaciones
inferiores, incapaces de sostener a la larga esa lucha contra ellas. Desde este
punto de vista, pero solamente desde este punto de vista, hay
incontestablemente en el mundo animal, movimiento y progreso. Pero en el seno
mismo de las especies, de las familias y de las clases de animales, no hay
ninguno o casi ninguno.
El trabajo del hombre, considerado
tanto desde el punto de vista de los métodos como del de los productos, es tan
perfectible y progresivo como su espíritu. Por la combinación de su actividad
cerebral o nerviosa con su actividad muscular, de su inteligencia
científicamente desarrollada con su fuerza física; por la aplicación de su
pensamiento progresivo a su trabajo que, de exclusivamente animal, instintivo,
casi maquinal y ciego que era al principio, se hace más y más inteligente, el
hombre crea su mundo humano. Para darse una idea de la inmensa carrera que ha
recorrido y de los progresos enormes de su industria, que se compare solamente
la choza del salvaje con esos palacios lujosos de París que los salvajes
prusianos se creen providencialmente destinados a destruir; y las pobres armas
de las poblaciones primitivas, con esos terribles instrumentos de destrucción
que parecen haberse convertido en la palabra de la civilización germánica.
Lo que todas las otras especies de
animales, tomadas en conjunto, no han podido hacer, lo hizo el hombre solo. Ha
transformado realmente una gran parte de la superficie del globo; ha hecho de
él un lugar favorable a la existencia, a la civilización humana. Ha dominado y
vencido a la naturaleza.
Ha transformado ese enemigo, ese déspota al principio tan
terrible, en un servidor útil, o al menos, en un aliado tan poderoso como fiel.
Sería preciso darse cuenta del
verdadero sentido de estas expresiones: vencer la naturaleza, dominar la naturaleza. Se corre el
riesgo de caer en un malentendido muy molesto y tanto más fácil cuanto que los
teólogos, los metafísicos y los idealistas de todas las especies no dejan nunca
de servirse de ellas para demostrar la superioridad del hombre-espíritu sobre la naturaleza-materia.
Pretenden que existe un espíritu fuera de la materia, y
subordinan naturalmente la materia al espíritu. No contentos con esa
subordinación, hacen proceder la materia del espíritu, presentando éste último
como creador de la
primera. Hemos puesto las cosas en su lugar respecto de esa
insensatez, de que no tenemos por qué ocuparnos más aquí. No conocemos y no
reconocemos otro espíritu que el espíritu animal considerado en su más alta
expresión como espíritu humano. Y sabemos que ese espíritu no es un ser aparte
fuera del mundo material, sino que no es otra cosa que el propio funcionamiento
de esa materia organizada y viva, de la materia animalizada y especialmente del
cerebro.
Para dominar la naturaleza, en el
sentido de los metafísicos, el espíritu debería, en efecto, existir por
completo al margen de la
materia. Pero ningún idealista ha sabido todavía responder a
esta cuestión: No teniendo la materia límite ni en su longitud, ni en su
amplitud, ni en su profundidad, y al suponer que el espíritu reside fuera de
esa materia, que ocupa en todos los sentidos posibles toda la infinitud de la
especie, ¿cuál puede ser, pues, el puesto del espíritu? O bien debe ocupar el
mismo puesto que la materia, estar exactamente difundido por todas partes como
ella, con ella, ser inseparable de la materia, o bien no puede existir. Pero si
el espíritu puro es inseparable de la materia, entonces está perdido en la
materia y no existe más que como materia; lo que equivaldría a decir que sólo
existe la materia. O
bien habría que suponer que aun siendo inseparable de la materia, queda fuera
de ella. ¿Pero, dónde, si la materia ocupa todo el espacio? Si el espíritu está
fuera de la materia, debe ser limitado por ella. Pero, ¿cómo lo inmaterial
podría ser, sea limitado, sea contenido por lo material, lo infinito por lo
finito? Si el espíritu es absolutamente extraño a la materia, e independiente
de ella, ¿no es evidente que no debe, que no puede ejercer sobre ella la menor
acción, tener sobre ella ningún poder? -porque sólo lo que es material puede
obrar sobre las cosas materiales.
Se ve bien que de cualquier manera
que se plantee esta cuestión, se llega necesariamente a un absurdo monstruoso.
Obstinándose en hacer vivir juntas dos cosas tan incompatibles como el espíritu
puro y la materia, se llega a la negación de uno y de otra, a la nada. Para que la
existencia de la materia sea posible, es preciso que sea, -ella que es el ser
por excelencia, el ser único, en una palabra todo lo que es- es preciso, digo,
que sea la base única de toda cosa existente, el fundamento del espíritu. Y
para que el espíritu pueda tener una consistencia real, es preciso que proceda
de la materia, que sea una manifestación de ella, su funcionamiento, su
producto. El espíritu puro, como lo demostraré más tarde, no es otra cosa que
la abstracción absoluta, la nada.
Pero desde el momento que el
espíritu es el producto de la materia, ¿cómo puede modificar la materia? Puesto
que el espíritu humano no es otra cosa que el funcionamiento del organismo
humano y que ese organismo es el producto por completo material de ese conjunto
indefinido de causas y de efectos, de esa causalidad universal que llamamos la
naturaleza ¿dónde adquiere el poder necesario para transformar la
naturaleza? Entendámonos bien: el hombre no puede detener ni cambiar esa
corriente universal de los efectos y de las causas; es incapaz de modificar
ninguna ley de la naturaleza, puesto que no existe y que no obra, sea
consciente, sea inconscientemente, más que en virtud de esas leyes. He ahí un
huracán que sopla y que rompe todo a su paso, impulsado por una fuerza que le
parece inherente. Si hubiese podido tener conciencia de sí mismo, habría podido
decir: Soy yo el que, por mi acción y mi voluntad espontánea, rompe lo que
ha creado la naturaleza; y estaría equivocado. Es una causa de destrucción,
sin duda, pero una causa relativa, efecto de una cantidad de otras causas; no
es más que un fenómeno fatalmente determinado por la causalidad universal, por
ese conjunto de acciones y de reacciones continúas que constituye la naturaleza. Lo
mismo pasa con los actos que pueden ser realizados por todos los seres
organizados, animados e inteligentes. Desde el instante en que nacen no son al
principio más que productos; pero apenas nacidos, aun continuando siendo
productos y nuevamente productos hasta su muerte, por esa misma naturaleza que
les ha creado, se convierten a su vez en causas relativamente activas, unos con
conciencia y sentimiento de lo que hacen, otros inconscientemente, como todas
las plantas. Pero hagan lo que quieran, unos y otros no son más que las causas
relativas, activas en su seno mismo y según las leyes de la naturaleza, nunca
contra ellas. Cada uno obra según sus facultades o las propiedades y las leyes
que le son pasajeramente inherentes, que constituyen todo su ser, pero que no
están irrevocablemente asociadas a su existencia; eso prueba que cuando muere,
esas facultades, esas propiedades, esas leyes no mueren; le sobreviven,
adheridas a seres nuevos y que no tienen por otra parte ninguna existencia
fuera de esa contemporaneidad y de esa sucesión de seres reales, de suerte que
no constituyen ningún ser inmaterial o aparte, pues están eternamente adheridas
a las transformaciones de la materia inorgánica, orgánica y animal, o más bien
no son otra cosa que transformaciones regulares del ser único, de la materia,
de la cual cada ser, aún el más inteligente y el más voluntario en apariencia,
el más libre, en cada momento de su vida, piense lo que piense, emprenda lo que
emprenda, haga lo que haga, no es nada más que un representante, un
funcionario, un órgano involuntario y fatalmente determinado por la corriente
universal de los efectos y de las causas.
La acción de los hombres sobre la
naturaleza, tan fatalmente determinada por las leyes naturales como lo es toda
otra acción en el mundo, es la continuación, muy indirecta sin duda, de la
acción mecánica, física y química de todos los seres inorgánicos, compuestos y
elementales; la continuación más directa de la acción de las plantas sobre su
medio natural, y la continuación inmediata de la acción más y más desarrollada
y consciente de sí, de todas las especies animales. No es en efecto otra cosa
que la acción animal, pero dirigida por una inteligencia progresiva, por la
ciencia; pues esa inteligencia progresiva y esa ciencia no son por otra parte
más que una transformación nueva de la materia en el hombre; de donde resulta
que, cuando el hombre obra sobre la naturaleza, es la naturaleza la que
reacciona sobre sí. Se ve por tanto que ninguna rebelión del hombre contra la
naturaleza es posible.
El hombre no puede luchar nunca
contra la naturaleza; por tanto, no puede ni vencerla ni dominarla; aun cuando
he dicho que emprende y realiza actos que son en apariencia los más contrarios
a la naturaleza, obedece aún a leyes de la naturaleza. Nada
puede sustraerle a ella, es su esclavo absoluto. Pero ese esclavo no es uno,
porque toda esclavitud supone dos seres que existen uno fuera del otro, y de
los cuales uno está sometido al otro. El hombre no está fuera de la naturaleza,
pues no es nada más que naturaleza; por tanto, no puede ser esclavo.
¿Cuál es, pues, la significación de
esas palabras: combatir, dominar la naturaleza? Hay en eso un eterno
malentendido que se explica por el doble sentido que se asocia ordinariamente a
esa palabra naturaleza. Una vez se la considera como el conjunto
universal de las cosas y de los seres, lo mismo que de las leyes naturales;
contra la naturaleza entendida así, he dicho, no hay lucha posible; puesto que
abarca y contiene todo, es la omnipotencia absoluta, el ser único. Otra vez se
entiende por esa palabra naturaleza el conjunto más o menos restringido
de los fenómenos, de las cosas y de los seres que rodean al hombre, en una
palabra, su mundo exterior. Contra esa naturaleza exterior, la lucha no sólo es
posible, es fatalmente necesaria, fatalmente impuesta por la naturaleza
universal a todo lo que vive, a todo lo que existe; porque todo ser que existe
y que vive, como lo he dicho ya, lleva en sí esta doble ley natural: 1. No
poder vivir fuera de su medio natural o de su mundo exterior; 2. No poder
mantenerse en él más que al existir, más que al vivir en su detrimento, más que
al luchar constantemente contra él. Es, pues, ese mundo o esa naturaleza
exterior lo que el hombre, armado de las facultades y de las propiedades de que
la naturaleza universal le ha dotado, puede y debe vencer, puede y debe
dominar; nacido en la dependencia, primero casi absoluta, de esa naturaleza
exterior, debe someterla a su vez y conquistar sobre ella su propia libertad y
su humanidad.
Anteriormente a toda civilización y
a toda historia, en una época exclusivamente lejana y durante un período de
tiempo que ha podido durar no se sabe cuántos millares de años, el hombre no
fue al principio más que una bestia salvaje entre otras tantas bestias
salvajes, un gorila quizás, o un pariente muy próximo del gorila. Animal
carnívoro o más bien omnívoro, era, sin duda, más voraz, más feroz, más cruel
que sus primos de otras especies. Hizo una guerra de destrucción como ellos, y
trabajó como ellos. Tal fue su estado de inocencia, preconizado por todas las
religiones posibles, el estado ideal tan alabado por J. J. Rousseau. ¿Qué es lo
que lo arrancó a ese paraíso animal? Su inteligencia progresiva que se aplicaba
natural, necesaria y sucesivamente a su trabajo animal. Pero ¿en qué consiste
el progreso de la inteligencia humana? Desde el punto de vista formal, consiste
sobre todo en el mayor hábito de pensar que se adquiere por el ejercicio del
pensamiento, y en la conciencia más precisa y más clara de su propia actividad.
Pero todo lo que es formal no adquiere una realidad cualquiera más que en
relación con su objeto: ¿y cuál es el objeto de esa actividad formal que
llamamos pensamiento? Es el mundo real. La inteligencia humana no se
desarrolla, no progresa más que por el conocimiento de las cosas y de los
hechos reales; por la observación reflexiva y por la constatación más y más
exacta y detallada de las relaciones que existen entre ellos, y de la sucesión
regular de los fenómenos naturales, de los diferentes órdenes de su
desenvolvimiento, o, en una palabra, de todas las leyes que le son propias. Una
vez que el hombre ha adquirido el conocimiento de esas leyes, a las cuales
están sometidas todas las existencias reales, incluso la suya, aprende primero
a prever ciertos fenómenos, lo que le permite prevenirlos o garantizarse contra
aquellas de sus consecuencias que podrían ser molestas o perjudiciales para él.
Además, ese conocimiento de las leyes que presiden el desenvolvimiento de los
fenómenos naturales, aplicado a su trabajo muscular y al principio puramente
instintivo o animal, le permite a la larga sacar partido de esos mismos
fenómenos naturales y de todas las cosas cuyo conjunto constituye el mundo
exterior y que le eran al principio hostiles, pero que, gracias a ese
latrocinio científico, acaban por contribuir poderosamente a la realización de
sus fines.
Para dar un ejemplo muy simple, el
viento, que al principio le aplasta bajo la caída de los árboles desarraigados
por su fuerza o que derriba su choza silvestre, es obligado más tarde a moler
su trigo. Es así como uno de los elementos más destructores, el fuego,
organizado convenientemente, ha proporcionado al hombre un benéfico calor, y un
alimento menos salvaje, más humano. Se ha observado que los monos más
inteligentes, una vez que ha sido encendido el fuego, acuden a calentarse, pero
que ninguno ha sabido encenderlo, ni mantenerlo siquiera echando sobre él nueva
leña. Es indudable también que pasaron muchos siglos antes de que el hombre
salvaje, y tan poco inteligente como los monos, haya aprendido ese arte hoy tan
rudimentario, tan trivial y al mismo tiempo tan precioso de atizar y de
manipular el fuego para su propio uso. Tampoco las mitologías antiguas dejaron
de divinizar al hombre o más bien a los hombres que primero supieron sacar
partido del fuego. Y en general debemos suponer que las artes más sencillas, y
que constituyen en este momento las bases de la economía doméstica de las
poblaciones menos civilizadas, han costado esfuerzos inmensos de invención a
las primeras generaciones humanas. Eso explica la lentitud desesperante del
desenvolvimiento humano durante los primeros siglos, comparado al rápido
desenvolvimiento de nuestros días.
Tal es, pues, la manera como el
hombre ha transformado y continúa transformando, venciendo y dominando su
medio, la naturaleza exterior. ¿Es por una rebelión contra las leyes de esa
naturaleza universal que, abarcando todo lo que es, constituye también su
propia naturaleza? Al contrario, es por el conocimiento y por la observación
más respetuosa y más escrupulosa de esas leyes como logra, no sólo emanciparse
sucesivamente del yugo de la naturaleza exterior, sino también someter ésta, al
menos en parte, a su vez.
Pero el hombre no se contenta con
esa acción sobre la naturaleza propiamente exterior. En tanto que inteligencia,
capaz de hacer abstracción de su propio cuerpo y de toda su persona, y de
considerarla como un objeto exterior, el hombre, siempre impulsado por una
necesidad inherente a su ser, aplica el mismo procedimiento, el mismo método
para modificar, para corregir, para perfeccionar su propia naturaleza. Es un
yugo natural interior que el hombre debe sacudir igualmente. Ese yugo se
presenta a él lo mismo bajo la forma de sus imperfecciones y debilidades o aún
bajo la forma de sus enfermedades individuales, tanto corporales como
intelectuales y morales; después, bajo la forma más general de su brutalidad o
de su animalidad, puesta frente a su humanidad, pues esta última se realiza en
él progresivamente, por el desenvolvimiento colectivo de su ambiente social.
Para combatir esa esclavitud
interior, el hombre no tiene igualmente otro medio que la ciencia de las leyes
naturales que presiden su desenvolvimiento individual y su desenvolvimiento
colectivo, y que la aplicación de esa ciencia, tanto a su educación individual
(por la higiene, por la gimnasia de su cuerpo, de sus afectos, de su espíritu y
de su voluntad, y por una instrucción racional) como a la transformación
sucesiva del orden social. Porque no solamente él mismo, considerado como
individuo, sino su medio social, esa sociedad humana de que es el producto
inmediato, no es a su vez nada más que un producto de la universal y
omnipotente naturaleza, con el mismo título que lo son los hormigueros, las
colmenas, las República de los castores y todas las otras especies de asociaciones
animales; y lo mismo que esas asociaciones se han formado incontestablemente y
viven hoy conforme a las leyes naturales que les son propias, lo mismo la
sociedad humana en todas las fases de su desenvolvimiento histórico, obedece,
sin que lo sospeche la mayoría de las veces, a leyes que son tan naturales como
las leyes que dirigen las asociaciones animales, pero de las cuales, al menos
una parte, le es exclusivamente inherente. El hombre, por toda su naturaleza
tanto interior como exterior, no es otra cosa que un animal que, gracias a la
organización comparativamente más perfecta de su cerebro, está únicamente
dotado de una mayor dosis de inteligencia y de poder afectivo que los animales
de las otras especies. La base del hombre, considerado como individuo, es por
consiguiente completamente animal y por tanto la de la sociedad humana no
podría ser tampoco más que animal. Sólo que como la inteligencia del
hombre-individuo es progresiva, la organización de esa sociedad debe serio
también. El progreso es precisamente la ley natural fundamental y
exclusivamente inherente a la humana sociedad.
Al reaccionar sobre sí y sobre el
medio social de que es, como acabo de decirlo, el producto inmediato, el
hombre, no lo olvidemos nunca, no hace otra cosa que obedecer todavía a esas
leyes naturales que son propias y que obran en él con una implacable e
irresistible fatalidad. Ultimo producto de la naturaleza sobre la Tierra, el
hombre continúa, por decirlo así, por su desenvolvimiento individual y social,
la obra, la creación, el movimiento y la vida. Sus pensamientos y sus actos más
inteligentes y más abstractos y, como tales, los más lejanos de lo que se llama
comúnmente la naturaleza, no son nada más que creaciones o
manifestaciones nuevas. Frente a esa naturaleza universal, el hombre no
puede tener ninguna relación exterior ni de esclavitud ni de lucha, porque
lleva en sí esa naturaleza y no es nada fuera de ella. Pero al estudiar sus
leyes, al identificarse en cierto modo con ellas, al transformarlas por un
procedimiento psicológico, propio a su cerebro, en ideas y en convicciones
humanas, se emancipa del triple yugo que le imponen primero la naturaleza
exterior, después su propia naturaleza individual interior, y, en fin, la
sociedad de que es producto.
Después de todo lo que acaba de
decirse, me parece evidente que ninguna rebelión contra lo que llamo causalidad
o naturaleza universal, es posible para el hombre; la naturaleza lo
envuelve, lo penetra, está tanto fuera de él como en él mismo, constituye todo
su ser. Al rebelarse contra ella se rebela contra sí mismo. Es evidente que es
imposible para el hombre concebir sólo la veleidad y la necesidad de una
rebelión semejante, puesto que, no existiendo fuera de la naturaleza universal
y llevándola en sí, hallándose a cada instante de su vida en plena identidad
con ella, no puede considerarse ni sentirse ante ella como un esclavo. Al
contrario, es estudiando y apropiándose, por decirlo así, con el pensamiento,
de las leyes naturales de esa naturaleza -leyes que se manifiestan igualmente,
en todo lo que constituye su mundo exterior, y en su propio desenvolvimiento
individual: corporal, intelectual y moral-, como él llega a sacudir
sucesivamente el yugo de la naturaleza exterior, el de sus propias imperfecciones
naturales, y, como lo veremos más tarde, el de una organización social
autoritariamente constituida.
Pero entonces, ¿cómo ha podido
surgir en el espíritu del hombre ese pensamiento histórico de la separación del
espíritu y de la materia? ¿Cómo ha podido concebir la tentativa impotente,
ridícula, pero igualmente histórica, de una revuelta contra la naturaleza? Ese
pensamiento y esa tentativa son contemporáneas de la creación histórica de la
idea de dios; han sido su consecuencia necesaria. El hombre no ha entendido al
principio por la palabra naturaleza más que lo que nosotros llamamos la
naturaleza exterior, incluso su propio cuerpo; y lo que llamamos la
naturaleza universal, él lo llamó dios; desde entonces las leyes de
la naturaleza se han vuelto, no leyes inherentes, sino manifestaciones de la
voluntad divina, de los mandamientos de dios, impuestos desde arriba a la
naturaleza y al hombre. Después de eso, el hombre, tomando partido por ese dios
creado por él mismo contra la naturaleza y contra sí, se ha declarado en
rebelión contra la naturaleza y ha fundado su propia esclavitud política y
social.
Tal fue la obra histórica de todos
los dogmas y cultos cristianos.
CAPÍTULO 4
LA RELIGIÓN
Ninguna gran transformación política
y social se ha hecho en el mundo sin que haya sido acompañada y a menudo
precedida por un movimiento análogo en las ideas religiosas y filosóficas que
dirigen la conciencia, tanto de los individuos como de la sociedad... Desafiamos
a quien quiera que sea a salir de ese círculo1.
Por otra parte, la historia, ¿no nos
demuestra que los sacerdotes de todas las religiones, exceptuados los de los
cultos perseguidos, han sido siempre los aliados de la tiranía? Y estos últimos,
aun al combatir y al maldecir los poderes que le son contrarios, ¿no
disciplinan sus propios creyentes en vista de una tiranía nueva? La esclavitud
intelectual, de cualquier naturaleza que sea, tendrá siempre por corolario la
esclavitud política y social. Hoy el cristianismo bajo todas sus formas
diferentes, y con él esa metafísica doctrinaria, deísta o panteísta, que no es
otra cosa que una teología mal ataviada, constituyen en conjunto el obstáculo
más formidable a la emancipación de la sociedad; y la prueba es que todos los
gobernantes, todos los hombres de Estado, todos los hombres que se consideran,
sea oficialmente, sea oficiosamente, como pastores del pueblo, y cuya
inmensa mayoría no es hoy, sin duda, ni cristiana, ni siquiera deísta, sino
incrédula, que no cree, como Bismarck, como el conde de Cavour, como Muravief el
ahorcador, y Napoleón III el caído, ni en dios ni en el diablo,
protegen sin embargo, con un visible interés todas las religiones, siempre que
esas religiones enseñen, como por lo demás lo hacen todas, la resignación, la
paciencia, la sumisión.
Ese interés unánime de los
gobernantes de todos los países en el mantenimiento del culto religioso, prueba
cuan necesario es, en interés de los pueblos, que sea combatido y derribado...2.
Al lado de la cuestión a la vez
negativa y positiva de la emancipación y de la organización del trabajo sobre
bases de igualdad económica; al lado de la cuestión exclusivamente negativa de
la abolición del poder político y de la liquidación del Estado, de la destrucción
de las ideas y de los cultos religiosos, es una de las más urgentes, porque, en
tanto que las ideas religiosas no sean radicalmente extirpadas de la
imaginación de los pueblos, la completa emancipación popular será imposible.
Para el hombre cuya inteligencia se
ha elevado a la altura actual de la ciencia, la unidad del universo o del ser
real, es en lo sucesivo un hecho realizado. Pero es imposible negar que ese
hecho que, para nosotros, es de una tal evidencia que no podemos ni siquiera
comprender que sea posible desconocerlo, se encuentra en flagrante contradicción
con la conciencia universal de la humanidad que hecha abstracción de la
diferencia de las formas bajo las cuales se ha manifestado en la historia, se
ha pronunciado siempre unánimemente por la existencia de dos mundos distintos: el
mundo espiritual y el mundo material, el mundo divino y el mundo real.
Desde los fetichistas que adoran, en el medio que les rodea, la acción de una
potencia sobrenatural encarnada en algún objeto material, hasta los metafísicos
más sutiles y más transcendentes, la inmensa mayoría de los hombres, todos los
pueblos, han creído y creen aún en la existencia de una divinidad extra mundial
cualquiera... 3.
Me parece, pues, urgente resolver
por completo la siguiente cuestión:
Formando el hombre con la naturaleza
universal un solo todo, y no siendo más que el producto material de un concurso
indefinido de causas materiales, ¿cómo la idea de esa dualidad, la suposición
de la existencia de dos mundos opuestos, uno de ellos espiritual, el otro
material, ha podido nacer, establecerse y arraigar tan profundamente en la
conciencia humana?
La acción y la reacción incesantes
del todo sobre cada punto, y de cada punto sobre el todo, constituyen, he
dicho, la ley general, suprema, y la realidad misma de ese ser único que
llamamos el universo y que es siempre, a la vez, productor y producto.
Eternamente activo, omnipotente, fuente y resultante eterna de todo lo que es,
de todo lo que nace, obra, reacciona, después muere en su seno esa universal
solidaridad, esa causalidad mutua, ese proceso eterno de transformaciones
reales, tan universales como infinitamente detalladas, y que se producen en el
espacio infinito, la naturaleza, ha formado, entre una cantidad infinita de
otros mundos, nuestra Tierra, con toda la escala de sus seres, desde los más
simples elementos químicos, desde las primeras formaciones de la materia con
todas sus propiedades mecánicas y físicas, hasta el hombre. Los reproduce
siempre, los desarrolla, los nutre, los conserva; después, cuando llega su
término, y a menudo antes de que llegue, los destruye, o más bien, los
transforma en seres nuevos. Es, por tanto, la omnipotencia contra la cual no
hay independencia ni autonomía posibles, el ser supremo que abarca y penetra
con su acción irresistible toda la existencia de los seres; y entre los seres
vivos, no hay uno solo que no lleve en sí, sin duda más o menos desarrollado,
el sentimiento o la sensación de esa influencia suprema y de esa dependencia
absoluta. Y bien: esa sensación y ese sentimiento constituyen el fondo mismo
de toda religión.
La religión, como se ve, así como
todas las otras cosas humanas, tiene su primera fuente en la vida animal. Es
imposible decir que ningún animal, exceptuando el hombre, tenga una religión
determinada, porque la religión más grosera supone siempre un grado de
reflexión al que ningún animal, fuera del hombre, se elevó aún. Pero es
imposible también negar que en la existencia de todos los animales, sin exceptuar
uno, se encuentran todos los elementos, por decirlo así, materiales e
instintivos, constitutivos de la religión, menos, sin duda, su parte puramente
ideal, la que debe destruirla tarde o temprano, el pensamiento. En efecto,
¿cuál es la esencia real de toda religión? Es precisamente ese sentimiento de
absoluta dependencia del individuo, pasajero ante la eterna y omnipotente
naturaleza.
Nos es difícil observar ese
sentimiento y analizar todas sus manifestaciones en los animales de especies
inferiores; sin embargo, podemos decir que el instinto de conservación que se
encuentra hasta en la organización relativamente más pobre, sin duda en un
grado menor que en las organizaciones relativamente superiores, no es nada más
que una prudente costumbre que se forma en cada animal, bajo la influencia de
ese sentimiento, que no es otro que el primer fundamento del sentimiento
religioso. En los animales dotados de una organización más compleja y que se
acercan más al hombre, se manifiesta de una manera mucho más sensible para
nosotros: en el miedo instintivo y pánico, por ejemplo, que se apodera de ellos
a la aproximación de alguna gran catástrofe natural, tal como un temblor de
tierra, un incendio de bosque o una fuerte tempestad, o bien a la aproximación
de algún feroz animal carnicero, de un prusiano de los bosques. Y en general,
se puede decir que el miedo es uno de los sentimientos predominantes en la vida
animal. Todos los animales que viven en libertad son feroces, lo que prueba que
viven en un miedo instintivo incesante, que tienen siempre el sentimiento del
peligro; es decir, el de una influencia omnipotente, que los persigue, los
penetra y los envuelve siempre y en todas partes. Ese temor, el temor de dios,
dirían los teólogos, es el comienzo de la prudencia; es decir, de la religión. Pero en
los animales no llega a una religión, porque les falta esa potencia de
reflexión que fija el sentimiento y determina el objeto, y que transforma ese
sentimiento en una noción abstracta, capaz de traducirse en palabras. Se ha
tenido, pues, razón al decir que el hombre es religioso por naturaleza: es como
todos los animales; pero él sólo en esta Tierra tiene la conciencia de su
religión.
La religión, se ha dicho, es el
primer despertar de la
razón. Sí, pero bajo la forma de la sinrazón. La
religión, he dicho hace un momento, comienza por el temor. Y en efecto, el
hombre, al despertar a los primeros resplandores de ese sol interior que se
llama la conciencia de sí mismo, y al salir lentamente, paso a paso, de la
somnolencia magnética de esa existencia por completo instintiva que llevaba
cuando se encontraba aún en el estado de pura inocencia, es decir, en el estado
animal; habiendo nacido, como todo animal, en el temor a ese mundo exterior que
le produce y le destruye, el hombre ha debido tener necesariamente por primer
objeto de su naciente reflexión, ese temor mismo. Se puede, también, presumir
que en el hombre primitivo, al despertar de su inteligencia, ese terror
instintivo debía ser más fuerte que en los otros animales, primeramente porque
nace mucho menos armado que los otros y su infancia dura más tiempo, y luego
porque esa misma reflexión, apenas florecida y no llegada aún a un grado
suficiente de madurez y de fuerza para reconocer y para utilizar los objetos
exteriores, ha debido, sin embargo, arrancar al hombre a la unión, a la armonía
instintiva en que, como primo del gorila, antes que se hubiese despertado su
pensamiento, ha debido encontrarse con todo el resto de la naturaleza. La
primera reflexión lo aislaba en cierto modo, en medio de ese mundo exterior
que, haciéndosele extraño, ha debido aparecerle a través del prisma de su
imaginación infantil, excitada y agrandada por el efecto mismo de esa reflexión
naciente, como una sombría y misteriosa potencia, infinitamente más hostil y
más amenazadora que lo es en realidad.
No es excesivamente difícil, sino
imposible, darnos cuenta exacta de las primeras sensaciones e imaginaciones
religiosas del hombre salvaje. En sus detalles debieron ser, sin duda, tan
diversas como han sido las distintas tribus primitivas que las experimentaron y
concibieron, o como fueron los climas, la naturaleza de los lugares y las otras
circunstancias determinantes, en medio de las cuales se han desarrollado. Pero
como después de todo, eran sensaciones e imaginaciones humanas, han debido, a
pesar de esa gran diversidad de detalles, resumirse en algunos simples puntos
idénticos, de un carácter general y que no es muy difícil fijar. Cualquiera que
sea la procedencia de los diversos grupos humanos, cualquiera que sea la causa
de las diferencias analíticas que existen entre las razas humanas, que los
hombres no hayan tenido por antepasado más que un solo Adán-gorila, o
primo de gorila o, lo que es más probable, que hayan salido de varios
antepasados que habrá formado la naturaleza independientemente unos de otros,
sobre diferentes puntos del globo y en épocas diferentes, lo cierto es que la
facultad que constituye y que crea propiamente la humanidad en los hombres: la
reflexión, la potencia de abstracción, la razón; es decir, la facultad de
combinar las ideas, permanece siempre y en todas partes la misma, al igual que
las leyes que determinan las manifestaciones diferentes, de suerte que ningún
desenvolvimiento humano podría hacerse contrariamente a esas leyes. Eso nos da
el derecho a pensar que las fases principales, observadas en el primer
desenvolvimiento religioso de un solo pueblo, han debido reproducirse en el de
todas las otras poblaciones primitivas de la Tierra.
A juzgar por las relaciones unánimes
de los viajeros, que desde el siglo pasado han visitado las islas de Oceanía, y
las de aquéllos que, en nuestros días, han penetrado en el interior de África,
el fetichismo debe ser la primera religión, la de todos los pueblos salvajes
que se han alejado poco del estado natural. Pero el fetichismo no es otra cosa
que la religión del miedo. Es la primera expresión humana de esa sensación de
dependencia absoluta, mezclada con terror instintivo que encontramos en el
fondo de toda vida animal y que, como lo hice observar ya, constituye el lazo
religioso de los individuos que pertenecen a las especies más inferiores, con
la omnipotencia de la naturaleza. ¿Quién no conoce la influencia que ejercen y
la impresión que producen sobre todos los seres visos los grandes fenómenos de
la naturaleza, tales como la salida y la puesta del sol, el claro de luna, la
vuelta de las estaciones, la sucesión del frío y del calor, o bien las
catástrofes naturales, o también las relaciones tan variadas y mutuamente
destructivas de las especies animales entre sí y con las diferentes especies
vegetales? Todo eso constituye, para cada animal, un conjunto de condiciones de
existencia, un carácter, una naturaleza, y yo estaría casi tentado a decir un
culto particular, porque en los animales, en todos los seres vivos,
encontraréis una especie de adoración de la naturaleza, mezcla de temor y de
alegría, esperanza y de inquietud -la alegría de vivir y el temor de cesar de
vivir- que, en tanto que sentimiento, se parece mucho a la religión humana. La
invocación y la oración misma no faltan. Considerad al perro domesticado,
implorando una caricia, una mirada de su amo: ¿no es la imagen del hombre de
rodillas ante su dios? ¿No proyecta ese perro, con su imaginación y con un
comienzo de reflexión que la experiencia ha desarrollado en él, la omnipotencia
natural que le obsesiona, en su amo, lo mismo que el creyente la proyecta en su
dios? ¿Cuál es, pues, la diferencia entre el sentimiento del perro y el del
hombre? No es siquiera la reflexión: es el grado de reflexión, o más bien: es
la capacidad de fijarla y de concebirla como un pensamiento abstracto, de
generalizarla al nombrarla, pues la palabra humana tiene esto de particular,
que, incapaz de nombrar las cosas reales, las que obran inmediatamente sobre
nuestros sentidos, no expresan más que la noción o la generalidad abstracta; y
como la palabra y el pensamiento son dos formas distintas, pero inseparables,
de un solo y mismo acto de la humana reflexión, esta última, al fijar el objeto
del terror y de la adoración animales o del primer culto del hombre, lo
generaliza, lo transforma, por decirlo así, en un ser abstracto, tratando de
designarlo con un nombre. El objeto realmente adorado por tal o cuál individuo
es siempre este: esa piedra, ese trozo de madera, ese trapo. Es así como
comienza con el primer despertar del pensamiento, manifestado por la palabra,
el mundo exclusivamente humano, el mundo de las abstracciones.
Esta facultad de abstracción, fuente
de todos nuestros conocimientos y de todas nuestras ideas, es, sin duda, la
única causa de todas las emancipaciones humanas. Pero el primer despertar de
esa facultad en el hombre no produce inmediatamente su libertad.
Cuando comienza a formarse,
destacándose lentamente de la instintividad animal, se manifiesta primero, no
bajo la forma de una reflexión razonada, que tiene conciencia y conocimiento de
su actividad propia, sino en forma de una reflexión imaginativa, inconsciente
de lo que hace y que a causa de eso mismo toma siempre sus propios productos
por seres reales, a los cuales atribuye ingenuamente una existencia
independiente, anterior a todo conocimiento humano, y no se atribuye otro
mérito que el de haberlos descubierto fuera de sí. Por ese procedimiento, la
reflexión imaginativa del hombre puebla su mundo exterior de fantasmas que le
parecen más peligrosos, más poderosos, más terribles que los seres reales que
le rodean; no liberta al hombre de la esclavitud natural que le obsesiona, más
que para volverlo a colocar de inmediato bajo el peso de una esclavitud mil
veces más dura y más espantosa todavía: la de la religión.
Es la reflexión imaginativa del
hombre la que transforma el culto natural, cuyos elementos hemos encontrado en
los animales, en un culto humano, bajo la forma elemental del fetichismo. Hemos
visto a los animales que adoran instintivamente los grandes fenómenos de la
naturaleza, que ejercen realmente en su existencia una acción inmediata y
potente; pero no hemos oído nunca hablar de animales que adoren un inofensivo
trozo de madera, un trapo, un hueso o una piedra, mientras que encontramos ese
culto en la religión primitiva de los salvajes y hasta en el catolicismo. ¿Cómo
explica esa anomalía -en apariencia al menos- tan extraña y que, bajo la
relación del buen sentido y del sentimiento de la realidad de las cosas, nos
presenta al hombre muy inferior a los más modestos animales?
Este absurdo es el producto de la
reflexión imaginativa del salvaje. No sólo siente, como los otros animales, la
omnipotencia de la naturaleza: hace de ella el objeto de su constante
reflexión, la fija, trata de localizarla y, al mismo tiempo, la generaliza,
dándolo un nombre cualquiera; hace de ella el centro, a cuyo alrededor se
agrupan todas sus imaginaciones infantiles. Incapaz aún de abarcar con su
propio pensamiento el universo, ni siquiera el globo terrestre, ni siquiera el
ambiente tan restringido, en cuyo seno nació y vive, busca por todas partes,
preguntándose: ¿dónde reside, esa omnipotencia, cuyo sentimiento, luego reflexivo
y fijado, le obsesiona?, y por un juego, por una aberración de su fantasía
ignorante, que nos sería difícil explicar hoy, la asocia a ese trozo de madera,
a ese trapo, a esa piedra. Este es el puro fetichismo, la más religiosa, es
decir, la más absurda de las religiones.
Después, y a menudo, con el
fetichismo viene el culto de los brujos. Es un culto, si no mucho más
racional, al menos más natural, y que nos sorprenderá menos que el fetichismo.
Estamos más habituados a él, pues todavía hoy, en el seno mismo de esta
civilización de que nos mostramos tan orgullosos, estamos rodeados de brujos:
los espiritistas, los médiums, los clarividentes con su magnetismo, los
sacerdotes de la Iglesia católica, griega y romana, que pretenden tener el
poder de forzar al buen dios, con ayuda de algunas fórmulas misteriosas,
a bajar sobre el agua, hasta transformarse en pan y en vino, todos estos
forzadores de la divinidad sometida a sus encantos ¿no son otros tantos brujos?
Es verdad que la divinidad adorada e invocada por nuestros brujos modernos,
enriquecida por varios millares de años de extravagancia humana, es mucho más
complicada que el dios de la brujería primitiva, pues ésta, ante todo, no tiene
por objeto más que la representación, sin duda, ya fija, pero muy poco
determinada aún, de la omnipotencia material, sin ningún otro atributo,
intelectual o moral. La situación del bien y del mal, de lo justo y de lo
injusto, es aún desconocida. No se sabe lo que la omnipotencia ama, lo que
detesta, lo que no quiere: no es ni buena ni mala, no es nada más que la omnipotencia. Sin
embargo, el carácter divino comienza ya a dibujarse: es egoísta, vanidoso,
gusta de los cumplimientos, de las genuflexiones, de la humillación y la
inmolación de los hombres, su adoración y sus sacrificios, y persigue y castiga
cruelmente a los que no quieren someterse: a los rebeldes, a los orgullosos, a
los impíos. Ese es, como se sabe, el fondo principal de la naturaleza divina en
todos los dioses antiguos y presentes, creados por la humana sinrazón. ¿Hubo
jamás en el mundo un ser más atrozmente envidioso, vanidoso, egoísta,
vindicativo, sanguinario que el Jehová de los judíos, más tarde el dios-padre
de los cristianos?
En el culto de la brujería
primitiva, dios o esa omnipotencia indeterminada desde el punto de vista
intelectual y moral, aparece primeramente como inseparable de la persona del
brujo; él mismo es dios, como el fetiche. Pero a la larga el rol de hombre
sobrenatural, de hombre-dios, para un hombre real, sobre todo para un salvaje que,
no teniendo ningún medio de abrigarse contra la curiosidad indiscreta de sus
creyentes, permanece desde la mañana a la noche sometido a sus investigaciones,
se hace imposible. El buen sentido, el espíritu práctico de un pueblo salvaje,
que se desarrollan lentamente, es verdad, pero que se desarrollan por la
experiencia de la vida, y a pesar de todas las divagaciones religiosas, acaban
por demostrarle la imposibilidad práctica de que un hombre, accesible a todas
las debilidades y enfermedades humanas, sea un dios. El brujo permanece, pues,
para sus creyentes salvajes, un ser sobrenatural, pero sólo por instantes,
cuando está poseído4. Pero ¿poseído por quién? Por la omnipotencia,
por dios. Por consiguiente, la divinidad, se encuentra ordinariamente fuera del
brujo. ¿Dónde buscarla? El fetiche, el dios-cosa, ha sido superado; el brujo,
el hombre-dios, también. Todas esas transformaciones, en los tiempos
primitivos, han llenado, sin duda, los siglos. El salvaje, ya avanzado, un poco
desarrollado y rico con la tradición de varios siglos, busca entonces la
divinidad muy lejos de él, pero siempre en los seres realmente existentes: en
el bosque, en el campo, en un río, y más tarde en el sol, en la luna, en el
cielo. El pensamiento religioso comienza a abarcar ya el universo.
El hombre no ha podido llegar a ese
punto, he dicho, más que después de una larga serie de siglos. Su facultad
abstractiva, su razón, se ha fortificado ya y desarrollado por el conocimiento
práctico de las cosas y por la observación de las relaciones o de su causalidad
mutua, mientras que la aparición regular de tales fenómenos le dio la primera
noción de algunas leyes naturales. Comienza a inquietarse por el conjunto de
los hechos y de sus causas. Al mismo tiempo comienza también a conocerse él
mismo, y gracias siempre a esa potencia de abstracción, que le permite
considerarse como objeto, separa su ser exterior y viviente de su ser pensante,
su exterior de su interior, su cuerpo de su alma; y como no tiene la menor idea
de las ciencias naturales y como ignora hasta el nombre de esas ciencias, por
lo demás completamente modernas, que se llaman la fisiología y la antropología,
es deslumbrado por ese descubrimiento de su propio espíritu en sí mismo, y se
imagina naturalmente, necesariamente, que su alma, ese producto de su cuerpo,
es, al contrario, el principio y la causa del cuerpo. Pero una vez que ha hecho
esa distinción de lo interior y de lo exterior, de lo espiritual y de lo
material en sí mismo, lo proyecta necesariamente en su dios: comienza a buscar
el alma invisible de ese visible universo. Es así como ha debido nacer el
panteísmo religioso de los hindúes.
Debemos detenernos sobre este punto,
porque es aquí donde comienza propiamente la religión en la plena acepción de
esta palabra, y con ella la teología y la metafísica también. Hasta allí la
imaginación religiosa del hombre, obsesionada por la representación fija de una
omnipotencia indeterminada e inencontrable, había procedido, naturalmente, al
buscarla, por la vía de la investigación experimental, primero en los objetos
más próximos, en los fetiches, después en los brujos, más tarde en los grandes
fenómenos de la naturaleza, por fin, en los astros, pero asociándola siempre a
algún objeto real y visible, por lejano que esté. Ahora se eleva hasta la idea
de un dios-universo, una abstracción. Hasta entonces todos sus dioses habían
sido seres particulares, pero no menos realmente existentes. Ahora tiene, por
primera vez, una divinidad universal: el ser de los seres, substancia creadora
de todos los seres restringidos y particulares, el alma universal, el gran
todo. He ahí, pues, el verdadero dios que comienza, y con él la verdadera
religión.
NOTAS DEL CAPÍTULO 4:
1 En el manuscrito sigue un párrafo
que el autor empleó en El Imperio knuto-germánico, segunda entrega, y
que, por consiguiente borró en este original, anotando al margen en ruso la
palabra: Empleado. (Nota de Diego Abad de Santillán).
2 Sigue un fragmento que Bakunin
borró por haberlo empleado en El imperio knuto-germánico, segunda
entrega. (Nota de Diego Abad de Santillán).
3 Bakunin ha utilizado un fragmento
que debía ir a continuación y, variando un poco su forma, lo incluyó en el Imperio
knuto-germánico, segunda entrega. (Nota de Diego Abad de Santillán).
4 Lo mismo que el sacerdote católico,
que no es verdaderamente sagrado más que cuando realiza sus cabalísticos
misterios; lo mismo que el Papa, que no es infalible más que cuando, inspirado
por el Espíritu Santo, define los dogmas de la fe.
CAPÍTULO 5
FILOSOFÍA, CIENCIA
Debemos examinar ahora el
procedimiento por el cual ha llegado el hombre a ese resultado, a fin de
reconocer, por su origen histórico, la verdadera naturaleza de la divinidad. Y ante
todo, la primera cuestión que se presenta es ésta: el gran todo de la
religión panteísta, ¿no es absolutamente el mismo ser único que hemos llamado la
naturaleza universal?
Sí y no. Sí, porque ambos sistemas,
el de la religión panteísta y el sistema científico y positivista abarcan el
mismo universo. No, porque lo abarcan de una manera diferente.
¿Cuál es el método científico? Es el
método realista por excelencia. Va de los detalles al conjunto y de la
constatación, del estudio de los hechos, a su comprensión, a las ideas, pues
sus ideas no son más que la fiel exposición de las relaciones de coordinación,
de sucesión y de acción o de causalidad mutua que realmente existen entre las
cosas y los fenómenos reales; su lógica, nada más que la lógica de las cosas.
Como en el desenvolvimiento histórico del espíritu humano, la ciencia positiva
llega siempre después de la teología y después de la metafísica, el hombre
llega a la ciencia ya preparado y considerablemente corrompido por una especie
de educación abstracta. Aporta, pues, muchas ideas abstractas, elaboradas tanto
por la teología como por la metafísica, y que para la primera han sido objeto
de fe ciega, para la segunda objeto de especulaciones transcendentes y de juego
de palabras más o menos ingeniosos, de explicaciones y de demostraciones que no
explican y que no demuestran absolutamente nada, porque se hacen fuera de toda
experimentación real, y porque la metafísica no tiene otra garantía para la existencia
misma de los objetos sobre los cuales razona, que las seguridades o el
mandamiento imperativo de la teología.
El hombre, en otro tiempo teólogo y
metafísico, pero cansado de la teología y de la metafísica, a causa de la
esterilidad de sus resultados en teoría y a causa de sus consecuencias tan
funestas en la práctica, lleva, naturalmente, todas esas ideas a la ciencia,
pero las lleva, no como principios ciertos y que deben, como tales, servirle de
punto de partida: las lleva como cuestiones que la ciencia debe resolver. No ha
llegado a la ciencia más que porque ha comenzado precisamente él mismo a
ponerlas en tela de juicio. Y duda de ellas, porque una larga experiencia de la
teología y de la metafísica que han creado esas ideas le ha demostrado que ni
una ni otra ofrecen garantía alguna seria para la realidad de sus creaciones.
Lo que él duda y lo que rechaza ante todo, no son tanto esas creaciones, esas
ideas, como los métodos, las vías y medios por los cuales la teología y la
metafísica las han creado. Rechaza el sistema de las revelaciones y la creencia
en el absurdo porque es absurdo (Credo quia absurdum, Tertuliano) de los
teólogos, y no quiere dejarse imponer nada por el despotismo de los teólogos,
de los sacerdotes y por las hogueras de la Inquisición. Rechaza
la metafísica, precisamente y sobre todo porque, habiendo aceptado sin crítica
alguna o con una crítica ilusoria, en exceso complaciente y fácil, los
creaciones, las ideas fundamentales de la teología: las del universo, de dios y
del alma o de un espíritu separado de la materia, ha construido sobre esos
datos sus sistemas, y porque, tomando lo absurdo por punto de partida,
necesariamente y siempre concluyó en el absurdo. Por tanto, lo que el hombre
busca, ante todo, al salir de la teología y de la metafísica, es un método
verdaderamente científico, un método que le dé, ante todo, una completa
certidumbre de la realidad de las cosas sobre las cuales razona.
Pero el hombre no tiene otro medio
para asegurarse de la realidad cierta de una cosa, de un fenómeno o de un
hecho, que el de haberlos realmente encontrado, constatado, reconocido en su
integridad propia, sin ninguna mezcla de fantasías, de supuestos y de
adjudicaciones del espíritu humano. La experiencia se convierte, pues, en la
base de la ciencia. No
se trata aquí de la experiencia de un solo hombre. Ningún hombre, por
inteligente, por curioso que sea, por felizmente dotado que esté, desde todos
los puntos de vista, puede haberlo visto todo, encontrado todo, experimentado
todo por sí propio. Si la ciencia de cada uno debiera limitarse a sus propias
experiencias personales, habría tantas ciencias como hombres y toda ciencia
moriría con cada hombre. No habría ciencia.
La ciencia tiene, pues, por base la
experiencia colectiva, no sólo de todos los hombres contemporáneos, sino
también de todas las generaciones pasadas. Pero no admite ningún testimonio sin
crítica. Antes de aceptar el testimonio, sea de un contemporáneo, sea de un
hombre que no existe ya, por poco que me atenga a no equivocarme, debo
inquirir, primeramente, sobre el carácter y la naturaleza, tanto como sobre el
estado de espíritu de ese hombre, de su método. Debo asegurarme, ante todo, que
ese hombre es o era un hombre honesto, que detesta la mentira, que busca la verdad
con buena fe, con celo; que no era ni fantástico, ni poeta, ni metafísico, ni
teólogo, ni jurista, ni lo que se llama político, y como tal, interesado en las
mentiras políticas, y que era considerado como hombre honesto y que buscaba la
verdad, por la gran mayoría de sus contemporáneos. Hay hombres, por ejemplo,
que son muy inteligentes, muy instruidos, libres de todo prejuicio y de toda
preocupación fantástica, que han tenido, en una palabra, espíritu realista,
pero que, demasiado perezosos para tomarse el trabajo de constatar la
existencia y la naturaleza real de los hechos, los que suponen, los inventan.
Es así como se hace la estadística en Rusia. El testimonio de estos hombres,
naturalmente, no vale nada. Hay otros, muy inteligentes también y demasiado
honestos para mentir y para asegurar cosas de que no están seguros, pero cuyo
espíritu se encuentra bajo el yugo, sea de la metafísica, sea de la religión,
sea de una preocupación idealista cualquiera. El testimonio de esos hombres, al
menos en tanto que concierne a los objetos que tocan de cerca a su monomanía,
debe ser igualmente rechazado, porque tienen la desgracia de tomar siempre
vejigas por linternas. Pero si un hombre, a una gran inteligencia realista,
desarrollada y debidamente preparada por la ciencia, une la ventaja de ser al
mismo tiempo un investigador escrupuloso y celoso de la realidad de las cosas,
su testimonio se vuelve precioso.
Y no obstante, tampoco debo
aceptarlo sin crítica. ¿En qué consiste esa crítica? En la comparación de las
cosas que él me afirma con los resultados de mi propia experiencia personal. Si
su testimonio se armoniza con ella, si no tengo razón alguna para rechazarla,
la acepto, como una nueva confirmación de lo que he reconocido yo mismo; pero
si le es contrario, ¿debo rechazarla sin inquirir quién de nosotros tiene
razón, él o yo? De ningún modo. Sé por experiencia que mi conocimiento de las
cosas puede ser defectuoso. Comparo, pues, sus resultados con los míos, y los
someto a una observación y a experiencias nuevas. En caso de necesidad, apelo
al arbitraje y a las experiencias de un tercero y de muchos observadores, cuyo
carácter científico serio me inspire confianza, y llego, no sin esfuerzo
algunas veces, por la modificación de sus resultados o de los míos, a una convicción
común. Pero ¿en qué consiste la experiencia de cada uno? En el testimonio de
los sentidos, dirigidos por la inteligencia. No acepto, por mi cuenta, nada que
no haya encontrado materialmente, visto, oído y, en caso de necesidad, palpado
con mis dedos. Ese es, para mí, personalmente, el único medio que me permite
asegurarme de la realidad de una cosa. Y no tengo confianza más que en el
testimonio de aquellos que proceden absolutamente del mismo modo.
De todo eso resulta que la ciencia,
desde el principio, está fundada sobre la coordinación de una masa de
experiencias personales contemporáneas y pasadas, sometidas constantemente a
una severa crítica mutua. No puede imaginarse uno base más democrática que esa.
Es la base constitutiva y primera, y todo conocimiento humano que en última
instancia no repose sobre ella, debe ser excluido como desprovisto de toda
certidumbre y de todo valor científico. La ciencia no puede, sin embargo,
detenerse en esa base, que no le da más que una cantidad innumerable de hechos
de la naturaleza más diferente, y debidamente constatados por innumerables
cantidades de observaciones o de experiencias personales. La ciencia propia no
comienza más que con la comprensión de las cosas, de los fenómenos y de los
hechos. Comprender una cosa, cuya realidad ha sido primero debidamente
constatada, lo que olvidan hacer siempre los teólogos y los metafísicos, es
descubrir, reconocer y constatar, de esa manera empírica, que ha servido a uno
para asegurarse al principio de su existencia real, todas sus propiedades; es
decir, todas sus relaciones, tanto inmediatas como indirectas, con otras cosas
existentes, lo que equivale a determinar los diferentes modos de su acción real
sobre todo lo que queda fuera de ella. Comprender un fenómeno o un hecho es
descubrir y constatar las fases sucesivas de su desenvolvimiento real, es
reconocer su ley natural.
Estas constataciones de propiedades
y esos descubrimientos de leyes naturales tienen igualmente por fuente única,
primero las observaciones y las experiencias hechas realmente por tal o cual
persona, o por muchas personas a la vez. Pero por considerable que sea su número, y
aunque fuesen todos sabios renombrados, la ciencia no acepta su testimonio más
que a condición esencial de que al mismo tiempo que anuncian los resultados de
sus investigaciones, den también un informe en extremo detallado y exacto del
método de que se han servido, así como de las observaciones y de las
experiencias que han hecho para llegar a ellos; de ese modo, todos los hombres que
se interesan en la ciencia, pueden renovar por su propia cuenta, siguiendo el
mismo método, esas mismas observaciones y esas mismas experiencias; sólo cuando
los nuevos resultados han sido contraloreados así y obtenidos por muchos
observadores y experimentadores nuevos, son considerados generalmente como
conquistados de una manera definitiva para la ciencia. Y todavía
acontece que experiencias y observaciones nuevas, hechas según un método y
desde un punto de vista diferente, destruyen o modifican profundamente esos
primeros resultados. Nada es tan antipático para la ciencia como la fe, y la
crítica no ha dicho nunca su última palabra. Ella sola, representante del gran
principio de la rebeldía en la ciencia, es la guardiana severa e
incorruptible de la verdad.
Es así como, sucesivamente, por el
trabajo de los siglos se establece poco a poco en la ciencia un sistema de
verdades o de leyes naturales universalmente reconocidas. Una vez establecido
ese sistema y acompañado siempre de la exposición más detallada de los métodos,
de las observaciones y de las experiencias, así como de la historia de las
investigaciones y de los desenvolvimientos, con ayuda de los cuales ha sido
establecido, de manera que pueda siempre ser sometido a un control nuevo y a
una nueva crítica, se convierte después en la segunda base de la ciencia. Sirve de
punto de partida para las investigaciones nuevas que necesariamente lo
desarrollan y lo enriquecen con nuevos métodos.
El mundo, a pesar de la infinita
diversidad de los seres que lo componen, es uno. El espíritu humano que,
habiéndolo tomado por objeto, se esfuerza por reconocerlo y comprenderlo, es
uno o idéntico también, a pesar de la innumerable cantidad de seres humanos
diversos, presentes y pasados, por los cuales es representado. Esta identidad
es probada por este hecho incontestable, que siempre que un hombre piensa,
cualesquiera, por lo demás, que sean su ambiente, su naturaleza, su raza, su
posición social y el grado de su desenvolvimiento intelectual y moral, y aun
cuando divaga y fantasea, su pensamiento se desenvuelve siempre según las
mismas leyes; y es eso, precisamente, lo que, en la inmensa diversidad de las
edades, de los climas, de las razas, de las naciones, de las posiciones
sociales y de las naturalezas individuales, constituye la gran unidad del
género humano. Por consiguiente, la ciencia, que no es otra cosa que el
conocimiento y la comprensión del mundo por el espíritu humano, debe ser una
también.
Es incontestablemente una. Pero,
inmensa como el mundo, supera las facultades intelectuales de un solo hombre,
aunque fuese el más inteligente de todos. Ninguno es capaz de abarcarla a la
vez en su universalidad y en sus detalles igual, aunque diferentemente,
infinitos. El que quiera atenerse a la sola generalidad, descuidando los
detalles, volvería a caer por eso mismo en la metafísica y en la teología,
porque la generalidad científica se distingue precisamente de las generalidades
metafísicas y teológicas por esto, que se establece, no como esas dos últimas,
por la abstracción que se hace de todos los detalles, sino al contrario y
únicamente por la coordinación de los detalles. La gran unidad científica es
concreta: es la unidad en la infinita diversidad; la unidad teológica y metafísica
es abstracta: es la unidad en el vacío. Para abarcar la unidad científica en
toda su realidad infinita, sería preciso poder conocer en detalle todos los
seres cuyas relaciones naturales directas e indirectas, constituyen el
universo, lo que sobrepasa evidentemente las facultades de un hombre, de una
generación, de la humanidad entera.
Al querer abarcar la universalidad
de la ciencia el hombre se detiene, aplastado por lo infinitamente grande. Pero
al entrar en los detalles de la ciencia encuentra otro límite: lo infinitamente
pequeño. Por lo demás, no puede reconocer realmente más que aquello cuya
existencia real le es testimoniada por sus sentidos, y sus sentidos no pueden
alcanzar más que una parte infinitamente pequeña del universo infinito: el
globo terrestre, el sistema solar, a lo sumo esa parte del firmamento que se ve
desde la Tierra. Todo
eso no constituye en la infinidad del espacio más que un punto imperceptible.
El teólogo y el metafísico se
prevaldrían también de esa ignorancia forzada y necesariamente eterna del
hombre para recomendar sus divagaciones o sus sueños. Pero la ciencia desdeña
ese trivial consuelo, detesta esas ilusiones tan ridículas como peligros.
Cuando se ve forzada a detener sus investigaciones, por falta de medios para
prolongarlas, prefiere decir: No sé, a presentar como verdades,
hipótesis cuya verificación es imposible. La ciencia ha hecho más que eso: ha
llegado a demostrar, con una certidumbre que no deja nada que desear, la
absurdidez y la nulidad de todas las concepciones teológicas y metafísicas;
pero no las ha destruido para reemplazarlas por absurdos nuevos. Llegada a su
término, dirá honestamente: No sé, pero no deducirá nunca nada de lo que
no sepa.
La ciencia universal es, pues, un
ideal que el hombre no podrá realizar nunca. Estará siempre forzado a
contentarse con la ciencia de su mundo, extendiendo a lo sumo este último hasta
las estrellas que puede ver, y aun sabrá sólo muy pocas cosas de él. La ciencia
real no abarca más que el sistema solar, sobre todo nuestro globo y sobre todo
lo que se produce y acontece en el globo. Pero en esos límites mismos, la
ciencia es todavía demasiado inmensa para que pueda ser dominada por un solo
hombre, o por una generación, tanto más cuanto que, como lo observé más arriba,
los detalles de ese mundo se pierden en lo infinitamente pequeño y su
diversidad no tiene límites asignables.
Esa imposibilidad de abarcar de un
solo vistazo el conjunto inmenso y los detalles infinitos del mundo visible, ha
dado lugar a la división de la ciencia una e indivisible, o de la ciencia
general, en muchas ciencias particulares; separación tanto más natural y
necesaria, cuanto que corresponde a los órdenes diversos que existen realmente
en este mundo, así como a los puntos de vista diferentes desde los cuales el
espíritu humano está, por decirlo así, obligado a encararlos: matemática,
mecánica, astronomía, física, química, geología, biología y sociología, incluso
la historia del desenvolvimiento de la especie humana, tales son las
principales divisiones que se han establecido, por decirlo así, por sí mismas,
en la ciencia. Cada
una de esas ciencias particulares, por su desenvolvimiento histórico, ha
formado y lleva consigo un método de investigación y de constatación de cosas y
de hechos, de deducciones y de conclusiones que le son, si no siempre
exclusivamente, al menos particularmente propias. Pero todos esos métodos
diferentes tienen una sola y misma base primera, reduciéndose en última
instancia a una constatación personal y real de las cosas y de los hechos por
los sentidos, y todas, en los límites de las facultades, tienen el mismo fin:
la edificación de la ciencia universal, la comprensión de la unidad, de la
universalidad real de los mundos, la reedificación científica del gran todo,
del universo.
Este objetivo, como acabo de
enunciarlo, ¿no se encuentra en contradicción flagrante con la imposibilidad
evidente para el hombre de poder realizarlo alguna vez? Sí, sin duda, y sin
embargo, el hombre no puede renunciar a él y no renunciará nunca. Augusto Comte
y sus discípulos podrán predicarnos la moderación y la resignación, el hombre
no se moderará ni se resignará nunca. Esta contradicción está en la naturaleza
del hombre, y sobre todo en la naturaleza de nuestro espíritu: armado con esa
formidable potencia de abstracción, no reconoce y no reconocerá nunca ningún
límite a su curiosidad imperiosa y apasionada, ávida de saberlo y de abarcarlo
todo. Basta decirle: Tú no irás más allá, para que, con todo el poder de
esa curiosidad irritada por el obstáculo, tienda a lanzarse al más allá. Bajo
este aspecto, el buen dios de la Biblia se ha mostrado mucho más
clarividente que Augusto Comte y los positivistas, sus discípulos: habiendo
querido sin duda que el hombre comiese del fruto prohibido, le prohibió comerlo.
Esa falta de moderación, esa desobediencia, esa revuelta del espíritu humano
contra todo límite impuesto, sea en nombre del buen dios, sea en nombre
de la ciencia, constituyen su honor, el secreto de su poder y de su libertad. Es
al buscar lo imposible como el hombre ha realizado siempre y reconocido lo
posible, y los que están prudentemente limitados a lo que les parece posible no
han avanzado nunca un solo paso. Por lo demás, en presencia de la inmensa
carrera recorrida por el espíritu humano durante los tres mil años poco más o
menos conocidos por la historia, ¿quién se atreverá a decir, lo que dentro de
tres, cinco, o diez mil años será posible e imposible?
Esa tendencia hacia lo eternamente
desconocido es de tal modo irresistible en el hombre, es tan profundamente
inherente a nuestro espíritu, que, si le cerráis la vía científica, se abrirá,
para satisfacerla, una vía nueva, la vía mística. ¿Y es preciso dar otra prueba
que el ejemplo del ilustre fundador de la filosofía positiva, Augusto Comte mismo,
que dio fin a su gran carrera filosófica, como se sabe, por la elaboración de
un sistema positivo muy místico? Sé muy bien que algunos de sus
discípulos atribuyen esta última creación de ese espíritu eminente, que se
puede considerar después o más bien con Hegel, como el mayor filósofo de
nuestro siglo, a una aberración enojosa causada por grandes desgracias y sobre
todo por la sorda e implacable persecución de los sabios patentados y
académicos, enemigos naturales de toda nueva iniciativa y de todo gran
descubrimiento científico1. Pero al dejar al margen esas causas
accidentales a las cuales ¡ay! no se han sustraído lo más grandes genios, se
puede probar que el sistema de filosofía positiva de Augusto Comte abre la
puerta al misticismo.
La filosofía positiva no se presentó
aún francamente como atea. Sé muy bien que el ateísmo está en todo su sistema;
que ese sistema, el de la ciencia real, reposando esencialmente sobre la
inmanencia de las leyes naturales, excluye la posibilidad de la existencia de dios,
como la existencia de dios excluiría la posibilidad de esa ciencia. Pero
ninguno de los representantes reconocidos de la filosofía positiva, comenzando
por su fundador Augusto Comte, ha querido nunca decirlo abiertamente. ¿Lo saben
ellos mismos, o bien estarían inseguros sobre este punto? Me parece muy difícil
admitir su ignorancia sobre un punto de una importancia tan decisiva para toda
la posición de la ciencia en el mundo; tanto más cuanto que en cada línea que
escriben se siente transpirar la negación de dios, el ateísmo. Pienso, pues,
que sería más justo acusar a su buena fe o, para hablar más cortésmente,
atribuir su silencio a su instinto a la vez político y conservador. Por una
parte, no quieren ponerse a malas con los gobiernos ni con el idealismo
hipócrita de las clases gobernantes, que, con mucha razón, consideran el
ateísmo y el materialismo como poderosos instrumentos revolucionarios de
destrucción, muy peligrosos para el orden actual de cosas. No es quizás más que
gracias a ese silencio prudente y a esa posición equívoca tomada por la filosofía
positiva que ha podido introducirse en Inglaterra, país en que la hipocresía
religiosa continúa siendo todavía una potencia social, y donde el ateísmo es
considerado aún como un crimen de esa sociedad2. Se sabe que en ese
país de la libertad política el despotismo social es inmenso. En la primera
mitad de este siglo, el gran poeta Shelley, el amigo de Byron, ¿no ha sido
obligado a emigrar y no ha sido privado de su hijo, sólo por ese crimen de
ateísmo? ¿Es preciso, pues, asombrarse de que hombres eminentes como Buckle,
Stuart MilI y Herbert Spencer, hayan aprovechado con alegría la posibilidad que
les dejaba la filosofía positiva para reconciliar la libertad de sus
investigaciones científicas con el canto religioso, despóticamente impuesto por
la opinión inglesa al que quiere formar parte de la sociedad?
Los positivistas franceses soportan,
es verdad, con mucha menos resignación y paciencia ese yugo que se han impuesto
y no están de ningún modo orgullosos de haberse comprometido así por sus
hermanos, los positivistas ingleses. Tampoco dejan de protestar de tanto en
tanto, y de una manera bastante enérgica, contra la alianza que estos últimos
les proponen concluir en nombre de la ciencia positiva, con inocentes
aspiraciones religiosas, no dogmáticas, sino indeterminadas y muy vagas, como
lo son ordinariamente hoy todas las aspiraciones teóricas de las clases
privilegiadas, fatigadas y gastadas por el disfrute demasiado prolongado de sus
privilegios. Los positivistas franceses protestan enérgicamente contra toda
transacción con el espíritu teológico, transacción que rechazan como una
deshonra. Pero si consideran como un insulto la suposición de que puedan
transigir con él, ¿por qué continúan provocando esa suposición con sus
reticencias? Les sería muy fácil acabar con todos los equívocos proclamándose
abiertamente lo que son en realidad, materialistas, ateos. Hasta el presente,
han desdeñado hacerlo y, como si temiesen diseñar, de una manera demasiado
precisa y demasiado clara, su posición verdadera, han preferido siempre
explicar su pensamiento con circunloquios mucho más científicos quizás, pero
mucho menos claros que esas simples palabras. Y bien, es esa claridad misma la
que les espanta y la que no quieren a ningún precio. Y eso por una doble razón.
Ciertamente, nadie pondrá en duda ni
el valor moral ni la buena fe individual de los espíritus eminentes que
representan hoy el positivismo en Francia. Pero el positivismo no es sólo una
teoría profesada libremente; es al mismo tiempo una secta a la vez política y
sacerdotal. Por poco que se lea con atención el Cours de Philosophie
positive de Augusto Comte, y sobre todo, el fin del tercer volumen y los
tres primeros, de los cuales el señor Littré, en su prefacio, recomienda la
lectura a los obreros3, se encontrará que la preocupación política
principal del ilustre fundador del positivismo filosófico era la creación de un
nuevo sacerdocio, no religioso, esta vez, sino científico, llamado en lo sucesivo,
según él, a gobernar el mundo. La inmensa mayoría de los hombres, en pretensión
de Augusto Comte, es incapaz de gobernarse por sí. Casi todos, dice, son
impropios para el trabajo intelectual, no porque son ignorantes y sus
preocupaciones cotidianas les han impedido adquirir el hábito de pensar, sino
porque la naturaleza los ha creado así: en la mayoría de los individuos, la
región posterior del cerebro, que corresponde, según el sistema de Gall, a los
instintos más universales, pero también más groseros de la vida animal, está
mucho menos desarrollada que la región frontal, que contiene los órganos
puramente intelectuales. De donde resulta, primero, que la vil multitud no esta
llamada a gozar de la libertad, pues esa libertad llevaría necesariamente a una
deplorable anarquía espiritual, y segundo, experimenta siempre, muy felizmente
para la sociedad, la necesidad instintiva de ser mandada. Muy felizmente
también, se encuentran siempre algunos hombres que han recibido de la
naturaleza la misión de mandar a esa masa y de someterla a una disciplina
saludable, tanto espiritual como temporal. En otro tiempo, antes de la
necesaria pero deplorable revolución que atormenta a la sociedad humana desde
hace tres siglos, ese oficio de alto comando había pertenecido al sacerdocio
clerical, a la iglesia de los sacerdotes, por la cual Augusto Comte
profesa una veneración cuya franqueza al menos me parece excesivamente
honorable. Mañana, después de esa misma revolución, pertenecerá al sacerdocio
científico, a la academia de los sabios, que establecerán una nueva disciplina,
un poder muy fuerte, para el mayor bien de la humanidad.
Tal es el credo político y social
que Augusto Comte ha legado a sus discípulos. De él resulta la necesidad de
prepararse para llenar dignamente una misión tan alta. Como hombres que se
saben llamados a gobernar tarde o temprano, tienen el instinto de conservación
y el respeto hacia todos los gobiernos constituidos, lo cual les es tanto más
fácil cuanto que, fatalistas a su modo, consideran todos los gobiernos, aun los
más malos, como transiciones no sólo necesarias, sino saludables también, en el
desenvolvimiento histórico de la humanidad4. Los positivistas, como
se ve, son hombres comme il faut, y no rompe-vidrios. Detestan las
revoluciones y a los revolucionarios. No quieren destruir nada y, seguros de
que llegará su hora, esperan pacientemente que las cosas y los hombres que les
son contrarios se destruyan a sí mismos. En espera de eso, hacen una
perseverante propaganda a mezza voce, atrayendo las naturalezas más o
menos doctrinarias y antirrevolucionarias que encuentran en la juventud
estudiosa de la Escuela politécnica y de la Escuela de medicina,
no desdeñando tampoco bajar a veces hasta los talleres de la industria
para sembrar allí el odio de las opiniones vagas, metafísicas y
revolucionarias, y la fe naturalmente más o menos ciega, en el sistema político
y social preconizado por la filosofía positiva. Pero se guardarán bien de
promover contra ellos los instintos conservadores de las clases gobernantes y
de despertar al mismo tiempo las pasiones subversivas de las masas por una
propaganda demasiado franca de su ateísmo y de su materialismo. Lo dicen bien
en todos sus escritos, pero de manera que no puedan ser escuchados más que por
el pequeño número de sus elegidos.
No siendo ni positivista, ni
candidato a un gobierno cualquiera, sino un franco revolucionario socialista,
no tengo necesidad de detenerme ante consideraciones semejantes. Romperé, pues,
los vidrios y trataré de poner los puntos sobre las íes.
Los positivistas no han negado nunca
directamente la posibilidad de la existencia de dios; no han dicho nunca con
los materialistas, de quienes rechazan la peligrosa y revolucionaria solidaridad:
No hay dios, y su existencia es absolutamente imposible, porque es
incompatible, desde el punto de vista moral, con la inmanencia, o para hablar
más claramente aún, con la existencia misma de la justicia y, desde el punto de
vista material, con la inmanencia o la existencia de las leyes naturales o de
un orden cualquiera en el mundo; incompatible, pues, con la existencia misma
del mundo.
Esta verdad tan evidente, tan
sencilla, y que yo creo haber desarrollado suficientemente en el curso de este
escrito, constituye el punto de partida del materialismo científico. Ante todo
no es más que una verdad negativa. No afirma nada aún, no es más que la
negación necesaria, definitiva y poderosa de ese funesto fantasma histórico que
la imaginación de los primeros hombres ha creado y que desde hace cuatro o
cinco mil años pesa sobre la ciencia, sobre la libertad, sobre la humanidad,
sobre la vida. Armados
con esa negación irresistible e irrefutable, los materialistas están asegurados
contra la vuelta de todos los fantasmas divinos, antiguos y nuevos, y ningún
filósofo inglés irá a proponerles una alianza con un incognoscible religioso
(palabras de Herbert Spencer) cualquiera.
Los positivistas franceses ¿están
convencidos de esta verdad negativa, sí o no? Sin duda lo están, y todos tan
enérgicamente como los materialistas mismos. Si no lo estuvieran, habrían
debido renunciar a la posibilidad misma de la ciencia, porque saben mejor que
nadie que entre lo natural y lo sobrenatural no hay transacción posible, y que
esa inmanencia de las fuerzas y de las leyes, sobre la cual fundan todo su
sistema, contiene directamente la negación de dios. ¿Por qué, pues, en ninguno
de sus escritos se encuentra la franca y simple expresión de esa verdad, de
modo que cada cual pueda saber a qué atenerse con ellos? ¡Ah! es que son
conservadores políticos y prudentes, filósofos que se preparan a tomar el
gobierno de la vil e ignorante multitud en sus manos. He aquí cómo expresan esa
misma verdad:
Dios no se encuentra en el dominio
de la ciencia; siendo dios, según la definición de los teólogos y de los metafísicos,
lo absoluto, y no teniendo la ciencia por objeto más que lo que es relativo, no
tiene nada que hacer con dios, que no puede ser para ella más que una hipótesis
inverificable.
Laplace decía la misma cosa con más
franqueza de expresión: sistema de los mundos, no he tenido necesidad de esa
hipótesis. No añaden que la admisión de esa hipótesis implicaría necesariamente
la negación, la anulación de la ciencia y del mundo. No, se contentan con decir
que la ciencia es impotente para verificarla y que por consiguiente no pueden
aceptarla como una verdad científica.
Notad que los teólogos -no los metafísicos,
sino los verdaderos teólogos-, dicen absolutamente lo mismo: Siendo dios el ser
infinito, omnipotente, absoluto, eterno-, el espíritu humano, la ciencia del
hombre es incapaz de elevarse hasta él. De ahí resulta la necesidad de una
revelación especial determinada por la gracia divina; y esa verdad revelada y
que, como tal, es impenetrable por el análisis del espíritu profano, se
convierte en la base de la ciencia teológica.
Una hipótesis no es hipótesis
precisamente más que porque no ha sido verificada aún. Pero la ciencia
distingue dos especies de hipótesis: aquellas cuya verificación parece posible,
probable, y aquellas cuya verificación es del todo imposible. La hipótesis
divina, con todas sus modificaciones diferentes: Dios creador, dios alma del
mundo o lo que se llama la inmanencia divina, causa primera y causa final,
esencia íntima de todas las cosas, alma inmortal, voluntad espontánea, etc.,
todo eso cae necesariamente en esta última categoría. Todo eso, teniendo un
carácter absoluto, es absolutamente inverificable desde el punto de vista de la
ciencia, que no puede reconocer más que la realidad de las cosas determinadas y
finitas y que, sin pretender profundizar la esencia íntima, debe limitarse a
estudiar sus relaciones exteriores y sus leyes.
Pero todo lo que es inverificable
desde el punto de vista científico ¿es por eso mismo necesariamente nulo desde
el punto de vista de la realidad? De ningún modo, y he aquí una prueba: El
universo no se limita a nuestro sistema solar, que no es más que un punto
imperceptible en el espacio infinito y que sabemos, que vemos rodeado de otros
sistemas solares. Pero nuestro firmamento mismo, con todos sus millones de
sistemas, no es a su vez nada más que un punto imperceptible en la infinitud
del espacio, y es muy probable que esté rodeado de miles de millones y de
millones de millones de otros sistemas solares. En una palabra, la naturaleza
de nuestro espíritu nos obliga a imaginar el espacio infinito y lleno de una
infinidad de mundos desconocidos. He ahí una hipótesis que se presenta
imperiosamente al espíritu humano, hoy, y que permanecerá sin embargo
eternamente inverificable para nosotros. Ahora nos imaginamos, estamos
igualmente obligados a pensar que toda esa inmensidad infinita de mundos
eternamente desconocidos es gobernada por las mismas leyes naturales, y que en
ellos dos por dos hacen cuatro, como entre nosotros, si la teología no
interviene. Esa es otra hipótesis que la ciencia no podrá verificar nunca. En
fin, la más simple ley de la analogía nos obliga, por decirlo así, a pensar que
muchos de esos mundos, si no todos, están poblados por seres organizados e
inteligentes, que viven y piensan conforme a la misma lógica real que se
manifiesta en nuestra vida y en nuestro pensamiento. He ahí una tercera
hipótesis, menos apremiante sin duda que las dos primeras, pero que, con
excepción de aquellos a quienes la teología ha llenado de egoísmo y de vanidad
terrestre, se presenta necesariamente al espíritu de cada uno. Es tan
inverificable como las otras dos ¿Dirán los positivistas que todas esas
hipótesis son nulas y sus objetos están privados de toda realidad?
A eso el señor Littré, el eminente
jefe actual y universalmente reconocido del positivismo en Francia, responde
con palabras tan elocuentes y tan bellas que no puedo resistir al placer de
citarlas:
Yo también he tratado de trazar bajo
el nombre de inmensidad el carácter filosófico de lo que el señor
Spencer llama lo incognoscible; lo que está más allá del saber positivo,
sea materialmente, el fondo del espacio sin límites, sea intelectualmente, el
encadenamiento de las causas sin término, es inaccesible al espíritu humano.
Pero inaccesible no equivale a inexistente. La inmensidad tanto material como
intelectual se asocia por un lazo estrecho a nuestros conocimientos, y se
convierte por esa alianza en una idea positiva y del mismo orden; quiero decir
que, al tocarla y abordarla, esa inmensidad aparece bajo su doble carácter, la
realidad y la
inaccesibilidad. Es un océano el que bate nuestra playa y
para el cual no tenemos ni barca ni vela, pero cuya clara visión es tan saludable
como grandiosa5.
Debemos sin duda estar contentos por
esta bella explicación, porque la entendemos en nuestro sentido, que será
ciertamente también el del ilustre jefe del positivismo. Pero lo que hay de
desgraciado es que los teólogos se alegrarán igualmente, hasta el punto que,
para probar su reconocimiento al ilustre académico por esa magnífica
declaración en favor de su propio principio, serán capaces de ofrecerle gratis
esa vela y ese barco que le faltan según su opinión, y de lo cual están seguros
de tener la posesión exclusiva, para hacer una exploración real, un viaje de
descubrimiento sobre ese océano desconocido, advirtiéndole siempre que, desde
el momento que haya abandonado los límites del mundo visible, le será preciso cambiar
de método, pues el método científico, como por lo demás él mismo lo sabe muy
bien, no es aplicable a las cosas eternas y divinas.
Y en efecto, ¿cómo podrían estar los
teólogos descontentos de la declaración del señor Littré? Declara que la
inmensidad es inaccesible al espíritu humano; no han dicho los teólogos nunca
otra cosa. Después añade que su inaccesibilidad no excluye de ningún modo su
realidad. Y eso es todo lo que desean. La inmensidad, dios, es un ser real, y
es inaccesible para la ciencia, lo que no significa de ningún modo que sea
inaccesible para la fe.
Desde el momento que es simultáneamente la inmensidad y un
ser real, es decir, la omnipotencia, puede muy bien encontrar un medio, si
quiere, para hacerse conocer al hombre, al margen y a las barbas mismas de la
ciencia; y ese medio es conocido; ha sido siempre llamado, en la historia, la
revelación inmediata. Diréis que eso es un medio poco científico. Sin duda,
y es por eso que es bueno; diréis que es absurdo; nada mejor: es por eso mismo
que es divino.
Credo quia absurdum.
Me habíais reasegurado completamente
-dirá el teólogo- al afirmarme, al confesarme, aun desde vuestro punto de vista
científico, lo que mi fe me ha hecho entrever siempre y presentir: la
existencia real de dios. Una vez cierto de ese hecho, no tengo necesidad de
vuestra ciencia. Dios, al existir, la reduce a la nada. Ha tenido una razón
de ser en tanto que lo ha desconocido, que lo ha negado. Desde el momento que
reconoce su existencia, debe posternarse con nosotros y anularse a sí misma
ante él.
Sin embargo, existen en la
declaración del señor Littré algunas palabras que, debidamente comprendidas,
podrían aguar la fiesta de los teólogos y de los metafísicos: La inmensidad,
tanto material como intelectual -dice- se asocia por un lazo estrecho a
nuestros conocimientos, y se convierte, por esa alianza, en una idea positiva
del mismo orden. Estas últimas palabras, o bien no significan nada, o bien
significan esto:
La región inmensa, infinita, que
comienza más allá de nuestro mundo visible, es para nosotros inaccesible, no
porque sean de una naturaleza diferente o porque esté sometida a leyes
contrarias a las que gobiernan nuestro mundo natural y social6, sino
únicamente porque los fenómenos y las cosas que llenan esos mundos
desconocidos, y que constituyen la realidad, están fuera del alcance de
nuestros sentidos. No nos es posible comprender cosas de las cuales no podemos
determinar, constatar la real existencia. Tal es el único carácter de esa
inaccesibilidad. Pero sin poder concebir la menor idea de las formas y de las
condiciones de existencia de las cosas y de los seres que llenan esos mundos,
sabemos completamente bien que no puede haber lugar en ellos para un animal que
se llama lo absoluto; aunque no fuese más que por esa simple razón, que estando
excluido de nuestro mundo visible, por imperceptible que sea el punto formado
por este último en la inmensidad de los espacios, sería un absoluto limitado,
es decir, un no absoluto, a menos que no exista de la misma manera que entre
nosotros: que no sea en ellos, lo mismo que aquí, un ser perfectamente
invisible e imperceptible. Pero entonces nos corresponde, al menos, un trozo, y
por ese trozo podemos juzgar el resto. Después de haberlo buscado bien, después
de haberlo considerado atentamente y estudiado en su procedencia histórica,
hemos llegado a esta convicción, que el absoluto es un ser absolutamente nulo,
un puro fantasma, creado por la imaginación infantil de los hombres primitivos
e iluminado por los teólogos y los metafísicos; nada más que un milagro del
espíritu humano, que se buscaba a sí mismo, a través de su desenvolvimiento
histórico. Nulo es lo absoluto en la Tierra, nulo debe ser también en la
inmensidad de los espacios. En una palabra, lo absoluto, dios, no existe y no
puede existir.
Pero desde el momento que el
fantasma divino desaparece y que no puede interponerse entre nosotros, y esas
regiones desconocidas de la inmensidad, por desconocidas que nos sean y que nos
serán eternamente, esas regiones no nos ofrecen ya nada de extraño, porque sin
conocer la forma de las cosas, de los seres y de los fenómenos que se producen
en la inmensidad, sabemos que no pueden ser nada más que productos materiales
de causas materiales, y que si hay inteligencia, esa inteligencia, como entre
nosotros, será siempre, y en todas partes, un efecto; jamás la causa primera.
Tal es el único sentido que se puede asociar, según mi opinión, a la afirmación
del señor Littré, de que la inmensidad, por su alianza con nuestro mundo conocido,
se convierte en una idea positiva y del mismo orden.
Sin embargo, en esa misma
declaración se encuentra una expresión que me parece desgraciada y que podría
alegrar a los teólogos y a los metafísicos: Lo que está más allá del saber
-dice- sea materialmente, el fondo del espacio sin límites, sea
intelectualmente, el encadenamiento de las causas sin término, es inaccesible.
¿Por qué ese encadenamiento de las causas sin término parece más inmaterial al
señor Littré que el fondo del espacio sin límites? Todas las causas agentes en
los mundos conocidos y desconocidos, en las regiones infinitas del espacio, lo
mismo que en nuestro globo terrestre, son materiales7, ¿por qué,
pues, parece decir el señor Littré y pensar que su encadenamiento no lo es? O
tomando la cuestión al revés, no siendo lo intelectual otra cosa para nosotros
que la reproducción ideal de nuestro cerebro del orden objetivo y real, o bien
de la sucesión material de fenómenos materiales, ¿por qué la idea del fondo del
espacio sin límites no sería tan intelectual como la del encadenamiento de las
causas sin término?
Esto nos lleva a otra persuasión,
que los positivistas oponen habitualmente a la demasiado impaciente necesidad
de saber, tanto de los metafísicos como de los materialistas. Quiero hablar de
esas cuestiones, de la causa primera y de las causas finales, así como de la
esencia íntima de las cosas, que son otras tantas maneras diferentes de
plantear una misma cuestión de la existencia o de la no existencia de dios.
Los metafísicos, se sabe, están
siempre en la investigación de la causa primera, es decir, de un dios creador
del mundo. Los materialistas dicen que esa causa no ha existido nunca. Los
positivistas, siempre fieles a su sistema de reticencias y de afirmaciones
equívocas, se contentan con decir que la causa primera no puede ser un objeto
de la ciencia, que es una hipótesis que la ciencia no puede verificar. ¿Quién
tiene razón, los materialistas o los positivistas? Sin duda, los primeros.
¿Qué hace la filosofía positiva al
negarse a pronunciarse sobre esta cuestión de la causa primera? Nada. La
excluye solamente del dominio científico, declarándola científicamente
inverificable, lo que quiere decir, en simple lenguaje humano, que esa causa
primera existe quizás, pero que el espíritu humano es incapaz de concebirla.
Los metafísicos estarán, sin duda, descontentos de esta declaración porque,
difiriendo en eso de los teólogos, se imaginan haberla reconocido con ayuda de
las especulaciones transcendentales del pensamiento puro. Pero los teólogos
estarán muy contentos, porque han proclamado siempre que el pensamiento puro no
puede nada sin la ayuda de dios, y que para reconocer la causa primera, el acto
de la divina creación, es preciso haber recibido la gracia divina.
Es así como los positivistas abren
la puerta a los teólogos y pueden seguir siendo sus amigos en la vida pública,
no obstante hacer ateísmo científico en sus libros. Obran como conservadores
políticos y prudentes.
Los materialistas son
revolucionarios. Niegan a dios, niegan la causa primera. No se contentan con
negarla, prueban su absurdo y su imposibilidad.
¿Qué es la causa primera? Es una
causa de naturaleza absolutamente diferente de la de esa cantidad innumerable
de causas reales, relativas, materiales, cuya acción mutua constituye la
realidad misma del universo. Rompe, al menos en el pasado, ese encadenamiento
eterno de las causas, sin comienzo y sin fin, de lo cual el mismo señor Littré
habla como de una cosa segura, lo que debería obligarle, me parece, a decir también
que la causa primera, que sería necesariamente una negación, es un absurdo.
Pero no lo dice. Dice muchas cosas excelentes, pero no quiere decir estas
simples palabras, que habrían hecho imposible todo malentendido: La causa
primera no ha existido nunca, no ha podido existir. La causa primera es una
causa que ella misma no tiene causa o que es causa de sí misma. Es lo absoluto
que crea el universo, el puro espíritu que crea la materia: un absurdo.
No repetiré los argumentos por los
cuales creo haber demostrado suficientemente que la suposición de un dios
creador implica la negación de la ordenación y la existencia misma del
universo. Pero para probar que no calumnio a los positivistas, voy a citar las
propias palabras del señor Littré. He aquí lo que dice en su Preface d'un
disciple (Cours de Philosophie positive, de Augusto Comte, 2a. edición,
tomo I):
El mundo está constituido por la
materia y por las fuerzas de la materia: la materia, cuyo origen y esencia nos
son inaccesibles; las fuerzas, que son inmanentes a la materia. Más allá de
esos dos términos, materia y fuerza, la ciencia positiva no conoce nada (pág.
IX).
He ahí una declaración bien
francamente materialista, ¿no es cierto? Y bien, se encuentran allí algunas
palabras que parecen reabrir la puerta al más fogoso espiritualismo, no
científico, sino religioso.
¿Qué significan estas palabras, por
ejemplo: el origen y la esencia de la materia nos son inaccesibles. ¿Admitís,
pues, la posibilidad de que lo que llamáis la materia haya podido tener un
origen, es decir, un comienzo en el tiempo, o al menos en la idea, como lo
dicen místicamente los panteístas, que haya podido ser producida por algo o
alguien: que no era otra materia? ¿Admitís la posibilidad de un dios?
Para los materialistas, la materia,
o más bien el conjunto universal de las cosas pasadas, presentes y del porvenir8,
no tiene origen ni en el tiempo, ni en una idea panteísta, ni en otro género
cualquiera de absoluto. El universo, es decir, el conjunto de todas estas
cosas, con todas sus propiedades que, siéndoles inherentes y formando
propiamente su esencia, determinan las leyes de su movimiento y de su
desenvolvimiento, y son sucesivamente los efectos y las causas de esa cantidad
infinita de acciones y de reacciones parciales, cuya totalidad constituye la
acción, la solidaridad y la causalidad universales; ese universo, esa eterna y
universal transformación siempre reproducida por esa infinidad de
transformaciones parciales que se producen en su seno, ese ser absoluto y
único, no puede tener ni comienzo ni fin. Todas las cosas actualmente
existentes, incluso los mundos conocidos y desconocidos, con todo lo que ha
podido desarrollarse en su seno, son los productos de la acción mutua y
solidaria de una cantidad infinita de otras cosas, de las cuales una parte,
infinitamente numerosas, sin duda, no existe bajo sus formas primitivas, pues
sus elementos se han combinado en cosas nuevas, pero que, durante todo el
tiempo de su existencia, han sido producidas y mantenidas de la misma manera
que lo son hoy las cosas presentes, que lo serán mañana las cosas del porvenir.
Para no caer de nuevo en la
abstracción metafísica, es preciso darse bien cuenta de lo que se entiende por
esa palabra causa, o fuerzas agentes y producentes. Es preciso
comprender que las causas no tienen existencia ideal, separada, que no son nada
fuera de las cosas reales, que no son nada más que cosas. Las cosas no obedecen
a leyes generales, como se complacen en decir los positivistas, cuyo
gubernamentalismo doctrinario busca un apoyo natural en esta falsa expresión.
Las cosas, consideradas en su conjunto, no obedecen a esas leyes, porque fuera
de ellas no hay nadie ni nada que pueda dictarlas e imponerlas. Fuera de ellas,
esas leyes no existen ni como abstracción ni como idea, porque todas las ideas
no son más que la constatación y la explicación de un hecho existente, y es
preciso, para que se tenga idea de una ley cualquiera, que haya existido el
hecho primero. Por lo demás, sabemos que todas las ideas, incluso las de las
leyes naturales, no se producen y no existen como ideas, en esta Tierra, más
que en el cerebro humano.
Por tanto, si las leyes, como las
causas, como las fuerzas naturales, no tienen ninguna existencia fuera de las
cosas, deben, por poco que existan -y sabemos por experiencia que existen-
deben, digo existir en el conjunto de las cosas, constituir su propia
naturaleza; no en cada cosa aisladamente tomada, sino en su conjunto universal,
que abarca todas las cosas pasadas, presentes y futuras. Pero hemos visto que
ese conjunto, que llamamos el universo o la causalidad universal, no es otra
cosa que la resultante eternamente reproducida de una infinidad de acciones y
de reacciones naturalmente ejercidas por la cantidad infinita de las cosas que
nacen, que existen y que luego desaparecen en su seno. El universo, no siendo
más que una resultante incesantemente reproducida de nuevo, no puede ser
considerado como un dictador, ni como un legislador. No es él mismo nada fuera
de las cosas que viven y que mueren en su seno, no es más que por ellas,
gracias a ellas. No puede imponerles leyes. De donde resulta que cada cosa
lleva su ley, es decir, el mundo de su desenvolvimiento, de su existencia y de
su acción parcial en sí misma. La ley, la acción parcial, esa forma activa de
una cosa que constituye una causa de cosas nuevas -tres expresiones diferentes
para significar la misma idea- todo eso es determinado por lo que llamamos las
propiedades o la propia esencia de esa cosa, todo eso constituye propiamente la
naturaleza.
Nada más irracional, más
antipositivista, más metafísico, ¿qué digo?, más místico y más teológico que
decir, por ejemplo, frases como ésta: El origen y la esencia de la materia
nos son inaccesibles (pág. IX), o más bien: El físico, sabiamente
convencido, en lo sucesivo, de que la intimidad de las cosas le está cerrada
(pág. XXV). Era bueno, o más bien era excusable de parte de los físicos
especialistas, que, para deshacerse de todos los hastíos que podían causarles
las objeciones por momentos muy apremiantes de los metafísicos y de los
teólogos, les respondían evasivamente y tenían en cierto modo el derecho de
hacerlo, porque todas las cuestiones de alta filosofía les interesaban en
realidad muy poco, y les impedían solamente llenar su misión tan útil, que
consistía en el estudio exclusivo de los fenómenos reales y de los hechos. Pero
de parte de un filósofo positivista que se atribuye la misión de fundar todo el
sistema de la ciencia humana sobre bases inquebrantables, y de determinar una
vez por todas sus límites infranqueables; de parte de un enemigo tan declarado
de todas las teorías metafísicas, una respuesta semejante, una declaración
impregnada en el más alto grado de espíritu metafísico, es imperdonable.
No quiero hablar de esa substancia
inaccesible de la materia, porque la materia misma, tomada en esa
generalidad abstracta, es un fantasma creado por el espíritu humano, como
tantos otros fantasmas, por ejemplo el del espíritu universal, que no es ni más
ni menos real, ni más ni menos racional que la materia universal. Si por
materia en general el señor Littré entiende la totalidad de las cosas
existentes, entonces le diré que la substancia de esa materia está precisamente
compuesta de todas esas cosas o, si quiere descomponerlas, en cuerpos simples,
conocidos y desconocidos, le diré que la substancia de la materia está
compuesta del conjunto total de esos elementos químicos primitivos y de todas
sus combinaciones posibles. Pero no conocemos, probablemente, más que la menor
parte de los cuerpos simples que constituyen la materia o el conjunto material
de nuestro planeta; es probable también que muchos elementos que consideramos
como cuerpos simples se descompongan en nuevos elementos que nos son
desconocidos todavía. En fin, ignoraremos siempre una infinidad de otros
elementos simples, que, probablemente, constituyen el conjunto material de esa
infinidad de mundos, para nosotros eternamente desconocidos y que llenan la
inmensidad del espacio. He ahí el límite natural ante el cual se detienen las
investigaciones de la ciencia humana. No es un límite metafísico, ni teológico,
sino real, y, como digo, por completo natural, y que nada tiene de indigno ni
de absurdo para nuestro espíritu. No podemos conocer más que lo que cae al
menos bajo uno de nuestros sentidos, más que lo que podemos experimentar
materialmente, y cuya existencia real constatamos. Dadnos a lo menos la cosa
más insignificante caída de esos mundos invisibles y a fuerza de paciencia
reconstruiremos esos mundos, al menos en parte, como Cuvier, con ayuda de
algunas dispersas osamentas de animales antidiluvianos, encontradas en la
Tierra, ha reconstruido su organismo entero; como con ayuda de los jeroglíficos
encontrados en los monumentos egipcios y asirios, se han reconstruido las
lenguas que parecían perdidas para siempre. He visto también en Boston y en
Estocolmo dos individuos ciegos natos, sordos y mudos, sin otro sentido que el
tacto, el olfato y el gusto, llevados, por un prodigio de paciencia
maravillosa, a comprender, con ayuda del primero de esos sentidos, lo que se
les decía por signos trazados en la palma de la mano, y a expresar por escrito
sus pensamientos sobre una cantidad de cosas que no se podrían comprender sin
tener una inteligencia ya bastante desarrollada. Pero comprender lo que ninguno
de nuestros sentidos puede percibir, y lo que, en efecto, no existe para
nosotros como ser real, he ahí lo que es realmente imposible, y contra lo cual
sería tan ridículo como inútil rebelarse.
Y entonces ¿se puede decir de una
manera tan absoluta que esos mundos no existen de ningún modo para nosotros?
Sin hablar de la obsesión continua que esa inmensidad de mundos desconocidos
ejerce en nuestro espíritu, acción reconocida y elocuentemente expresada por el
señor Littré mismo, y que ciertamente constituye una relación real, puesto que
el espíritu del hombre, en tanto que producto, manifestación o función del
cuerpo humano, es un ser real, ¿podemos admitir que nuestro universo visible,
esos millares de estrellas que brillan en nuestro firmamento, queda fuera de
toda solidaridad y de toda relación de acción mutua con el inmenso universo
infinito y para nosotros invisible? En este caso deberíamos considerar nuestro
universo como restringido, como conteniendo su causa en sí mismo, como
lo absoluto, pero absoluto y limitado al mismo tiempo es una contradicción, un
absurdo demasiado evidente para que podamos detenernos en ello un instante. Es
evidente que nuestro universo visible, por inmenso que pueda parecernos, no es
más que un conjunto material, de cuerpo muy restringido, al lado de una
cantidad infinita de otros universos semejantes; que es, por consiguiente, un
ser determinado, finito, relativo, y que, como tal, se encuentra en relación
necesaria de acción y de reacción con todos esos universos invisibles: que,
producto de esa solidaridad o de esa causalidad infinitamente universal, lleva
en sí, bajo la forma de sus propias leyes naturales y de las propiedades que le
son particularmente inherentes, toda su influencia, su carácter, su naturaleza,
toda su esencia. De suerte que, al reconocer la naturaleza de nuestro universo
visible, estudiamos implícitamente, indirectamente, la del universo infinito, y
sabemos que en esa inmensidad invisible hay, sin que jamás lo conozcamos, pero
que ninguno de esos mundos, ninguna de esas cosas puede presentar nada que sea
contrario a lo que llamamos leyes de nuestro universo. Bajo este
aspecto, debe existir en toda la inmensidad una similitud y hasta una identidad
absoluta de la naturaleza, porque, de otro modo, nuestro mundo no podría
existir. No puede existir más que en conformidad incesante con la inmensidad que
comprende todos los universos desconocidos.
Pero se dirá: ¿nosotros no conocemos
tampoco y no podremos conocer nunca nuestro universo visible? Y en efecto, es
muy poco probable que la ciencia humana llegue nunca a un conocimiento algo
satisfactorio de los fenómenos que pasan en una de esas innumerables estrellas,
de las cuales la más próxima está casi doscientas setenta y cinco mil veces más
alejada de la Tierra que nuestro sol. Todo lo que la observación científica ha
podido constatar hasta aquí es que todas esas estrellas son otros tantos soles
de sistemas planetarios diferentes, y que esos soles, incluso el nuestro,
ejercen entre sí una acción mutua, cuya determinación algo precisa, permanecerá
todavía probablemente muy largo tiempo, sino siempre, al margen del poder
científico del hombre. He aquí lo que dice Augusto Comte al respecto:
Los espíritus filosóficos a los
cuales el estudio profundo de la astronomía es extraño, y los astrónomos
mismos, no han distinguido suficientemente hasta aquí, en el conjunto de
nuestras investigaciones celestes, el punto de vista que puedo llamar solar, el
que merece verdaderamente el nombre de universal. Esta distinción me
parece, sin embargo, indispensable para separar claramente la parte de la
ciencia que implica una entera perfección, de la que por su naturaleza, sin
ser, sin duda, puramente conjetural, parece que tiene que quedar siempre en el
estadio de la infancia, al menos comparativamente a la primera. La
consideración del sistema solar de que constituimos parte nos ofrece
evidentemente un asunto de estudio bien circunscripto, susceptible de una
exploración completa, y que debería conducirnos a los conocimientos más
satisfactorios. Al contrario, el pensamiento de lo que llamamos el universo es
por sí mismo necesariamente indefinido, de suerte que, por extensos que se
quiera suponer en el porvenir nuestros conocimientos reales en este género, no
podríamos nunca elevarnos a la verdadera concepción del conjunto de los astros9.
La diferencia es extremadamente notable hoy, puesto que, al lado de la alta
perfección adquirida en los dos últimos siglos por la astronomía solar, no
poseemos aún, en astronomía sideral, el primero y el más simple elemento de
toda investigación positiva, la determinación de los intervalos estelares. Sin
duda, tenemos razón al presumir que esas distancias no tardarían en ser
evaluadas, al menos entre ciertos límites, en lo que respecta a varias
estrellas, y que, por consecuencia, conoceremos, por esos mismos astros, otros
diversos elementos importantes, que la teoría está dispuesta a deducir de ese
primer dato fundamental, lo mismo que sus masas, etc. Pero la importante
distinción establecida más arriba no será afectada de ningún modo. Cuando
consigamos, un día, estudiar completamente los movimientos relativos de algunas
estrellas múltiples, esa acción, que será, por lo demás, muy preciosa, sobre
todo si pudiese concernir al grupo de que constituye parte nuestro sol,
probablemente, no nos dejaría, es evidente, menos alejados de un verdadero
conocimiento del universo, que debe escaparnos inevitablemente siempre.
Existe en todas las clases de
nuestras investigaciones, y bajo todas las grandes relaciones, una armonía
constante y necesaria entre la extensión de nuestras verdaderas necesidades
intelectuales y el alcance efectivo, actual o futuro, de nuestros conocimientos
reales10. Esta armonía, que tendría cuidado de señalar en todos los
fenómenos, no es, como los filósofos vulgares han intentado creer, el resultado
y el indicio de una causa final11. Se deriva simplemente de esta
necesidad evidente: sólo tenemos necesidad de conocer lo que puede obrar sobre
nosotros de una manera más o menos directa12; y por otra parte, por
el hecho mismo de que una tal influencia existe, se convierte para nosotros,
tarde o temprano, en un medio seguro de conocimiento13. Esta
relación se verifica de una manera notable en el caso presente. El estudio más
perfecto posible de las leyes del sistema solar de que constituimos parte, es
para nosotros de un interés capital, y también hemos llegado a darle una
precisión admirable. Al contrario, si la noción exacta del universo nos está
necesariamente prohibida, es evidente que nos ofrece, exceptuada nuestra
insaciable curiosidad, verdadera importancia14. La aplicación
cotidiana de la astronomía muestra que los fenómenos interiores de cada sistema
solar, los únicos que pueden afectar a sus habitantes, son esencialmente
independientes de los fenómenos más generales relativos a la acción mutua de
los soles, próximamente como nuestros fenómenos meteorológicos frente a los
fenómenos planetarios15. Nuestros cuadros de los acontecimientos
celestes, hechos desde hace mucho tiempo, al no considerar en el universo
ningún otro mundo que el nuestro, armonizan hasta aquí rigurosamente con las
observaciones directas, con algunas minuciosas precisiones que les aportamos
hoy. Esta independencia, tan manifiesta, se encuentra, por otra parte,
plenamente explicada por la inmensa desproporción que sabemos ciertamente que
existe entre las distancias mutuas de los soles y los pequeños intervalos de
nuestros planetas16. Si siguiendo una gran verosimilitud, los
planetas provistos de atmósfera, como Mercurio, Venus, Júpiter, etc., están
efectivamente habitados, podemos considerar sus habitantes como una especie de
conciudadanos, puesto que de esa especie de patria común debe resultar
necesariamente una cierta comunidad de pensamientos y aun de intereses17,
mientras que los habitantes de los otros sistemas solares nos deben ser
enteramente extranjeros18. Es preciso, pues, separar más hondamente
de lo que se tiene hábito de hacer, el punto de vista solar y el punto de vista
universal, la idea del mundo (que comprende exclusivamente el primero) y la del
universo; el primero es el más elevado, al cual podemos realmente llegar, y es
por eso el único que interesa realmente. Así, sin renunciar enteramente a la
esperanza de obtener algunos conocimientos siderales, es preciso considerar la
astronomía positiva como consistente esencialmente en el estudio geométrico y
mecánico del pequeño número de cuerpos celestes que componen el mundo de que
formamos parte19.
Pero si la ciencia positiva, es
decir, la ciencia seria y única digna de este nombre, fundada sobre la
observación de los hechos reales y no sobre la imaginación de hechos ilusorios,
debe renunciar al conocimiento real o un poco satisfactorio del universo, desde
el punto de vista astronómico, con más razón debe renunciar a ello bajo el
punto de vista físico, químico y orgánico: Nuestro arte de observar -dice más
lejos Augusto Comte- se compone en general de tres procedimientos distintos:
1.
La observación propiamente dicha, es decir, el examen
directo de los fenómenos, tales como se presentan naturalmente;
2.
La experiencia, es decir, la contemplación del fenómeno, más
o menos modificado por las circunstancias artificiales, que establecerían
expresamente, en vista de una más perfecta exploración;
3.
La comparación, es decir, la consideración gradual de una
continuación de casos análogos, en los cuales los fenómenos se simplifican más
y más.
La ciencia de los cuerpos
organizados, que estudia los fenómenos del más difícil acceso, es también la
única que permite verdaderamente la reunión de esos tres medios. La astronomía,
al contrario, está necesariamente limitada al primero. La experiencia es allí
evidentemente imposible, y en cuanto a la comparación, no existiría más que si
pudiéramos observar directamente varios sistemas solares, lo que no podría
suceder. Queda, pues, la simple observación, y esa, reducida a la menor
extensión posible, puesto que no se refiere más que a uno solo de nuestros
sentidos (la vista). Medir los ángulos y contar el tiempo transcurrido, tales
son los únicos medios, de acuerdo a los cuales puede proceder nuestra
inteligencia al descubrimiento de las leyes que rigen los fenómenos celestes
(Tomo II páginas 13-14).
Es evidente que nos será imposible
para siempre, no sólo hacer experiencias sobre los fenómenos físicos, químicos,
geológicos y orgánicos que se producen en los diferentes planetas de nuestro
sistema solar, sin hablar ya de los otros sistemas, y establecer comparaciones
sobre todos sus desenvolvimientos respectivos, sino aun observarlos y constatar
su real existencia, lo que equivale a decir que debemos renunciar a la
adquisición de un conocimiento que se aproxime sólo un poco al que podemos y
debemos alcanzar por lo que se refiere a los fenómenos de nuestro globo
terrestre. La inaccesibilidad del universo para nosotros no es absoluta, pero
su accesibilidad en comparación con la de nuestro sistema solar, y aun más con
la de nuestro globo terrestre, es tan pequeña, que se parece a la
inaccesibilidad absoluta.
Prácticamente parecemos ganar muy
poco en que no sea absoluta. Pero desde el punto de vista de la teoría, la
ganancia es inmensa. Y si es inmensa para la teoría, lo es, por reflejo,
también para la práctica social de la humanidad, porque toda teoría se traduce,
tarde o temprano, en instituciones y en hechos humanos. ¿Cuál es, pues, ese
interés y esa ventaja teórica de la no inaccesibilidad absoluta del universo? Que
el buen dios, lo absoluto, es expulsado del universo, lo mismo que de
nuestro globo terrestre.
Desde el momento que el universo nos
es algo accesible, aunque fuese en una medida infinitamente pequeña, debe tener
una naturaleza semejante a la de nuestro mundo conocido. Su inaccesibilidad no
es causada por una diferencia de naturaleza, sino por el extremo alejamiento
material de esos mundos, que hace imposible la observación de sus fenómenos.
Materialmente desalojados de nuestro globo terrestre, son también tan
exclusivamente materiales como este último. Materiales y materialmente
iluminados por nuestro sistema solar, esa infinidad de mundos desconocidos se
encuentran necesariamente, entre ellos y con él, en relaciones incesantes de
acción y de reacción mutua. Nacen, existen, perecen y se transforman
sucesivamente en el seno de la causalidad infinitamente universal, como ha
nacido, como existe y como perecerá ciertamente, tarde o temprano, nuestro
mundo solar, y las leyes fundamentales de esta génesis o de esta transformación
material deben ser las mismas, modificadas sin duda, según las infinitas
circunstancias que diferencian probablemente el desenvolvimiento de cada mundo
tomado aparte. Pero la naturaleza de esas leyes y de su desenvolvimiento debe
ser la misma, a causa de esa acción y reacción incesantes que se efectúan
durante la eternidad entre ellas. De suerte que, sin tener necesidad de
franquear los espacios infranqueables, podemos estudiar las leyes universales
de los mundos en nuestro sistema solar, que, siendo su producto, debe
implicarlas todas, y aun desde más cerca, en nuestro propio planeta, el globo
terrestre, que es el producto inmediato de nuestro sistema solar. Por
consiguiente, al estudiar y reconocer las leyes de la Tierra, podemos tener la
certidumbre de estudiar al mismo tiempo y de reconocer las leyes del universo.
Y aquí podemos ir directamente a los
detalles: observarlos, experimentarlos y compararlos. Por restringido que sea,
en relación al universo, nuestro globo es aun un mundo infinito. Bajo este
punto de vista, se puede decir que nuestro mundo, en el sentido más restringido
de esta palabra, nuestra Tierra es igualmente inaccesible, es decir, inagotable.
Nunca llegará la ciencia al último término, ni dirá su última palabra. ¿Es que
eso debe desesperamos? Al contrario, si la tarea fuera limitada, enfriaría bien
pronto el espíritu del hombre, que una vez por todas, dígase lo que se diga y
hágase lo que se haga, no se siente nunca tan feliz como cuando puede romper y
franquear un límite. Y muy felizmente para él, la ciencia de la naturaleza es
tal que, cuanto más límites franquea el espíritu, más límites nuevos se
levantan que provocan su curiosidad insaciable.
Hay un límite que jamás el espíritu
científico podrá franquear de una manera absoluta: es precisamente lo que el
señor Littré llama la naturaleza íntima o el ser íntimo de las cosas, lo
que los metafísicos de la escuela de Kant llaman la cosa en sí (das Díng
an sich). Esta expresión, he dicho, es tan falsa como peligrosa, porque, aun
teniendo el aspecto de excluir lo absoluto del dominio de la ciencia, lo
reconstituye, lo confirma como un ser real. Porque cuando digo que hay en todas
las cosas existentes, las más comunes, las más conocidas, incluso yo mismo, un
fondo íntimo, inaccesible, eternamente desconocido, y que, como tal, queda
necesariamente fuera y absolutamente independiente de su existencia fenomenal y
de esas múltiples relaciones de causas relativas a efectos relativos que
determinan y encadenan todas las cosas existentes, estableciendo entre ellas
una especie de unidad incesantemente reproducida -afirmo por eso mismo que todo
ese mundo fenomenal, el mundo aparente, sensible, conocido, no es más que una
especie de envoltura exterior, una corteza en el fondo de la cual se oculta
como un núcleo el ser no determinado por las relaciones externas, el ser no
relativo, no dependiente, lo absoluto. Se ve que el señor Littré, probablemente
a causa de su desprecio profundo hacia la metafísica, ha quedado él mismo en la
metafísica de Kant, que se pierde, como se sabe, en esas antinomias o
contradicciones que pretenden ser inconciliables e insolubles: de lo finito y
de lo infinito, de lo exterior y de lo interior, de lo relativo y de lo
absoluto, etc. Es claro que al estudiar el mundo con la idea fija de la
insolubilidad de esas categorías que parecen, por una parte, absolutamente
opuestas, y por la otra, tan estrechamente, tan absolutamente encadenadas que
no se puede pensar en la una sin pensar de inmediato en la otra, es claro,
digo, que el acercarse al mundo existente con un prejuicio metafísico en la
cabeza, se será siempre incapaz de comprender algo de la naturaleza de las
cosas. Si los positivistas franceses hubiesen querido tomar en consideración la
crítica preciosa que Hegel, en su Lógica, que es ciertamente uno de los libros
más profundos que se escribieron en nuestro siglo, ha hecho de todas estas
antinomias kantianas, se habrían asegurado sobre esa pretendida imposibilidad
para reconocer la naturaleza íntima de las cosas. Habrían comprendido que ninguna
cosa puede tener realmente en su interior una naturaleza que no se manifieste
en su exterior; o, como lo dice Goethe, en respuesta a no sé ya qué poeta
alemán que ha pretendido que ningún espíritu creado podia penetrar hasta el
interior de la naturaleza (In's Innere der Natur dringt kein erschaffene
Geist):
Hace ya veinte años que oigo repetir
la misma cosa,
y que maldigo, pero en secreto.
La naturaleza no tiene ni núcleo ni
corteza;
es todo a la vez.
Schon
zwanzig Jahre hor'ich's wiederholen,
Und fluche
drauf, aber verstolhen.
Natur hat
weder Kern noch Schale;
Alles ist sie auf einem Male.
Pido perdón al lector por esta larga
disertación sobre la naturaleza de las cosas. Pero se trata de un interés
supremo, el de la exclusión real y completa, el de la destrucción final del
absoluto, que, esta vez, no se contenta solamente con pasearse como un fantasma
lamentable sobre los confines de nuestro mundo visible, en la inmensidad
infinita del espacio, sino que, animado por la metafísica completamente
kantiana de los positivistas, quiere introducirse simuladamente en el fondo de
todas las cosas conocidas, de nosotros mismos, y plantar su bandera en el
propio seno de nuestro mundo terrestre.
La intimidad de las cosas, dicen los
positivistas, nos es inaccesible. ¿Qué entienden por estas palabras: la
intimidad de las cosas? Para ilustrarnos sobre este punto voy a citar
entera la frase del señor Littré:
El físico, prudentemente convencido
en lo sucesivo de que la intimidad de las cosas le está cerrada, no se deja
distraer por quien le pregunta por qué los cuerpos son cálidos y pesados; lo
buscaría en vano, y no lo busca. Lo mismo en el dominio biológico, no hay lugar
para preguntar por qué la substancia viva se constituye en formas en que los
aparatos están, con más o menos exactitud, ajustados al fin, a la función. El ajustarse
así es una de las propiedades inmanentes de esa substancia, como el alimentarse,
el contraerse, el sentir, el pensar. Esta visión, extendida a las
perturbaciones, las abarca sin dificultad; y el espíritu que deja de atenerse a
buscar la imposible conciliación de las fatalidades con las finalidades, no
encuentra nada que sea ininteligible, es decir, contradictorio, de lo que es
proporcionado por el mundo (págs. XXV-XXVI).
He ahí sin duda una manera bien
cómoda de filosofar, y un medio seguro de evitar todas las contradicciones
posibles. Se os pregunta, con relación a un fenómeno: ¿Por qué es así? Y
respondéis: por que es así. Después de la cual no queda más que hacer
que una sola cosa: constatar la realidad del fenómeno y su orden de
coexistencia o de sucesión con otros fenómenos más o menos ligados a él;
asegurarse por la observación y por la experiencia que esa coexistencia y esa
sucesión se reproducen en las mismas circunstancias en todas partes y siempre,
y, una vez adquirida esa convicción, convertirlas en una ley general. Concibo
que los especialistas científicos puedan, deban hacer eso; porque si obrasen de
otro modo, si intercalaran sus propias ideas en el orden de los hechos, la filosofía
positiva correría mucho el riesgo de no tener por base de sus razonamientos más
que fantasías más o menos ingeniosas, no hechos. Pero no concibo que un
filósofo que quiere comprender el orden de los hechos pueda contentarse con tan
poco. Comprender es muy difícil, lo sé, pero es indispensable si se quiere
hacer filosofia seria.
A un hombre que me preguntara: ¿Cuáles
son el origen y la substancia de la materia en general o más bien del conjunto
de las cosas materiales, del universo?, no me contentaría con responder
doctoralmente, y de una manera tan ambigua que podría hacerme sospechoso de
teologismo: El origen y la esencia de la materia nos son inaccesibles.
Le preguntaría primero de qué materia quiere hablar. ¿Es solamente del conjunto
de los cuerpos materiales, compuestos o simples, que constituyen nuestro globo,
y en su más grande extensión, nuestro sistema solar, o bien de todos los cuerpos
conocidos y desconocidos cuyo conjunto infinito e indefinido forma el universo?
Si es de la primera, le diré que la
materia de nuestro globo terrestre tiene ciertamente un origen, puesto que hubo
una época, de tal modo lejana que ni él ni yo podemos formarnos una idea de
ella, pero una época determinada en que nuestro planeta no existía; nuestro
planeta ha nacido en el tiempo, y es preciso buscar el origen de nuestra
materia planetaria en la materia de nuestro sistema solar. Pero que no siendo
nuestro sistema solar mismo un mundo absoluto ni infinito, sino muy
restringido, circunscripto, y no existiendo por consiguiente más que relaciones
incesantes y reales de acción y de reacción mutuas con un infinito de mundos
semejantes, no puede ser un mundo eterno. Que es cierto que, compartiendo la
suerte de todo lo que goza de una existencia determinada y real, deberá
desaparecer un día, en no sé cuantos millones de millones de siglos, y que,
como nuestro planeta, sin duda mucho antes de él, ha debido tener un comienzo
en el tiempo; de donde resulta que es preciso buscar el origen de la materia
solar en la materia universal.
Ahora si me pregunta cuál ha sido el
origen de la materia universal, de ese conjunto infinito de mundos que llamamos
el universo infinito, le responderé que su pregunta contiene un absurdo; que me
sugiere por decirlo así la respuesta absurda que quisiera escuchar de mí. Esa
cuestión se traduce en ésta: ¿Hubo un tiempo en que la materia universal, el
universo infinito, el ser absoluto y único no existían? ¿O no existía más que
la idea, y necesariamente después de haber sido durante una eternidad infinita
en el pasado un dios haragán o un dios impotente, un dios inacabado, tuvo
repentinamente la ocurrencia -y sintió en un momento dado, en una época
determinada en el tiempo, la potencia y la voluntad-, de crear el universo?
¿Qué después de haber sido durante una eternidad un dios no creador, se
convirtió, por no sé qué milagro de desenvolvimiento interior, en un dios
creador?
Todo eso está necesariamente
contenido en esta cuestión del origen de la materia universal. Aun admitiendo
por un instante ese absurdo de un dios creador, llegaremos forzosamente a
reconocer la eternidad del universo. Porque dios no es dios más que si se le
supone la absoluta perfección; pero la absoluta perfección excluye toda idea,
toda posibilidad de desenvolvimiento. Dios no es dios más que porque su
naturaleza es inmutable. Lo que es hoy, ha sido ayer y lo será siempre. Es un
dios creador y omnipotente hoy, por consiguiente lo ha sido en toda la
eternidad; por tanto, no es en una época determinada, sino en toda la eternidad
cuando ha creado los mundos, el universo. Por consiguiente, el universo es
eterno. Pero siendo eterno no ha sido creado y no hubo nunca un dios creador.
En esa idea de un dios creador, hay
esta contradicción: que toda creación, idea y hecho tomados a la experiencia
humana, supone una época determinada en el tiempo, mientras que la idea de dios
implica la eternidad: de donde resulta un absurdo evidente. El mismo
razonamiento se aplica también al absurdo de un dios ordenador y legislador de
los mundos. En una palabra, la idea de dios no soporta la menor crítica. Pero
al caer dios, ¿qué queda? La eternidad del universo infinito.
He ahí, pues, una verdad concerniente
al absoluto y que lleva, sin embargo, el carácter de una certidumbre absoluta:
El universo es eterno y no ha sido creado por nadie. Esta verdad es muy
importante para nosotros, porque reduce a la nada, una vez por todas, la
cuestión del origen de la materia universal, que el señor Littré halla tan difícil
de resolver, y destruye, al mismo tiempo, en su raíz, la idea de un ser
espiritual absoluto pre-existente o coexistente, la idea de dios.
En el conocimiento de lo absoluto
podemos dar un paso hacia adelante, aun conservando la garantía de una absoluta
certidumbre.
Recordémonos que hay una verdadera
eternidad en el mundo que existe. Nos es muy difícil imaginarla, hasta tal
punto la idea misma más abstracta de la eternidad halla dificultad para
alojarse en nuestra pobre cabeza, ¡ay! tan rápidamente pasajera. Por tanto, no
es cierto que hay una verdad irrefutable y que se impone con todo el carácter
de una absoluta necesidad a nuestro espíritu. No nos es permitido no aceptarla.
He aquí, pues, puesto de una vez al margen el buen dios, la segunda cuestión
que se presenta a nosotros: En esa eternidad que se abre infinita e ilimitada
tras el momento actual, ¿hay una época determinada en el tiempo en la que
comenzó por primera vez la organización de la materia universal o del ser en
mundos separados y organizados? ¿Y hubo un tiempo en que toda la materia
universal pudo quedar en el estado de materia capaz de organización, pero no
aún organizada?
Supongamos que antes de poder
organizarse espontáneamente en muchos separados, la materia universal haya
debido recorrer no sé qué cantidad innumerable de desenvolvimientos previos, y
de lo cual no podríamos jamás formarnos una sombra de la sombra de una idea
cualquiera. Esos desenvolvimientos han podido necesitar un tiempo que por su
inmensidad relativa sobrepasa todo lo que podemos imaginar. Pero como se trata
esta vez de desenvolvimientos materiales, no de un absoluto inmutable, ese
tiempo, por inmenso que fuese, fue necesariamente un tiempo determinado y como
tal infinitamente menor que la eternidad. Llamemos X a todo el tiempo que ha
transcurrido desde la primera formación supuesta de los mundos en el universo
hasta el momento presente; llamemos Y a todo el tiempo que han durado esos
desenvolvimientos previos de la materia universal antes de que pudiera
organizarse en mundos separados; X más Y representa un período de tiempo que,
por relativamente inmenso que sea, no es una cantidad determinada y por consiguiente
infinitamente inferior a la eternidad. Llamemos Z a su suma (X más Y igual a Z);
y bien, tras la Z queda siempre la eternidad. Extended X
e Y lo que os plazca, multiplicad ambas por las cifras más inmensas que podáis
imaginar o escribir con vuestra escritura más comprimida en una línea larga
como la distancia de la Tierra a la estrella visible más lejana; agrandaréis la
Z en la misma proporción, pero por mucho que hagáis por agrandarla, por inmensa
que llegue a ser, será siempre menor que la eternidad, tendrá siempre tras sí
la eternidad.
¿Cuál es la conclusión a la que
seríais impulsados? ¿Qué durante una eternidad, la materia universal -esa
materia cuya acción espontánea únicamente ha podido crear, organizar los
mundos, puesto que hemos visto desaparecer el fantasma, el creador y el
ordenador divino- ha permanecido inerte, sin movimiento, sin
desenvolvimiento previo, sin acción; luego que, en un momento dado y
determinado, sin ninguna razón, ni por nadie fuera de ella, ni por ella misma,
en la eternidad, se ha puesto repentinamente a moverse, a desarrollarse, a
obrar, sin que ninguna causa, sea exterior o interior, la haya impulsado? Esto
es un absurdo tan evidente como el de un dios creador. Pero estáis forzados a
aceptar ese absurdo, cuando suponéis que la organización de los mundos en el
universo tuvo un comienzo determinado cualquiera, por inmensamente lejano que
sea representado por vosotros ese comienzo del momento actual. De donde resulta
con una absoluta evidencia que la organización del universo o de la materia
universal en mundos separados es tan eterna como su ser.
He aquí, pues, una segunda verdad
absoluta que representa todas las garantías de una certidumbre perfecta. El
universo es eterno y su organización lo es también. ¡Y en ese universo infinito
no hay la menor plaza para el buen dios! Es ya mucho ¿no es cierto? Pero
veamos si no podemos dar todavía un paso hacia adelante.
El universo está organizado
eternamente en una infinitud de mundos separados y que quedan unos fuera de
otros, pero, sin embargo, conservan las relaciones necesarias e incesantes unos
con otros. Es lo que Augusto Comte llama la acción mutua de los soles,
acción que ningún hombre ha podido experimentar, ni observar siquiera, pero del
cual el propio ilustre fundador de la filosofía positiva, él, que es tan severo
para todo lo que lleva el carácter de una hipótesis inverificable, habla, sin
embargo, como de un hecho positivo y que no puede ser objeto de ninguna duda. Y
habla así porque ese hecho se impone imperiosamente, por sí mismo y con una
absoluta necesidad, al espíritu humano, desde el momento que ese espíritu se ha
libertado del yugo embrutecedor del fantasma divino.
La acción mutua de los soles resulta
necesariamente de su existencia separada. Por inmensos que puedan ser,
suponiendo que la inmensidad real de los más grandes sobrepase todo lo que
podemos imaginar en extensión y tamaño, todos son, sin embargo, seres
determinados, relativos, finitos, y, como tales, ninguno puede llevar
exclusivamente en sí la causa y la base de su existencia propia, ninguno existe
ni puede existir más que por esas relaciones incesantes o por su acción y su
reacción mutuas, sea inmediatas y directas, sea indirectas, con todos los
demás. Ese encadenamiento infinito de acciones y de reacciones perpetuas
constituye la real unidad del universo infinito. Pero esta unidad universal no
existe en su plenitud infinita, como unidad concreta y real, que comprende
efectivamente toda esa cantidad ilimitada de mundos con la inagotable riqueza
de sus desenvolvimientos; no existe, digo, y no se manifiesta como tal, para
nadie. No puede existir para el universo, que, no siendo nada más que una
unidad colectiva, eternamente resultante de la acción mutua de los mundos
esparcidos en la inmensidad sin límites del espacio, no posee ningún órgano
para concebirla; y no puede existir para nadie fuera del universo, porque fuera
del universo no hay nada. No existe, como idea a la vez necesaria y abstracta,
más que en la conciencia del hombre.
Esta idea es el último grado del
saber positivo, el punto en que la positividad y la abstracción absoluta se
encuentran. Un paso más en esa dirección y caéis en las fantasmagorías metafísicas
y religiosas. Por consiguiente, es prohibido, bajo pena de absurdidez, fundar
nada sobre esa idea. Como último término del saber humano, no puede servirle de
base.
Una determinación importante y
última que resulta, no de esa idea, sino del hecho de la existencia de una
cantidad infinita de mundos separados, que ejercen incesantemente unos sobre
otros una acción mutua que constituye propiamente la existencia de cada uno, es
que cada uno de esos mundos no es eterno; que todos han tenido un comienzo y
todos tendrán un fin, por lejano que haya estado uno de otro. En el seno de esa
causalidad universal que constituye el ser eterno y único, el universo, los
mundos, nacen, se forman, existen, ejercen una acción conforme a su ser;
después se desorganizan, mueren o se transforman, como lo hacen las menores
cosas de esta Tierra. En todas partes es la misma ley, el mismo orden, la misma
naturaleza. No podremos nunca saber nada más allá. Una infinidad de
transformaciones que se han efectuado en la eternidad del pasado, una infinidad
de otras transformaciones que se hacen en la hora presente misma, en la
inmensidad del espacio, nos serán eternamente desconocidas. Pero sabemos que en
todas partes está la misma naturaleza, el mismo ser. ¡Que eso nos baste!
No nos preguntaremos ya, pues, cuál
es el origen de la materia universal, o más bien del universo considerado como
la totalidad de un número infinito de mundos separados y más o menos
organizados; porque esa cuestión supone una insensatez, la creación, y porque
sabemos que el universo es eterno. Pero podríamos preguntar: ¿Cuál es el
origen de nuestro mundo solar?, porque sabemos con certitud que ha nacido,
que se ha formado en una época determinada, en el tiempo. Sólo que apenas
hayamos planteado esa pregunta, deberemos de inmediato reconocer que no tiene
para nosotros solución posible.
Reconocer el origen de una cosa, es
reconocer todas las causas, o bien todas las cosas cuya acción simultánea y
sucesiva, directa o indirecta, la han producido. Es evidente que para
determinar el origen de nuestro sistema solar, deberíamos conocer hasta el
último, no sólo toda esa infinidad de mundos que han existido en la época de su
nacimiento y cuya acción colectiva, directa o indirecta, lo han producido, sino
también todos los mundos pasados y todas las acciones mundiales de que esos
mismos mundos han sido los productos. Es decir, que el origen de nuestro
sistema solar se pierde en el encadenamiento de causas o de acciones, infinito
en el espacio, eterno en el pasado, y que, por consiguiente, por real o
material que sea, no podremos nunca determinarlo.
Pero si nos es imposible reconocer
en un pasado eterno y en la inmensidad infinita del espacio el origen de
nuestro sistema solar o bien la suma indefinida de las causas cuya acción
combinada lo ha producido y continuará reproduciéndolo siempre, en tanto que no
haya desaparecido a su vez, podremos investigar este origen o esas causas en su
efecto, es decir, en la presente realidad de nuestro sistema solar, que ocupa
en la inmensidad del espacio una extensión circunscripta y por consiguiente determinable,
sino aun determinada. Porque, notadlo bien, una causa no es una causa más que
en tanto que se ha realizado en su efecto. Una causa que no se haya traducido
en un producto real no sería más que una causa imaginaria, un ser sin realidad;
de donde resulta que toda cosa, siendo necesariamente producida por una suma
indefinida de causas, lleva la combinación real de todas esas causas en sí, y
no es en realidad nada más que esa real combinación de todas las causas que la
han producido. Esa combinación, es todo su ser real, su intimidad, su
substancia.
La cuestión concerniente a la
substancia de la materia universal o del universo contiene, pues, una
suposición absurda: la del origen, de la causa primera de los mundos, o bien de
la creación. No
siendo toda substancia más que la realización efectiva de un número indefinido
de causas combinadas en una acción común, para explicar la substancia del
universo sería necesario investigar el origen o las causas, y ese origen no
existe, puesto que es eterno. El mundo universal existe: es el ser absoluto,
único y supremo, fuera del cual nada podría existir: ¿cómo deducirlo, pues, de
alguna cosa? El pensamiento de elevarse por encima o de ponerse fuera del ser
único implica la nada, y habría que poderlo hacer para deducir su substancia de
un origen que no estaría en él. Todo lo que podemos hacer es constatar
primeramente ese ser único y supremo que se impone a nosotros con una absoluta
necesidad, después estudiar los efectos en el mundo que nos es realmente
accesible: en nuestro sistema solar, primero, pero luego y sobre todo sobre
nuestro globo terrestre.
Puesto que la substancia de una cosa
no es nada más que la real combinación o la realización de todas las causas que
la han producido, es evidente que si podemos reconocer la substancia de nuestro
mundo solar, reconoceremos al mismo tiempo todas sus causas, es decir, toda esa
infinidad de mundos cuya acción combinada, directa o indirecta, se ha realizado
en su creación -reconoceríamos el universo.
Henos aquí llegados a un círculo
vicioso: para reconocer las causas universales del mundo solar, debemos
reconocer su substancia; pero para reconocer esta última, debemos conocer todas
esas causas. A esta dificultad, que en el primer momento parece insoluble, hay,
sin embargo, una salida, y hela aquí: La naturaleza íntima o la substancia de
una cosa no se reconoce solamente por la suma o la combinación de todas las
causas que la han producido, se reconoce igualmente por la suma de sus
manifestaciones diferentes o de todas las acciones que ejerce en el exterior.
Toda cosa no es más que lo que hace:
su hacer, su manifestación exterior, su acción incesante y múltiple sobre todas
las cosas que están fuera de ella, es la exposición completa de su naturaleza,
de su substancia, o de lo que los metafísicos, el señor Littré con ellos,
llaman su ser íntimo. No puede tener nada en lo que se llama su exterior: en
una palabra, su acción y su ser son uno.
Se podría asombrar uno de que hable
de la acción de todas las cosas, aun en apariencia las más inertes, tan
habituados estamos a no asociar el sentido de esa palabra más que a los actos
acompañados de una cierta agitación visible de movimientos aparentes, y sobre
todo de la conciencia, animal o humana, del que obra. Pero, hablando
propiamente, no existe en la naturaleza un solo punto que esté en reposo nunca,
pues todo se encuentra, en cada momento, en la infinitesimal parte de cada
segundo, agitado por una acción y una reacción incesantes. Lo que llamamos la
inmovilidad, el reposo, no son más que apariencias groseras, nociones por
completo relativas. En la naturaleza todo es movimiento y acción: ser no
significa otra cosa que hacer. Todo lo que llamamos propiedades de las
cosas: propiedades mecánicas, físicas, químicas, orgánicas, animales, humanas,
no son más que diferentes modos de acción. Toda cosa no es determinada o real
más que por las propiedades que posee; y no las posee más que en tanto que las
manifiesta, pues, sus propiedades determinan sus relaciones con el mundo
exterior, es decir, sus diferentes modos de acción sobre el mundo exterior; de
donde resulta que toda cosa no es real más que en tanto que se manifiesta, que
obra. La suma de sus acciones diferentes, he ahí todo su ser20.
¿Qué significan, pues, estas
palabras: El físico, prudentemente convencido, en lo sucesivo, de que la
intimidad de las cosas le está cerrada, etc.? Las cosas no hacen más que
mostrarse ingenuamente, plenamente, en toda su integridad, a quien sólo tiene
interés en mirarlas, sin prejuicio y sin idea fija metafísica, teológica; y el físico
de la escuela positivista, que busca el medio día a las catorce horas, como se
dice, y no comprendiendo nada en esa ingenua sencillez de las cosas reales, de
las cosas naturales, declarará gravemente que hay en su seno un ser íntimo que
conservan simuladamente para sí, y los metafísicos, los teólogos, gozosos con
ese descubrimiento, que por lo demás le han sugerido, se apoderarán de esa
intimidad, de ese en sí de las cosas, para alojar en él al buen dios.
Toda cosa, todo ser existente en el
mundo, de cualquier naturaleza que sea, tiene, pues, este carácter general: ser
el resultado inmediato de la combinación de todas las causas que han
contribuido a producirlo, directa o indirectamente; lo que implica, por vía de
transmisiones sucesivas, la acción, por lejana o antigua que sea, de todas las
causas pasadas y presentes activas en el infinito universo; y como todas las
causas o acciones que se producen en el mundo son manifestaciones de cosas
realmente existentes; y como toda cosa no existe realmente más que en la
manifestación de su ser, cada cual transmite, por decirlo así, su propio ser a
la cosa que su acción especial contribuye a producir; de donde resulta que cada
cosa, considerada como un ser determinado, nacido en el espacio y en el tiempo,
o como producto, lleva en sí la impresión, el rasgo, la naturaleza de todas las
cosas que han existido y que existen actualmente en el universo, lo que implica
necesariamente la identidad de la materia o del ser universal.
No siendo cada cosa en la integridad
de su ser más que un producto, sus propiedades y sus modos diferentes de acción
sobre el mundo exterior, que, como lo hemos visto, constituyen todo su ser, son
necesariamente también productos. Como tales, no son propiedades autónomas,
pues, no se derivan más que de la propia naturaleza de las cosas,
independientemente de toda causalidad exterior. En la naturaleza o en el mundo
real, no existe ser independiente, ni propiedad independiente. Todo está allí,
al contrario, en dependencia mutua. Derivándose de una causalidad exterior, las
propiedades de una cosa le son, por consiguiente, impuestas; constituyen,
consideradas en conjunto, su modo de acción obligado, su ley. Por otra
parte, no se puede decir propiamente que esa ley sea impuesta a la cosa, porque
esa expresión supondría una existencia de la cosa, previa o separada de su ley,
mientras que aquí la ley, la acción, la propiedad constituyen el ser mismo de la cosa Siguiéndola,
manifiesta su propia naturaleza íntima, existe. De donde resulta que todas las
cosas reales, en su desenvolvimiento y en todas sus manifestaciones, son
fatalmente dirigidas por sus leyes, pero que esas leyes les son tan poco
impuestas, que constituyen, al contrario, todo su ser21.
Descubrir, coordinar y comprender
las propiedades, o los modos de acción o las leyes de todas las cosas
existentes en el mundo real, tal es, pues, el verdadero y único objeto de la
ciencia.
¿Hasta qué punto es realizable ese
programa por el hombre?
El universo nos es en efecto
inaccesible, Pero estamos seguros ahora de encontrar su naturaleza idéntica en
todas partes y sus leyes fundamentales en nuestro sistema solar, que es su
producto. No podemos igualmente remontarnos hasta el origen, es decir, hasta
las causas productoras de nuestro sistema solar, porque esas causas se pierden
en la infinitud del espacio y de un pasado eterno. Pero podemos estudiar la
naturaleza de ese sistema en sus propias manifestaciones. Y aun aquí nos
encontramos un límite que no podremos franquear. No podremos observar nunca, ni
por consiguiente reconocer la acción de nuestro mundo solar sobre la infinita
cantidad de mundos que llenan el universo. A lo sumo podremos reconocer alguna
vez, de una manera excesivamente imperfecta, algunas relaciones que existen
entre nuestro sol y algunos de los soles innumerables que brillan en el
firmamento. Pero esos conocimientos imperfectos, mezclados necesariamente a
hipótesis apenas verificables, no podrían constituir nunca una ciencia seria.
Forzoso nos será, pues, contentarnos más o menos con el conocimiento más y más
perfeccionado y detallado de las relaciones interiores de nuestro sistema
solar. Y aun aquí nuestra ciencia, que no merece ese nombre más que en tanto
que se funda sobre la observación de los hechos, y ante todo sobre la
constatación real de su existencia, y luego de los modos reales de su
manifestación y de su desenvolvimiento, encuentra un nuevo límite que parece
tener que permanecer siempre infranqueablemente: es la imposibilidad de
constatar, y por consiguiente también de observar, los hechos físicos,
químicos, orgánicos, inteligentes y sociales que suceden en algunos planetas
que constituyen parte de nuestro sistema solar, exceptuada nuestra Tierra, que
está abierta a nuestras investigaciones.
La astronomía ha llegado a
determinar las líneas recorridas por cada planeta de nuestro sistema alrededor
del sol, la rapidez de su movimiento doble, su forma, su volumen y su peso. Eso
es inmenso. Por otra parte, por las mencionadas razones, es indudable para
nosotros que las substancias que las constituyen deben tener todas las
propiedades físicas de nuestras substancias terrestres. Pero no sabemos casi
nada de su formación geológica, menos aún de su organización vegetal y animal,
que probablemente quedará para siempre inaccesible a la curiosidad del hombre.
Fundándonos en esa verdad, en lo sucesivo incontestable para nosotros, de que la
materia universal es profundamente idéntica en todas partes y siempre, debemos
necesariamente concluir que siempre y en todas partes, en los mundos más
infinitamente lejanos y en los más próximos del universo, todos los seres son
cuerpos materiales pesados, cálidos, luminosos, eléctricos, y que en todas
partes se descomponen en cuerpos o en elementos químicos simples, y que por
consiguiente, allí donde se encuentran condiciones de existencia y de
desenvolvimiento idénticas, al menos semejantes, deben tener lugar fenómenos
semejantes. Esta certidumbre es suficiente para convencernos de que en ninguna
parte pueden producirse fenómenos y hechos contrarios a lo que sabemos de las
leyes de la naturaleza; pero es incapaz de darnos la menor idea sobre los
seres, necesariamente materiales, que pueden existir en los otros mundos y aun
sobre los planetas de nuestro propio sistema solar. En estas condiciones, el
conocimiento científico de estos mundos es imposible, y debemos renunciar a él
de una vez por todas.
Si es verdad, como lo supone
Laplace, cuya hipótesis no ha sido todavía suficiente ni universalmente
aceptada, si es verdad que todos los planetas de nuestro sistema se han formado
de la materia solar, es evidente que una identidad mucho más considerable
todavía debe existir entre los fenómenos de todos los planetas de este sistema
y entre ellos y los de nuestro globo terrestre. Pero esta evidencia no podría
aún constituir la verdadera ciencia, porque la ciencia es como santo Tomás:
debe palpar y ver para aceptar un fenómeno o un hecho, y las construcciones a
priori, las hipótesis más racionales, no tienen valor para ella más que
cuando se verifican más tarde por demostraciones a posteriori. Todas
estas razones nos vuelven, para el conocimiento pleno y concreto, a la Tierra.
Al estudiar la naturaleza de nuestro
globo terrestre, estudiamos al mismo tiempo la naturaleza universal, no en la
multiplicidad infinita de sus fenómenos, que nos serán siempre desconocidos,
sino en su substancia y en sus leyes fundamentales, siempre y en todas partes
idénticas. He ahí lo que debe y lo que puede consolarnos de nuestra ignorancia
forzada sobre los desarrollos innumerables de los infinitos mundos de que no
tendremos nunca una idea, y asegurarnos al mismo tiempo contra todo peligro de
un fantasma divino que, si fuese de otro modo, podría venirnos de otro mundo.
Únicamente en la Tierra puede poner
la ciencia un pie seguro. Aquí está en su casa y marcha en plena realidad,
teniendo todos los fenómenos, por decirlo así, bajo su mano, bajo sus ojos,
pudiendo constatarlos, palparlos. Aun los desenvolvimientos pasados, tanto
materiales como intelectuales, de nuestro globo terrestre, a pesar de que los
fenómenos de que fueron acompañados han desaparecido, están abiertos a nuestras
investigaciones científicas. Los fenómenos que se han sucedido no están ya
allí, pero han quedado sus rasgos visibles y distintos; tanto los de los
desenvolvimientos pasados de las sociedades humanas, como los de los
desenvolvimientos orgánicos y geológicos de nuestro globo terrestre. Al
estudiar esos rasgos podemos reconstruir, en cierto modo, su pasado.
En cuanto a la formación primera de
nuestro planeta, prefiero dejar hablar al genio tan profundo y científicamente
desarrollado de Augusto Comte22 que a mi propia insuficiencia,
demasiado vivamente reconocida en todo lo que se refiere a las ciencias
naturales:
Sin embargo, debo proceder al examen
general de lo que implica un cierto carácter de positividad en las hipótesis
cosmogónicas. Será, sin duda, superfluo establecer especialmente sobre eso,
este preliminar indispensable: que toda idea de creación propiamente dicha debe
ser aquí radicalmente desviada, porque, por su naturaleza, es enteramente
imperceptible23 y la sola investigación razonable, si es realmente
accesible, debe referirse únicamente a las transformaciones sucesivas del
cielo, limitándose, al menos al principio, a la que ha podido producir
inmediatamente su estado actual... La cuestión real consiste, pues, en decidir
si el estado presente del cielo ofrece algunos indicios apreciables de un
estado anterior más simple, cuyo carácter general sea susceptible de ser
determinado. A este respecto, la separación fundamental que me he ocupado en
constituir sólidamente entre el estudio necesariamente inaccesible del universo
y el estudio necesariamente muy positivo de nuestro mundo solar, introduce
naturalmente una distinción profunda que restringe mucho el campo de las
investigaciones efectivas. Se concibe, en efecto, que podamos conjeturar, con
alguna esperanza de éxito, sobre la formación del sistema solar de que formamos
parte...
El manuscrito se interrumpe aquí.24
NOTAS DEL CAPÍTULO 5:
1 Se diría que los sabios han querido
demostrarle a posteriori cuán poco capaces son los representantes de la
ciencia para gobernar el mundo, y que sólo la ciencia, no los sabios, sus
sacerdotes, está llamada a dirigirlo.
2 No se es allí gentleman más
que a condición de ir a la
iglesia. El domingo en Inglaterra es un verdadero día de
hipocresía pública. Estando en Londres he experimentado un verdadero disgusto
al ver tantas gentes, que no se preocupaban de ningún modo del buen dios,
ir gravemente a la iglesia con sus prayer-books en la mano, esforzándose
por ocultar un hastío profundo bajo un aspecto de humildad y de contrición. En
su excusa es preciso decir que si no fueran a la iglesia y si se atrevieran a
confesar su indiferencia hacia la religión, no sólo serían muy mal recibidos en
la sociedad aristocrática y burguesa, sino que correrían el riesgo de ser
abandonados por sus criados.
Una sirvienta dejó a una familia
rusa de mi conocimiento, en Londres, por esta doble razón: Que el señor y la
señora no iban nunca a la iglesia y que la cocinera no llevaba crinolina. Únicamente
los obreros de Inglaterra, con gran desesperación de las clases gobernantes y
de sus predicadores, se atreven a rechazar francamente, públicamente, el culto
divino. Consideran ese culto como una institución aristocrática y burguesa,
contraria a la emancipación del proletariado. No dudo que en el fondo del celo
excesivo que comienzan a mostrar hoy las clases gobernantes por la instrucción
popular, existe la esperanza secreta de hacer pasar, de contrabando, a la masa
del proletariado, algunas de esas mentiras religiosas que adormecen a los
pueblos y que aseguran la tranquilidad de sus explotadores. ¡Vano cálculo! El
tomará la instrucción, pero dejará la religión para aquellos que tengan
necesidad de ella a fin de consolarse de su derrota infalible. El pueblo tiene
su propia religión: es la del triunfo próximo de la justicia, de la libertad,
de la igualdad y de la solidaridad universales sobre esta Tierra, por la
revolución mundial y social.
3 Preface d"un disciple, pág. XLIX: Cours
de Philosophie positive, de Augusto Comte, 2 edición.
4 Considero también todo lo que se ha
hecho y todo lo que se hace en el mundo real, ya sea natural o social, como un
producto necesario de causas naturales. Pero estoy lejos de pensar que todo lo
que es necesario o fatal sea bueno. Un viento fuerte acaba de descuajar un
árbol. Eso era necesario, pero no bueno. La política de Bismarck parece
triunfar durante algún tiempo en Alemania y en Europa. Ese triunfo es
necesario, porque el producto fatal de muchas causas reales, pero no es de
ningún modo saludable ni para Europa ni para Alemania.
5 Cours
de Philosophie positive de Augusto Comte, tomo I, Preface d'un disciple, págs. XLIV-XLV.
6 Confieso que experimento siempre
repugnancia a emplear estas palabras: Leyes naturales que gobiernan el mundo.
La ciencia natural ha tomado la palabra ley a la ciencia y a la práctica
jurídica, que la han precedido naturalmente en la historia de la sociedad
humana. Se sabe que todas las legislaciones primitivas han tenido al principio
un carácter religioso y divino; la jurisprudencia, como la política, es hija de
la teología. Las
leyes no fueron, pues, nada más que mandatos divinos impuestos a la humana
sociedad a quien tuvieron la misión de gobernar. Transportada más tarde a las
ciencias naturales, esa palabra ley conservó en ellas largo tiempo su
sentido primitivo, y eso con mucha razón, porque durante todo el largo período
de su infancia y de su adolescencia, las ciencias naturales, sometidas aún a
las inspiraciones de la teología, consideraron ellas mismas la naturaleza como
sometida a una legislación y a un gobierno divinos. Pero desde el momento que
hemos llegado a negar la existencia del divino legislador, no podemos hablar de
una naturaleza gobernada y de leyes que la gobiernan. No existe
ningún gobierno en la naturaleza, y lo que llamamos leyes naturales no
constituyen otra cosa que diferentes modos regulares del desenvolvimiento de
los fenómenos y de las cosas, que se producen, de una manera desconocida para
nosotros, en el seno de la causalidad universal.
7 La inteligencia de los animales,
que se manifiesta en su más alta expresión como inteligencia humana, como
espíritu, es el único ser intelectual cuya existencia ha sido realmente
constatada, la única inteligencia que conocemos; no existe otra en la Tierra. Debemos
considerarla, sin duda, como una de las causas directamente activas en nuestro
mundo; pero como lo he demostrado ya, su acción no es de ningún modo
espontánea, porque lejos de ser una causa absoluta, es, al contrario, una causa
esencialmente relativa en el sentido que, antes de convertirse a su vez en una
causa de efectos relativos, ha sido el efecto de las causas materiales que han
producido el organismo humano, del cual es una de las funciones; y cuando obra
como causa de efectos nuevos en el mundo exterior, continúa aún siendo
producida por la acción material de un órgano material, el cerebro. Es, pues,
lo mismo que la vida orgánica de una planta; vida que, producida por causas
materiales, ejerce una acción natural y necesaria sobre su medio; una causa
completamente material. No la llamamos intelectual más que para distinguir su
acción especial, que consiste en la elaboración de esas abstracciones que
llamamos pensamientos y en la determinación consciente de la voluntad -de la
acción especial de la vida animal, que consiste en los fenómenos de la
sensibilidad, de la irritabilidad y del movimiento voluntario, y de la acción
especial de la vida vegetal, que consiste en los fenómenos de la nutrición. Pero
todas estas tres acciones, lo mismo que la acción mecánica, física y química de
los cuerpos inorgánicos, son igualmente materiales; cada cual es al mismo
tiempo un efecto material y una causa material. No hay otros efectos ni otras
causas en nuestro mundo, ni en la inmensidad. Sólo existe lo material, y lo
espiritual es su producto. Desgraciadamente, estas palabras material, materia,
se han formado en una época en que el espiritualismo dominaba, no sólo en la
teología y en la metafísica, sino en la ciencia misma, lo que hizo que, bajo
ese nombre de materia, se formase una idea abstracta y completamente falsa de
algo que sería no sólo extraño, sino absolutamente opuesto al espíritu; y es
precisamente esta manera absurda de entender la materia lo que prevalece aun
hoy, no sólo entre los espiritualistas, sino también entre los muchos materialistas.
Es por eso que muchos espíritus contemporáneos rechazan con horror esa verdad,
incontestable, sin embargo, de que el espíritu no es otra cosa que uno de los
productos, una de las manifestaciones de lo que llamamos la materia. Y en efecto,
la materia tomada en esa abstracción, como ser muerto y pasivo, no podría
producir absolutamente nada, ni el mundo vegetal, sin hablar ya del mundo
animal e intelectual. Para nosotros la materia no es de ningún modo ese
substrato inerte producido por la humana abstracción: es el conjunto real de
todo lo que es, de todas las cosas realmente existentes, incluso las sensaciones,
el espíritu y la voluntad de los animales y de los hombres. La palabra genérica
para la materia así concebida seria el ser, el ser real, que es la evolución al
mismo tiempo; es decir, el movimiento que resulta siempre y eternamente de la
suma infinita de todos los movimientos parciales, hasta los infinitamente
pequeños, el conjunto total de las acciones y de las reacciones mutuas y de las
transformaciones incesantes de todas las cosas que se producen y que
desaparecen sucesivamente, la producción y la reproducción eterna de todo por
cada punto y de cada punto por el todo, la causalidad mutua y universal.
Más allá de esa idea, que es al
mismo tiempo positiva y abstracta, no podemos comprender nada, porque fuera de
ella no queda nada por comprender. Como lo abarca todo no tiene exterior, no
tiene más que un interior inmenso, infinito, que debemos esforzarnos por
comprender en la medida de nuestras fuerzas. Y desde el principio de la ciencia
real encontramos una verdad preciosa, descubierta por la experiencia universal
y constatada por la reflexión; es decir, por la generalización de esa
experiencia; esa verdad, que todas las cosas y todos los seres realmente
existentes, cualesquiera que sean sus diferencias mutuas, tienen propiedades
comunes, propiedades matemáticas, mecánicas, físicas y químicas, que
constituyen propiamente toda su esencia. Todas las cosas, todos los cuerpos
ocupan primeramente un espacio; todos son pesados, cálidos, luminosos,
eléctricos y todos sufren transformaciones químicas. Ningún ser real existe
fuera de esas condiciones, ninguno puede existir sin esas propiedades
esenciales que constituyen su movimiento, su acción, sus transformaciones
incesantes. Pero las cosas intelectuales -se dirá- las instituciones
religiosas, políticas, sociales; las producciones del arte, los actos de la
voluntad, en fin las ideas, ¿existen fuera de esas condiciones? De ningún modo.
Todo eso no tiene realidad más que en el mundo exterior y en las relaciones de
los hombres entre sí, y todo eso no existe más que en condiciones geográficas,
climatológicas, etnográficas, económicas, evidentemente materiales. Todo eso es
un producto combinado de circunstancias materiales y del desenvolvimiento de
los sentimientos, de las necesidades humanas, de las aspiraciones y del
pensamiento humano. Pero todo ese desenvolvimiento, como lo he repetido ya
algunas veces y demostrado, es el producto de nuestro cerebro, que es un órgano
por completo material del cuerpo humano. Las ideas más abstractas no tienen
existencia real más que para los hombres, en ellos y por ellos. Escritas o
impresas en un libro, no son más que signos materiales, una reunión de letras
materiales y visibles, dibujadas o impresas sobre algunas hojas de papel. No se
convierten en ideas más que cuando un hombre las lee, las comprende y las
reproduce en su espíritu, pues, la intelectualidad exclusiva de las ideas es
una gran ilusión; son de otro modo materiales, pero tan materiales como los
seres materiales más groseros. En una palabra, todo lo que se llama el mundo
espiritual, divino y humano, se reduce a la acción combinada del mundo exterior
y del cuerpo humano, que, de todas las cosas existentes en la Tierra, presenta
la organización material más complicada y más completa. Pero el cuerpo humano
presenta las mismas propiedades matemáticas, mecánicas y físicas, y se
encuentra tan bien sometido a la acción química, como todos los demás cuerpos
existentes. Más que eso, cada cuerpo compuesto: animal, vegetal o inorgánico,
puede ser descompuesto por el análisis químico en un cierto número de cuerpos
elementales o simples, aceptados como tales, porque no se ha llegado a
descomponerlos en cuerpos más simples. He ahí, pues, los verdaderos elementos
constitutivos del mundo real, incluso el mundo humano, individual y social,
intelectual y divino. No es esa materia uniforme, informe y abstracta de que
nos habla la filosofía positiva y la metafísica materialista; es la asociación
indefinida de elementos o de cuerpos simples, de los cuales cada uno posee
todas las propiedades matemáticas, mecánicas y físicas, y de los cuales cada
uno se distingue por las acciones químicas que le son particulares. Reconocer
todos los elementos reales o cuerpos simples, cuyas diversas combinaciones
constituyen todos los cuerpos compuestos, orgánicos e inorgánicos, que llenan
el universo; reconstituir por el pensamiento y en el pensamiento, con ayuda de
todas las propiedades y acciones inherentes a cada uno, y no admitiendo jamás
una teoría que no esté severamente verificada por la observación y la
experimentación más rigurosas; reconstituir -digo- o reconstruir mentalmente
todo el universo, con la infinita diversidad de sus evoluciones astronómicas,
geológicas, biológicas y sociales; tal es el fin ideal y supremo de la ciencia:
un fin que ningún hombre ni ninguna generación realizarán, sin duda, nunca,
pero que, permaneciendo, sin embargo, el objeto de una tendencia irresistible
del espíritu humano, imprime a la ciencia, considerada en su más alta
expresión, una especie de carácter religioso de ningún modo místico ni
sobrenatural, un carácter enteramente realista y racional, pero que ejerce al
mismo tiempo, sobre los que son capaces de sentirla, toda la acción exaltante
de las aspiraciones infinitas.
8 Los positivistas se rebelan
francamente y con mucha razón contra las abstracciones metafísicas o contra las
entidades que no representan más que nombres, no cosas. Y, sin embargo, se
sirven ellos mismos de algunas entidades metafísicas, con gran detrimento de la
positividad de su ciencia. Por ejemplo, ¿qué significa esa palabra materia, que
representa algo absoluto, uniforme y único, una especie de substrátum
universal de todas las cosas determinadas, relativas y realmente
existentes? Pero, ¿quién ha visto jamás esa materia absoluta, uniforme y única?
Nadie, que yo sepa. Lo que todo el mundo ha visto y ve a cada instante de la
vida, es una cantidad de cuerpos materiales, compuestos o simples y
diferentemente determinados. ¿Qué se entiende con estas palabras: cuerpos
materiales? Cuerpos materiales realmente existentes en el espacio y que, a
pesar de toda su diversidad, poseen en común todas las propiedades físicas.
Esas propiedades comunes constituyen su común naturaleza material, y es a esa
naturaleza común que, abstracción hecha de todas las cosas en las cuales se
manifiesta, se da ese nombre absoluto o metafísico de materia. Pero una
naturaleza común, un carácter común no existen en sí mismos, y sólo son reales
frente a quienes se encuentran asociados. Por consiguiente, la materia
absoluta, uniforme y única de que habla el señor Littré no es nada más que una
abstracción, una entidad metafísica y que no tiene existencia más que en
nuestro espíritu. Lo que existe realmente son los cuerpos diferentes,
compuestos o simples, suponiendo todos los cuerpos diferentes, orgánicos e
inorgánicos, descompuestos en sus elementos simples, que tienen igualmente
todas las propiedades físicas en grados diversos, y químicamente diferenciados
en el sentido que, por una ley de afinidad que les es propia, cada cual, al
combinarse con algunos otros en proporciones determinadas, puede componer con
ellos cuerpos nuevos más complicados, dando lugar a fenómenos diversos propios
de cada combinación particular. Por consiguiente, si podemos conocer todos los
elementos químicos o cuerpos simples y todos los modos de sus combinaciones
mutuas, podremos decir que conocemos la substancia de la materia, o más bien de
las cosas materiales que constituyen el universo.
9 He ahí una limitación contra la
cual es imposible protestar, porque no es arbitraria, absoluta, y no implica,
para el espíritu, la prohibición de penetrar en esas regiones inmensas y
desconocidas. Se deriva de la naturaleza ilimitada del objeto mismo y contiene
esa simple advertencia que, por lejos que el espíritu pueda penetrar, no podrá
nunca agotar ese objeto, ni llegar al término o al fin de la inmensidad, por la
simple razón de que ese término o ese fin no existen.
10 Pero como la extensión de las
necesidades intelectuales del hombre, considerado, no como individuo aislado,
ni siquiera como generación presente, sino como humanidad pasada, presente y
futura, y sin límites, el alcance efectivo de los conocimientos humanos en un
porvenir indefinido, lo es también.
11 He ahí una de esas bofetadas al buen
dios, de las cuales está lleno el libro de Augusto Comte.
12 Lo que equivale a decir que tenemos
necesidad de saberlo todo. El número de las cosas que obran sobre mí es
infinitamente pequeño siempre. Pero esas cosas que son por relación a mí causas
inmediatamente agentes, no existen y por consiguiente tampoco obran sobre mí
más que porque se encuentran ellas también sometidas a la acción inmediata de
otras causas que obra directamente sobre ellas e indirectamente por ellas sobre
mí. Tengo necesidad de conocer las cosas que ejercen sobre mí una acción
inmediata; pero para comprenderlas tengo necesidad de conocer las que obran
sobre ellas, y así por el estilo hasta el infinito. De donde resulta que debo
saberlo todo.
13 De lo que concluyo lógicamente que
ningún mundo, por alejado e invisible que esté, está cerrado de una manera
absoluta al conocimiento del hombre.
14 Probablemente Augusto Comte quiere
decir por eso que no nos ofrece importancia práctica inmediata y que no puede
influir más que muy indirectamente y muy débilmente sobre el arreglo de nuestra
existencia material sobre la Tierra; porque esa curiosidad insaciable de la
inteligencia humana es una fuerza moral por la cual el hombre se distingue
quizás más que por cualquier otra cosa del resto del mundo animal, y cuya satisfacción
es por consiguiente muy importante para el triunfo de su humanidad.
15 Entonces esa independencia está
lejos de ser absoluta; porque basta que nuestro planeta cambie un poco de
posición con relación al sol, para que todos los fenómenos meteorológicos de la
Tierra sean considerablemente modificados; lo que sucedería ciertamente también
a nuestro sistema solar, si nuestro sol tomase una posición nueva ante los
otros soles.
16 Pero no siendo esta desproporción
absoluta, sino sólo relativa, resulta también que la independencia de nuestro
sistema solar en relación a los otros soles no es más que relativa también. Es
decir, que, si tomamos por medida de tiempo la vida de una generación, o
algunos siglos, el efecto sensible de la dependencia cierta en que nuestro
sistema solar se encuentra, por lo que se refiere al universo, parece
absolutamente nula.
17 La comunidad de pensamientos
implica siempre la de los intereses.
18 Siempre en un sentido relativo: más
extranjeros, pero no totalmente. Confesemos que tanto los unos como los otros,
si existen solamente, nos son poco más o menos de igual modo extranjeros,
puesto que no sabemos y no podremos nunca asegurarnos con alguna certidumbre de
que existen.
19 Cours de Philosophie positive, por
Augusto Comte, 2a. edición. tomo II, págs. 10-12.
20 Esta es una verdad universal que no
admite ninguna excepción y que se aplica igualmente a las cosas inorgánicas en
apariencias más inertes, a los cuerpos más simples, lo mismo que a las
organizaciones más complicadas: a la piedra, al cuerpo químico simple, lo mismo
que al hombre de genio y a todas las cosas intelectuales y sociales. El hombre
no tiene realmente en su interior más que lo que manifiesta de una manera
cualquiera en su exterior. Esos llamados genios desconocidos, esos espíritus
vanos y enamorados de sí mismos, que se lamentan eternamente de que no llegan
nunca a sacar a luz los tesoros que dicen llevar en si, son siempre, en efecto,
los individuos más míseros con relación a su ser íntimo: no llevan en sí nada.
Tomemos, por ejemplo, un hombre de genio, que habría muerto al entrar en la
virilidad, en el momento que iba a describir, a crear, a manifestar grandes
cosas, y que ha llevado a su tumba, como se dice generalmente, las más sublimes
concepciones, perdidas para siempre para la humanidad. He ahí un
ejemplo que parece probar todo lo contrario de esta verdad; he ahí un ser
íntimo muy real, muy serio, y que no se habría manifestado. Pero examinemos
desde más cerca ese ejemplo, y veremos que no contiene más que exageraciones, o
apreciaciones completamente falsas.
Primeramente, ¿qué es un hombre de
genio? Es una naturaleza individual que, bajo uno o varios aspectos -los
cuales, desde el punto de vista humano, intelectual y moral, son sin duda de
los más importantes-, está mucho mejor organizado que el común de los hombres;
es una organización superior, un instrumento comparativamente mucho más
perfecto. Hemos dejado aparte las ideas innatas. Ningún hombre trae consigo al
nacer idea alguna. Lo que cada hombre aporta es una facultad natural y formal,
más o menos grande, de concebir las ideas que encuentra establecidas, sea en su
propio medio social, sea en un medio extraño, pero que de una manera o de otra
se pone en comunicación con él; de concebirlas primero, después de
reproducirlas por el trabajo formal de su propio cerebro, y de darles, por esos
trabajo interior, algunas veces, un nuevo desenvolvimiento, una nueva forma y
una extensión nuevas. En eso consiste únicamente la obra de los más grandes
genios. Ninguno, por consiguiente, aporta tesoros íntimos al nacer. El espíritu
y el corazón de los más grandes hombres de genio nacen nulos, como su cuerpo
nace desnudo. Lo que nace con ellos es un magnífico instrumento, cuya pérdida
intempestiva es sin duda una gran desgracia; porque los buenos instrumentos, en
la organización social y con la higiene actuales, son bastante raros. Pero lo
que la humanidad pierde con ellos, no es un contenido real cualquiera, es la
posibilidad de crear uno.
Para juzgar lo que pueden ser esos
tesoros innatos supuestos y el ser íntimo de una naturaleza de genio, imaginad
la transportada, desde su más tierna infancia, a una isla desierta. Suponiendo
que no perezca, ¿qué será de ella? Una bestia salvaje, que marchará
sucesivamente erguida y a cuatro patas, como los monos, viviendo la vida y el
pensamiento de los monos, expresándose como ellos, no por medio de palabras,
sino por sonidos, incapaz, por consiguiente, de pensar, y hasta más torpe que
el último de los monos: porque estos últimos, viviendo en sociedad, se
desarrollan hasta un cierto grado, mientras que nuestra naturaleza genial, no
teniendo ninguna relación con seres semejantes a ella, necesariamente quedaría
en la idiotez.
Tomad esa misma naturaleza genial a
los veinte años, cuando se ha desarrollado ya considerablemente, gracias a los
tesoros sociales que ha recibido de su ambiente y que ha elaborado y
reproducido en sí esa facilidad o ese poder del genio formal de que la
naturaleza le ha dotado. Transportadla al desierto y forzadla a vivir allí
durante veinte o treinta años fuera de todas nuestras relaciones humanas. ¿Qué
será de ella? Un loco, un salvaje místico, quizás el fundador de alguna nueva
religión; pero no de una de esas grandes religiones que en el pasado han tenido
el poder de agitar profundamente los pueblos y hacerles progresar, según el
método -propio del espíritu religioso. No, inventará alguna religión solitaria,
monótona, impotente y ridícula al mismo tiempo.
¿Qué significa eso? Eso significa
que ningún hombre, ni el genio más poderoso, tiene propiamente ningún tesoro en
él, sino que todos los que distribuye con una amplia profusión han sido tomados
por él a esa sociedad, a quien tiene el aire de darlos más tarde. Se puede
decir que bajo ese aspecto los hombres de genio son precisamente los que toman
más de la sociedad y los que, por consiguiente, lo deben todo.
El niño más felizmente dotado por la
naturaleza queda largo tiempo sin haber formado en sí mismo la sombra de lo que
podría llamarse su ser íntimo. Se sabe que todo el ser intelectual de los niños
es proyectado al principio exclusivamente al exterior; primero son todo
impresión y observación; sólo cuando nace en ellos un comienzo de reflexión y
de imperio sobre sí, es decir, de voluntad, comienzan a tener un mundo
interior, un ser íntimo. De esa época data, para la mayoría de los hombres, el
recuerdo de sí mismos. Pero ese ser íntimo, desde su nacimiento, no permanece
nunca exclusivamente interior; a medida que se desarrolla, se manifiesta completamente
al exterior y se expresa por el cambio progresivo de todas las relaciones del
niño con los hombres y las cosas que le rodean. Esas relaciones múltiples, a
menudo imperceptibles y que pasan la mayoría del tiempo inobservadas son otras
tantas acciones ejercidas por la autonomía relativa, naciente y creciente, del
niño, con relación al mundo exterior; acciones muy reales, aunque
desapercibidas, cuya totalidad, a cada instante de la vida del niño, expresa
todo su ser íntimo y que se pierde, no sin imprimir su rasgo o su influencia,
por débil que sea, en la masa de las relaciones humanas, que constituyen, todas
juntas, la realidad de la vida social.
Lo que he dicho del niño es también
verdad para el adolescente. Sus relaciones se multiplican a medida que se
desarrolla su ser íntimo, es decir, los instintos y los movimientos de la vida
animal, lo mismo que sus pensamientos y sus sentimientos humanos, y siempre de
una manera positiva, como atracción y como cooperación, o de una manera
negativa, como rebeldía y como repulsión, todo su ser íntimo se manifiesta en
la totalidad de sus relaciones con el mundo exterior. Nada de realmente
existente puede quedar sin una completa manifestación de sí al exterior, tanto
en los hombres como en las cosas más inertes y menos demostrativas. Es la
historia del barbero del Rey Midas: no atreviéndose a decir su terrible secreto
a nadie, lo confió a la Tierra y la Tierra lo ha divulgado, y fue así como se
supo que el Rey Midas tenía las orejas de asno. Existir realmente para los
hombres, lo mismo que para todo lo que existe, no significa otra cosa que
manifestarse.
Llegamos ahora al ejemplo propuesto:
un joven de genio muere a la edad de veinte años, en el momento en que iba a
realizar algún gran acto, o a anunciar al mundo alguna sublime concepción. ¿Ha
llevado algo consigo a la tumba? Sí, una gran posibilidad, no una realidad. En
tanto que esa posibilidad se ha realizado en él, hasta el punto de convertirse
en su ser íntimo, estad seguros de una manera o de otra, se ha manifestado ya
en sus relaciones con el mundo exterior. Las concepciones geniales, lo mismo
que esos grandes actos heroicos que por momentos abren una nueva dirección en
la vida de los pueblos, no nacen espontáneamente ni en el hombre de genio ni en
el ambiente social que le rodea, que le alimenta, que le inspira, sea
positivamente, sea de una manera negativa. Lo que el hombre de genio inventa o
hace se encuentra ya desde hace largo tiempo en estado de elementos que se
desarrollan y que tienden a concentrarse y a formarse más y más, en esta
sociedad misma a la cual lleva, sea su invención, sea su acto. Y en el hombre
de genio mismo, la invención, la concepción sublime o el acto heroico no se
producen espontáneamente; son siempre el producto de una larga preparación
interior, que a medida que se desarrolla no deja nunca de manifestarse de una
manera o de otra.
Supongamos, pues, que el hombre de
genio muere en el mismo momento en que iba a acabar ese largo trabajo interior
y a manifestarlo al mundo asombrado. En tanto que inacabado, ese trabajo no es
real; pero en tanto que preparación es, al contrario, muy real, y como tal,
estad bien seguros, se ha manifestado completamente, sea en los actos, sea en
los escritos, sea en las conversaciones de ese hombre. Porque si un hombre no
hace nada, no escribe, no dice nada, estad seguros, no inventa nada tampoco, y
no se hace en él ninguna preparación interior; por consiguiente, puede morir
tranquilamente, sin dejar tras él el sentimiento de alguna gran concepción
perdida.
He tenido en mi juventud un querido
amigo, Nicolás Stankevitch (1813-1840). Era verdaderamente una naturaleza
genial: una gran inteligencia, acompañada de un gran corazón. Y sin embargo,
ese hombre no ha hecho ni escrito nada que pueda conservar su nombre en la
historia. ¿Habría ahí un ser íntimo, perdido sin manifestación y sin rastro?
No. Stankevitch, a pesar de que, o precisamente por ello, ha sido el ser menos
pretencioso y el menos ambicioso del mundo; fue el centro vivo de un grupo de
jóvenes en Moscú, que vivieron, por decirlo así, durante varios años, de su
inteligencia, de sus pensamientos, de su alma. Yo pertenecí a ese número, y lo
considero en cierta manera como mi creador. Del mismo modo creó otro hombre,
cuyo nombre quedará imperecedero en la literatura y en la historia del
desenvolvimiento intelectual y moral de Rusia; fue mi amigo Vissarion Belinsky
(febrero de 1810), el más enérgico luchador por la causa de la emancipación
popular bajo el emperador Nicolás. Murió en 1848 (26 de mayo), en el momento
mismo en que la policía secreta había dado orden de arrestarlo; ha muerto
bendiciendo la República que acababa de ser proclamada en Francia.
Vuelvo a Stankevitch. Su ser íntimo
estaba completamente manifestado en sus relaciones con sus amigos, primero y
luego con todos los que han tenido la dicha de acercársele; una verdadera
dicha, porque era imposible vivir cerca de él sin sentirse en cierto modo
mejorado y ennoblecido. En su presencia ningún pensamiento cobarde o trivial,
ningún instinto malo parecían posibles; los hombres más ordinarios cesaban de
serio bajo su influencia. Stankevitch pertenecía a esa categoría de naturalezas
a la vez ricas y exquisitas que David Strauss ha caracterizado tan bien, hace
más de treinta años, en su folleto titulado, si no me equivoco. El genio
religioso (Ueber das religioese Genie). Hay hombres dotados de un gran genio,
dice, que no lo manifiestan por ningún gran acto histórico, ni por ninguna
creación, sea científica, sea artística, sea industrial; que no han emprendido
nunca nada, ni han hecho ni escrito nada y cuya acción se ha concentrado y se
ha resumido en su vida personal, y que, sin embargo, han dejado tras sí un
rasgo profundo en la historia, por la acción, exclusivamente personal, es
verdad, pero al mismo tiempo muy poderosa, que han ejercido en su alrededor
inmediato, sobre sus discípulos. Esta acción se extiende y se perpetúa, primero
por la tradición oral y más tarde por los escritos, por los actos históricos de
sus discípulos o de los discípulos de sus discípulos. El doctor Strauss afirma,
me parece que con mucha razón, que Jesús, en tanto que personaje histórico y
real, fue uno de los más grandes representantes, uno de los más magníficos
ejemplares de esa categoría particular de hombres de genio íntimos. Stankevitch
lo era también, aunque, sin duda, en una medida mucho menor que Jesús.
Yo creo haber dicho bastante para
demostrar que en el hombre no hay ser íntimo que no esté completamente
manifestado en la suma total de sus relaciones exteriores o de sus actos en el
mundo exterior. Pero desde el momento que eso es evidente para el hombre dotado
del mayor genio, debe serio más aun para todo el resto de los seres reales:
animales, plantas, cosas inorgánicas y cuerpos simples. Todas las funciones
animales, cuya combinación armoniosa constituye la unidad animal, la vida, el
alma, el yo animal, no son más que una relación perpetua de la acción y de la
reacción con el mundo exterior; por consiguiente, una manifestación incesante,
independientemente de la cual ningún ser íntimo animal podría existir, pues, el
animal no vive más que en tanto que su organismo funciona. Lo mismo pasa con
las plantas. ¿Queréis analizar, disecar el animal? Encontraréis en él
diferentes sistemas de órganos: nervios, músculos, huesos, después diferentes
compuestos, todos materiales, todos visibles y químicamente reductibles.
Encontraréis en él, tanto como en las plantas, células orgánicas y, llevando
más lejos el análisis, cuerpos químicos simples. He ahí todo su ser íntimo: es
perfectamente exterior y fuera de él no tiene nada. Y todas esas partes
materiales, cuyo conjunto, ordenado de una cierta manera que le es propia,
constituye el animal, se manifiestan completamente por su propia acción
mecánica, física, química y orgánica también durante la vida animal; solamente
mecánica, física y química después de su muerte: todas se encuentran en un
perpetuo movimiento de acciones y reacciones incesantes, y ese movimiento es
todo su ser.
Lo mismo pasa con todos los cuerpos
orgánicos, incluso los cuerpos simples. Tomad un metal o una piedra: ¿habrá en
apariencia algo más inerte y menos expansivo? Y bien, eso se mueve, obra, se
manifiesta sin cesar, y no existe más que en tanto que hace eso. La piedra y el
metal tienen todas las propiedades físicas y en calidad de cuerpos químicos
simples o compuestos, se encuentran comprendidos en un proceso muy lento
algunas veces, pero incesante, de composición y de descomposición molecular.
Esas propiedades, he dicho, son otros tantos modos de acción y de manifestación
al exterior. Pero quitad todas sus propiedades a la piedra, al metal, ¿qué
quedará? La abstracción de una cosa, nada.
De todo eso resulta con una
evidencia irrecusable, que el ser íntimo de las cosas, inventado por los
metafísicos, con gran satisfacción de los teólogos, declarado real por la
filosofía positiva misma, es un no-ser, lo mismo que el ser íntimo del
universo, dios, es un no-ser también; y que todo lo que tiene una real
existencia se manifiesta integralmente en sus propiedades, en sus relaciones o
en sus actos.
21 Existe realmente en todas las cosas
un aspecto o, si queréis, una especie de ser íntimo que no es
inaccesible, pero que es imperceptible para la ciencia. No es de
ningún modo el ser íntimo de que habla el señor Littré con todos los metafísicos,
y que constituiría, según ellos, el en sí de las cosas, y el por qué
de los fenómenos; es, al contrario, el aspecto menos esencial, menos interior,
el más exterior y a la vez el más real y el más pasajero, el más fugitivo de
las cosas y de los seres: es su materialidad inmediata, su real individualidad,
tal como se presenta únicamente a nuestros sentidos, y que ninguna reflexión
del espíritu podría retener, ni ninguna palabra podría expresar, repitiendo una
observación muy curiosa que Hegel ha hecho, según yo pienso, por primera vez,
he hablado ya de esa particularidad de la palabra humana de no poder expresar
más que generalidades, pero no la existencia inmediata de las cosas, en esa
crudeza realista, cuya impresión inmediata nos es aportada por nuestros
sentidos. Todo lo que podéis decir de una cosa para determinarla, todas las
propiedades que le atribuís o que encontraréis en ella, serán determinaciones
generales, aplicables en grados diferentes y en una cantidad innumerable de combinaciones
diversas, a muchas otras cosas. Las determinaciones o prescripciones más
detalladas, las más íntimas, las más materiales que podríais hacer serán
siempre determinaciones generales, de ningún modo individuales. La
individualidad de una cosa no se expresa. Para Indicarla debéis, o bien llevar
a vuestro interlocutor en su presencia, hacérsela ver, oír, palpar, o bien
debéis determinar su lugar y su tiempo, tanto como sus relaciones con otras
cosas ya determinadas y conocidas. Huye, escapa a todas las otras
determinaciones. Pero huye, escapa igualmente a sí misma, porque no es otra
cosa que una transformación incesante: es, era, no es más, o bien es otra cosa.
Su realidad constante es desaparecer o transformarse. Pero esa realidad
constante es su aspecto general, su ley, el objeto de la ciencia. Esa ley,
tomada y considerada aparte, no es más que una abstracción, desprovista de todo
carácter real, de toda existencia real. No existe realmente, no es una ley
efectiva, más que en ese proceso real y viviente de transformaciones
inmediatas, fugitivas, imperceptibles e indecibles. Tal es la doble naturaleza,
la naturaleza contradictoria de las cosas: la de ser en realidad lo que
incesantemente cesa de ser, y no existir realmente en lo que permanece general
y constante, en medio de sus transformaciones perpetuas.
Las leyes quedan, pero las cosas
parecen, lo que equivale a decir que esas cosas cesan de ser y se convierten en
cosas nuevas. Y, sin embargo, son cosas existentes y reales; en tanto que sus
leyes no tienen existencia efectiva más que si están perdidas en ellas, no
siendo en efecto más que en tanto que son el modo real de la genuina existencia
de las cosas, de suerte que, consideradas aparte, al margen de esa existencia,
se convierten en abstracciones fijas e inertes, en no-seres.
La ciencia, que no se ocupa más que
de lo que es expresable y constante, es decir, de las generalidades más o menos
desarrolladas y determinadas, pierde aquí su latín y baja el pabellón ante la
vida, que es la única que está en relación con el aspecto viviente y sensible,
pero imperceptible e indecible de las cosas. Tal es el real y se puede decir el
único límite de la ciencia, un límite verdaderamente infranqueable. Un
naturalista, por ejemplo, que es él mismo un ser real y vivo, diseca un conejo;
ese conejo es igualmente un ser real, y ha sido, al menos hace apenas algunas
horas, una individualidad viviente. Después de haberlo disecado, el naturalista
lo describe; y bien, el conejo que sale de la descripción es un conejo en
general, que se parece a todos los conejos, privado de toda individualidad, y
que, por consiguiente, no tendrá nunca fuerza para existir, y permanecerá
eternamente un ser inerte y no viviente, ni corporal siquiera, sino una
abstracción, la sombra fijada de un ser vivo. La realidad viviente le escapa y
no se da más que a la vida que siendo ella misma fugitiva y pasajera, puede
percibir y, en efecto, percibe siempre todo lo que vive, es decir, todo lo que
pasa o lo que huye.
El ejemplo del conejo, sacrificado a
la ciencia, nos interesa poco, porque ordinariamente nos interesamos muy poco
en la vida individual de los conejos. No es lo mismo con la vida individual de
los hombres, que la ciencia y los hombres de ciencia, habituados a vivir entre
abstracciones, es decir, a sacrificar siempre las realidades fugitivas y
vivientes a sus sombras constantes, serían igualmente capaces, si se les dejase
hacer, de inmolar o al menos de subordinar en provecho de sus generalizaciones
abstractas.
La individualidad humana, lo mismo
que la de las cosas más inertes, es igualmente imperceptible y, por decirlo
así, inexistente para la
ciencia. También los individuos vivos deben presumirse y
salvaguardarse contra ella, para no ser inmolados, como el conejo, en provecho
de una abstracción cualquiera como deben premunirse al mismo tiempo contra la
teología, contra la política y contra la jurisprudencia, que, participando
igualmente de ese carácter abstractivo de la ciencia, tienen la tendencia fatal
a sacrificar los individuos en provecho de la misma abstracción, llamada por
cada uno con nombres diferentes: la primera la llama verdad divina; la
segunda, bien público, y la tercera, justicia.
Bien lejos de mí el querer comparar
las abstracciones bienhechoras de la ciencia con las abstracciones perniciosas
de la teología, de la política y de la jurisprudencia. Estas
últimas deben cesar de reinar, deben ser igualmente extirpadas de la sociedad
humana -su salvación, su emancipación, su humanización definitiva no se
producen más que a ese precio- mientras que las abstracciones científicas, al
contrario, deben ocupar su puesto, no para reinar sobre la humana sociedad,
según el sueño liberticida de los filósofos positivistas, sino para iluminar su
desenvolvimiento espontáneo y viviente. La ciencia puede aplicarse a la vida,
pero nunca encarnarse en la
vida. Porque la vida es la acción inmediata y viviente, el
movimiento a la vez espontáneo y fatal de las individualidades vivas. La
ciencia no es más que la abstracción, siempre incompleta e imperfecta. Si
quisiera imponerse a ella como una doctrina absoluta, como una autoridad
gubernativa, la empobrecería, la falsearía y la paralizaría. La
ciencia no puede salir de las abstracciones: ese es su reino. Pero las
abstracciones y sus representantes inmediatos, de cualquier naturaleza que
sean: sacerdotes, políticos, juristas, economistas y sabios, deben cesar de
gobernar las masas populares. Todo el progreso del porvenir está allí. Es la
vida y el movimiento de la vida, la acción individual y social de los hombres,
vueltos a su completa libertad. Es la extinción absoluta del principio mismo de
la autoridad. ¿Y cómo? Por la propaganda más ampliamente popular de la ciencia
libre. De esta manera la masa social no tendrá fuera de sí una verdad llamada
absoluta que la dirija y que la gobierne, representada por individuos muy
interesados en conservarla exclusivamente en sus manos, porque les da la
fuerza, y con la fuerza la riqueza, el poder de vivir a costa del trabajo de la
masa popular. Esa masa tendrá una verdad, siempre relativa, pero real, una luz
interior que iluminará sus movimientos espontáneos y que hará inútil toda
autoridad y toda dirección exteriores...
... Tomad la ciencia social que
queráis: la historia, por ejemplo, que considerada en su extensión más vasta,
comprende todas las demás. Se puede decir, es verdad, que hasta hoy la
historia, como ciencia, no existe. Los historiadores más ilustres, que han
procurado trazar el cuadro general de las evoluciones históricas de la sociedad
humana, se han inspirado siempre hasta aquí en un punto de vista exclusivamente
ideal, considerando la historia, sea bajo el aspecto de sus desenvolvimientos
religiosos, estéticos o filosóficos, sea bajo el de la política o del
nacimiento y de la decadencia de los Estados, o, en fin, desde el punto de
vista jurídico, inseparable, por lo demás, de este último, que constituye
propiamente la política interior de los Estados. Casi todos han descuidado
igualmente o hasta ignorado el punto de vista antropológico y el punto de vista
económico, que forman, sin embargo, la base real de todo desenvolvimiento
humano. Buckle, en su admirable introducción a la Historia de la civilización
en Inglaterra, que lleva el sello de un verdadero genio, ha expuesto los
principios efectivos de la ciencia histórica; desgraciadamente, no ha podido
acabar más que esa introducción, y la muerte prematura le impidió escribir la
obra anunciada. Por otra parte, el señor Carlos Marx, mucho antes que Buckle,
ha anunciado esta grande, esta justa y esta fecunda idea: Que todos los
desenvolvimientos intelectuales y políticos de la sociedad no son otra cosa más
que la ideal expresión de sus desenvolvimientos materiales o económicos. Pero
no se ha escrito todavía, que yo sepa, obra histórica en que esa idea admirable
haya recibido, aunque no fuese más que el comienzo de una realización
cualquiera. En una palabra, la historia como ciencia no existe.
... Esto no impedirá, sin duda, que
los hombres de genio mejor organizados para las especulaciones científicas que
la inmensa mayoría de sus contemporáneos, no se entreguen tampoco más
exclusivamente que los demás al cultivo de las ciencias, y no presten grandes
servicios a la humanidad, pero sin ambicionar otra influencia social que la
influencia natural que un espíritu no deja nunca de ejercer en su medio, ni
otra recompensa que la satisfacción de su noble pasión, y algunas veces también
el reconocimiento y la estima de sus contemporáneos.
La ciencia, al convertirse en
patrimonio de todo el mundo, se casará en cierto modo con la vida inmediata y
real de cada uno. Ganará en utilidad y en gracia lo que perderá en ambición y
en pedantismo doctrinarios. Tomará en la vida el puesto que el contrapunto debe
ocupar, según Beethoven, en las composiciones musicales. A alguien que le había
preguntado si era necesario saber el contrapunto para componer buena música, le
respondió: Sin duda, es absolutamente necesario conocer el contrapunto: pero
es tan necesario olvidarlo después de haberlo aprendido, si se quiere componer
algo bueno. El contrapunto forma en cierto modo el esqueleto regular, pero
perfectamente inanimado y sin gracia, de la composición musical, y como tal,
debe desaparecer absolutamente bajo la gracia espontánea y viva de la creación
artística. Lo mismo que el contrapunto, la ciencia no es el fin, no es más que
uno de los medios más necesarios y más magníficos de esa otra creación, mil
veces más sublime aún que todas las composiciones artísticas, de la vida y de
la acción inmediatas y espontáneas de los individuos humanos en la sociedad.
Tal es, pues, la naturaleza de este ser
intimo, que realmente queda siempre cerrado para la ciencia. Es el ser
inmediato y real de los individuos, como cosas: es lo eternamente pasajero, son
las realidades fugitivas de la transformación eterna y universal, realidades
que no lo son más que en tanto que cesan de ser y qüe no pueden cesar de ser
más que porque son; en fin, las individualidades palpables, pero no expresables
de las cosas. Para poder determinarlas sería preciso poder conocer todas las
causas de que son los efectos, y todos los efectos de que son las causas;
percibir todas sus relaciones de acción y de reacción naturales en todas las
cosas que existen y que han existido en el mundo. Como seres vivos percibimos,
sentimos esa realidad, nos envuelve, la sufrimos y la ejercemos, muy a menudo a
nuestro capricho, en todo momento. Como seres de pensamiento hacemos
forzosamente abstracción de ella, porque nuestro mismo pensamiento no comienza
más que con esa abstracción y por ella. Esta contradicción fundamental entre
nuestro ser real y nuestro ser pensante es la fuente de todos nuestros
desenvolvimientos históricos, desde el gorila, nuestro antepasado, hasta el
señor Bismarck, nuestro contemporáneo; la causa de todas las tragedias que han
ensangrentado la historia humana, pero también de todas las comedias que la han
regocijado; ha creado las religiones, el arte, la industria, los Estados,
llenando el mundo de contradicciones horribles y condenando los hombres a
terribles sufrimientos; sufrimientos que no podrán acabar más que por el
abandono de todas las abstracciones que ha creado en su desenvolvimiento
histórico y que se resumen definitivamente hoy, en la ciencia, por la vuelta de
esa ciencia a la vida.
22 Cours
de Philosophie positive, tomo II, pág. 219.
23 He aquí una de esas expresiones
equivocadas, por no decir hipócritas, que detesto en los filósofos
positivistas. Augusto Comte ¿ignoraba que la idea de la creación y de un
creador no sólo es imperceptible, sino que es absurda, ridícula, imposible?
Hasta se podría creer que no ha estado bien seguro de sí mismo, como lo prueba
la recaída en el misticismo que ha señalado el fin de su carrera y a la cual
hice ya alusión más arriba. Pero sus discípulos, al menos, advertidos por esa
caída de su maestro, deberían comprender, en fin, todo el peligro que
existe en quedar o, al menos, en dejar al público en esa incertidumbre sobre
una cuestión cuya solución, sea afirmativa, sea negativa, debe ejercer una
influencia tan grande en todo el porvenir de la humanidad.
24 Al reverso de la última página,
Bakunin escribió estas líneas:
Desarrollar la idea de que no es la
ciencia solamente, sino que es la vida también la que obra abstractivamente,
frente a las individualidades reales y pasajeras. No envío a comprar, la
cocinera no compra y no mata este conejo, sino al conejo en general: los
animales.
La vida es una transición incesante
de lo individual a lo abstracto y de lo abstracto al individuo. Es este segundo
momento el que falta a la ciencia; una vez en lo abstracto no puede salir de
él.