miércoles, 23 de mayo de 2012

Mikhail Bakunin - "Tres Conferencias dadas a los Obreros de Saint-Imier"


Conferencia pronunciada en mayo de 1871.
Digitalizada y editada por la JCL.
CONFERENCIA I

Compañeros:


Después de la gran revolución de 1789-1793, ninguno de los acontecimientos que en Europa han sucedido ha tenido la importancia y la grandeza de los que se desarrollan ante nuestros ojos y de los que París es hoy escenario.

Dos hechos históricos, dos revoluciones memorables habían constituido lo que llamamos el mundo moderno, el mundo de la civilización burguesa. Uno, conocido bajo el nombre de Reforma, al comienzo del siglo XVI, había roto la clave de la bóveda del edifico feudal, la omnipotencia de la iglesia; al destruir ese poder preparo la ruina del poderío independiente y casi absoluto de los señores feudales que, bendecidos y protegidos por la iglesia, como los reyes y a menudo también contra los reyes, hacían proceder directamente de la gracia divina; y por eso mismo dio un impulso nuevo a la emancipación de la clase burguesa, lentamente preparada, a su vez, durante los dos siglos que habían precedido a esa revolución religiosa, por el desenvolvimiento sucesivo de las libertades comunales y por el del comercio y de la industria, que habían sido al mismo tiempo la condición y la consecuencia necesaria.

 De esa revolución surgió un nuevo poder, que todavía no era el de la burguesía, sino el del Estado monárquico constitucional y aristocrático en Inglaterra, monárquico, absoluto, nobiliario, militar, burocrático sobre todo en el continente de Europa, a no ser dos pequeñas republicas, Suiza y los Países Bajos. Dejemos por cortesía a un lado estas dos republicas y ocupémonos de las monarquías. Examinemos las relaciones de las clases, la situación política y social, después de la Reforma.
 
A tal señor, tal honor. Comencemos, pues, por los sacerdotes; y bajo este nombre no me refiero solamente a los de la iglesia católica, sino también a los ministros protestantes, en una palabra, a todos los individuos que viven del culto divino y que nos venden a Dios tanto al por mayor como al detalle. En cuanto a las diferencias teológicas que los separan, son tan sutiles y al mismo tiempo tan absurdas que sería verdadera pérdida de tiempo ocuparse de ellas.
 
Antes de la Reforma, la iglesia y los sacerdotes, con el Papa a la cabeza, eran los verdaderos señores de la tierra. Según la doctrina de la iglesia, las autoridades temporales de todos los países, los monarcas más poderosos, los emperadores y los reyes no tenían derechos más que en tanto que esos derechos habían sido reconocidos y admitidos por la Iglesia. Se sabe que los dos últimos siglos de la edad media fueron ocupados por la lucha más y más apasionada y triunfal de los soberanos coronados contra el Papa, de los Estados contra la Iglesia. La Reforma puso un término a esa lucha al proclamar la independencia de los Estados. El derecho del soberano fue reconocido como procedente inmediatamente de Dios, sin la intervención del Papa y de cualquier otro sacerdote, y naturalmente, gracias a ese origen celeste, fue declarado absoluto. Es así como sobre las ruinas del despotismo de la Iglesia fue levantado el edificio despotismo monárquico. La iglesia, después de haber sido ama, se convirtió en sirviente del Estado, en su instrumento de gobierno en manos del monarca.
 
Tomó esa actitud, no solo en los países protestantes, en los que, sin exceptuar a Inglaterra -y principalmente por la iglesia anglicana-, el monarca fue declarado jefe de la iglesia, sino en todos los países católicos, sin exceptuar a España. La potencia de la iglesia romana, quebrantada por los golpes terribles que le había infligido la Reforma, no pudo sostenerse en lo sucesivo por sí misma. Para mantener su existencia tuvo necesidad de la asistencia de los soberanos temporales en los Estados. Pero los soberanos, se sabe, no prestan nunca su asistencia por nada. No tuvieron jamás otra religión sincera, otro culto, que el de su poder y el de sus finanzas, siendo estas ultimas el medio y el fin del primero. Por tanto, para comprar el apoyo de los gobiernos monárquicos, la iglesia debía demostrar que era capaz de servirlos y que estaba deseosa de hacerlo. Antes de la Reforma había levantado algunas veces a los pueblos contra los reyes. Después de la Reforma se convirtió en todos los países, sin excepción de Suiza, en la aliada de los gobiernos contra los pueblos, en una especie de policía negra en manos de los hombres del Estado y de las clases gobernantes, dándose por misión la predica a las masas populares de la resignación, de la paciencia, de la obediencia incondicional y de la renuncia a los bienes y goces de esta tierra, que el pueblo, decía, debe abandonar a los felices y a los poderosos celestes. Vosotros sabéis que todavía hoy las iglesias cristianas, católicas y protestantes continúan predicando en este sentido. Felizmente son cada vez menos escuchadas y podemos prever el momento en que estarán obligadas a cerrar sus establecimientos por falta de creyentes, o, lo que viene a significar lo mismo, por falta de bobos.
 
Veamos ahora las transformaciones que se han efectuado en la clase feudal, en la nobleza, después de la Reforma. Había permanecido como propietaria privilegiada y casi exclusiva de la tierra, pero había perdido casi toda su independencia política. Antes de la Reforma había sido, como la iglesia, la rival y la enemiga del Estado. Después de esa revolución se convirtió en sirviente, como la iglesia y como ella, en una sirviente privilegiada. Todas las funciones militares y civiles del Estado, a excepción de las menos importantes, fueron ocupadas por nobles. Las cortes de los grandes y las de los mas pequeños monarcas de Europa se llenaron con ellos. Los más grandes señores feudales, antes tan independientes y tan altivos, se transformaron en los criados titulares de los soberanos. Perdieron su altivez y su independencia, pero conservaron toda su arrogancia. Hasta se puede decir que se acrecentó, pues la arrogancia es el vicio privilegiado de los lacayos. Bajos, rastreros, serviles en presencia del soberano, se hicieron mas insolentes frente a los burgueses y al pueblo, a los que continuaron saqueando, no ya en su propio nombre y por el derecho divino, sino con el permiso y al servicio de sus amos y bajo el pretexto del más grande bien del Estado.
 
Este carácter y esta situación particular de la nobleza se han conservado casi íntegramente aún en nuestros días en Alemania, país extraño y que parece tener el privilegio de soñar con las cosas más bellas, más nobles, para no realizar sino las más vergonzosas y más infames. Como prueba ahí están las barbaries innobles, atroces, de la ultima guerra y la formación reciente de ese terrible imperio Knuto-germánico, que es incontestablemente una amenaza contra la libertad de todos los países de Europa, un desafío lanzado a la humanidad entera por el despotismo brutal de un emperador oficial de policía y militar a la vez y por la estúpida insolencia de su canalla nobiliaria.
 
Por la Reforma, la burguesía se había visto completamente libertada de la tiranía y del saqueo de los señores feudales, en tanto que bandidos o saqueadores independientes y privados; pero se vio entregada a una nueva tiranía y a un nuevo saqueo y en lo sucesivo regularizados, bajo el nombre de impuestos ordinarios y extraordinarios del Estado -es decir, en bandidos y saqueadores legítimos-. Esa transición del despojo feudal al despojo mucho más regular y mucho más sistemático del Estado pareció satisfacer primero a la clase media. Hay que conceder que fue primero para ella un verdadero alivio en su situación económica y social. Pero el apetito acude comiendo, dice el proverbio. Los impuestos del Estado, al principio tan modesto, aumentaron cada año en una proporción inquietante, pero no tan formidable, sin embargo, como en los Estados monárquicos de nuestros días.  Las guerras, se puede decir incesantes, que esos Estados, hechos absolutos, se hicieron bajo el pretexto de equilibrio internacional desde la Reforma hasta la revolución de 1789; la necesidad de mantener grandes ejércitos permanentes, que se habían convertido ya en la base principal de la conservación del Estado; el lujo creciente de las cortes de los soberanos, que se habían transformado en orgías incesantes donde la canalla nobiliaria, toda la servidumbre titulada, recamada, iba a mendigar a su amo pensiones; la necesidad de alimentar toda esa multitud privilegiada que llenaba las más altas funciones en el ejercito, en la burocracia y en la policía -todo eso exigía grandes gastos-. Esos gastos fueron pagados, naturalmente, ante todo y primeramente por el pueblo, pero también, sino en el mismo grado que el pueblo, considerada como una vaca lechera sin otro destino que mantener al soberano y alimentar a esa multitud innumerable de funcionarios privilegiados. La Reforma, por otra parte, había hecho perder a la clase media en libertad quizás el doble de lo que le había dado en seguridad. Antes de la Reforma había sido igualmente la aliada y el sostén indispensable de los reyes en su lucha contra la iglesia y los señores feudales y había aprovechado esa alianza para conquistar un cierto grado de independencia y de libertad. Pero desde que la iglesia y los señores feudales se habían sometido al Estado, los reyes, no teniendo ya necesidad de los servicios de la clase media, privaron a ésta poco a poco de todas las libertades que le habían otorgado anteriormente.
 
Si tal fue la situación de la burguesía después de la Reforma, se puede imaginar cual debió ser la de las masas populares, la de los campesinos y la de los obreros de las ciudades. Los campesinos del centro de Europa, en Alemania, en Holanda, en parte también en Suiza, se sabe, hicieron al principio del siglo XVI y de la Reforma un movimiento grandioso para emanciparse al grito de “guerra a los castillos, paz a las cabañas”. Ese movimiento, traicionado por la burguesía y maldito por los jefes del protestantismo burgués, Lutero y Melanchton, fue ahogado en la sangre de varias decenas de millares de campesinos insurrectos. Desde entonces los campesinos se vieron, más que nunca, asociados a la gleba, siervos de derecho, siervos de hecho y permanecieron en ese estado hasta la revolución de 1789-1793 en Francia, hasta 1807 en Prusia y hasta 1848 en casi todo el resto de Alemania y principalmente en Mecklenburgo, la servidumbre existe todavía hoy, aún cuando ha dejado de existir en la propia Rusia.
 
El proletariado de las ciudades no fue mucho más libre que los campesinos. Se dividía en dos categorías, la de los obreros, que constituían parte de las corporaciones y la del proletariado, que no estaba de ninguna forma organizado. La primera estaba ligada, sometida en sus movimientos y en su producción por una multitud de reglamentos que la subyugaban a los jefes de las maestrías, a los patrones. La segunda, privada de todo derecho, era oprimida y explotada por todo el mundo. La mayoría de los impuestos, como siempre, recaía necesariamente sobre el pueblo.
 
Esta ruina y esta opresión general de las masas obreras y de la clase burguesa, en parte, tenían por pretexto y por fin confesado la grandeza, la potencia, la magnificencia del Estado monárquico, nobiliario, burocrático y militar. Estado que había ocupado el puesto de la iglesia en la adoración oficial y era proclamado como una institución divina. Hubo, pues, una moral de Estado, completamente diferente a ella. En el mundo moral privado, en tanto que no está viciado por los dogmas religiosos, hay un fundamento no eterno, más o menos reconocido, comprendido, aceptado y realizado en cada sociedad humana. Ese fundamento no es otra cosa que el respeto humano, el respeto a la dignidad humana, al derecho y a la libertad de todos los individuos humanos. Respetarlos, he ahí el deber de cada uno; amarlos y provocarlos, he ahí la virtud; violarlos, al contrario, es el crimen. La moral del Estado es por completo opuesta a esta moral humana. El Estado se propone a sí mismo a todos los súbditos como el fin supremo. Servir a su potencia, a su grandeza, por todos los medios posibles e imposibles y contrariamente a todas las leyes humanas y al bien de la humanidad, he ahí su virtud. Porque todo lo que contribuye al poder y al engrandecimiento del Estado es el bien; todo lo que le es contrario, aunque fuese la acción más virtuosa, la más noble desde el punto de vista humano, es el mal. Es por esto que los hombres de Estado, los diplomáticos, los ministros, todos los funcionarios del Estado han empleado siempre crímenes y mentiras e infames traiciones para servir al Estado. Desde el momento que una villanía es cometida al servicio del Estado, se convierte en una acción meritoria. Tal es la moral del Estado. Es la negación misma de la moral humana y de la humanidad.

La contradicción reside en la idea misma del Estado. No habiendo podido realizarse nunca el Estado universal, todo Estado es un ser restringido que comprende un territorio limitado y un número más o menos restringido de súbditos. La inmensa mayoría de la especie queda, pues, al margen de cada Estado y la humanidad entera es repartida entre una multitud de Estados grandes, pequeños o medianos, de los cuales cada uno, a pesar de que no abraza más que una parte muy restringida de la especie humana, se proclama y se presenta como el representante de la humanidad entera y como algo absoluto.  Por eso mismo, todo lo que queda fuera de él, todos los demás Estados, con sus súbditos y la propiedad de sus súbditos, son considerados por cada Estado como seres privados de toda sanción, de todo derecho y el Estado se supone, por consiguiente, el derecho de atacar, conquistar, masacrar, robar en la medida que sus medios y sus fuerzas se lo permitan. Vosotros sabéis, queridos compañeros, que no se ha llegado nunca a establecer un derecho internacional y no se ha podido hacerlo precisamente porque, desde el punto de vista del Estado, todo lo que está fuera del Estado está privado de derecho. Basta que un Estado declare la guerra a otro para que permita, ¿que digo?, para que mande a sus propios súbditos cometer contra los súbditos del Estado enemigo todos los crímenes posibles: el asesinato, el saqueo. Y todos estos crímenes se dice que están benditos por el Dios de los cristianos, que cada uno de los Estados beligerantes considera y proclama como su partidario con exclusión del otro -lo que naturalmente debe poner en un famosos aprieto a ese buen Dios-, en nombre del cual han sido y continúan siendo cometidos sobre la tierra los crímenes más horribles. Es por eso que somos enemigos del buen Dios y consideramos esta ficción, este fantasma divino, como una de las fuentes principales de los males que atormentan a los hombres.

Es por esto que somos igualmente adversarios apasionados del Estado y de todos los Estados. Porque en tanto que haya Estados, no habrá comunidad y en tanto que haya Estados, la guerra y la ruina, la miseria de los pueblos, que son sus consecuencias inevitables, serán permanentes.

En tanto que haya Estados, las masas populares, aún en las republicas democráticas, serán esclavas de hecho, porque no trabajaran en vista de su propia felicidad y de su propia riqueza, sino para la potencia y la riqueza del Estado. ¿Y que es el Estado? Se pretende que es la expresión y la realización de la utilidad, del bien, del derecho y de la libertad de todo el mundo. Y bien, los que tal pretenden mienten, como mienten los que pretenden que el buen Dios es el protector de todo el mundo. Desde que se formó la fantasía de un ser divino en la imaginación de los hombres, Dios, todos los dioses y entre ellos sobre todo el Dios de los cristianos, han tomado siempre el partido de los fuertes y de los ricos contra las masas ignorantes y miserables. Han bendecido, por medio de sus sacerdotes, los privilegios mas repulsivos, las opresiones y las explotaciones mas infames.
 
Del mismo modo, el Estado no es otra cosa que la garantía de todas las explotaciones en beneficio de un pequeño número de felices privilegiados y en detrimento de las masas populares. Se sirve de la fuerza colectiva de todo el mundo para asegurar la dicha, la prosperidad y los privilegios de algunos, en detrimento del derecho humano de todo el mundo. Es un establecimiento en que la minoría desempeña el papel de martillo y la mayoría forma el yunque. Hasta la gran revolución, la clase burguesa, aunque en un grado menor que las masas populares, había formado parte del yunque. Y es a causa de eso que fue revolucionaria.
 
Sí, fue bien revolucionaria. Se atrevió a rebelarse contra todas las autoridades divinas y humanas y puso en tela de juicio a Dios, a los reyes, al Papa. Se dirigió sobre toda la nobleza, que ocupaba en el Estado un puesto que ardía de impaciencia por ocuparlo a su vez. Pero no quiero ser injusto y no pretendo de ningún modo que en sus magnificas protestas contra la tiranía divina y humana no hubiese sido conducida e impulsada más que por un pensamiento egoísta. La fuerza de las cosas, la naturaleza misma de su organización particular, la habían impulsado instintivamente a apoderarse del poder. Pero como todavía no tenia conciencia del abismo que la separaba realmente de las clases obreras que explota; como esa conciencia no se había despertado de ninguna manera aún en el seno del proletariado mismo, la burguesía, representada en esa lucha contra la iglesia y el Estado por sus más nobles espíritus y por sus más grandes caracteres, creyó de buena fe que trabajaba igualmente por la emancipación de todos.
 
Los dos siglos que separan a las luchas de la Reforma religiosa de las de la gran Revolución fueron la edad heroica de la burguesía. Convertida en poderosa por la riqueza y la inteligencia, atacó audazmente todas las instituciones respetadas por la iglesia y del Estado. Minó todo, primero, por la literatura y por la critica filosófica; mas tarde lo derribo todo por la rebelión franca. Es ella la que hizo la revolución de 1789-1793. Sin duda no pudo hacerlo más que sirviéndose de la fuerza popular.; pero fue la que organizó esa fuerza y la dirigió contra la iglesia, contra la realeza y contra la nobleza. Fue ella la que pensó y tomó la iniciativa de todos los movimientos que ejecutó el pueblo. La burguesía tenía fe en sí misma, se sentía poderosa porque sabía que tras ella, con ella, tenía al pueblo.
 
Si se comparan los gigantes del pensamiento y de la acción que habían salido de la clase burguesa en el siglo XVIII, con las más grandes celebridades, con los enanos vanidosos célebres que la representan en nuestros días, se podrá uno convencer de la decadencia, de la caída espantosa que se ha producido en esa clase. En el siglo XVIII era inteligente, audaz, heroica. Hoy e muestra cobarde y estúpida. Entonces, llena de fe, se atrevía a todo y lo podía todo. Hoy, roída por la duda y desmoralizada por su propia iniquidad, que está aún más en su situación que en su voluntad, nos ofrece el cuadro de la más vergonzosa impotencia.

Los acontecimientos recientes de Francia lo prueban demasiado bien. La burguesía se muestra completamente incapaz de salvar a Francia. Ha preferido la invasión de los prusianos a la revolución popular que era la única que podía operar esa salvación. Ha dejado caer de sus manos débiles la bandera de los progresos humanos, la de la emancipación universal. Y el proletariado de París nos demuestra hoy que los trabajadores son los únicos capaces de llevarla en lo sucesivo. Tratare de demostrarlo en una próxima sesión.




CONFERENCIA II



Queridos compañeros:


Ya os dije la otra vez que dos grandes acontecimientos históricos habían fundamentado el poder de la burguesía: la revolución religiosa del siglo XVI, conocida bajo el nombre de Reforma y la gran revolución política del siglo XVIII. He añadido que esta ultima, realizada ciertamente por el poder del brazo popular, había sido iniciada y dirigida exclusivamente por la clase media. Debo también probaros ahora que es también la clase media la que se aprovecho completamente de ella. 

Y, sin embargo, el programa de esta revolución, en un principio parecía inmenso. ¿No se ha realizado en el nombre de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad del género humano, tres palabras que parecen abarcar todo lo que en el presente y en el porvenir puede querer y realizar la humanidad? ¿Cómo es, pues, que una revolución que se había anunciado de una manera tan amplia terminó miserablemente en la emancipación exclusiva, restringida y privilegiada de una sola clase, en detrimento de esos millones de trabajadores que se ven hoy aplastados por la prosperidad insolente e inicua de esa clase? ¡Ah, es que esa revolución no ha sido más que una revolución política! Había derribado audazmente todas las barreras, todas las tiranías políticas, pero había dejado intactas -hasta las había proclamado sagradas e inviolables- las bases económicas de la sociedad, que han sido la fuente eterna, el fundamento principal de todas las iniquidades políticas y sociales, de todos los absurdos religiosos pasados y presentes. Había proclamado la libertad de cada uno y de todos, o más bien había proclamado el derecho a ser libre para cada uno y para todos. Pero no ha dado realmente los medios de realizar esa libertad y de gozar de ella más que a los propietarios, a los capitalistas, a los ricos.

La pauvreté, c´est l´esclavage!
(¡La pobreza es la esclavitud!)

He ahí las terribles palabras que con su voz simpática, que parte de la experiencia y del corazón, nos ha repetido nuestro amigo Clement varias veces, desde hace algunos días que tengo la dicha de pasar en medio de vosotros, queridos compañeros y amigos.
 
Sí, la pobreza es la esclavitud, es la necesidad de vender el trabajo y con el trabajo la persona, al capitalista que os da el medio de no morir de hambre. Es preciso tener verdaderamente el espíritu de los señores burgueses, interesados en la mentira, para atreverse a hablar de la libertad política de las masas obreras. Bella libertad la que las somete a los caprichos del capital y que las encadena a la voluntad del capitalista por el hambre. Queridos amigos, no tengo seguramente necesidad de probaros, a vosotros que habéis conocido por una larga y dura experiencia las miserias del trabajo, que en tanto que el capital quede de una parte y el trabajo de la otra, el trabajo será el esclavo del capital y los trabajadores los súbditos de los señores burgueses, que os dan por irrisión todos los derechos políticos, todas las apariencias de las libertad, para conservar ésta en realidad exclusivamente para ellos.
 
El derecho a la libertad sin los medios de realizarla no es más que un fantasma. Y nosotros amamos demasiado la libertad, ¿no es cierto?, para contentarnos con su fantasma. Nosotros la queremos en la realidad. ¿Pero qué es lo que constituye el fondo real y la condición positiva de la libertad? Es el desenvolvimiento integral y el pleno goce de todas las facultades corporales, intelectuales y morales para cada uno. Por consecuencia es todos los medios materiales necesarios a la existencia humana de cada uno; es además la educación y la instrucción. Un hombre que muere de inanición, que se encuentra aplastado por la miseria, que muere cada día de hambre y de frío y que, viendo sufrir a todos los que ama, no puede acudir en su ayuda, no es un hombre libre, es un esclavo. Un hombre condenado a permanecer toda la vida un ser brutal, carente de educación humana, un hombre privado de instrucción, un ignorante, es necesariamente un esclavo; y si ejerce derechos políticos, podéis estar seguros que, de una manera o de otra, los ejercerá siempre contra sí mismo, en beneficio de sus explotadores, de sus amos.
 
La condición negativa de la libertad es ésta: ningún hombre debe obediencia a otro; no es libre más que a condición de que todos sus actos estén determinados, no por la voluntad de los otros, sino por su voluntad y sus convicciones propias. Pero un hombre a quien el hambre obliga a vender su trabajo y con su trabajo su persona, al más bajo precio posible al capitalista que se digna explotarlo; un hombre a quien su propia brutalidad y su ignorancia entregan a merced de sus sabios explotadores será necesariamente un esclavo.
 
No es eso todo. La libertad de los individuos no es un hecho individual, es un hecho, un producto colectivo. Ningún hombre podría ser libre fuera y sin el concurso de toda la sociedad humana. Los individualistas, o los falsos hermanos que hemos combatido en todos los congresos de trabajadores, han pretendido, con los moralistas y los economistas burgueses que el hombre podía ser libre, que podía ser hombre fuera de la sociedad, diciendo que la sociedad había sido fundada por un contrato libre de hombres anteriormente libres.
 
Esta teoría, proclamada por J. J. Rousseau, el escritor más dañino del siglo pasado, el sofisma que ha inspirado a todos los revolucionarios burgueses, esa teoría denota una ignorancia completa, tanto de la naturaleza como de la historia. No es en el pasado ni en el presente donde debemos buscar la libertad de las masas, es en el porvenir -en un provenir próximo: en esa jornada del mañana que debemos crear nosotros mismos, por la potencia de nuestro pensamiento, de nuestra voluntad, pero también por la de nuestros brazos-. Tras nosotros no hubo nunca contrato libre, no hubo más que brutalidad, estupidez, iniquidad y violencia, y hoy aún, vosotros lo sabéis demasiado bien, ese llamado libre contrato se llama pacto del hambre, esclavitud del hambre para las masas y explotación del hambre para las minorías que nos devoran y nos oprimen.  
 
La teoría del libre contrato es incompleta también desde el punto de vista de la naturaleza. El hombre no crea voluntariamente la sociedad: nace involuntariamente en ella. Es un animal social por excelencia. No puede llegar a ser hombre, es decir, un animal que piensa, que habla, que ama y que quiere más que en sociedad. Imaginaos al hombre dotado por naturaleza de las facultades más geniales, arrojado desde su tierna edad fuera de toda sociedad humana, en un desierto. Si no perece miserablemente, que es lo más probable, no será más que un bruto, un mono, privado de palabra y de pensamiento -porque el pensamiento es inseparable de la palabra: nadie puede pensar sin el lenguaje-.  Por perfectamente aislados que os encontréis con vosotros mismos, para pensar debéis hacer uso de palabras; podéis muy bien tener imaginaciones representativas de las cosas, pero tan pronto como querías pensar, debéis serviros de palabras, porque sólo las palabras determinan el pensamiento y dan a las representaciones fugitivas, a los instintos, el carácter del pensamiento. El pensamiento no existe antes de la palabra, ni la palabra antes del pensamiento; estas dos formas de un mismo acto del cerebro humano nacen juntas. Por tanto, no hay pensamiento sin palabras. Pero, ¿qué es la palabra? Es la comunicación, es la conversación de un individuo humano con muchos otros individuos. El hombre animal no se transforma en ser humano, es decir, pensante, más que por esa conversación, más que en esa conversación. Su individualidad, en tanto que humana, su libertad, es, pues, el producto de la colectividad.

El hombre no se emancipa de la presión tiránica que ejerce sobre cada uno la naturaleza exterior más que por el trabajo colectivo; porque el trabajo individual, impotente y estéril, no podría vencer nunca a la naturaleza. El trabajo productivo, el que ha creado todas las riquezas y toda nuestra civilización, ha sido siempre un trabajo social, colectivo; sólo que hasta el presente ha sido inicuamente explotado por los individuos a expensas de las masas obreras. Lo mismo la instrucción y la educación que desarrollan al hombre -esa educación y esa instrucción de que los señores burgueses están tan orgullosos y que vierten con tanta parsimonia sobre las masas populares- son igualmente los productos de la sociedad entera. El trabajo y de más aún, el pensamiento instintivo del pueblo los crean, pero no los ha creado hasta aquí más que en beneficio de los individuos burgueses. Se trata, pues, de la explotación de un trabajo colectivo por individuos que no tienen ningún derecho a monopolizar el producto.
 
Todo lo que es humano en el hombre, y más que otra cosa la libertad, es el producto de un trabajo social, colectivo. Ser libre en el aislamiento absoluto es un absurdo inventado por los teólogos y los metafísicos, que remplazaron la sociedad de los hombres por la de su fantasma, por Dios. Cada cual, dicen, se siente libre en presencia de Dios, es decir, del vació absoluto, de la nada; eso es, pues, la libertad de la nada, o más bien la nada de la libertad, la esclavitud. Dios, la ficción de Dios, ha sido históricamente la causa moral o más bien inmoral de todas las sumisiones.
 
En cuanto a nosotros, que no queremos ni fantasmas ni la nada, sino la realidad humana viviente, reconocemos que el hombre no puede sentirse y saberse libre -y, por consiguiente, no puede realizar su libertad- más que en medio de los hombres. Para ser libre, tengo necesidad de verme rodeado y reconocido como tal, por hombres libres. No soy libre más que cuando mi personalidad, reflejándose, como en otros tantos espejos, en la conciencia igualmente libre de todos los hombres que me rodean, vuelve a mí reforzada por el reconocimiento de todo el mundo. La libertad de todos, lejos de ser una limitación de la mía, como lo pretenden los individualistas, es al contrario su confirmación, su realización y su extensión infinitas. Querer la libertad y la dignidad humana de todos los hombres, ver y sentir mi libertad confirmada, sancionada, infinitamente extendida por el asentimiento de todo el mundo, he ahí la dicha, el paraíso humano sobre la tierra. Pero esa libertad no es posible más que en la igualdad. Si hay un ser humano más libre que yo, me convierto forzosamente en su esclavo, si yo lo soy más que él, él será el mío. Por tanto, la igualdad es una condición absolutamente necesaria de la libertad.
 
Los burgueses revolucionarios de 1793 han comprendido muy bien esta necesidad lógica. Así, la palabra igualdad figura como el segundo término en su formula revolucionaria: libertad, igualdad, fraternidad. Pero, ¿qué igualdad? La igualdad ante la ley, la igualdad de los derechos políticos, la igualdad de los ciudadanos, no la de los hombres; porque el Estado no reconoce a los hombres, no reconoce más que a los ciudadanos. Para él, el hombre no existe en tanto que ejerce -o que por una pura función se reputa como ejerciendo los derechos políticos-. El hombre que es aplastado por el trabajo forzado, por la miseria, por el hambre; el hombre que está socialmente oprimido, económicamente explotado, aplastado y que sufre, no existe para el Estado; éste ignora sus sufrimientos y su esclavitud económica y social, su servidumbre real, oculta bajo las apariencias de una libertad política mentirosa. Esta es, pues la igualdad política, no la igualdad social.
 
Mis queridos amigos, sabéis todos por experiencia cuan engañosa es esa pretendida igualdad política cuando no esta fundada sobre la igualdad económica y social. En un Estado ampliamente democrático, por ejemplo, todos los hombres llegados a la mayoría de edad y que no se encuentran bajo el peso de una condena criminal, tienen el derecho y aún el deber, se añade, de ejercer todos los derechos políticos y de llenar todas esas funciones: ¿se puede imaginar una igualdad más amplia que esa? Si él debe, puede legalmente; pero en realidad eso le es imposible. Ese poder no es más que facultativo para los hombres que constituyen parte de las masas populares, pero no podrá nunca ser real para ellos a menos de una transformación radical de las bases económicas de la sociedad -digamos la palabra, a menos de una revolución social-. Esos pretendidos derechos políticos ejercidos por el pueblo no son más que una vana ficción.
 
Estamos cansados de todas las ficciones, tanto religiosas como políticas. El pueblo está cansado de alimentarse de fantasmas y de fábulas. Ese alimento no engorda. Hoy exige realidad. Veamos, pues, lo que hay de real para él en el ejercicio de los derechos políticos.
 
Para llenar convenientemente las funciones y sobre todo las más altas funciones del Estado, es preciso poseer ya un grado bastante alto de instrucción. ¿Es por culpa suya? No, la culpa es de las instituciones. El gran deber de todos los Estados verdaderamente democráticos es esparcir la instrucción a manos llenas entre el pueblo. ¿Hay un solo Estado que lo haga? No hablemos de los Estados monárquicos, que tienen un interés evidente en esparcir, no la instrucción, sino el veneno del catecismo cristiano en las masas. Hablemos de los Estados republicanos y democráticos como los Estados Unidos de América y Suiza. Ciertamente hay que reconocer que estos dos Estados han hecho más que los otros por la instrucción popular. ¿Pero han llegado al fin, a pesar de su buena voluntad? ¿Les ha sido posible dar indistintamente a todos los niños que nacen en su seno una instrucción por igual? No, es imposible. Para los hijos de los burgueses, la instrucción superior; para los del pueblo, la instrucción primaria solamente, y en raras ocasiones, un poco de instrucción secundaria. ¿Por qué esta diferencia? Por la simple razón de que los hombres del pueblo, los trabajadores de los campos y las ciudades, no tienen el medio de mantener, es decir, de alimentar, de vestir, de alojar a sus hijos en el transcurso de toda la duración de los estudios. Para darse una instrucción científica es preciso estudiar hasta la edad de veintiún años, algunas veces hasta los veinticinco. Os pregunto: ¿cuáles son los obreros que están en estado de mantener tan largo tiempo a sus hijos? Este sacrificio está por encima de sus fuerzas, porque no tienen  ni capitales ni propiedad y porque viven al día con su salario, que apenas basta para el mantenimiento de una numerosa familia.
 
Y aún es preciso decir, queridos compañeros, que vosotros, trabajadores de las montañas, obreros en un oficio que la producción capitalista, es decir, la explotación de los grandes capitales, no llego todavía a absorber, sois comparativamente muy dichosos. Trabajando en pequeños grupos en vuestros talleres y a menudo trabajando a domicilio, ganáis mucho más de lo que se gana en los grandes establecimientos industriales que emplean a centenares de obreros; vuestro trabajo es inteligente, artístico, no embrutece como el que se hace a maquina. Vuestra habilidad, vuestra inteligencia significan algo. Y además tenéis mucho más tiempo libre y relativa libertad; es por eso que sois más instruidos, más libres y más felices que los otros.
 
En las inmensas fabricas establecidas, dirigidas y explotadas por los grandes capitales y en las que son las maquinas, no los hombres, quienes juegan el papel principal, los obreros se transforman necesariamente en miserables esclavos -de tal modo- miserables que muy frecuentemente están forzados a condenar a sus pobres hijitos, de ocho escasos años de edad, a trabajar doce, catorce, dieciséis horas por día por algunos miserables céntimos. Y no lo hacen por avaricia, sino por necesidad. Sin eso no serían capaces de mantener a sus familias.
 
He ahí la instrucción que pueden darles. Yo no creo deber emplear más palabras para demostraros, queridos compañeros, a vosotros que lo sabéis tan bien por experiencia, que en tanto que el pueblo no trabaje para sí mismo, sino para enriquecer a los detentadores de la propiedad y del capital, la instrucción que pueda dar a sus hijos será siempre infinitamente inferior a la de los hijos de la clase burguesa.

Y he ahí una grande y funesta desigualdad social que encontraréis necesariamente en la base misma de la organización de los Estados: una masa forzosamente ignorante y una minoría privilegiada que, si no es siempre muy inteligente, es al menos comparativamente muy instruida. La conclusión es fácil de deducir. La minoría instruida gobernara eternamente a las masas ignorantes.

No se trata sólo de la desigualdad natural de los individuos; es una desigualdad a la que estamos obligados a resignarnos. Uno tiene una organización más feliz que el otro, uno nace con una facultad natural de inteligencia y voluntad más grande que el otro. Pero me apresuro a añadir: estas diferencias no son de ningún modo tan grandes como se quiere suponer. Aún desde el punto de vista natural, los hombres son casi iguales, las cualidades y los defectos se compensan más o menos en cada uno. No hay más que dos excepciones a esta ley de igualdad natural: son los hombres de genio y los idiotas. Pero las excepciones no constituyen la regla y en general, se puede decir que todos los individuos humanos equivalen y que si existen diferencias enormes entre los individuos en la sociedad actual, nacen de la desigualdad monstruosa de la educación y de la instrucción y no de la naturaleza.
 
El niño dotado de las más grandes facultades, pero nacido en una familia pobre, en una familia de trabajadores que vive al día de su ruda labor cotidiana, se ve condenado a la ignorancia que mata todas sus facultades naturales en lugar de desarrollarlas: será el trabajador, el obrero manual, el mantenedor y el alimentador forzoso de los burgueses, que, por su naturaleza, son mucho más torpes que él. El hijo del burgués, al contrario, el hijo del rico, por torpe que sea naturalmente, recibirá la educación y la instrucción necesarias para desarrollar en el posible sus pobres facultades: será un explotador del trabajo, el amo, el patrón, el legislador, el gobernante, un señor. Por torpe que sea, hará leyes para el pueblo y gobernara las masas populares. 
 
En un Estado democrático, se dirá, el pueblo no elegirá más que a los buenos. ¿Pero cómo reconocerá a los buenos? No tiene ni la instrucción necesaria para juzgar al bueno  y al malo, ni el tiempo preciso para conocer los hombres que se proponen a su elección. Esos hombres, por lo demás, viven en una sociedad diferente de la suya: no acuden a quitarse el sombrero ante Su Majestad el pueblo soberano más que en el momento de las elecciones y una vez elegidos, le vuelven la espalda. Por lo demás, perteneciendo a la clase privilegiada, a la clase explotadora, por excelentes que sean como miembros de sus familias y de la sociedad, serán siempre malos para el pueblo, porque naturalmente querrán  siempre conservar los privilegios que constituyen la base misma de su existencia social y que condenan al pueblo a una esclavitud eterna.
 
Pero, ¿por qué no ha de enviar el pueblo a las asambleas legislativas y al gobierno hombres suyos, hombres del pueblo? Primeramente porque los hombres del pueblo, debiendo vivir de sus brazos, no tienen tiempo de consagrarse exclusivamente en la política; y no pudiendo hacerlo, estando la mayoría de las veces ignorantes de las cuestiones económicas y políticas que se tratan en esas altas regiones, serán casi siempre las victimas de los abogados y de los políticos burgueses. Y luego, porque bastará casi siempre a esos hombres del pueblo entrar en el gobierno para convertirse en burgueses a su vez, en ocasiones más detestables y más desdeñosos del pueblo de donde han salido que los mismos burgueses de nacimiento.
 
Veis, pues, que la igualdad política, aun en los Estados democráticos, es una mentira. Lo mismo pasa con la igualdad jurídica, con la igualdad ante la ley. La ley es hecha por los burgueses para los burgueses y es ejercida por los burgueses contra el pueblo. El Estado y la ley que lo expresa no existen más que para eternizar la esclavitud del pueblo en beneficio de los burgueses. Por lo demás sabéis que cuando os encontráis lesionados en vuestros intereses, en vuestro honor, en vuestros derechos y queréis hacer un proceso, para hacerlo debéis demostrar primero que estáis en situación de pagar los gastos, es decir, debéis depositar una cierta suma. Y si no estáis en estado de depositarla, no podéis entablar el proceso. Pero el pueblo, la mayoría de los trabajadores, ¿tienen sumas para depositar en el tribunal? La mayoría de las veces, no. Por tanto, el rico podrá atacaros, insultaros impunemente, porque no hay justicia para el pueblo.
 
En tanto que no haya igualdad económica y social, en tanto que una minoría cualquiera pueda hacerse rica, propietaria, capitalista, no por el propio trabajo, sino por la herencia, la igualdad será una mentira. ¿Sabéis cual es la verdadera definición de la propiedad hereditaria? Es la facultad hereditaria de explotar el trabajo colectivo del pueblo y de someter a las masas. He ahí lo que ni los más grandes héroes de la revolución de 1793, ni Danton, ni Robespierre, ni Saint Just, habían comprendido. No querían más que la libertad y la igualdad políticas, no económicas y sociales. Y es por eso que la libertad y la igualdad fundadas por ellos han constituido y asentado sobre bases nuevas la dominación de los burgueses sobre el pueblo.
 
Han querido enmascarar esa contradicción poniendo como tercer termino de su formula revolucionaria la fraternidad. También ésta fue una mentira. Os pregunto si la fraternidad es posible entre los explotadores y los explotados, entre los opresores y los oprimidos. ¡Como!, os haré sudar y sufrir durante todo un día y por la noche, cuando haya recogido el fruto de vuestros sufrimientos y de vuestro sudor, no dejándoos más que una pequeña parte, a fin de que podáis vivir, es decir, sudar de nuevo y sufrir en mi beneficio todavía mañana -por la noche, os diré: ¡Abracémonos, somos hermanos!-
 
Tal es la fraternidad de la revolución burguesa. Queridos amigos, también nosotros queremos la noble libertad, la salvadora igualdad y la santa fraternidad. Pero queremos que estas cosas, que estas grandes cosas, cesen de ser ficciones, mentiras y se conviertan en una verdad y constituyan la realidad. Tal es el sentido y el fin de lo que llamamos revolución social.
 
Puede resumirse en pocas palabras: quiere y nosotros queremos que todo hombre que nace sobre esta tierra pueda llegar a ser un hombre en el sentido más completo de la palabra; que no sólo tenga el derecho, sino también todos los medios necesarios para desarrollar sus facultades y ser libre, feliz, en la igualdad y en la fraternidad. He ahí lo que queremos todos y todos estamos dispuestos a morir para llegar a ese fin. Os pido, amigos, una tercera y última sesión para exponeros completamente mi pensamiento 




CONFERENCIA III


Queridos compañeros:


Os dije la última vez cómo la burguesía, sin tener completamente conciencia de sí misma, pero en parte también y al menos en una cuarta parte, conscientemente, se ha servido del brazo poderoso del pueblo durante la gran revolución de 1789-1793 para asentar su propio poder sobre las ruinas del mundo feudal. Desde entonces se ha convertido en la clase dominante. Erróneamente se imagina que fueron la nobleza emigrada y los sacerdotes los que dieron el golpe de Estado reaccionario de termidor, que derribó y mato a Robespierre y a Saint Just y que guillotinó y deporto a una multitud de sus partidarios.

Sin duda, muchos de los miembros de estos dos órdenes caídos tomaron una parte activa en la intriga, felices de ver caer a los que les habían hecho temblar y que les habían cortado la cabeza sin piedad. Pero ellos solos no hubiesen podido hacerlo. Desposeídos de sus bienes, habían sido reducidos a la impotencia. Fue esa parte de la clase burguesa enriquecida por la compra de los bienes nacionales, por las provisiones de guerra y por el manejo de los fondos públicos que se aprovecho de la miseria publica y de la bancarrota misma para llenar su bolsillo, fueron esos virtuosos representantes de la moralidad y del orden publico los primeros instigadores de esa reacción. Fueron ardiente y poderosamente sostenidos por la masa de los tenderos, raza eternamente malhechora y cobarde que engaña y envenena al pueblo en detalle, vendiéndole sus mercaderías falsificadas y que tiene toda la ignorancia del pueblo sin tener su gran corazón, toda la vanidad de la aristocracia burguesa sin tener los bolsillos llenos; cobarde durante las revoluciones, se vuelve feroz en la reacción. Para ella, todas las ideas que hacen palpitar el corazón de las masas, los grandes principios, los grandes intereses de la humanidad, no existen. Ignora el patriotismo o no conoce de él más que la vanidad o las fanfarronadas. No hay un sentimiento que pueda arrancarla a las preocupaciones mercantiles, a las miserables inquietudes del día. Todo el mundo ha sabido, y los hombres de todos los partidos nos lo han confirmado, que durante el terrible asedio de Paris -mientras que el pueblo se batía y la clase de los ricos intrigaba y preparaba la traición que entrego Paris a los prusianos, mientras que el proletariado generoso, las mujeres y los niños del pueblo estaban semi-hambrientos- los tenderos no han tenido más que una sola preocupación, la de vender sus mercaderías, sus artículos alimenticios, los objetos más necesarios a la subsistencia del pueblo, al mas alto precio posible.
 
Los tenderos de todas las ciudades de Francia han hecho lo mismo. En las ciudades invadidas por los prusianos abrieron las puertas a éstos. En las ciudades no invadidas se preparaban a abrirlas; paralizaron se opusieron a la sublevación y al armamento populares, que era lo único que podía salvar a Francia. Los tenderos en las ciudades, lo mismo que los campesinos en los campos, constituyen  hoy el ejército de la reacción. Los campesinos podrán y deberán ser convertidos a la revolución, pero los tenderos nunca.
 
Durante la gran revolución, la burguesía se había dividido en dos categorías, de las cuales una, que constituía la ínfima minoría, era la burguesía revolucionaria, conocida bajo el nombre genérico de jacobinos. No hay que confundir a los jacobinos de hoy con los de 1793. Los de hoy no son más que pálidos fantasmas y ridículos abortos, caricaturas de los héroes del siglo pasado. Los jacobinos de 1793 eran grandes hombres, tenían el fuego sagrado, el culto a la justicia, a la libertad y a la igualdad. No fue culpa suya si no comprendieron mejor ciertas palabras que resumen todavía hoy nuestras aspiraciones. No consideraron más que la faz política, no el sentido económico y social. Pero, lo repito, no fue culpa suya, como no es merito nuestro el comprenderlas hoy. Es la culpa y el merito del tiempo. La humanidad se desarrolla lentamente, demasiado lentamente, ¡ay! y  no es más que por una sucesión de errores y de faltas y de crueles experiencias sobre todo, que son siempre su consecuencia necesaria, como los hombres conquistan la verdad. Los jacobinos de 1793 fueron hombres de buena fe, hombres inspirados por la idea, consagrados a la idea. Fueron héroes. Si no lo hubieran sido, no hubieran podido realizarse los grandes actos de la revolución. Nosotros podemos y debemos combatir los errores teóricos de los Danton, de los Robespierre, de los Saint Just, pero al combatir sus ideas falsas, estrechas, exclusivamente burguesas en economía social, debemos inclinarnos ante su potencia revolucionaria. Fueron los últimos héroes de la clase burguesa, en otro tiempo tan fecunda de héroes.
 
Aparte de esta minoría heroica, existía la gran masa de la burguesía materialmente explotadora y para la cual las ideas, los grandes principios de la revolución no eran más que palabras sin valor y sin sentido más que en tanto que los burgueses podían servirse de ellas para llenar sus bolsas tan vastas y tan respetables. Cuando los mas ricos y, por consiguiente, los más influyentes de ellos llenaron suficientemente sus bolsas al ruido y por medio de la revolución, consideraron que ésta había durado demasiado, que era tiempo de acabar y de restablecer el reino de la ley y el orden publico.
 
Derribaron el Comité de Salvación Pública, mataron a Robespierre, a Saint Just y a sus amigos y establecieron el Directorio, que fue una verdadera encarnación de la depravación burguesa al fin del siglo XVIII, el triunfo y el reino del oro adquirido por el robo y aglomerado en los bolsillos de algunos millares de individuos.
 
Pero Francia, que no había tenido tiempo, aún de corromperse y que aún palpitaba por los grandes hechos de la revolución, no pudo soportar largo tiempo ese régimen. Protesto dos veces, en una fracasó y en otra triunfo. Si hubiese triunfado en la primera, si hubiese podido tener éxito, habría salvado a Francia y al mundo; el triunfo de la segunda inauguro el despotismo de los reyes y la esclavitud de los pueblos. Quiero hablar de la insurrección de Babeuf y de la usurpación del primer Bonaparte.
 
La insurrección de Babeuf fue la última tentativa revolucionaria del siglo XVIII. Babeuf y sus amigos habían sido más o menos amigos de Robespierre y de Saint Just. Fueron jacobinos socialistas. Habían sentido el culto a la igualdad, aún en detrimento de la libertad. Su plan fue muy sencillo: expropiar a todos los propietarios y a todos los detentores de instrumentos de trabajo y de otros capitales en beneficio del Estado republicano, democrático y social, de suerte que el Estado, convertido en el único propietario de todas las riquezas tanto mobiliarias como inmobiliarias, se transformaba en el único empleador, en el único patrón de la sociedad; provisto al mismo tiempo de la omnipotencia política, se apoderaba exclusivamente de la educación y de la instrucción iguales para todos los niños y obligaba a todos los individuos mayores de edad a trabajar y a vivir según la igualdad y la justicia. Toda autonomía comunal, toda iniciativa individual, toda libertad, en una palabra desaparecía aplastada por ese poder formidable. La sociedad entera no debía presentar más que el cuadro de una uniformidad monótona y forzada. El gobierno era elegido por el  sufragio universal, pero una vez elegido y en tanto que quedase en funciones, ejercía en todos los miembros de la sociedad un poder absoluto.
 
La teoría de la igualdad establecida por la fuerza, por el poder no ha sido inventada por Babeuf. Los primeros fundamentos de esa teoría habían sido echados por Platón, varios siglos antes de Cristo, en su Republica, obra en que ese gran pensador de la antigüedad trató de esbozar el cuadro de una sociedad igualitaria. Los primeros cristianos ejercieron indudablemente un comunismo práctico en sus asociaciones perseguidas por toda sociedad oficial. En fin, al principio mismo de la revolución religiosa, en el primer cuarto del siglo XVI, en Alemania, Tomas Muenzer y sus discípulos hicieron una primera tentativa para establecer la igualdad social sobre una base muy amplia. La conspiración de Babeuf fue la segunda manifestación práctica de la idea igualitaria en las masas. Todas estas tentativas, sin exceptuar la última, debieron fracasar por dos razones: primero, porque las masas no se habían desarrollado suficientemente para hacer posible su realización, y, luego y sobre todo, porque, en todos estos sistemas, la igualdad se asociaba a la potencia, a la autoridad del Estado y, por consiguiente, excluía la libertad.
 
Y nosotros sabemos, queridos amigos, que la igualdad no es posible más que con la libertad y por la libertad: no se trata de esa libertad exclusiva de los burgueses que está fundada sobre la esclavitud de las masas y que no es la libertad, sino el privilegio; se trata de esa libertad universal de los seres humanos que eleva a cada uno a la dignidad de hombre. Pero sabemos también que esa libertad no es posible más que en la igualdad. Rebelión, no solo teórica, sino practica, contra todas las instituciones y contra todas las relaciones sociales creadas por la desigualdad; después, establecimiento de la igualdad económica y social por la libertad de todo el mundo: he ahí nuestro programa actual, el que debe triunfar a pesar de los Bismarck, de los Napoleón, de los Thiers y a pesar de todos los cosacos de mi augusto emperador el zar de todas las Rusias.
 
La conspiración de Babeuf había reunido en su seno todo lo que había quedado de ciudadanos consagrados a la revolución de París después de las ejecuciones y deportaciones del golpe de Estado reaccionario de Termidor, y necesariamente muchos obreros. Fracasó; algunos fueron guillotinados, pero varios sobrevivieron, entre ellos el ciudadano Felipe Buonarroti, un hombre de hierro, un carácter antiguo, de tal modo respetable que supo hacerse respetar por los hombres de los partidos más opuestos. Vivió largo tiempo en Bélgica, donde fue el principal fundador de la sociedad secreta de los carbonario-comunistas; y en un libro que se hizo ya muy raro, pero trataré de enviar a nuestro amigo Adhemar, ha contado esa lúgubre historia, esa ultima protesta heroica de la revolución contra la reacción, conocida bajo el nombre de conspiración de Babeuf. La otra protesta de la sociedad contra la corrupción burguesa que se había apoderado del poder bajo el nombre de Directorio fue, como lo he dicho ya, la usurpación del primer Bonaparte.
 
Esta historia, mil veces más lúgrube todavía, es conocida de todos vosotros. Fue la primera inauguración del régimen infame y brutal del sable, el primer bofetón dado al comienzo de este siglo por un advenedizo insolente sobre las mejillas de la humanidad. Napoleón I se hizo el héroe de todos los déspotas, al mismo tiempo que fue militarmente su terror. Venció, les dejo su funesta herencia, su infame principio: el desprecio a la humanidad y su opresión por el sable.
 
No os hablaré de la restauración. Fue una tentativa ridícula la de dar la vida y el poder político a dos cuerpos tarados y decrépitos: a la nobleza y a los sacerdotes. No hubo bajo la restauración más que esto de notable: que, atacada, amenazada en ese poder que creyó haber conquistado para siempre, la burguesía se volvió a hacer casi revolucionaria. Enemiga del orden publico en tanto que ese orden público no es el suyo, es decir, en tanto que establece y garantiza otros intereses que los suyos, conspiro de nuevo. Los señores Guizot, Perrier, Thiers y tantos otros, que bajo Luis Felipe se distinguieron como los más fanáticos partidarios y defensores de un gobierno opresivo, corruptor, pero burgués y, por consiguiente, perfecto a sus ojos, todas esas almas corrompidas de la reacción burguesa, conspiraron bajo la restauración. Triunfaron en Julio de 1830, y el reino del liberalismo burgués fue inaugurado.
 
De 1830 data verdaderamente la dominación exclusiva de los intereses y de la política burguesa en Europa, sobre todo en Francia, en Inglaterra, en Bélgica, en Holanda y en Suiza. En otros países, tales como Alemania, Dinamarca, Suecia, Italia y España, los intereses burgueses habían prevalecido sobre todos los demás, pero no el gobierno político burgués. No hablo de ese grande y miserable imperio de todas las Rusias, sometido aún al despotismo de los zares, sin clase política intermediaria propiamente, ni como cuerpo burgués, donde no hay, en efecto, de una parte más que el mundo oficial, una organización militar, policial y burocrática para colmar los caprichos del zar, y de la otra del pueblo, las decenas de millones de seres humanos devorados por el zar y sus funcionarios. En Rusia, la revolución vendrá directamente del pueblo, como lo demostré ampliamente en un discurso bastante largo que pronuncié hace algunos años en Berna y que me apresuré a enviaros. No hablo tampoco de esa desgraciada y heroica Polonia que se debate, siempre sofocada de nuevo, pero no muerta, bajo las garras de tres águilas infames: la del imperio de Rusia, la del imperio de Austria y la del imperio de Alemania, representado por Prusia. En Polonia como en Rusia, en otro tiempo dominante y hoy desorganizada y decrepita en Polonia, y, de otro lado, existe el campesino en servidumbre, devorado, aplastado ahora, no por la nobleza, que ha perdido su poder, sino por el Estado, por sus funcionarios innumerables, por el zar. No os hablaré tampoco de los pequeños países como Suecia y Dinamarca, que no se han hecho realmente constitucionales más que después de 1848 y que han quedado más o menos retrasados en el desenvolvimiento general de Europa; ni de España y Portugal, donde el movimiento industrial y la política burguesa han sido paralizados tanto tiempo por la doble potencia del clero y del ejercito. Sin embargo debo observar que España, que nos parecía tan atrasada, nos presenta hoy una de las más magnificas organizaciones de la Asociación Internacional de los Trabajadores que existían en el mundo.
 
Me detendré un instante en Alemania. Desde 1830 nos ha presentado y continua presentándonos Alemania el cual cuadro extraño de un país en que los intereses de la burguesía predominan, pero en el que la potencia política no pertenece a la burguesía, sino a la monarquía absoluta bajo una máscara de constitucionalismo, militar y burocráticamente organizada y servida exclusivamente por los nobles.
 
Es en Francia, en Inglaterra, en Bélgica, sobre todo, donde hay que estudiar el reinado de la burguesía. Después de la unificación de Italia bajo el cetro de Víctor Manuel, puede ser estudiado también en Italia. Pero en ninguna parte se ha caracterizado tan plenamente como en Francia; es, pues, en este país donde la consideramos principalmente. Desde 1830, el principio burgués ha tenido plena libertad de manifestarse en la literatura, en la política y en la economía social. Se puede resumir en una sola palabra: individualismo.
  
Entiendo por individualismo esa tendencia que  -considerando toda la sociedad, la masa de los individuos, la de los indiferentes, la de los rivales, la de los concurrentes, lo mismo que la de los enemigos naturales, en una palabra, con los cuales cada una está obligado a vivir, pero que obstruyen la ruta a cada uno- impulsa al individuo a conquistar y a establecer su propio bienestar, su prosperidad, su dicha, contra todo el mundo, en detrimento de todos los demás. Es una persecución enfurecida, un general, ¡sálvese el que pueda!, en que cada cual trata de llegar primero.

¡Ay de los que se detienen, si son adelantados! ¡Ay de los que, cansados por la fatiga, caen en el camino!, son inmediatamente aplastados. La concurrencia no tiene corazón, no tiene piedad. ¡Ay de los vencidos! En esa lucha necesariamente deben cometerse muchos crímenes; Toda esa lucha fraticida no es sino un crimen continuo contra la solidaridad humana, que es la base única de toda moral. El Estado que -se dice- es el representante y el vindicador de la justicia, no impide la perpetración de esos crímenes, al contrario, los perpetúa y los legaliza. Lo que él representa, lo que defiende no es la justicia humana, es la justicia jurídica, que no es otra cosa que la consagración del triunfo de los fuertes sobre los débiles, de los ricos sobre los pobres. El Estado no exige más que una cosa: que todos esos crímenes sean realizados legalmente. Yo puedo arruinaros, aplastaros, mataros, pero debo hacerlo observando las leyes. De otro modo soy declarado criminal y tratado como tal. Tal es el sentido de este principio, de esta palabra: individualismo.
 
Ahora veamos cómo se ha manifestado ese principio en la literatura, en esa literatura creada por los Víctor Hugo, los Dumas, los Balzac, los Jules Janin y tantos otros autores de libros y de artículos de periódicos burgueses, que desde 1830 han inundado a Europa, llevando la depravación y despertando el egoísmo en los corazones de los jóvenes de ambos sexos, y desgraciadamente también del pueblo. Tomad la novela que queráis: al lado de los grandes y falsos sentimientos, de las bellas frases; ¿qué encontráis? Siempre lo mismo. Un joven es pobre, oscuro, desconocido; está devorado por toda suerte de apetitos. Quisiera habitar en un palacio, comer frutas, beber champaña, marchar en carroza y acostarse con alguna bella marquesa. Lo consigue a fuerza de esfuerzos heroicos y aventuras extraordinarias, mientras que los demás sucumben. He ahí el héroe: ése es el individualismo puro.

Veamos la política. ¿Cómo se expresa en ella ese principio? Las masas -se dice- tienen necesidad de ser dirigidas, gobernadas; son incapaces de vivir sin gobierno, como son igualmente incapaces de gobernarse a sí mismas. ¿Quién las gobernará? No hay ya privilegio de clase. Todo el mundo tiene el derecho a subir a las más altas posiciones y funciones sociales. Pero para triunfar es preciso ser fuerte y dichoso; es preciso saber y poder sobreponerse a todos los rivales. He ahí aún una carrera de apuesta: serán los individuos hábiles y fuertes los que gobernarán, los que esquilmarán a las masas.
 
Consideremos ahora ese mismo principio en la cuestión económica, que en el fondo es la principal, hasta se podría decir la única cuestión. Los economistas burgueses nos dicen que son partidarios de una libertad ilimitada de los individuos, y que la competencia es la condición de esa libertad. Pero veamos, ¿qué es la libertad? Y antes una primera pregunta: ¿es el trabajo separado, aislado, el que produjo y continúa produciendo todas estas riquezas maravillosas de que se glorifica nuestro siglo? Sabemos bien que no. El trabajo aislado de los individuos apenas sería capaz de alimentar y de vestir a un pueblecito de salvajes; una gran nación no se hace rica y no puede subsistir más que por el trabajo colectivo, solidariamente organizado. Siendo colectivo el trabajo para la producción de las riquezas, parecería lógicamente, ¿no es cierto?, que el goce de esas riquezas debiera serlo también. Y bien, he ahí lo que no quiere, lo que rechaza como odio la economía burguesa. Quiere el disfrute aislado de los individuos. Pero, ¿de qué individuos? ¿Será de todos? ¡Oh, no! Quiere el disfrute de los fuertes, de los inteligentes, de los hábiles, de los dichosos. ¡Ah, sí, de los dichosos, sobre todo!  Porque en su organización social, y conforme a esa ley de herencia, que es su fundamento principal, nacen una minoría de individuos más o menos ricos, felices, y millones de seres humanos desheredados, desgraciados. Después la sociedad burguesa dice a todos estos individuos: Luchad, disputad el premio, el bienestar, la riqueza, el poder político. Los vencedores serán felices. ¿Hay igualdad al menos en esta lucha fraticida? No, de ningún modo. Los unos, el pequeño número, están armados con todas las armas, fortalecidos por la instrucción y la riqueza heredadas, y los millones de hombres del pueblo se presentan sobre la arena casi desnudos, con su ignorancia y su miseria igualmente heredadas. ¿Cuál es el resultado necesario de esa competencia llamada libre? El pueblo sucumbe, la burguesía triunfa y el proletariado encadenado está obligado a trabajar como un forzado para su eterno vencedor, el burgués.

El burgués está provisto principalmente de una arma contra la cual el proletariado quedará siempre sin posibilidad de defensa, en tanto que esa arma, el capital -que se ha transformado en todos los países civilizados en el agente principal de la producción industrial-, en tanto que ese proveedor del trabajo esté dirigido contra él.
 
El capital, tal como está constituido y apropiado hoy, no aplasta sólo al proletariado, agobia, expropia y reduce a la miseria a una gran cantidad de burgueses. La causa de este fenómeno, que la burguesía media y pequeña no comprende bastante, que ignora, es, sin embargo, muy sencilla. A consecuencia de la concurrencia, de esa lucha a muerte que reina hoy en el comercio y en la industria gracias a la libertad conquistada por el pueblo en beneficio de los burgueses, todos los fabricantes están obligados a vender sus productos, o más bien los productos de los trabajadores que emplean, que explotan, al más bajo precio. Vosotros lo sabéis por experiencia, los productos caros se ven hoy más y más excluidos del mercado por los productos baratos, aunque estos últimos sean mucho menos perfectos que los primeros. He ahí, pues, una primera consecuencia funesta de esa concurrencia, de esa lucha intestina en la producción burguesa. Tiende necesariamente a reemplazar los buenos productos mediocres, los trabajadores hábiles por los trabajadores mediocres. Disminuye al mismo tiempo la calidad de los productos y la de los productores.
 
En esta concurrencia, en esta lucha por el precio más bajo, los grandes capitales deben aplastar necesariamente a los pequeños, los grandes burgueses deben arruinar a los pequeños. Porque una inmensa fábrica puede confeccionar naturalmente sus propios productos y darlos más baratos que una fabrica pequeña o mediana. La instalación de una gran fábrica exige naturalmente un gran capital, pero proporcionalmente a lo que puede producir, cuesta menos que una fábrica pequeña o mediana: 100, 000 francos son más que 10,000 pero 100,000 francos empleados en una fábrica darían 50 por ciento, 60 por ciento; mientras que los 10,000 francos empleados de la misma manera no darán mas que un 20 por ciento. El gran fabricante economiza en la construcción, en las materias primas, en las maquinas; empleando muchos menos que el fabricante pequeño o mediano, economiza también, o gana, por una organización mejor  y por una mayor división del trabajo. En una palabra, con 100,000 francos concentrados en sus manos y empleados en el establecimiento y en la organización de una fábrica única produce mucho más que diez fabricantes que empleen cada uno 10,000 francos; de manera que si cada uno de estos últimos realiza, sobre los diez mil francos que emplea, en beneficio liquido de 2,000 francos, por ejemplo, el fabricante que establece y que organiza una gran fábrica que le cuesta 100,000 francos gana por cada 10,000 francos 5,000 ó 6,000, es decir, que produce proporcionalmente muchas mas mercaderías. Produciendo mucho más, puede vender naturalmente sus productos mucho más baratos que los fabricantes medianos o pequeños; pero al venderlos más baratos obliga igualmente a los fabricantes medianos y pequeños a bajar sus precios, sin lo cual sus productos no serían comprados. Pero como la producción de esos productos les resulta mucho más cara que al gran fabricante, al venderlos al precio del gran fabricante se arruinan. Es así como los grandes capitales matan a los pequeños, y si los grandes capitales tropiezan con otros mayores aún, son aplastados a su vez.
 
Esto es tan cierto que hoy existe en los grandes capitales una tendencia a asociarse para constituir capitales monstruosamente formidables. La explotación del comercio y de la industria por las sociedades anónimas comienza a reemplazar, en los países más industriosos, en Inglaterra, en Bélgica y en Francia, a la explotación de los grandes capitales aislados. Y a medida que la civilización, que la riqueza nacional de los países más avanzados se acrecientan, crece la riqueza de los grandes capitalistas, pero disminuye el número de los capitalistas. Una masa de burgueses medianamente impulsada hacia el proletariado, hacia la miseria.
 
Es un hecho incontestable, constatado por la estadística de todos los países, lo mismo que por la demostración más exactamente matemática. En la organización económica de la sociedad actual, ese empobrecimiento gradual de la gran masa de la burguesía en beneficio de un número restringido de monstruosos capitalistas es una ley inexorable, contra la cual no hay otro remedio que la revolución social. Si la pequeña burguesía tuviese bastante inteligencia y buen sentido para comprenderlo, se habría asociado desde mucho al proletariado para realizar esa revolución. Pero la pequeña burguesía es generalmente muy torpe; su tonta vanidad y egoísmo le cierran el espíritu. No ve nada, no comprende nada, y aplastada por una parte por la gran burguesía, amenazada por la otra por ese proletariado a quien desprecia tanto como detesta y teme, se deja arrastrar estúpidamente al abismo.
 
Las consecuencias de esta competencia burguesa son desastrosas para el proletariado. Forzados a vender sus productos -o más bien los productos de los obreros que explotan- al más bajo precio posible, los fabricantes deben pagar necesariamente a sus obreros los salarios más bajos posibles. Por consiguiente, no pueden pagar el talento, el genio de sus obreros. Deben buscar el trabajo que se vende -que esta obligado a venderse- a la tarifa mas baja. Las mujeres y los niños se contentan con un salario menor,  emplean, pues, los niños y las mujeres con preferencia a los hombres, y los trabajadores mediocres con preferencia a los trabajadores hábiles, a menos que estos últimos no se contenten con el salario de los trabajadores inhábiles, de los niños y de las mujeres. Ha sido demostrado y reconocido por los economistas burgueses que la medida del salario del obrero es siempre determinada por el precio de su mantenimiento diario; así, si un obrero pudiera vestirse, alimentarse, alojarse por un franco diario, su salario caería bien pronto a un franco. Y esto por una razón muy sencilla: los obreros, presionados por el hambre, están obligados a hacerse concurrencia entre sí, y el fabricante, impaciente por enriquecerse lo más pronto posible por la explotación de su trabajo, y forzado por otra parte por la concurrencia burguesa a vender sus productos al más bajo precio, tomará naturalmente los obreros que le ofrezcan por el menor salario más horas de trabajo.

No es sólo una deducción lógica, es un hecho que pasa diariamente en Inglaterra, en Francia, en Bélgica, en Alemania y en las partes de Suiza donde se ha establecido la gran industria, la industria explotada en las grandes fábricas por los grandes capitales. En mi última conferencia os he dicho que erais obreros privilegiados. Aunque estéis lejos aún de recibir íntegramente en salario todo el valor de vuestra producción diaria, aunque seáis incontestablemente explotados por vuestros patrones, sin embargo, comparativamente a los obreros de los grandes establecimientos industriales, estáis bastante bien pagados, tenéis tiempo libre, sois libres, sois dichosos. Y me apresuro a reconocer que hay un gran merito en vosotros por haber ingresado en la Internacional y haberos convertido en miembros abnegados y celosos de esa inmensa asociación del trabajo que debe emancipar a los trabajadores del mundo entero. Eso es noble, eso es generoso de vuestra parte. Demostráis que no pensáis solo en vosotros mismos, sino en esos millones de hermanos que están mucho más oprimidos y que son mucho más desdichados que vosotros. Es con satisfacción que os ofrezco este testimonio.

Pero al mismo tiempo que dais prueba de generosa y fraterna solidaridad, dejadme deciros que dais también prueba de previsión y de prudencia; obráis no sólo por vuestros desgraciados hermanos de las otras industrias y de los otros países, sino también y, sino por completo por vosotros mismos, al menos por vuestros propios hijos. Estáis, no en lo absoluto, sino relativamente bien retribuidos, sois  libres, dichosos. ¿Por qué? Por la simple razón de que el gran capital no invadió aún vuestra industria. Pero no creéis, sin duda, que será siempre así. El gran capital, por una ley que le es inherente, está fatalmente impulsado a invadirlo todo. Ha comenzado naturalmente por explotar las ramas del comercio y la industria que le prometieron mayores ventajas, aquellas cuya explotación era más fácil, y acabara necesariamente, después de haberlas explotado suficientemente, y a causa de la concurrencia que se hace a sí mismo en esa explotación, por volverse a las ramas que no había tocado hasta allí. ¿No se hacen ya vestidos, zapatos, encajes a maquina? Creedlo, tarde o temprano, y sin duda antes de lo que se piensa, se harán también relojes a maquina. Los resortes, los escapes, la caja, la cubierta, la tapa, el pulido, el torneado, el grabado se harán a maquina. Los productos no estarán tan cuidados, no serán tan artísticos como los que salen de vuestras manos hábiles, pero costaran mucho menos y encontrarán más compradores que vuestros productos más perfectos, que acabarán por ser excluidos del mercado. Y entonces, si no vosotros, al menos vuestros hijos se encontrarán tan esclavos, tan miserables como los obreros de los grandes establecimientos industriales lo están hoy. Veis, pues, que al trabajar por vuestros hermanos, los desdichados obreros de otras industrias y de otros países, trabajáis también para vosotros mismos o al menos para vuestros propios hijos.
 
Trabajáis para la humanidad. La clase obrera se ha convertido hoy en la única representante de la grande, de la santa causa de la humanidad. El porvenir pertenece a los trabajadores: a los trabajadores de los campos, a los trabajadores de las fábricas y de las ciudades. Todas las clases que predominan, las eternas explotadoras del trabajo de las masas populares: la nobleza, el clero, la burguesía y toda esa miríada de funcionarios militares y civiles que representan la iniquidad y la potencia malhechora del Estado son clases corrompidas, atacadas de impotencia, incapaces en lo sucesivo de comprender y de querer el bien, y poderosas sólo para el mal.

El clero y la nobleza han sido desenmascarados y derrotados en 1793. La revolución de 1848 ha desenmascarado a la burguesía y ha mostrado su impotencia y su maldad. Durante las jornadas de junio, en 1848, la clase burguesa ha renunciado altamente a la religión de sus padres: a esa religión revolucionaria que había tenido la libertad, la igualdad y la fraternidad por principios y por bases. Tan pronto como el pueblo tomó la igualdad y la libertad en serió, la burguesía que no existe más que por la explotación, es decir, por la desigualdad económica y por la esclavitud social del pueblo, se ha lanzado a la reacción.

Los mismos traidores que quieren perder hoy una vez más a Francia, esos Thiers, esos Jules Favre y la inmensa mayoría de la Asamblea Nacional en 1848, han trabajado por el triunfo de la más inmunda reacción, como trabajan hoy todavía. Habían comenzado por elevar a la presidencia a Luis Bonaparte, y más tarde han destruido el sufragio universal. El terror a la revolución, el horror a la igualdad, el sentimiento de sus crímenes y el temor a la justicia popular habían lanzado a toda esa clase decrepita, antes tan inteligente y tan heroica, hoy tan estúpida y tan cobarde, en los brazos de la dictadura de Napoleón III. Y han tenido dictadura militar durante dieciocho años consecutivos. No hay que creer que los señores burgueses se hayan encontrado tan mal en ella. Los que pudieron hacer motines y jugar al liberalismo de una manera demasiado ruidosa e incomoda para el régimen imperial fueron apartados naturalmente, comprimidos. Pero los demás, los que dejando las chácaras políticas al pueblo, se aplicaron exclusivamente, seriamente al gran negocio de la burguesía, a la explotación del pueblo, fueron poderosamente protegidos y alentados. Se les dio, para salvar su honor, todas las apariencias de la libertad. ¿No existía bajo el imperio una asamblea legislativa elegida regularmente por el sufragio universal? Por tanto, todo fue bien según los votos de la burguesía. No hubo mas que un solo punto negro. Era la ambición conquistadora del soberano que arrastraba a Francia forzosamente a gastos ruinosos y acabó por aniquilar su antiguo poder. Pero ese punto negro no era un accidente, era una necesidad del sistema. Un régimen despótico, absoluto, aunque tenga apariencias de libertad, debe necesariamente apoyarse en un fuerte ejército,  y todo gran ejército permanente hace necesaria tarde o temprano la guerra exterior, porque la jerarquía militar tiene por inspiración principal la ambición: todo teniente quiere ser coronel, y todo coronel quiere llegar a general; en cuanto a los soldados, sistemáticamente desmoralizados en el cuartel, sueñan con los nobles placeres de la guerra: la masacre, el saqueo, el robo, la violación -una prueba: las hazañas del ejército prusiano en Francia-. Y bien, si todas esas nobles pasiones, sistemáticamente alimentadas en el corazón de los oficiales y de los soldados, quedan largo tiempo sin satisfacción alguna, agrian el ejército y lo impulsan al descontento y del descontento a la rebelión. Por tanto es necesario hacer la guerra. Todas las expediciones y las guerras comprendidas por Napoleón III no han sido, pues, caprichos personales, como lo pretenden hoy los señores burgueses: fueron una necesidad del sistema imperial despótico que habían fundado ellos mismos por temor a la revolución social. Son las clases privilegiadas, es el clero alto y bajo, es la nobleza decaída, es, en fin, y sobre todo, esa respetable, honesta y virtuosa burguesía la que como todas las demás clases y más que Napoleón III mismo, es causa de todas las terribles desgracias que acaban de afectar a Francia.
 
Y lo habéis visto todo, compañeros, para defender a esa desgraciada Francia no se encontró en todo el país más que una sola masa, la masa de los obreros de las ciudades, aquella precisamente que ha sido traicionada y entregada por la burguesía al imperio y sacrificada por el imperio a la explotación burguesa. En todo el país no hubo más que los generosos trabajadores de las fábricas y de las ciudades que quisieron la sublevación popular para la salvación de Francia. Los trabajadores de los campos, los campesinos, desmoralizados, embrutecidos por la educación religiosa que se les ha dado a partir del primer Napoleón hasta hoy, han tomado el partido de los prusianos y de la reacción contra Francia.  Se hubiera podido hacerles levantar; en un folleto que muchos de vosotros habéis leído, titulado Cartas a un francés, he expuesto los medios de que era preciso hacer uso para arrastrarlos hacia la revolución. Pero para hacerlo era preciso primero que las ciudades se sublevasen y se organizasen revolucionariamente. Los obreros lo han querido; hasta lo intentaron en muchas ciudades del medio de Francia, en Lyon, en Marsella, en Montpellier, en Saint Etienne, en Toulouse. Pero en todas partes fueron oprimidos y paralizados por los burgueses radicales en nombre de la republica. Sí en nombre mismo de la republica, los burgueses, convertidos en republicanos por miedo al pueblo, y en nombre de la republica, Gambetta, ese viejo pecador de Jules Favre, Thiers, ese zorro infame, y todos esos Picard, Ferry, Jules Simón, Pelletan y tantos otros, en nombre de la republica, asesinaron a la republica y a Francia.
 
La burguesía esta juzgada. Ella, que es la clase más rica y más numerosa de Francia -exceptuando la masa popular sin duda-, sin hubiese querido habría podido salvar a Francia. Pero para eso habría tenido que sacrificar su dinero, su vida y apoyarse francamente con el proletariado, como lo hicieron sus antepasados burgueses en 1793. Y bien, quiso sacrificar su dinero menos aún que su vida, y prefirió la conquista de Francia por los prusianos a su salvación por la revolución social.
 
La cuestión entre los obreros de las ciudades y la burguesía fue planteada bastante claramente. Los obreros han dicho: haremos saltar antes las casas que entregar las ciudades a los prusianos. Los burgueses respondieron: nosotros abriremos más bien las puertas de las ciudades a los prusianos que permitiros hacer desordenes públicos, y queremos conservar nuestras queridas casas a todo precio, aunque debiésemos besar el trasero a los señores prusianos.
 
Y notadlo bien, que no son hoy esos mismos burgueses los que se atreven a insultar la Comuna de Paris, esa noble Comuna que salva el honor de Francia y, lo esperamos, la libertad del mundo al mismo tiempo; son esos burgueses los que la insultan hoy, ¿en nombre de que?, ¡en nombre del patriotismo!
 
¡Verdaderamente, los burgueses tienen una desfachatez enorme! Han llegado a un grado de infamia tal que les ha hecho perder hasta el último sentimiento de pudor. Ignoran la vergüenza. Antes de estar muertos están ya completamente podridos.

Y no es solo en Francia, compañeros, donde la burguesía esta podrida, aniquilada moral e intelectualmente; el caso es general en toda Europa, y en todos los países de Europa sólo el proletariado ha conservado el fuego sagrado. Sólo él lleva hoy la bandera de la humanidad.

 ¿Cuál es su divisa, su moral, su principio? La solidaridad. Todos para uno y uno para todos y por todos. Esta es la divisa y el principio de nuestra gran Asociación Internacional que, franqueando las fronteras de los Estados, tiende a unir a los trabajadores del mundo entero en una sola familia humana, sobre la base del trabajo igualmente obligatorio para todos y en nombre de la libertad de todos y de cada uno. Esa solidaridad en la economía social se llama trabajo y propiedad colectivos; en política se llama destrucción de los Estados y libertad de cada uno para la libertad de todos.
 
Sí, queridos compañeros, vosotros solos, los obreros solidariamente con vuestros hermanos del mundo entero, heredáis hoy la gran misión de la emancipación de la humanidad. Tenéis un coheredero, trabajador como vosotros, aunque en condiciones distintas. Es el campesino. Pero el campesino no tiene aún conciencia de la gran misión popular. Ha sido envenenado, sigue siendo envenenado por los sacerdotes, y sirve aún de instrumento a la reacción. Debéis instruirlo, debéis salvarlo aún a su pesar, atrayéndolo, explicándole lo que es la revolución social.

 En estos momentos, y sobre todo al comienzo, los obreros de la industria no deben, no pueden contar más que con sigo mismos. Pero serán omnipotentes si quieren. Solo que deben querer seriamente. Y para realizar ese querer no tienen más que dos medios. Establecer primero en sus grupos, y luego en todos los grupos, una verdadera solidaridad fraternal, no solo con palabras, sino en la acción, no solo para los días de fiesta, de discurso y de bebida, sino en la vida cotidiana. Cada miembro de la Internacional debe poder sentir, debe estar prácticamente convencido de que todos los miembros son sus hermanos.
 
El otro medio es la organización revolucionaria, la organización para la acción. Si las sublevaciones populares de Lyon, Marsella y otras ciudades de Francia han fracasado, es porque no había organización alguna. Yo puedo hablar con pleno conocimiento de causa, puesto que he estado allí y he sufrido allí. Y si la Comuna de París se mantiene valientemente hoy, es porque durante todo el asedio los obreros se han organizado seriamente. Por eso los periódicos burgueses no acusan sin razón a la Internacional de haber producido esa magnífica sublevación de París. Sí, digámoslo con orgullo, son nuestros hermanos internacionales los que, gracias a su trabajo perseverante, han organizado al pueblo y han hecho posible la Comuna de París.

Seamos, pues, buenos hermanos, compañeros, y organicémonos. No creáis que estamos ante el fin de la revolución, estamos ante sus comienzos. La revolución estará en lo sucesivo a la orden del día durante muchas decenas de años. Vendrá a vuestro encuentro tarde o temprano; preparémonos, purifiquémonos, hagámonos más realistas, menos discutidores, menos gritadores, menos retóricos, menos bebedores, menos amigos de juergas. Fajémonos los riñones y preparémonos dignamente a esa lucha que debe salvar a todos los pueblos y emancipar finalmente a la humanidad.

¡Viva la revolución social! ¡Viva la Comuna de París!