domingo, 3 de junio de 2012

Rebeldes de "Jacinto Arauz" en La Pampa, Argentina (1921)


El siguiente trabajo comprende dos extractos de artículos sobre el tema. El primero es un artículo producido por el Ateneo Libertario Virtual y publicado en Alasbarricadas.org. El segundo pertenece a un texto del sitio de cultura “Argentina para Mirar” argentinaparamirar.com.ar.

 

 

  Los Rebeldes de Jacinto Arauz

 

Ateneo Libertario Virtual

Trabajo y Condiciones

Diciembre de 1921. El levantamiento de las cosechas se hacía con máquinas espigadoras. Es decir que, por medio de una lona conductora, la paja del trigo que acababa de ser cortada era llegada hasta el carro. El carro era conducido por un carrero y la carga era acomodada con pies y horquillas por un peón a quien se le llamaba “pistín”. Cuando la carga estaba completa, el carro salía al trote rumbo a la parva. Ese trabajo, sumamente pesado, se hacía de sol a sol y los salarios eran miserables y las condiciones de trabajo eran realmente inhumanas.
Los horarios de los trabajadores por lo regular, eran de las 4 de la mañana hasta las 11 de la noche, la comida se componía de un puchero de carne de oveja con una sopa de arroz y galleta dura. Los maquinistas respaldado por la policía y apañados por los políticos lugareños (casi siempre conservadores) eran la única justicia imperante. Si por el viento se podía gastar más la correa del motor, se hacía trabajar a los horquilleros contra el viento, es decir, que recibían en la cara toda la tierra y la paja que volaba. La menor protesta de los asalariados en la cosecha era comunicada a la policía y detenidos los que se dignaban a protestar contra la esclavitud a que estaban sometidos.
Además de los hombres que trabajaban junto a la trilladora, estaban los estibadores. Las bolsas pesaban 80 kilos, se trabajaba corriendo cuando se cargaban los vagones; las estibas tenían una altura de 24 bolsas; se subía por una escalera de madera denominada burro. El trabajo de estiba se pagaba por día en los puertos, pero en la campaña no. El campo se trabajaba a destajo y nadie sabía lo que ganaba por día ya que los capataces pagaban los domingos lo que ellos querían.
La campiña argentina se vio favorecida por la presencia en los lugares de la cosecha de obreros rebeldes e idealistas que, en nombre de la FORA aconsejaban a los trabajadores a organizarse y defenderse de todos los negreros y explotadores.
Se les decía a los peones: “ustedes son seres humanos, no son ni bestias de carga ni una clase inferior, son hombres que merecen respeto y deben luchar para vivir con dignidad: desconocer este derecho por parte de la sociedad es motivo de lucha para convertirla en otra mejor. A la vez que luchen por el pan debían frecuentar bibliotecas, leer libros, combatir los vicios y pensar en el porvenir humano. Hagamos e nuestras organizaciones obreras universidades populares porque si bien la lucha económica es necesaria más importantes son los valores morales y la conquista y defensa de la Libertad, tal como lo entiende y propaga la filosofía romántica del anarquismo. La organización de los productores es sumamente necesaria, pero para ser eficaz y poder llenar las aspiraciones emancipadoras que emanan de nuestras concepciones anárquicas deben de estar fincadas en los principios que dan imperecedera vida a la FORA."
Fue en aquel tiempo que la FORA presentó un pliego de condiciones a los cerealistas que es muy significativo: “El peso de la bolsa será solo de 70 kilos; los horarios serán de ocho horas diarias de trabajo de cuatro y cuatro; no se permitirá la consumición de bebidas alcohólicas ni el uso de armas en los lugares de trabajo; en lo que toca a la corrida de vagones, tapado de chatas, movimiento de burro como movimiento de balanza, se cobrará extra; el trabajo no será al trote sino al paso normal de hombre.
En Jacinto Aráuz los obreros de la FORA habían logrado la firma del pliego de condiciones y además sumaron un nuevo triunfo: la eliminación de capataces. Como buenos anarquistas no querían que los mandara nadie y la organización gremial se hacía irresponsable por intermedio del delegado de semana que se hiciera el trabajo que solía hacer el capataz A los capataces los obreros les dijeron: “como sanguijuelas no los queremos; como compañeros pueden quedarse con nosotros”.
Se trabajaba tranquilo en Jacinto Aráuz. Eso sí, duro. Hombrachones que cargaban sobre el lomo pesadas bolsas hora tras hora, llenos de tierra y sudor y que no sufrían de ninguna alegría pese a que las fosas nasales se rellenaban de esas briznas del trigo. Y a la noche tenían cita de honor: ir a escuchar al delegado de turno o a algún orador anarquista viajero sobre la traición de los bolcheviques a la revolución rusa o la necesidad de eliminar todas las formas del Estado o la de educar a sus hijos en la negativa a cumplir con cualquier clase de servicio militar o policial. Y no se tomaba alcohol, se bebía agua de pozo o de bomba.
A principios de diciembre de ese 1921 comenzaron a circular rumores en el pueblo. Se hablaba que la Liga Patriótica estaba preparando matones en Bahía Blanca. Y esas versiones se hicieron realidad.

 

Nueva Cuadrilla

Un buen día apareció en Jacinto Aráuz un señor de apellido Cataldi. Llegó hasta el galpón del ferrocarril y preguntó por el delegado de la semana. Lo llamaron a Machado (un gauchazo nacido en el Uruguay) que estaba hombreando bolsas. Machado se presentó a Cataldo: “Yo soy el delegado”. Cataldi lo miró de arriba abajo y le dijo: “Yo soy el nuevo capataz nombrado para esta estación. Si ustedes me reciben como capataz trabajarán conmigo, de lo contrario traeré cuadrilla para reemplazarlos”. “Vea, señor capataz (respondió Machado), lo mejor que puede hacer, ya que usted no es del pueblo, es irse y no aparecer más por aquí.” Cataldi sonrió y, sin saludar, se fue.
A los pocos días, el sindicato anarquista de Jacinto Aráuz recibió una nota del superintendente del Ferrocarril Pacífico, señor Callinger, con oficinas en Bahía Blanca, que requería una delegación de la FORA para “comunicarle con urgencia algunos problemas que interesan a esa organización”. Ese mismo día se reunió la asamblea de estibadores y se dio lectura a la comunicación del superintendente del ferrocarril. Se resolvió enviar a tres delegados a Bahía Blanca. Allí, el funcionario ferroviario les comunicó que había recibido quejas de los chacareros en el sentido de que los estibadores eran injustos con ellos, pues le cobraban dobla las bolsas del carro porque algunas pasaban del peso. Les propuso que si ellos dejaban sin efecto esa cláusula del pliego de condiciones, él no enviaría a una nueva cuadrilla con capataz a Jacinto Aráuz. Regresaron los delegados e informaron a la asamblea que, luego de extenso debate, decidió aceptar el temperamento propuesto por el funcionario del ferrocarril. La Sociedad de Resistencia de Obreros Estibadores de Jacinto Aráuz contestó por escrito al superintendente la aceptación de la propuesta.
Pero la suerte del a organización anarquista estaba echada. Lo que esperaba el superintendente era el rechazo y no la aceptación. Todo se había planeado para terminar con los anarquistas en esa zona. La victoria obtenida por los obreros al forzar la firma del pliego de condiciones había alarmado a las casas cerealistas, a los políticos conservadores y algunos radicales de la zona y, por supuesto a la policía. El plan era liquidar la organización sin más trámite. Para eso contaban con el visto bueno de Manuel Carlés y su Liga Patriótica que puso a disposición de los organizadores del plan una brigada de “obreros buenos” de Coronel Pringles a las órdenes del incondicional Cataldi, que las oficiaba de capataz. Luego de enviar la carta a Bahía Blanca, los anarquistas se quedaron tranquilos pensando en que ya habían aflojado demasiado aceptando el pedido del superintendente. Además, aunque nunca habían confiado en la policía, veían que tanto oficiales como agentes se habían acercado a ellos y habían iniciado de entendimiento cordial.
Pero el 8 de diciembre aparecieron por las calles de Jacinto Aráuz 14 hombres al mando de Cataldi provenientes de Coronel Pringles. Todos fueron alojados en el mejor hospedaje de la localidad. Los anarquistas volvieron a la realidad; ahora sabían que si aflojaban lo iban a perder todo. Ese día cumplieron normalmente las tareas, pero ya al anochecer, cuando el delegado Machado fue a entregar las llaves del galpón de la estación al jefe de la misma, éste le expresó: “Mañana se hace cargo del los galpones de la nueva cuadrilla”.
La noticia cundió de inmediato. Machado reunió a sus hombres y todos se desparramaron en distintas direcciones. A caballo y en sulkys se dirigieron a convocar a los compañeros de las localidades vecinas de Bernasconi y de Villa Alba (que hoy se llama José de San Martín), ambas en La Pampa. Mientras tanto, dos o tres foristas, entre ellos Teodoro Suárez, salieron al paso del grupo de hombres de la Liga Patriótica y les inquirieron qué era lo que los traía por Jacinto Aráuz. Los recién llegados contestaron primero con evasivas, pero luego confesaron que “los habían traído engañados” y ya no podían hacer nada porque tenían dinero para regresar a sus hogares.
Los foristas les contestaron que no se preocuparan, que ellos les iban a juntar el dinero para pagarles el pasaje de vuelta y más, todavía, si alguno de ellos quería quedarse a trabajar en Jacinto Aráuz podía hacerlo, pero a la par de los de la cuadrilla de obreros organizados. Por último se los invitó a participar de la asamblea que la Socidad de Resitencia iba a realizar esa noche.

 

Asamblea y Prisión

Pero, por supuesto, no concurrieron. La asamblea comenzó a las dos de la madrugada del 9 de diciembre de 1921. De ella participaron los trabajadores de Jacinto Aráuz, de Bernasconi y de Villa Alba. Todos los oradores estuvieron de acuerdo en una sola cosa: defender el lugar de trabajo “ya que lo planeado era una desvergüenza y una provocación incalificable a los hombres de trabajo, y el tener ideas de bien, personalidad responsable y decencia, era un delito para los negreros de La Pampa”.
De allí, la cuadrilla de trabajadores se dirigió a tomar el galpón y, cuando se aproximó Cataldi y la gente de la Liga Patriótica no se les permitió la entrada. Los policías, mientras tanto, habían ocupado la playa de estacionamiento y cuando notaron que se estaba por iniciar la refriega, comenzaron a dar grandes voces dirigidas a los obreros anarquistas: “¡Muchachos, no tiren, todo se va a arreglar!” Las armas que ya habían salido a relucir en todos los sectores volvieron a esconderse. Hasta el capataz Cataldi volvió a embolsar los dos revólveres que había mostrado en sus manos.
El delegado Machado resolvió entonces dirigirse a la oficina de la estación para enviar un telegrama al superintendente de Bahía Blanca, reclamándole por el cumplimiento de lo pactado. El superintendente comunicó al jefe: “Clausure galpones, yo viajo”. Se aguardaba entonces la llegada del funcionario. Los anarquistas tenían la confianza de que se cumpliría con lo convenido. Todos se desconcentraron y los foristas se fueron a asar un cordero. Eran las 8 de la mañana. El lugar donde se reunieron los trabajadores fue rodeado enseguida por la policía. Se notaba que había un tenso clima y que los efectivos policiales de Jacinto Aráuz habían sido reforzados por agentes de pueblos cercanos. Al poco rato llega un oficial de policía y se dirige a los obreros que se disponían a comer: "Señores, traigo órdenes del comisario Pedro Basualdo para que vengan conmigo a la comisaría y dejen las armas."
Los obreros se miran sorprendidos. Y deciden ir a la comisaría pero no en calidad de detenidos, sino acompañando al oficial voluntariamente. Así llegaron al patio de la comisaría. La trampa estaba preparada. El grupo obrero se quedó en el centro del patio y fue rodeado por seis agentes armados. El oficial Dozo hizo como que iba a buscar al comisario Basualdo, pero volvió con armas y dirigiéndose a Machado le dijo: “Pase usted, Machado”. Machado pasó, creyendo que en su calidad de delegado de semana el comisario le quería hablar a él. Pero se equivocó. Porque no habían pasado dos minutos cuando Dozo, dirigiéndose de nuevo al patio, señaló a Guillermo Prieto: ahora venga usted. Prieto pasó pero lo que vio lo hizo retroceder unos pasos mientras gritaba: “¡Compañeros! ¡Dan la biaba!"
Lo que había visto Prieto era suficiente: a Machado lo habían rodeado entre el comisario Basualdo, el subcomisario, otro oficial, varios agentes y un particular y lo habían bajado a garrotazos. Prieto apenas pudo gritar porque también desapareció en el cuarto donde daban la paliza. “Pase un tercero” gritó entonces Dozo a los anarquistas. No se movió nadie. Y se escuchó al anarquista Carmen Quinteros al mismo tiempo que daba un paso adelante: “aquí no hemos venido en calidad de detenidos. Que salga el comisario Basualdo para que nos diga qué se propone con nosotros.”
En ese momento apareció el comisario Basualdo por un molinete; llevaba un Winchester con el que apuntó a Carmen Quinteros mientras gritaba: “¡Ahora vas a ver! ¡Agentes, métanles bala, no dejen a ningún anarquista vivo!” De un cetero balazo, Basualdo degolló literalmente a Quinteros que cayó desangrándose. ¡A tiros no, Basualdo! – se oyó gritar todavía a Jacinto Vinelli, secretario de la Sociedad de Resistencia de Estibadores. Les habían ganado de mano. Al grupo de obreros les caían balas de todos los costados. Estaban cercados. Pero esos anarquistas no eran nenes de teta. Quien más quien menos sacó su arma de fuego o su cuchillo. La sorpresa les ocasionó varios heridos pero se repusieron y se armó una batalla durante veinte minutos. Los policías vieron que la cosa no era tan fácil y comenzaron a buscar mejor protección. Diez minutos más y los anarquistas tomaban la comisaría y hacían presos a los representantes del orden en este hecho único de la historia policial argentina: un tiroteo con anarquistas en el patio de una comisaría. Pero a los anarquistas se les acabaron las balas. Y tuvieron que dejar el lugar. Algunos lograron detener dos automóviles que pasaban por el camino y desaparecer mientras otros trataban de buscar los bosques cercarnos.
El patio de la comisaría presentaba un espectáculo escalofriante: los estibadores habían tenido una baja: Carmen Quinteros. La policía dos muertos: el oficial Dozo y el agente Freitas. Pero de ambos lados heridos graves (de ellos moriría poco después otro oficial, Eduardo Merino y otro agente, Estevan Mansilla, y el estibador Ramón Llabrés, que había venido de la localidad de Villa Alba a dar su solidaridad a los hombres de Jacinto Aráuz) en total, cuatro policías y dos anarquistas muertos.

 

Persecución, Castigos Y Prisión

Los “individuos de ideas extranjerizantes” (según la policía), huyeron y el comisario Basualdo pidió refuerzos urgentes a las localidades vecinas. La policía cortó caminos y buscaba anarquistas en los bosquecillos cercanos. También fueron allanados los dormitorios de los obreros federados. Teodoro Suárez y Alfonso de Las Heras, habían ido a pie a campo traviesa. Los dos buscaron refugio en un puesto y allí fueron rodeados por una comisión policial. Los hicieron caminar con las manos en alto, los rodearon y comenzaron a golpearlos con un caño de hierro dándole golpes en la cabeza, en las costillas y en los riñones.
Los llevaron al patio de la comisaría que estaba lleno de charcos de sangre. Habían recogido los cadáveres de los policías muertos, pero todavía estaba tirado el de Carmen Quinteros. Allí iban siendo concentrados los prisioneros. Cada uno que llegaba era atado de pies y manos con alambre y se lo dejaba a merced de los policías que habían quedado en la comisaría que se sacaban la rabia y el gusto a latigazo limpio. Luego fueron traídas las mujeres de los anarquistas presos que tuvieron que asistir a los castigos a que eran sometidos sus compañeros. Entre uno de esos castigos se contaba el siguiente: mientras un policía lo levantaba en vilo de los pelos al preso, otro vigilante le orinaba la cara.
Zoila Fernández tenía tres hijos y era compañera de Jacinto Vinelli, secretario de la Sociedad de Resistencia de Jacinto Aráuz. Éste con Machado, José María Martínez y Francisco Real habían logrado huir. Por eso, la policía fue a buscarla a Zoila para que le diga dónde se hallaba su compañero. La policía le pusieron las esposas, dedicándose luego al saqueo de la casa. Destrozaron todo lo que pudieron, pasando inmediatamente al local de la sociedad donde lo que no pudieron llevarse lo prendieron fuego. Zoila les pidió que le sacaran las esposas para llevar a su hijito, que apenas tenía cuarenta días, pero sus ruegos fueron desoídos, conduciéndola a golpes hacia la comisaría. Por la tarde la tomaron por la nuca y la llevaron hasta el patio para hacerla limpiar con la cara los charcos de sangre, Zoila a su vez gritaba “¡No me importa que me hagan esto, es sangre de machos, sangre de anarquistas!” Luego la condujeron hasta un calabozo y más tarde logró que le llevaran al hijo. Allí presenció las horribles torturas que les fueron aplicadas a indefensos obreros, que ni habían participado en el hecho: se les cruzaban las muñecas por detrás y se les ligaba con alambres de púa. Al día siguiente los presos, terriblemente golpeados y heridos fueron encadenados unos con otros y allí, antes de la despedida de Jacinto Aráuz fueron víctimas de nuevos castigos. Luego fueron conducidos hasta Santa Rosa.
Nada menos que el dramaturgo Pedro E. Pico y Enrique Corona Martínez fueron los abogados defensores de los estibadores. Corona Martínez se fue a vivir a Jacinto Aráuz y allí se hizo pasar por corredor de comercio para reunir todos los antecedentes del caso. Fue él quien en un profundo alegato demostró que al comisario Basualdo se le había entregado una suma de dinero para que se prestara a la eliminación de la Sociedad de Resistencia.
No bien se tuvo la noticia en Buenos Aires, la FORA se puso manos a la obra. Hizo un llamado a la solidaridad y los primeros que se presentaron fueron los obreros ladrilleros que sacaron 600 nacionales de su caja para ayudar a los presos de Jacinto Aráuz y para dar protección a los prófugos. La FORA dará a conocer un indignado manifiesto titulado “La barbarie policial en La Pampa”.
Al delegado Machado y al secretario Jacinto Vinelli jamás pudo capturarlos la policía. El primero desapareció y nunca más se supo nada de su vida. Jacinto Vinelli siguió prófugo durante casi ocho años dedicándose en esos años al anarquismo “expropiador”. El 21 de agosto de 1928 fue detenido en una farmacia con un fajo de billetes de diez pesos falsos, de la falsificación realizada por el anarquista alemán Polke.
De los protagonistas de los hechos de Jacinto Aráuz (pese a la brillante defensa) seis fueron condenados a tres años de prisión: Teodoro Suárez, español, con ocho años de residencia en el país. Manuel Oyarzún, cubano; José María Martínez, de Villa Alba; Alfonso de las Heras, de Bernasconi; Gabriel Puigserver, de Villa Alba, y Abelardo Otero, también de la misma localidad (que luego le adicionaron un año por un hecho huelguístico acaecido en Salto). Los policías fueron todos absueltos. 



“Los rebeldes de Jacinto Aráuz, provincia de La Pampa”


Por Argentina para Mirar

En Jacinto Aráuz los obreros de la FORA habían logrado la firma del pliego de condiciones que estipulaba un limite en los kilos cargados, y en las horas de trabajo, entre otras cosas; además de lograr la eliminación de los capataces, lo cual produjo gran disgusto en el jefe de estación y en los candidatos a ese cargo, casi siempre “punteros” del caudillo conservador. 
A principios de diciembre de ese 1921 comenzaron a circular rumores en el pueblo de que la Liga Patriótica Argentina estaba preparando matones en Bahía Blanca. Un buen día apareció en Jacinto Aráuz un señor de apellido Cataldi. Llegó hasta el galpón del ferrocarril y preguntó por el delegado de semana. Machado se presentó a Cataldi: “Yo soy el delegado”. Cataldi lo miró de arriba abajo y le dijo: “Yo soy el nuevo capataz nombrado para esta estación. Si ustedes me reciben como capataz trabajarán conmigo, de lo contrario traeré cuadrilla para reemplazarlos”. “Vea, señor capataz respondió Machado -, lo mejor que puede hacer, ya que usted no es del pueblo, es irse y no aparecer más por aquí”. 
A los pocos días, el sindicato anarquista de Jacinto Aráuz recibió una nota del superintendente del Ferrocarril Pacífico, señor Callinger, con oficinas en Bahía Blanca, que requería una delegación de la FORA para “comunicarle con urgencia algunos problemas que interesan a esa organización”. Por supuestas quejas de los chacareros, les propuso que si ellos dejaban sin efecto una cláusula del pliego de condiciones, él no enviaría una nueva cuadrilla con capataz a Jacinto Aráuz. La Sociedad de Resistencia de Obreros Estibadores de Jacinto Aráuz contestó por escrito al superintendente la aceptación de la propuesta.
Pese a ello, el 8 de diciembre aparecieron por las calles de Jacinto Aráuz 14 hombres al mando de Cataldi provenientes de Coronel Pringles, que fueron alojados en el mejor hospedaje de la localidad. Los anarquistas ese día cumplieron normalmente las tareas, y al anochecer, cuando el delegado Machado fue a entregar las llaves del galpón de la estación al jefe de la misma, este le expresó: - Mañana se hace cargo de los galpones la nueva cuadrilla. 
La Sociedad de Resistencia realizó una asamblea que comenzó a las dos de la madrugada del 9 de diciembre de 1921, en la que participaron los trabajadores de Jacinto Aráuz, de Bernasconi y de Villa Alba. Todos los oradores estuvieron de acuerdo en una sola cosa: defender el lugar de trabajo. De allí, la cuadrilla de trabajadores se dirigió a tomar el galpón y, cuando se aproximó Cataldi y la gente de la Liga Patriótica no se les permitió la entrada.
Los policías, mientras tanto, habían ocupado la playa de estacionamientos y cuando notó que se estaba por iniciar la refriega, comenzaron a dar grandes voces dirigidas a los obreros anarquistas: - ¡Muchachos, no tiren, todo se va a arreglar! Las armas que ya habían salido a relucir en todos los sectores volvieron a esconderse. El delegado Machado resolvió entonces envió un telegrama (por el telégrafo ferroviario) al superintendente de Bahía Blanca, reclamándole por el cumplimiento de lo pactado. Al telegrama de Machado, el superintendente comunicó al jefe el siguiente cable: “Clausure galpones, yo viajo”. Esto tuvo la virtud de calmar los ánimos. Se aguardaba entonces la llegada del alto funcionario. Los anarquistas tenían confianza que se cumpliría con lo convenido.
Todos se desconcentraron y los foristas se fueron hasta el boliche de Amor y Diez donde se pusieron a asar un cordero. Eran las 8 de la mañana. El lugar donde se reunieron los trabajadores fue rodeado enseguida por la policía. Al poco rato llega el oficial de policía Américo Dozo y se dirige a los obreros que se disponían a comer: - Señores, traigo órdenes del comisario Pedro Basualdo para que vengan conmigo a la comisaría y dejen las armas. Debido a las recomendaciones de FORA de no dejarse conducir presos, Carmen Quinteros, recomienda que vayan todos a la comisaría pero no en calidad de detenidos. Con el oficial Dozo marcharon los obreros hacia la comisaría. El sargento con los vigilantes marchaba a prudente distancia escoltando al grupo. Así llegaron al patio de la comisaría. El grupo obrero se quedó en el centro del patio y fue rodeado por seis agentes armados. El oficial Dozo fue llamando uno a uno a los anarquistas, bajándolos a garrotazos. Pero los anarquistas se dan cuenta de lo que sucede y Carmen Quinteros pide que salga el comisario Basualdo para que les diga qué se propone. En ese momento aparece el comisario Basualdo llevando un Winchester con el que apuntó a Carmen Quinteros mientras gritaba: - ¡Ahora vas a ver! ¡Agentes, métanle bala, no dejen a ningún anarquista vivo! De un certero balazo, el comisario Basualdo degolló literalmente a Quinteros que cayó desangrándose.
Al grupo de obreros les caían balas de todos los costados. Estaban cercados. La sorpresa les ocasionó varios heridos pero se repusieron y luego de un rato, los anarquistas terminaron tomando la comisaría y haciendo presos a los representantes del orden en este hecho único de la historia policial argentina: un tiroteo con anarquistas en el patio de una comisaría. Pero a los discípulos de Malatesta se les acabaron las balas. Ninguno de ellos tenía más de un cargador o más que el tambor lleno del revólver. Y tuvieron que dejar el lugar. En el patio de la comisaría quedaron cuatro policías y dos anarquistas muertos. Pero ahora la situación cambiaba porque los trabajadores se habían quedado sin armas y Basualdo había pedido urgentes refuerzos a Bahía Blanca, Villa Iris, Villa Alba y Bernasconi. Además se alertaron las comisarías de General Villegas, General Pinto, Carlos Tejedor, Rivadavia, Trenque Lauquen, Pellegrini, Adolfo Alsina, Saavedra, Puán, Tornquist, Guaminí, Villarino y Patagones para que detuvieran a los prófugos. Iba a empezar así la caza del anarquista.
La versión policial de lo sucedido señalaba que un grupo de peligrosos anarquistas, en número superior a los 40, habían asaltado de improviso la comisaría de Jacinto Aráuz pero que había sido rechazado por la abnegada defensa de los representantes de la ley que, aún, arriesgando sus vidas lograron mantener el local y hacer huir a los individuos de ideas extranjerizante.
Mientras los caminos eran cortados y se buscaba en los bosquecillos cercanos, el comisario Basualdo ocupaba su tiempo en allanar el local de la Sociedad de Resistencia, del que no quedó nada en pie. También fueron allanados sin contemplaciones los domicilios de los obreros federados no sólo de Jacinto Aráuz sino también de todos los pueblos vecinos. Había que aprovechar la bolada y dar el gran escarmiento.
A los que lograron apresar los llevaron al patio de la comisaría que estaba lleno de charcos de sangre, y donde todavía estaba tirado el cuerpo de Carmen Quinteros. Allí iban siendo concentrados los prisioneros. Cada uno que llegaba era atado de pies y manos con alambres y se lo dejaba a merced de los policías que habían quedado en la comisaría que se sacaban la rabia y el gusto a latigazo limpio. Luego fueron traídas las mujeres de los anarquistas presos que tuvieron que asistir a los castigos a que eran sometidos sus compañeros.
El doctor Enrique Corona Martínez, brillante jurisconsulto que tomaría días después la defensa de los detenidos, describió las torturas sufridas por los anarquistas y señaló que pocas veces se había empleado tanta crueldad en el trato de gente presa. Corona Martínez se fue a vivir a Jacinto Aráuz y allí se hizo pasar por corredor de comercio para reunir todos los antecedentes del caso. Fue él quien en un profundo alegato demostró que al comisario Basualdo se le había entregado una suma de dinero para que se prestara a la eliminación de la Sociedad de Resistencia. Sin embargo, la única realidad fue que no solo fue destruida para siempre la organización obrera en esa localidad sino en muchas localidades vecinas