El siguiente trabajo comprende dos extractos de artículos sobre el tema. El primero es un artículo producido por el Ateneo Libertario Virtual y publicado en Alasbarricadas.org. El segundo pertenece a un texto del sitio de cultura “Argentina para Mirar” argentinaparamirar.com.ar.
Los Rebeldes de Jacinto Arauz
Ateneo Libertario Virtual
Trabajo y Condiciones
Diciembre de 1921. El levantamiento de las cosechas
se hacía con máquinas espigadoras. Es decir que, por medio de una lona
conductora, la paja del trigo que acababa de ser cortada era llegada hasta el
carro. El carro era conducido por un carrero y la carga era acomodada con pies
y horquillas por un peón a quien se le llamaba “pistín”. Cuando la carga estaba
completa, el carro salía al trote rumbo a la parva. Ese trabajo,
sumamente pesado, se hacía de sol a sol y los salarios eran miserables y las
condiciones de trabajo eran realmente inhumanas.
Los horarios de los trabajadores por lo regular, eran
de las 4 de la mañana hasta las 11 de la noche, la comida se componía de un
puchero de carne de oveja con una sopa de arroz y galleta dura. Los maquinistas
respaldado por la policía y apañados por los políticos lugareños (casi siempre
conservadores) eran la única justicia imperante. Si por el viento se podía
gastar más la correa del motor, se hacía trabajar a los horquilleros contra el
viento, es decir, que recibían en la cara toda la tierra y la paja que volaba.
La menor protesta de los asalariados en la cosecha era comunicada a la policía
y detenidos los que se dignaban a protestar contra la esclavitud a que estaban
sometidos.
Además de los hombres que trabajaban junto a la
trilladora, estaban los estibadores. Las bolsas pesaban 80 kilos, se trabajaba
corriendo cuando se cargaban los vagones; las estibas tenían una altura de 24
bolsas; se subía por una escalera de madera denominada burro. El trabajo de
estiba se pagaba por día en los puertos, pero en la campaña no. El campo se
trabajaba a destajo y nadie sabía lo que ganaba por día ya que los capataces
pagaban los domingos lo que ellos querían.
La campiña argentina se vio favorecida por la
presencia en los lugares de la cosecha de obreros rebeldes e idealistas que, en
nombre de la FORA aconsejaban a los trabajadores a organizarse y defenderse de
todos los negreros y explotadores.
Se les decía a los peones: “ustedes son seres
humanos, no son ni bestias de carga ni una clase inferior, son hombres que
merecen respeto y deben luchar para vivir con dignidad: desconocer este derecho
por parte de la sociedad es motivo de lucha para convertirla en otra mejor.
A la vez que luchen por el pan debían frecuentar bibliotecas, leer libros,
combatir los vicios y pensar en el porvenir humano. Hagamos e nuestras
organizaciones obreras universidades populares porque si bien la lucha
económica es necesaria más importantes son los valores morales y la conquista y
defensa de la Libertad, tal como lo entiende y propaga la filosofía romántica
del anarquismo. La organización de los productores es sumamente necesaria, pero
para ser eficaz y poder llenar las aspiraciones emancipadoras que emanan de
nuestras concepciones anárquicas deben de estar fincadas en los principios que
dan imperecedera vida a la FORA."
Fue en aquel tiempo que la FORA presentó un pliego de
condiciones a los cerealistas que es muy significativo: “El peso de la bolsa
será solo de 70 kilos; los horarios serán de ocho horas diarias de trabajo de
cuatro y cuatro; no se permitirá la consumición de bebidas alcohólicas ni el
uso de armas en los lugares de trabajo; en lo que toca a la corrida de vagones,
tapado de chatas, movimiento de burro como movimiento de balanza, se cobrará
extra; el trabajo no será al trote sino al paso normal de hombre.”
En Jacinto Aráuz los obreros de la FORA habían
logrado la firma del pliego de condiciones y además sumaron un nuevo triunfo:
la eliminación de capataces. Como buenos anarquistas no querían que los mandara
nadie y la organización gremial se hacía irresponsable por intermedio del
delegado de semana que se hiciera el trabajo que solía hacer el capataz A los
capataces los obreros les dijeron: “como sanguijuelas no los queremos; como
compañeros pueden quedarse con nosotros”.
Se trabajaba tranquilo en Jacinto Aráuz. Eso sí,
duro. Hombrachones que cargaban sobre el lomo pesadas bolsas hora tras hora,
llenos de tierra y sudor y que no sufrían de ninguna alegría pese a que las
fosas nasales se rellenaban de esas briznas del trigo. Y a la noche tenían cita
de honor: ir a escuchar al delegado de turno o a algún orador anarquista
viajero sobre la traición de los bolcheviques a la revolución rusa o la
necesidad de eliminar todas las formas del Estado o la de educar a sus hijos en
la negativa a cumplir con cualquier clase de servicio militar o policial. Y no
se tomaba alcohol, se bebía agua de pozo o de bomba.
A principios de diciembre de ese 1921 comenzaron a
circular rumores en el pueblo. Se hablaba que la Liga Patriótica
estaba preparando matones en Bahía Blanca. Y esas versiones se hicieron
realidad.
Nueva Cuadrilla
Un buen día apareció en Jacinto Aráuz un señor de
apellido Cataldi. Llegó hasta el galpón del ferrocarril y preguntó por el
delegado de la semana. Lo
llamaron a Machado (un gauchazo nacido en el Uruguay) que estaba hombreando
bolsas. Machado se presentó a Cataldo: “Yo soy el delegado”. Cataldi lo
miró de arriba abajo y le dijo: “Yo soy el nuevo capataz nombrado para esta
estación. Si ustedes me reciben como capataz trabajarán conmigo, de lo
contrario traeré cuadrilla para reemplazarlos”. “Vea, señor capataz
(respondió Machado), lo mejor que puede hacer, ya que usted no es del
pueblo, es irse y no aparecer más por aquí.” Cataldi sonrió y, sin saludar,
se fue.
A los pocos días, el sindicato anarquista de Jacinto
Aráuz recibió una nota del superintendente del Ferrocarril Pacífico, señor
Callinger, con oficinas en Bahía Blanca, que requería una delegación de la FORA
para “comunicarle con urgencia algunos problemas que interesan a esa
organización”. Ese mismo día se reunió la asamblea de estibadores y se dio
lectura a la comunicación del superintendente del ferrocarril. Se resolvió
enviar a tres delegados a Bahía Blanca. Allí, el funcionario ferroviario les
comunicó que había recibido quejas de los chacareros en el sentido de que los
estibadores eran injustos con ellos, pues le cobraban dobla las bolsas del
carro porque algunas pasaban del peso. Les propuso que si ellos dejaban sin
efecto esa cláusula del pliego de condiciones, él no enviaría a una nueva
cuadrilla con capataz a Jacinto Aráuz. Regresaron los delegados e informaron a
la asamblea que, luego de extenso debate, decidió aceptar el temperamento
propuesto por el funcionario del ferrocarril. La Sociedad de Resistencia de
Obreros Estibadores de Jacinto Aráuz contestó por escrito al
superintendente la aceptación de la propuesta.
Pero la suerte del a organización anarquista estaba
echada. Lo que esperaba el superintendente era el rechazo y no la aceptación. Todo
se había planeado para terminar con los anarquistas en esa zona. La victoria
obtenida por los obreros al forzar la firma del pliego de condiciones había
alarmado a las casas cerealistas, a los políticos conservadores y algunos radicales
de la zona y, por supuesto a la
policía. El plan era liquidar la organización sin más
trámite. Para eso contaban con el visto bueno de Manuel Carlés y su Liga
Patriótica que puso a disposición de los organizadores del plan una brigada
de “obreros buenos” de Coronel Pringles a las órdenes del incondicional
Cataldi, que las oficiaba de capataz. Luego de enviar la carta a Bahía Blanca,
los anarquistas se quedaron tranquilos pensando en que ya habían aflojado
demasiado aceptando el pedido del superintendente. Además, aunque nunca habían
confiado en la policía, veían que tanto oficiales como agentes se habían
acercado a ellos y habían iniciado de entendimiento cordial.
Pero el 8 de diciembre aparecieron por las calles de
Jacinto Aráuz 14 hombres al mando de Cataldi provenientes de Coronel Pringles.
Todos fueron alojados en el mejor hospedaje de la localidad. Los
anarquistas volvieron a la realidad; ahora sabían que si aflojaban lo iban a
perder todo. Ese día cumplieron normalmente las tareas, pero ya al anochecer,
cuando el delegado Machado fue a entregar las llaves del galpón de la estación
al jefe de la misma, éste le expresó: “Mañana se hace cargo del los galpones
de la nueva cuadrilla”.
La noticia cundió de inmediato. Machado reunió a sus
hombres y todos se desparramaron en distintas direcciones. A caballo y en
sulkys se dirigieron a convocar a los compañeros de las localidades vecinas de
Bernasconi y de Villa Alba (que hoy se llama José de San Martín), ambas en La Pampa. Mientras
tanto, dos o tres foristas, entre ellos Teodoro Suárez, salieron al paso del
grupo de hombres de la
Liga Patriótica y les inquirieron qué era lo que los traía
por Jacinto Aráuz. Los recién llegados contestaron primero con evasivas, pero
luego confesaron que “los habían traído engañados” y ya no podían hacer nada
porque tenían dinero para regresar a sus hogares.
Los foristas les contestaron que no se preocuparan,
que ellos les iban a juntar el dinero para pagarles el pasaje de vuelta y más,
todavía, si alguno de ellos quería quedarse a trabajar en Jacinto Aráuz podía
hacerlo, pero a la par de los de la cuadrilla de obreros organizados. Por
último se los invitó a participar de la asamblea que la Socidad de
Resitencia iba a realizar esa noche.
Asamblea y Prisión
Pero, por supuesto, no concurrieron. La asamblea
comenzó a las dos de la madrugada del 9 de diciembre de 1921. De ella
participaron los trabajadores de Jacinto Aráuz, de Bernasconi y de Villa Alba.
Todos los oradores estuvieron de acuerdo en una sola cosa: defender el lugar de
trabajo “ya que lo planeado era una desvergüenza y una provocación
incalificable a los hombres de trabajo, y el tener ideas de bien, personalidad
responsable y decencia, era un delito para los negreros de La Pampa”.
De allí, la cuadrilla de trabajadores se dirigió a
tomar el galpón y, cuando se aproximó Cataldi y la gente de la Liga Patriótica no
se les permitió la
entrada. Los policías, mientras tanto, habían ocupado la
playa de estacionamiento y cuando notaron que se estaba por iniciar la
refriega, comenzaron a dar grandes voces dirigidas a los obreros anarquistas: “¡Muchachos,
no tiren, todo se va a arreglar!” Las armas que ya habían salido a relucir
en todos los sectores volvieron a esconderse. Hasta el capataz Cataldi volvió a
embolsar los dos revólveres que había mostrado en sus manos.
El delegado Machado resolvió entonces dirigirse a la
oficina de la estación para enviar un telegrama al superintendente de Bahía
Blanca, reclamándole por el cumplimiento de lo pactado. El superintendente
comunicó al jefe: “Clausure galpones, yo viajo”. Se aguardaba entonces
la llegada del funcionario. Los anarquistas tenían la confianza de que se
cumpliría con lo convenido. Todos se desconcentraron y los foristas se fueron a
asar un cordero. Eran las 8 de la
mañana. El lugar donde se reunieron los trabajadores fue
rodeado enseguida por la
policía. Se notaba que había un tenso clima y que los
efectivos policiales de Jacinto Aráuz habían sido reforzados por agentes de
pueblos cercanos. Al poco rato llega un oficial de policía y se dirige a los
obreros que se disponían a comer: "Señores, traigo órdenes del
comisario Pedro Basualdo para que vengan conmigo a la comisaría y dejen las
armas."
Los obreros se miran sorprendidos. Y deciden ir a la
comisaría pero no en calidad de detenidos, sino acompañando al oficial
voluntariamente. Así llegaron al patio de la comisaría. La trampa
estaba preparada. El grupo obrero se quedó en el centro del patio y fue rodeado
por seis agentes armados. El oficial Dozo hizo como que iba a buscar al
comisario Basualdo, pero volvió con armas y dirigiéndose a Machado le dijo: “Pase
usted, Machado”. Machado pasó, creyendo que en su calidad de delegado de
semana el comisario le quería hablar a él. Pero se equivocó. Porque no habían
pasado dos minutos cuando Dozo, dirigiéndose de nuevo al patio, señaló a Guillermo
Prieto: ahora venga usted. Prieto pasó pero lo que vio lo hizo retroceder unos
pasos mientras gritaba: “¡Compañeros! ¡Dan la biaba!"
Lo que había visto Prieto era suficiente: a Machado
lo habían rodeado entre el comisario Basualdo, el subcomisario, otro
oficial, varios agentes y un particular y lo habían bajado a garrotazos. Prieto
apenas pudo gritar porque también desapareció en el cuarto donde daban la
paliza. “Pase un tercero” gritó entonces Dozo a los anarquistas.
No se movió nadie. Y se escuchó al anarquista Carmen Quinteros al mismo tiempo
que daba un paso adelante: “aquí no hemos venido en calidad de detenidos.
Que salga el comisario Basualdo para que nos diga qué se propone con nosotros.”
En ese momento apareció el comisario Basualdo por un
molinete; llevaba un Winchester con el que apuntó a Carmen Quinteros mientras
gritaba: “¡Ahora vas a ver! ¡Agentes, métanles bala, no dejen a ningún anarquista
vivo!” De un cetero balazo, Basualdo degolló literalmente a Quinteros que
cayó desangrándose. ¡A tiros no, Basualdo! – se oyó gritar todavía a Jacinto
Vinelli, secretario de la Sociedad de Resistencia de Estibadores. Les
habían ganado de mano. Al grupo de obreros les caían balas de todos los
costados. Estaban cercados. Pero esos anarquistas no eran nenes de teta. Quien
más quien menos sacó su arma de fuego o su cuchillo. La sorpresa les ocasionó
varios heridos pero se repusieron y se armó una batalla durante veinte minutos.
Los policías vieron que la cosa no era tan fácil y comenzaron a buscar mejor
protección. Diez minutos más y los anarquistas tomaban la comisaría y hacían
presos a los representantes del orden en este hecho único de la historia
policial argentina: un tiroteo con anarquistas en el patio de una comisaría.
Pero a los anarquistas se les acabaron las balas. Y tuvieron que dejar el
lugar. Algunos lograron detener dos automóviles que pasaban por el camino y
desaparecer mientras otros trataban de buscar los bosques cercarnos.
El patio de la comisaría presentaba un espectáculo
escalofriante: los estibadores habían tenido una baja: Carmen Quinteros. La
policía dos muertos: el oficial Dozo y el agente Freitas. Pero de ambos
lados heridos graves (de ellos moriría poco después otro oficial, Eduardo
Merino y otro agente, Estevan Mansilla, y el estibador Ramón Llabrés, que había
venido de la localidad de Villa Alba a dar su solidaridad a los hombres de
Jacinto Aráuz) en total, cuatro policías y dos anarquistas muertos.
Persecución, Castigos Y Prisión
Los “individuos de ideas extranjerizantes” (según la
policía), huyeron y el comisario Basualdo pidió refuerzos urgentes a las
localidades vecinas. La policía cortó caminos y buscaba anarquistas en los
bosquecillos cercanos. También fueron allanados los dormitorios de los obreros
federados. Teodoro Suárez y Alfonso de Las Heras, habían ido a pie a campo
traviesa. Los dos buscaron refugio en un puesto y allí fueron rodeados por una
comisión policial. Los hicieron caminar con las manos en alto, los rodearon y
comenzaron a golpearlos con un caño de hierro dándole golpes en la cabeza, en
las costillas y en los riñones.
Los llevaron al patio de la comisaría que estaba
lleno de charcos de sangre. Habían recogido los cadáveres de los policías
muertos, pero todavía estaba tirado el de Carmen Quinteros. Allí iban siendo
concentrados los prisioneros. Cada uno que llegaba era atado de pies y manos
con alambre y se lo dejaba a merced de los policías que habían quedado en la
comisaría que se sacaban la rabia y el gusto a latigazo limpio. Luego fueron
traídas las mujeres de los anarquistas presos que tuvieron que asistir a los
castigos a que eran sometidos sus compañeros. Entre uno de esos castigos se
contaba el siguiente: mientras un policía lo levantaba en vilo de los pelos al
preso, otro vigilante le orinaba la cara.
Zoila Fernández tenía tres hijos y era compañera de Jacinto
Vinelli, secretario de la Sociedad de Resistencia de Jacinto Aráuz. Éste
con Machado, José María Martínez y Francisco Real habían logrado huir. Por eso,
la policía fue a buscarla a Zoila para que le diga dónde se hallaba su
compañero. La policía le pusieron las esposas, dedicándose luego al saqueo de la casa. Destrozaron
todo lo que pudieron, pasando inmediatamente al local de la sociedad donde lo
que no pudieron llevarse lo prendieron fuego. Zoila les pidió que le sacaran
las esposas para llevar a su hijito, que apenas tenía cuarenta días, pero sus
ruegos fueron desoídos, conduciéndola a golpes hacia la comisaría. Por la
tarde la tomaron por la nuca y la llevaron hasta el patio para hacerla limpiar
con la cara los charcos de sangre, Zoila a su vez gritaba “¡No me importa
que me hagan esto, es sangre de machos, sangre de anarquistas!” Luego la
condujeron hasta un calabozo y más tarde logró que le llevaran al hijo. Allí
presenció las horribles torturas que les fueron aplicadas a indefensos obreros,
que ni habían participado en el hecho: se les cruzaban las muñecas por detrás y
se les ligaba con alambres de púa. Al día siguiente los presos, terriblemente
golpeados y heridos fueron encadenados unos con otros y allí, antes de la
despedida de Jacinto Aráuz fueron víctimas de nuevos castigos. Luego fueron
conducidos hasta Santa Rosa.
Nada menos que el dramaturgo Pedro E. Pico y Enrique
Corona Martínez fueron los abogados defensores de los estibadores. Corona
Martínez se fue a vivir a Jacinto Aráuz y allí se hizo pasar por corredor
de comercio para reunir todos los antecedentes del caso. Fue él quien en un
profundo alegato demostró que al comisario Basualdo se le había entregado una
suma de dinero para que se prestara a la eliminación de la Sociedad de
Resistencia.
No bien se tuvo la noticia en Buenos Aires, la FORA
se puso manos a la obra.
Hizo un llamado a la solidaridad y los primeros que se
presentaron fueron los obreros ladrilleros que sacaron 600 nacionales de
su caja para ayudar a los presos de Jacinto Aráuz y para dar protección a los
prófugos. La FORA dará a conocer un indignado manifiesto titulado “La barbarie
policial en La Pampa”.
Al delegado Machado y al secretario Jacinto Vinelli
jamás pudo capturarlos la
policía. El primero desapareció y nunca más se supo nada de
su vida. Jacinto Vinelli siguió prófugo durante casi ocho años dedicándose en
esos años al anarquismo “expropiador”. El 21 de agosto de 1928
fue detenido en una farmacia con un fajo de billetes de diez pesos falsos, de
la falsificación realizada por el anarquista alemán Polke.
De los protagonistas de los hechos de Jacinto Aráuz
(pese a la brillante defensa) seis fueron condenados a tres años de prisión: Teodoro
Suárez, español, con ocho años de residencia en el país. Manuel Oyarzún,
cubano; José María Martínez, de Villa Alba; Alfonso de las Heras, de
Bernasconi; Gabriel Puigserver, de Villa Alba, y Abelardo Otero, también de la
misma localidad (que luego le adicionaron un año por un hecho huelguístico
acaecido en Salto). Los policías fueron todos absueltos.
“Los rebeldes de Jacinto Aráuz, provincia de La Pampa”
Por Argentina para Mirar
En Jacinto Aráuz los obreros de la FORA habían
logrado la firma del pliego de condiciones que estipulaba un limite en los
kilos cargados, y en las horas de trabajo, entre otras cosas; además de lograr
la eliminación de los capataces, lo cual produjo gran disgusto en el jefe de
estación y en los candidatos a ese cargo, casi siempre “punteros” del caudillo
conservador.
A principios de diciembre de ese 1921 comenzaron a
circular rumores en el pueblo de que la Liga Patriótica Argentina estaba
preparando matones en Bahía Blanca. Un buen día apareció en Jacinto Aráuz un
señor de apellido Cataldi. Llegó hasta el galpón del ferrocarril y preguntó por
el delegado de semana. Machado se presentó a Cataldi: “Yo soy el delegado”.
Cataldi lo miró de arriba abajo y le dijo: “Yo soy el nuevo capataz nombrado
para esta estación. Si ustedes me reciben como capataz trabajarán conmigo, de
lo contrario traeré cuadrilla para reemplazarlos”. “Vea, señor capataz
respondió Machado -, lo mejor que puede hacer, ya que usted no es del pueblo,
es irse y no aparecer más por aquí”.
A los pocos días, el sindicato anarquista de Jacinto
Aráuz recibió una nota del superintendente del Ferrocarril Pacífico, señor
Callinger, con oficinas en Bahía Blanca, que requería una delegación de la FORA
para “comunicarle con urgencia algunos problemas que interesan a esa
organización”. Por supuestas quejas de los chacareros, les propuso que si ellos
dejaban sin efecto una cláusula del pliego de condiciones, él no enviaría una
nueva cuadrilla con capataz a Jacinto Aráuz. La Sociedad de Resistencia de
Obreros Estibadores de Jacinto Aráuz contestó por escrito al superintendente la
aceptación de la propuesta.
Pese a ello, el 8 de diciembre aparecieron por las
calles de Jacinto Aráuz 14 hombres al mando de Cataldi provenientes de Coronel
Pringles, que fueron alojados en el mejor hospedaje de la localidad. Los
anarquistas ese día cumplieron normalmente las tareas, y al anochecer, cuando
el delegado Machado fue a
entregar las llaves del galpón de la estación al jefe de la
misma, este le expresó: - Mañana se hace cargo de los galpones la nueva
cuadrilla.
La Sociedad de Resistencia realizó una asamblea
que comenzó a las dos de la madrugada del 9 de diciembre de 1921, en la
que participaron los trabajadores de Jacinto Aráuz, de Bernasconi y de Villa
Alba. Todos los oradores estuvieron de acuerdo en una sola cosa: defender el
lugar de trabajo. De allí, la cuadrilla de trabajadores se dirigió a tomar el galpón y, cuando
se aproximó Cataldi y la gente de la Liga Patriótica no se les permitió la
entrada.
Los policías, mientras tanto, habían ocupado la playa
de estacionamientos y cuando notó que se estaba por iniciar la refriega,
comenzaron a dar grandes voces dirigidas a los obreros anarquistas: - ¡Muchachos,
no tiren, todo se va a arreglar! Las armas que ya habían salido a relucir en
todos los sectores volvieron a esconderse. El delegado Machado resolvió entonces
envió un telegrama (por el telégrafo ferroviario) al superintendente de Bahía
Blanca, reclamándole por el cumplimiento de lo pactado. Al telegrama de
Machado, el superintendente comunicó al jefe el siguiente cable: “Clausure
galpones, yo viajo”. Esto tuvo la virtud de calmar los ánimos. Se aguardaba
entonces la llegada del alto funcionario. Los anarquistas tenían confianza que
se cumpliría con lo convenido.
Todos se desconcentraron y los foristas se fueron
hasta el boliche de Amor y Diez donde se pusieron a asar un cordero. Eran las 8
de la mañana. El lugar donde se reunieron los trabajadores fue rodeado
enseguida por la policía. Al poco rato llega el oficial de policía Américo Dozo
y se dirige a los obreros que se disponían a comer: - Señores, traigo órdenes
del comisario Pedro Basualdo para que vengan conmigo a la comisaría y dejen las
armas. Debido a las recomendaciones de FORA de no dejarse conducir
presos, Carmen Quinteros, recomienda que vayan todos a la comisaría pero
no en calidad de detenidos. Con el oficial Dozo marcharon los obreros hacia la
comisaría. El sargento con los vigilantes marchaba a prudente distancia
escoltando al grupo. Así llegaron al patio de la comisaría. El grupo obrero se
quedó en el centro del patio y fue rodeado por seis agentes armados. El oficial
Dozo fue llamando uno a uno a los anarquistas, bajándolos a garrotazos. Pero
los anarquistas se dan cuenta de lo que sucede y Carmen Quinteros pide que
salga el comisario Basualdo para que les diga qué se propone. En ese momento
aparece el comisario Basualdo llevando un Winchester con el que apuntó a Carmen
Quinteros mientras gritaba: - ¡Ahora vas a ver! ¡Agentes, métanle bala, no
dejen a ningún anarquista vivo! De un certero balazo, el comisario
Basualdo degolló literalmente a Quinteros que cayó desangrándose.
Al grupo de obreros les caían balas de todos los
costados. Estaban cercados. La sorpresa les ocasionó varios heridos pero se
repusieron y luego de un rato, los anarquistas terminaron tomando la comisaría
y haciendo presos a los representantes del orden en este hecho único de la
historia policial argentina: un tiroteo con anarquistas en el patio de una
comisaría. Pero a los discípulos de Malatesta se les acabaron las balas.
Ninguno de ellos tenía más de un cargador o más que el tambor lleno del
revólver. Y tuvieron que dejar el lugar. En el patio de la comisaría quedaron cuatro
policías y dos anarquistas muertos. Pero ahora la situación cambiaba porque los
trabajadores se habían quedado sin armas y Basualdo había pedido urgentes
refuerzos a Bahía Blanca, Villa Iris, Villa Alba y Bernasconi. Además se
alertaron las comisarías de General Villegas, General Pinto, Carlos Tejedor,
Rivadavia, Trenque Lauquen, Pellegrini, Adolfo Alsina, Saavedra, Puán,
Tornquist, Guaminí, Villarino y Patagones para que detuvieran a los
prófugos. Iba a empezar así la caza del anarquista.
La versión policial de lo sucedido señalaba que un
grupo de peligrosos anarquistas, en número superior a los 40, habían asaltado
de improviso la comisaría de Jacinto Aráuz pero que había sido rechazado por la
abnegada defensa de los representantes de la ley que, aún, arriesgando sus
vidas lograron mantener el local y hacer huir a los individuos de ideas
extranjerizante.
Mientras los caminos eran cortados y se buscaba en
los bosquecillos cercanos, el comisario Basualdo ocupaba su tiempo en allanar
el local de la Sociedad de Resistencia, del que no quedó nada en pie. También
fueron allanados sin contemplaciones los domicilios de los obreros federados no
sólo de Jacinto Aráuz sino también de todos los pueblos vecinos. Había que
aprovechar la bolada y dar el gran escarmiento.
A los que lograron apresar los llevaron al patio de
la comisaría que estaba lleno de charcos de sangre, y donde todavía estaba
tirado el cuerpo de Carmen Quinteros. Allí iban siendo concentrados los
prisioneros. Cada uno que llegaba era atado de pies y manos con alambres y se
lo dejaba a merced de los policías que habían quedado en la comisaría que se
sacaban la rabia y el gusto a latigazo limpio. Luego fueron traídas las mujeres
de los anarquistas presos que tuvieron que asistir a los castigos a que eran
sometidos sus compañeros.
El
doctor Enrique Corona Martínez, brillante jurisconsulto que tomaría días
después la defensa de los detenidos, describió las torturas sufridas por los
anarquistas y señaló que pocas veces se había empleado tanta crueldad en el
trato de gente presa. Corona Martínez se fue a vivir a Jacinto Aráuz y
allí se hizo pasar por corredor de comercio para reunir todos los antecedentes
del caso. Fue él quien en un profundo alegato demostró que al comisario
Basualdo se le había entregado una suma de dinero para que se prestara a la
eliminación de la Sociedad de Resistencia. Sin embargo, la única realidad fue
que no solo fue destruida para siempre la organización obrera en esa localidad
sino en muchas localidades vecinas