NOTA
EDITORIAL
De
la edición en papel de Octubre de 1980.
Conocer
el escrito de Luigi Fabbri Influencias burguesas sobre el anarquismo se
hace indispensable para evitar el distorsionar esta corriente. Aunque de por sí
el análisis de L. Fabbri es de una claridad extraordinaria es necesario
revitalizarlo basándonos en hechos actuales ya que fue elaborado a principios
de este siglo; habiendo sido realizada en castellano la primera edición de esta
obra en 1918. Parte importante de la tesis de Fabbri estriba en la afirmación
de que la burguesía tiene una concepción particular del anarquismo. Particular porque
refleja una visión del mundo cuyos principales elementos son:
A)
La desmesurada importancia dada a los actos heroicos individuales. La
importancia máxima -afirma Fabbri- concedida a un acto de violencia o rebelión
es hija de la importancia máxima que la doctrina política burguesa concede a
contados hombres en comparación a la que concede a todo el ambiente social.
B)
La morbosa complacencia para con todos los actos antisociales, que si bien
supuestamente se combaten, en realidad se pregonan, ya que la moral burguesa
fomenta actitudes y planteamientos antisociales por excelencia.... entre la
burguesía halla más gracia -sentencia Fabbri- el asesino que arrebata una vida
al consorcio humano que el ladrón que, en último término, nada arrebata al patrimonio
vital de la sociedad, cambiando tan sólo el puesto y el propietario de las
cosas...
Fabbri,
evidentemente por la época en que escribió esta obra, sólo pudo referirse a la
pregonización de estos conceptos difundidos a través de cierta literature vociferante;
de las editoriales que daban cabida a cuanta obra que reuniese los dos
elementos arriba citados y, obviamente de la prensa burguesa empeñada en
dedicar grandes encabezados a cualquier atentado calificándolo de anarquista.
En
la actualidad no podemos considerar únicamente estos medios, puesto que la
aparición de la radio, la televisión, los discos fonográficos, las cintas
magnetofónicas, el increíble boum de los comix, han generado un cambio
en las condiciones de información y condicionamiento masivos. Las mismas
ediciones de libros, revistas y diarios, con sus grandes tirajes y, la mayoría
de las veces, monopólicos centros de distribución también acarrean una
trascendente variante en estos medios. Por lo tanto, en nuestra época, el
efecto que causan las concepciones vertidas mediante las mass media se
ha duplicado, logrando que el receptor, sin mente analítica ni crítica, acabe
por aceptarlas como ciertas.
La
propaganda burguesa logró efectivamente sus propósitos; no admitirlo sería
absurdo porque ¿cómo entender que una persona como Jean-Paul Sartre describa al
anarquista, tal como lo concibe la burguesía, en su obra Erostrato?
Ahora
bien, el mismo planteamiento expresado por la vedette de los Rolling Stones,
Mick Jagger viene a causar un efecto más trascendente si tomamos en cuenta el
aparato publicitario que rodea a Jagger -autodefinido como anarquista- y
sobre todo la representatividad que este cantante ejerció y sigue ejerciendo en
amplias capas de la juventud. Al respecto, podemos afirmar que Jagger encarna
casi a la perfección lo que es un anarquista desde el punto de vista
burgués; aparentemente refractario, hasta presentarse con actitud de burla ante
los tribunales para responder al cargo de posesión ilegal de drogas.
Menester
es aclarar que la asociación de ideas entre drogas y anarquismo; marginalidad y
anarquismo, no tiene fundamento, porque en estos casos sólo se usa el ideario
anarquista como justificación de una supuesta actitud de rebeldía frente a la
sociedad. Esta relación fue suscitada principalmente por la prensa y ciertas
casas editoriales. Para ejemplificar mencionaremos al libro The anarchist cook book editado en los Estados
Unidos y que afortunadamente no se ha traducido al castellano. Una simple
hojeada basta para comprobar que la intención es desprestigiar al anarquismo,
mediante una propaganda dirigida esencialmente a los jóvenes susceptibles de
identificarse con esta supuesta marginación calificada de anarquista.
Así
mismo es preciso recalcar que para muchos el anarquismo no pasa de ser una
manifestación típica de la adolescencia a través de la cual el joven se rebela
contra el padre. De aquí que expresiones como es realmente penoso aquel que
a los quince años no haya sido anarquista, se encuentren comúnmente
extendidas entre las viejas guardias revolucionarias, evidentemente no
anarquistas, quienes llegan incluso a afirmar categóricamente que el
anarquismo es una enfermedad que se cura con los años. Tampoco podemos
evitar el mencionar que la tan conocida sentencia el anarquismo no es sino
la exageración del individualismo burgués surge también a raíz de las
posiciones y actitudes de algunos individuos influenciados -inconscientemente
la mayoría de las veces- por la propaganda burguesa, cuyos planteamientos son
aristocráticos, antisocialistas y, sobre todo, súper individualistas,
conllevándoles a confundir sociedad y estado. Los anarquistas han sostenido
siempre dice Fabbri que no hay vida fuera de la asociación y de la
solidaridad y que no es posible la lucha y la revolución sin una organización
preordenada de los revolucionarios. Pero a los que convenía más pintarnos como
factores de la anarquía en el sentido de confusión, comenzaron a decir que
éramos amorfistas, enemigos de toda organización, y con tal objeto
desenterraron a Nietzsche y después a Stirner... muchos anarquistas mordieron
el anzuelo y muy en serio se convirtieron en amorfistas, stirnerianos,
nietzscheanos y otras tantas parecidas diabluras: negaron la organización, la
solidaridad y el socialismo, para acabar, alguno restaurando la propiedad
privada, haciendo de este modo, precisamente, el juego de la burguesía
individualista. Sus ideas se convirtieron, valiéndose de una frase de Felipe
Turati, en la exageración del individualismo burgués.
Bastante
difundida es también la relación que se establece entre anarquismo y violencia
(violencia<=>anarquismo), tanto desarrollada por la propaganda burguesa
como por ciertos partidos autodefinidos revolucionarios. Sobre todo a
partir de las dos últimas décadas ha habido un recrudecimiento de acciones
perpetradas por grupos como The Weathermen en los Estados Unidos; la famosa
Baader Meinhof; las tristemente célebres Brigadas Rojas en Italia; la
organización Septiembre Negro de Palestina, tan sólo por mencionar algunas de
las más conocidas, y la prensa mundial sensacionalista no tardó en calificar de
anarquistas a algunas de las organizaciones ya citadas, sobre todo a la
Baader Meinhof, tanto en los países del llamado bloque capitalista como en los
del bloque socialista. Este bombardeo publicitario rindió su efecto al
lograr que un altísimo porcentaje de los receptores de tales noticias aceptara
de inmediato como ciertos estos calificativos, a pesar de que la Baader Meinhof
siempre se proclamó marxista-leninista en la completa acepción del término
(para más información al respecto, véase la obra À
propos de la Bande Baader Meinhof, o bien los pocos
libros que hay sobre este tema). Sin embargo el bautizo de las prensas
capitalista y socialista rindió sus frutos: asustar a la mayoría de la
gente con el supuesto terror anarquista, porque están plenamente
conscientes de que cuando un importante número de individuos que conforman
estas sociedades sepa lo que entraña y significa para sí mismos el solo intento
de poner en práctica los ideales anarquistas, este solo intento marcará el
principio de su propia derrota y el surgimiento de la audeterminación de los
hombres sobre sus propias vidas, puesto que a través de sus diversos análisis
de índole sociológica, el anarquismo demuestra su validez, si tomamos en cuenta
la probabilidad de una catástrofe nuclear; consecuencia muy posible de una
tercera guerra mundial que cada día se hace más cercana al no poder encontrar
el sistema actual político-económico una solución a las crisis que le son
inherentes. Para no dar lugar a equívocos -señala Fabbri-, conviene que nos
entendamos en primer lugar sobre las palabras. No existe una teoría del
anarquismo violento. La anarquía es un conjunto de doctrinas sociales que
tienen por fundamento común la eliminación de la autoridad coactiva del hombre
sobre el hombre, y sus partidarios se reclutan, en su mayoría, entre las
personas que repudian toda forma de violencia y que no aceptan ésta sino como
medio de legítima defensa.
Chantal
López y Omar Cortés
LA
LITERATURA VIOLENTE EN EL ANARQUISMO
Para
no dar lugar a equívocos, conviene que nos entendamos en primer lugar sobre las
palabras. No existe una teoría del anarquismo violento. La anarquía es un
conjunto de doctrinas sociales que tienen por fundamento común la eliminación
de la autoridad coactiva del hombre sobre el hombre, y sus partidarios se
reclutan, en su mayoría, entre las personas que repudian toda forma de
violencia y que no aceptan ésta sino como medio de legítima defensa. Sin
embargo, como no hay una línea precisa de separación entre la defensa y la
ofensa, y como el concepto mismo de defensa puede ser entendido de maneras muy
diversas, se producen de vez en vez actos de violencia, cometidos por
anarquistas, en una forma de rebelión individual que atenta contra la vida de
los jefes de estado y de los representantes más típicos de la clase dominante.
Estas
manifestaciones de rebelión individual las agrupamos bajo el nombre de anarquismo
violento, pero nada más que para ser entendidos, no porque el nombre refleje
exactamente la realidad. De hecho, todos los partidos, sin exceptuar a ninguno,
han pasado por el periodo en el cual uno o varios individuos cometieron, en su
nombre, actos violentos de rebelión, tanto más cuando cada partido se hallara
en el extremo último de oposición a las instituciones políticas o sociales que
dominaran. Actualmente, el partido que se halla, o parece hallarse, en la
vanguardia y en absoluta oposición con las instituciones dominantes, es el
anarquista. Lógico es, pues, que las manifestaciones de rebelión violenta
contra éstas asuman el nombre y ciertas características especiales del
anarquismo.
Una
vez dicho esto, quiero hacer notar, aunque sea brevemente, cosa que me parece
no ha sido hecho aún, la influencia que la literatura tiene sobre estas
manifestaciones de rebelión violenta y la influencia que de ésta recibe.
Naturalmente,
dejo sin citar la literatura clásica, por más que podría hallar en Cicerón, en
la biblia, en Shakespeare, en Alfieri, y en todos los libros de historia que
corren de mano en mano entre la juventud, la justificación del delito político;
de Judith con la historia sagrada y Bruto con la historia romana, hasta Orsini
y Agesilao Milano en la historia moderna, hay toda una serie de delitos
políticos de los cuales los historiadores y los poetas han hecho apologías,
algunas veces injustas.
Pero
no quiero hablar de esos delitos, ya porque me llevarían demasiado lejos, ya
porque no sería difícil ver en ellos el concurso de circunstancias muy diversas
que les daba muy diverso carácter. Quiero solamente referirme a aquella
literatura que directa y abiertamente tiene relación con el delito político al
que actualmente se da el nombre de anarquismo.
Desde
el año 1880, ha habido siempre, con frecuencia, atentados anarquistas; pero su
mayor número se halla en el periodo que va desde 1891 a 1894, especialmente en
Francia, España e Italia. Ahora bien: yo no sé si alguien habrá observado que
precisamente en dicho periodo floreció, sobre todo en Francia, una literatura
ardiente que no se recataba de elevar al séptimo cielo todo atentado
anarquista, frecuentemente hasta los menos simpáticos y justificables, y
empleando un lenguaje que era verdaderamente una instigación a la propaganda
por el hecho.
Los
escritores que se dedicaban a esta especia de sport de literatura
violenta estaban casi todos ellos completamente fuera del partido y del
movimiento anarquista; rarísimos eran aquellos en quienes la manifestación
literaria y artística correspondiese a una verdadera y propia persuasión
teórica, a una consciente aceptación de las doctrinas anarquistas; casi todos
obraban en su vida privada y pública en completa contradicción con las cosas
terribles y las ideas afirmadas en un artículo, en una novela, en un cuento o
en una poesía; a menudo sucedía que se hallaban declaraciones anarquistas
violentísimas en obras de escritores muy conocidos como pertenecientes a
partidos diametralmente opuestos al anarquismo.
Aun
entre aquellos que por un momento pareció que habían abrazado seriamente las
ideas anarquistas, tan sólo uno o dos conservaron más tarde su dirección
intelectual -entre ellos no recuerdo más que a Mirbeau y Ekhoud-; los demás
pasados dos o tres años, sostuvieron ya ideas del todo contrarias a las
afirmadas antes con tanta virulencia.
Ravachol,
que aun entre los anarquistas es el tipo de rebelde violento que menos
simpatías conquistó, encontró entre los literatos numerosos apologistas; entre
éstos, al lado de Mirbeau, a Paul Adam, algunos años después místico y
militarista, que dio por hablar del tremendo dinamitero de un modo lo más
paradojal que pueda imaginarse: Al fin -dijo poco más o menos Paul Adam- en estos tiempos de escepticismo y de vileza nos ha nacido un santo. No era como se ve, el santo de Fogazzaro, del cual tal vez Paul
Adam estaría hoy dispuesto a hacer la apología. Lo más curioso es que los
literatos eran propensos a aprobar más a aquellos actos de rebelión que los
mismos anarquistas militantes, propiamente dichos, menos aprobaban, por
considerar que su carácter era superabundantemente antisocial. ¿Quién no
recuerda la expresión antihumana, por estética que fuese, de Laurent Tailhade
-más tarde convertido al militarismo nacionalista- en el banquete que dio La Plume, en plena epidemia de explosiones
dinamiteras, en 1893? La Plume, la notable e intelectual revista parisien, había organizado un
banquete de poetas y literatos, y en dicho banquete fue cuando Tailhade soltó
la conocida frase referente a los atentados por medio de las bombas: ¡Qué
importan las víctimas si el gesto es bello! Inútil decir que los
anarquistas militantes desaprobaron, en nombre de su propia filosofía y de su
partido, esa teoría estética de la violencia, pero la frase fue dicha e hizo su
efecto.
El
nacionalista Mauricio Barres, que había escrito una novela acentuadamente
individualista intitulada El enemigo de las leyes, novela que los anarquistas hacían circular para hacer propaganda,
escribió, poco después de la decapitación de Emilio Henry -cuyo atentado fue
severamente juzgado por Eliseo Reclus-, un artículo lleno de admiración y
entusiasmo. No me atrevo a reproducir ni siquiera un pequeño fragmento, porque
en Italia, donde esto se escribe, no se pueden decir ciertas cosas ni a título
de información literaria; para el que quiera satisfacer su curiosidad, lea el Journal de París del 20 de mayo de 1894
y quedará plenamente ilustrado sobre el particular. Incluso el clerical
antisemita Eduardo Drumont, escribió, después de la decapitación de Vaillant,
de tal modo, que sus palabras pasaron a una pequeña antología anarquista de
ocasión.
A
propósito de Vaillant que, como es sabido, fue un anarquista que arrojó una
bomba en el parlamento francés, no puedo dejar en el olvido lo que escribió, al
día siguiente de su ejecución, el célebre poeta nacionalista Francisco Coppée: Después de haber leído los particulares de la decapitación de
Vaillant, he quedado pensativo... A pesar mío, ha surgido ante mi espíritu,
bruscamente, otro espectáculo. He visto un grupo de hombres y de mujeres
apretujándose unos contra otros, en medio del cerco, bajo las miradas de las
multitudes, mientras de todas las gradas del inmenso anfiteatro surgía rugiente
este grito formidable: ¡ad leones! y cerca del grupo los beluarios abrían la
jaula de las fieras. ¡Oh, perdónadme, sublimes cristianos de la era de las
persecuciones; vosotros que moristeis por afirmar vuestra fe de dulzura, de
sacrificio y de bondad; perdónadme que os recuerde ante estos otros hombres
tétricos de nuestro tiempo! ¡Pero en los ojos del anarquista camino de la
guillotina brilla ¡oh dolor! la misma llama de intrépida locura que iluminó
vuestros ojos!
Algo
semejante decía más tarde, siempre a propósito de los atentados, otro literato
y psicólogo insigne en su libro titulado En
los arrabales, Enrique Lagret, el mismo que algún
tiempo después reunió en un extenso volumen y presentó al público las
sentencias del buen juez Magnaud. Podría extenderme mucho más
reproduciendo juicios y apologías entusiastas de la violencia anarquista, o por
lo menos justificaciones, en las que transpira todo lo contrario de la
antipatía, de escritores como Eduardo Conte, la señora Severine, Descaves,
Barrucaud, etc.
Cuando
a fines de 1897 se representó en París el drama anarquista de Mirbeau, Los malos postores, en el cual los
apóstrofes más violentos y revolucionarios se vierten a chorros, se produjo un
gran entusiasmo en el ambiente intelectual de la capital de Francia. Como en
las vísperas de la toma de la Bastilla, los poetas cortesanos y todos los
espíritus inteligentes de la aristocracia y de la nobleza se entusiasmaron con
las brillantes paradojas de los enciclopedistas, y las damas en voga se
prestaron voluntariamente para recibir las mordaces sátiras de Beaumarchais y
se deleitaban con las fantasías anarquizantes de Rabelais, así la burguesía
intelectual de nuestros días se deleita circundando de poesía y exagerando las
explosiones de ira que de vez en vez surgen de las profundidades misteriosas
del sufrimiento humano.
El
mismo Emilio Zola después de haber lanzado a la palestra como una bomba
advertidora, su Germinal,
tétrica novela de destrucción, en su París, glorifica a los anarquistas y hasta poetiza la figura de Salvat, el
dinamitero, en el cual es fácil reconocer, pintado aún más violento de lo que
era, el tipo de Vaillant. Leed la Mêlée sociale de Clémenceau, las Pages rouges de Severine, Sous le sabre de Juan Ajalbort, el Soleil des morts de Camilo Mauclair, la Chanson des Gueux y las Blasphèmes de
Juan Richepin, los Idylles diaboliques de Adolfo Retté; hojead las colecciones de revistas aristocráticas como
el Mercure de France,
La Plume, La Revue blanche, los Entretiens
politiques et littéraires y hallaréis, en verso o en prosa, en las críticas de arte
como en las reseñas teatrales y bibliográficas, expresiones literarias tan
violentas como jamás se leyeron en periódicos anarquistas verdaderos y propios,
como jamás se oyeron en labios de los más sinceros militantes del partido
anarquista. Se comprende como estos literatos llegaron a dar expresiones tan
paradójicas a su pensamiento. El artista busca la belleza con preferencia a la
utilidad de una actitud; he aquí porque lo que el sociólogo anarquista puede
explicar pero no aprobar, produce en cambio el entusiasmo de un poeta o de un
artista. El acto de rebelión, que tiene consciencia completa y absoluta de sus
efectos, es condenable moralmente como cualquier otro acto de crueldad, aunque
la intención hubiese sido buena, de igual modo que un cirujano condenaría que
se cortara una pierna cuando no fuese preciso amputar más que un dedo del pie.
Pero estas consideraciones de índole sociológica y humana, estas distinciones,
las desprecia el individuo que ama la rebelión, no por el objetivo a que
tiende, sino por su propia y sola belleza estética, señaladamente los
individuos, artistas o literatos educados en la escuela de Nietzsche, que nunca
fue anarquista, y que miran todos los actos por trágicos y sublimes que sean,
únicamente desde el punto de vista estético y descartando todo concepto de bien
o de mal. Todos estos individuos no han visto, del pensamiento anarquista, nada
más que un matiz: el que afecta a la emancipación del individuo, descuidando en
absoluto sus otros matices, particularmente el social, problema primordial, o
sea, el matiz humanitario. De tal modo han llegado a concebir una anarquía
implacable, impropiamente así llamada, según la cual puede ponerse en el altar
a un Emilio Henry, pero también, a su lado, a un Passatore, un Nerón o un
Ezzelino da Romano. Se comprenderá que semejantes actos tenían importancia
solamente porque la poesía, la prosa, el drama o la novela, la pluma o el
lápiz, hallaban en ellos una nueva fuente de formas y de belleza. Sabido es
cuanto el amor a una bella frase, a una expresión original o a un verso
vibrante, puede deformar el íntimo y verdadero pensamiento del escritor. El
Leopardi que poéticamente gritaba: Las armas, vengan aquí las armas, en
la práctica, estaba muy poco dispuesto y muy poco apto para empuñarlas
seriamente. Como Paul Adam, habría llamado loco al que le hubiera preguntado en
serio si aprobaba a sangre fría el asesinato de un ermitaño cometido por
Ravachol, al cual, ya se sabe, calificó de santo.
En
la apreciación de un hecho, el elemento estético es completamente diferente del
elemento político-social. Ahora bien: a una doctrina que se basa en el
raciocinio científico y que es eminentemente político-social, con evidente
error se le atribuye la aplicación paradojal de lo que es sola y simplemente
poesía y arte. En toda idea de renovación y de revolución, el arte y la poesía
son ciertamente factores que tienen su importancia secundaria muy relativa,
pero nunca de ningún modo tal como para poder imperar y tener derecho a guiar
la acción individual y colectiva por los únicos efectos estéticos que se puedan
obtener.
Independientemente
de la bondad intrínseca de una idea, el arte se apodera de ella y la embellece
a su gusto, aun a riesgo de transformarla totalmente, con tal de que pueda
hallar en ella nuevas formas de belleza. Es ésa la suerte que les está
reservada a todas las ideas nuevas y audaces que por su naturaleza se prestan
mejor a la fantasía del artista. La historia de la literatura es una prueba
viviente de que el arte es por naturaleza rebelde e innovador; todos los
poetas, todos los novelistas, todos los dramaturgos fueron en sus orígenes
rebeldes, aun cuando después cambiaran la blusa del bohemio por el frac
académico o del cortesano. La literatura conservadora no ha volado nunca muy
alto y siempre ha sido fastidiosa. Si alguna vez hubo poesía y arte en la
aplicación de un pensamiento reaccionario, fue porque hubo en él rebelión y
lucha, y así se explica el reflorecimiento poético y artístico de
espiritualismo que en estos momentos encuentra renovadas energías.
Pero
volviendo a lo dicho anteriormente, repito que ninguna, o muy mínima relación,
existe entre el movimiento social anarquista de bases sociológicas y políticas
y el florecimiento de la anarquía literaria fuera de ciertas expresiones y
formas artísticas, y hallo la prueba en que los anarquistas militantes son
corrientemente hombres de ciencia y filósofos, y sólo en rarísimos casos
literatos y poetas. Como hemos visto, ciertos violentos apologistas de la
violencia anarquista han sido frecuentemente verdaderos y propios reaccionarios
en política. Y no faltan los que, aunque por un momento se llamaron
anarquistas, más pronto o más tarde pasaron a otros campos y se volvieron
nacionalistas como Paul Adam, militaristas como Laurent Tailhade, o socialistas
como Manclair.
Si
es verdad que el arte es expresión de la vida en una forma de belleza,
ciertamente la literatura actual, tan saturada de espíritu anárquico, es una
consecuencia del estado social en que nos hallamos y del periodo de rebelión
que hemos atravesado.
Pero,
a su vez, ciertas formas de literatura anárquica violenta, ejercen su
influencia sobre el movimiento, de un modo que no debemos dejar de examinarlo.
Las formas paradojales estéticas de la literatura anarquizante, han tenido
sobre el mundo anarquista una repercusión enorme, la cual ha contribuido no
poco a hacer perder de vista el lado socialista y humanitario del anarquismo y
ha influido también no poco en el desarrollo del lado terrorista.
Pero,
entendámonos: yo hago constar un hecho, y no por esto pretendo sostener que
debemos poner un freno al arte y a la literatura, aunque sea con el fin de
defender a la sociedad o de hacer caminar el movimiento revolucionario mejor por
un sendero que no por otro. Sería lo mismo que colgar hojas de parra a los
desnudos de nuestros museos para salvaguardar el pudor o, dirigir por vías más
castas el pensamiento de los seminaristas o de los pensionistas que van a
visitarlos. El caso es que el hecho que hago constar, es innegable. Séame
permitido recordar un caso que yo mismo he podido observar. Cuando Emilio
Henry, en 1894, arrojó una bomba en un café, todos los anarquistas que yo
entonces conocía, encontraron ilógico o inútilmente cruel dicho atentado, y no
disimularon su descontento y su desaprobación del acto cometido. Pero cuando,
durante el proceso, Emilio Henry pronunció su célebre autodefensa, que es una
verdadera joya literaria -confesado así hasta por el mismo Lombroso-, y cuando,
después de su decapitación, tantos escritores, sin ser anarquistas, ensalzaron
la figura del guillotinado, su lógica y su ingenio, la opinión de los
anarquistas cambió, por lo menos en una gran mayoría de éstos, y el acto de
Henry encontró, entre ellos, apologistas e imitadores. Como se ve, el lado
estético, literario, arrinconó de un modo evidente el lado social, o mejor
dicho antisocial, del atentado, y en este caso, la doctrina anarquista
integral, nada tuvo que agradecer a la literatura. En efecto, le había prestado
un flaco servicio.
Esta
especie de literatura es la que ha hecho la mayor propaganda terrorista; una
propaganda que en vano se buscará en todas las publicaciones, libros, folletos
y periódicos que son verdaderamente la expresión del partido anarquista. ¿Quién
no recuerda, para no citar más que un caso, en Italia, el magnífico artículo de
Rastignac sobre Angiolillo? Pues bien: a pesar de que en este caso el autor del
artículo dijo muchas verdades, a éstas mezcló bastantes paradojas, contra las
cuales salió a la palestra precisamente Enrique Malatesta, que pasaba por ser
uno de los anarquistas más violentos, cuando es de los más calmados y
razonables. Debido a la influencia de esta literatura y no por otras razones no
faltó quien quiso poner en práctica una de las inventivas más violentas y
sólidas de la pluma del poeta Rapisardi, después de reproducirla en algunos
números de un periódico terrorista denominado Pensiero
e Dinamite, y este tal fue un joven cultísimo y bien
acomodado siciliano que extinguió doce años de presidio por dicho motivo:
Schicchi.
Ciertamente
que tanto Rastignac como Rapisardi serían capaces de protestar, y tendrían
razón, contra una afirmación de complicidad, aunque fuese indirecta. Pero esto
no importa para que lo que digo pruebe que la sugestión artística y literaria
puede ser -y no soy el primero en decirlo-, la determinante, no tan sólo de un
acto preciso preestablecido, sino que también de una dirección mental del
género de la de los anarquistas terroristas a quienes no se les alcanzan las
inducciones y deducciones filosóficas de un Reclus o de un Kropotkin, o la
lógica esquelética pero humanitaria de un Malatesta, como tampoco alguna violencia
verbal o escrita de los consabidos periodiquillos de propaganda que nada tienen
de literarios.
INFLUENCIAS
BURGUESAS SOBRE EL ANARQUISMO
Decíamos
en el capítulo anterior que la literatura burguesa, aquella literatura que en
el anarquismo ha encontrado motivo para una actitud estética nueva y violenta,
contribuyó indudablemente a determinar entre los anarquistas una dirección
mental individualista y antisocial.
Los
literatos y artistas, sin preocuparse de si esto podía ser aplicado a toda la
vida general de la humanidad, han encontrado un elemento de belleza en el hecho
de que un individuo, con la potencia de su inteligencia y con el soberano
desprecio de la propia vida y de la vida ajena, se haya puesto, con un acto
violento de rebelión, fuera del común de los hombres. Para estos artistas y
literatos, la belleza del gesto hacía las veces de utilidad social, de la que,
por lo demás, no se preocupaban. Así han idealizado la figura del anarquista
dinamitero porque hasta en sus manifestaciones más trágicas presenta, en
efecto, innegables características de originalidad y de belleza. Esta
idealización literaria y artística ha ejercido su influencia entre muchos
anarquistas que, por falta de cultura o poco habituados al raciocinio lógico o
por temperamento, han tomado por elemento de propaganda de ideas lo que no era
más que un medio de manifestación artística.
En
ciertos ambientes anarquistas, más impulsivos y al mismo tiempo menos cultos,
no se ha sabido hacer esta distinción necesaria; no se ha comprendido que en
aquellos literatos, que parecía que rivalizaban a ver cual emitía una paradoja
más extravagante, no había una convicción doctrinal y teórica. Hacían la
apología de Ravachol o de Emilio Henry de igual modo como en otros tiempos y
países habrían hecho la apología de un salteador de caminos. No cabe duda de
que el bandido que asalta al viandante y le mata, ofrece una actitud más simpática
que la del timador o la del que aligera bolsillos por las calles; el primero
puede dar argumento para un drama o una novela, el segundo sólo se presta para
la comedia o el sainete. Sin embargo, todo individuo que tenga sano el juicio
no podrá negar que el bandido de encrucijada es mil veces más pernicioso y
condenable que el ratero.
Estos
literatos poseurs tal vez sin quererlo, ofenden a los mártires del
anarquismo hasta en el elogio que de ellos hacen, puesto que su elogio saca
argumento y motivo de interés precisamente de aquello que, según los principios
anarquistas es doloroso y deplorable aunque lo imponga una necesidad histórica.
La mentalidad burguesa determina en ellos el gesto que luego repercute en el
ambiente anarquista, y tiende a que se forme en éste una mentalidad semejante.
Así
como entre la burguesía halla más gracia el asesino que arrebate una vida al
consorcio humano que el ladrón que, en último término, nada arrebata al
patrimonio vital de la sociedad, cambiando tan sólo el puesto y el propietario
de las cosas, igualmente, cambiando los términos, y aparte todo parangón que
sería injurioso, entre los anarquistas los hay que aprecian mucho más al que
mata en un momento de rebelión violenta que al obscuro militante que con toda
una vida de obras constantes determina cambios mucho más radicales en las
conciencias y en los hechos.
Repito
lo que he dicho otras veces: los anarquistas no son tolstoianos, y por tanto
reconocen que frecuentemente la violencia -y cuando es tal, es siempre una fea
cosa, tanto si es colectiva como individual- resulta una necesidad, y ninguno
sabría condenar al o a los que sacrificando su vida con sus actos dan
satisfacción a esta necesidad. Pero aquí no se trata de esto, sino de la
tendencia, derivada de las influencias burguesas, a trocar los términos, a
cambiar el objetivo por los medios y a hacer de éstos la única y primordial
preocupación.
Según
mi entender, los anarquistas que dan una importancia soberana a los actos de
rebelión, son tal vez revolucionarios y anarquistas, pero son mucho más
revolucionarios que anarquistas. ¡Cuántos anarquistas he conocido que se
preocupan poco o nada de las ideas anarquistas, o que hasta ni siquiera
procuran conocerlas, pero que son ardientes revolucionarios y que su crítica y
su propaganda no tienen más fin que el revolucionario, el de la rebelión por la
rebelión! Y cuanto más ardientes y más intransigentes han sido, más pronto
abandonaron nuestro campo y se pasaron al de los partidos legalitarios y
autoritarios cuando su fe en una revolución a plazo breve desapareció al
contacto de la realidad, y cuando su energía se agotó en los demasiado
violentos conflictos con el ambiente.
La
influencia de la ideología burguesa sobre estos individuos es innegable. La
importancia máxima concedida a un acto de violencia o de rebelión es hija de la
importancia máxima que la doctrina política burguesa concede a todo el ambiente
social. Y esta influencia perniciosa es la que anula en muchos anarquistas
aquel sentido de relatividad en virtud del cual debería darse a cada hecho su
propia real importancia, de modo que ningún medio revolucionario quedase
descartado, a priori, sino que cada uno fuese considerado en su relación con el
fin perseguido y sin confundir entre ellos los caracteres, las funciones y los
efectos especiales.
Tenemos,
pues, comprobadas dos formas de influencia burguesa en el anarquismo: una
directa, que se manifiesta en una importancia mayor otorgada al hecho
revolucionario antes que al objetivo a que este hecho debe tender, y la otra
indirecta, la de la literatura burguesa decadente de estos últimos tiempos,
encaminada a idealizar las formas más antisociales de rebelión individual.
Entres
estas dos formas hay un estrecho parentesco y por esto no he podido
considerarlas separadas una de otra.
La
burguesía ha ejercido una influencia extraordinaria sobre el anarquismo cuando
se ha propuesto la misión de hacer... ¡propaganda anarquista!
Esto
parece una paradoja. Sin embargo, es una verdad; mucha propaganda anarquista ha
sido hecha por la burguesía. Claro es que, desgraciadamente, lo ha hecho de un
modo nada útil a la idea verdaderamente libertaria. Pero no deja de ser verdad,
no obstante, que los efectos de esta propaganda espúrea son los que la
burguesía ha querido luego atribuir con mayor ahínco a todo el partido
anarquista.
En
los momentos de mayor persecución contra los anarquistas, sucedió que todos los
descentrados de la actual sociedad, y entre éstos muchos delincuentes, creyeron
seriamente que la anarquía era tal como la describían los periódicos burgueses,
es decir, algo que se adapta muy bien a sus hábitos extrasociales y
antisociales. Como por diferentes razones es un hecho que estos individuos se
hallan, como los anarquistas, en un estado de perpetua rebelión contra la
autoridad constituida, esto dio pie a que el equívoco arraigara y se ampliara.
En la cárcel o en el destierro forzoso, hemos topado muchas veces con
delincuentes comunes que se llamaban anarquistas, sin que, naturalmente,
hubiesen jamás leído un solo periódico o folleto anarquista, ni siquiera oído
hablar de anarquía fuera de los periódicos burgueses. Y así creían que la
anarquía era precisamente tal como la escribían los más calumniadores
periódicos reaccionarios, y tal la aprobaban o la desaprobaban. ¡Figuráos, para
los que la aprobaban, qué especia de anarquía debía ser! Recuerdo haber
conocido en la cárcel a un condenado por delitos comunes, un falsificador
inteligente y hasta poeta por añadidura, el cual creía seriamente ser
anarquista, y que así lo había dicho a sus jueces. Y una vez que uno de éstos
le preguntó que como se arreglaba para poner de acuerdo los delitos que cometía
con las ideas que decía profesar, respondió: Lo
que usted llama delitos, es un principio de la anarquía. Cuando todos los
hombres se entreguen a una desenfrenada delincuencia
-son palabras textuales- entonces será o vendrá la
anarquía. Como se ve, aceptaba la anarquía, pero
en el sentido que le dan los diccionarios burgueses, sentido de desorden y de
confusión.
Esta
especie de propaganda al revés, causaba su efecto hasta entre quienes no
querían mezclarse con los anarquistas. En las cárceles de tránsito de Nápoles,
conocí a unos camorristas que creían que los anarquistas constituían
verdaderamente una sociedad de malhechores y, por lo tanto, digna de figurar al
lado de la honrada sociedad de la camorra. En Tremiti me contaron que a un modesto banquete entre anarquistas y
socialistas, fueron invitados dos o tres camorristas -los únicos
desterrados políticos existentes en la isla- por simple condescencia humana que
nada tenía que ver con la política, y al llegar a los brindis de ritual y con
gran sorpresa de todos, uno de los camorristas lanzó el suyo en pro de
la unión de los tres partidos: camorra, anarquía y socialismo contra el
gobierno. Una carcajada general siguió a este brindis, pues sabido es que la camorra
se alía más fácilmente con el gobierno que con nadie, y especialmente contra
socialistas y anarquistas. Pero esto nos enseña como la mentalidad de los
delincuentes comunes ha creído y aceptado como verdadera anarquía la que han
hecho circular los periódicos burgueses y policíacos.
La
propaganda traidora de estos periódicos, nos explica, asimismo, porque
en un determinado periodo -de 1880 a 1894- hemos visto más de un proceso en que
ladrones y falsearios vulgares se han declarado anarquistas, dando un barniz
pseudopolítico a sus actos. Leyeron que la anarquía era el ideal de los
ladrones y de los asesinos, y me dijeron: Yo
soy ladrón, soy, por consiguiente, anarquista.
Nos
explica igualmente el hecho, que tanto impresionó a Lombroso, de que muchos
delincuentes comunes se decían anarquistas al ser encarcelados, pero antes de
serlo, nótese bien. Mientras sentían sobre sus espaldas el puño de la
autoridad, pensaban en los anarquistas, que en sus mentes eran los más
terribles delincuentes por odio a la autoridad constituida, y cuando entraban
en su celda, cogían el primer clavo que les caía en las manos y escribían en la
pared, papel de la canalla: ¡Viva la anarquía!
Pero
este fenómeno duró poco. Pronto se dieron cuenta de que llamándose anarquistas
corrían más peligro que robando y asesinando, que el barniz anarquista
contribuía a que los tribunales recargaran la dosis de condena, sin disminuir
la antipatía que sus actos causaban. Por añadidura, encontraban en la mayoría
de los anarquistas una indiferencia glacial y una desconfianza extraordinaria
hacia sus improvisadas conversiones a la idea, cuando no algún que otro porrazo, y entonces cesaron de llamarse
anarquistas.
Sin
embargo algo de esta propaganda quedó entre los anarquistas verdaderos y
propios. Alguno ha tomado en serio los sofismas de algún delincuente genial y
ha acabado teorizando sobre la legitimidad del hurto o de la fabricación de la
moneda. Otros han ido en busca del atenuante, hablando del robo a favor de la propaganda, produciéndose
así los fenómenos Pini y Ravachol, dos sinceros que fueron una excepción, pero
que no por esto fueron menos víctimas de los sofismas hijos de la propaganda al
revés de los periódicos y de las calumnias burguesas. La excepción nunca ha
sido la regla, porque aquellos anarquistas que de buena fe aceptaron la idea
del robo, en la práctica no fueron capaces de robar ni una aguja; y los demás
que robaban de verdad, se guardaban bien de hacerlo para la propaganda y pronto
dejaron de llamarse anarquistas para continuar siendo vulgarísimos ladrones, y
hasta no faltó quien se hizo buen propietario y comerciante, amigo de las
instituciones y de la autoridad constituida.
Esta
tendencia ha ido desapareciendo de entre los anarquistas. Pero de todos modos
demuestra que fue posible por una influencia completamente de origen burgués,
tras la campaña de calumnias y de persecuciones contra los anarquistas. Los anarquistas -se decía- quieren abolir la propiedad privada; por consiguiente, quieren arrebatar
la propiedad a quienes la poseen, y, por lo tanto, los anarquistas son unos
ladrones. El buen vino cría buena sangre, la buena
sangre cría buenos humores, los buenos humores hacen hacer buenas obras, las
buenas obras nos conducen al paraíso; por consiguiente el buen vino nos lleva
al paraíso.
Lo
que acabamos de decir, o sea, que muchos individuos se volvieron anarquistas
debido a esta propaganda tergiversada de periodistas y de escritores burgueses,
parecerá una exageración, aun a los que hayan vivido y vivan todavía en el
ambiente anarquista.
La
mente de los hombres, especialmente la de los jóvenes, sedienta, de todo lo
misterioso y extraordinario, se deja arrastrar fácilmente por la pasión de la
novedad hacia aquello que a sangre fría y en la calma que sigue a los primeros
entusiasmos se repudiaría en absoluto y con gesto definitivo. Esta fiebre por
las cosas nuevas, este espíritu audaz, este afán por lo extraordinario, ha
llevado a las filas anarquistas los tipos más exageradamente impresionables, y,
a un mismo tiempo, los tipos más ligeros y frívolos, seres a quienes el absurdo
no los espanta. Precisamente porque un proyecto o una idea son absurdos se
sienten atraídos, y al anarquismo vinieron precisamente por el carácter ilógico
y estrambótico que la ignorancia y la calumnia burguesa han atribuido a las
doctrinas anarquistas.
Estos
elementos son los que más contribuyen a desacreditar el ideal, precisamente
porque de este ideal hacen surgir un sin fin de ramificaciones estrafalarias y
falsas, de errores en extremo groseros, de desviaciones y degeneraciones de
toda índole, creyendo que defienden, muy seriamente, la anarquía pura. Apenas entrados estos individuos en el
mundo anárquico, se dan cuenta de que el movimiento sigue un camino menos
extraño del que se imaginaron; en una palabra, se dan cuenta de que tienen ante
ellos una idea, un programa y un movimiento completamente orgánicos,
coherentes, positivos y posibles, precisamente porque fueron concebidos con
aquel sentido de la relatividad sin el cual no es posible la vida. Este
carácter de seriedad, de positivismo y de lógica, les irrita, y hételos en
seguida constituyendo toda esa masa amorfa que no sabe lo que quiere ni lo que
piensa, pero que es insaciable demoliendo desacreditando todo lo que de serio y
de bueno hacen los demás, y empleando aquel lenguaje autoritario y violento
propio de su temperamento y del origen burgués de su estado mental.
Hasta
cuando sus ideas y sus críticas son originariamente justas, las exageran y las
deforman de tal modo que no podría hacerlo mejor un enemigo declarado. Hacen
como aquel que viendo que los panaderos cuecen mal el pan, se empeña en
sostener que hay que destruir los hornos, o como aquel que persuadido de la
necesidad de regar un terreno demasiado árido, se empeñase en abocar sobre él
toda el agua de un río.
Pues
bien: todos estos individuos no habrían venido nunca a nuestro campo sin la
atracción que sobre ellos ejerció la propaganda falsamente anarquista de la
burguesía. Toda la campaña de invectivas, de calumnias, de invenciones a cual
más ridícula y mastodóntica, actuó de espejuelo para todos estos descontentos
intelectuales y materiales, psicológica y fisiológicamente, que se orientan
siempre hacia lo absurdo, hacia lo extraordinario, hacia lo terrible y lo
ilógico.
Bastaría,
para convencerse de todo esto, tener la paciencia de hojear las colecciones de
dos o tres periódicos, los más autorizados, de los últimos quince o veinte
años. Bastaría asimismo hojear toda aquella literatura de ocasión que en el
curso de ese periodo se fue formando, referente a la anarquía y a los
anarquistas, fuera del ambiente anarquista, en el ambiente burgués, policíaco y
aun pseudocientífico. Revistas y periódicos de toda clase, conservadores y
demócratas, han inventado y dicho las cosas más truculentas acerca de nosotros.
¿Quién
no recuerda los Misterios de la anarquía, de estúpida memoria, editado por un poco escrupuloso librero? No hay
historia inverosímil que no se haya endosado a los anarquistas, sea en novelas,
sea en libros de otra clase, o ya en periódicos y revistas de renombre. El afán
de satisfacer el gusto del público por las cosas nuevas y extrañas, llevó a los
novelistas, periodistas, y pseudocientíficos a armar un pisto de mil demonios,
frecuentemente atribuyendo, con conocimiento del daño que se causaba, a los
anarquistas, una fuerza mayor de la real, un número inconmensurablemente
superior al verdadero y unos medios que los anarquistas no han tenido nunca en
sus manos. Si esto podía, desde cierto punto de vista, halagar a los
simpatizantes más inconscientes, contribuía, no obstante, a dar un barniz de
veracidad a todas las ideas extravagantes y a todos los propósitos truculentos
atribuidos a los anarquistas. Los Misterios de la
anarquía acababan tomando, en la mente de muchos,
la forma de historia real.
Y
porque de este conjunto fantástico, en cuya forma los escritores y periodistas
burgueses presentaban al movimiento anarquista, se desprendía, algunas veces,
algo que era interesante y simpático, o, por lo menos, algo que despertaba
admiración, sucedió que muchas fantasías mórbidas, muchos desequilibrados,
muchos desesperados de la lucha social, se sintieron atraídos; a semejanza de
lo que ocurre en ciertos lugares y en ciertas mentes primitivas, que se sienten
atraídas por las figuras y actos, a veces imaginarios, de un Tiburzi o de un
Musolino, bandidos de renombre. Las mismas víctimas más atormentadas por la
injusticia actual, se comprende cuán fácilmente podían ser llevadas a aprobar,
por reacción y represalia, el carácter belicoso y sanguinario que a la anarquía
asignaron los escritores de la prensa burguesa.
¡Cuántas
veces, a mi mismo acudieron algunos de estos catequizados por los
periódicos burgueses peguntándome que debían hacer para ser admitidos en la secta
y si había dificultad para que los presentara a la sociedad de los
anarquistas! Y cuando yo les preguntaba que creían que eran los
anarquistas, me respondían: Los que quieren matar a todos los señores y a
los que mandan, para repartirse las riquezas y mandar un poco cada uno.
¡Ah! ciertamente, estos hombres no habían leído los folletos de Malatesta, ni
los libros de Kropotkin, ni los escritos de Malato; habían leído, simplemente,
esas estupideces, en la Tribuna o en el Observatorio Romano.
Este
estado psicológico de los desesperados, prontos a recibir la impresión, lo
describió muy bien Enrique Leyret en un estudio de los arrabales de París. Durante
el periodo terrorista del anarquismo, según Leyret, el pueblo de los arrabales
se sentía arrastrado, por las condiciones enormemente desastrosas en que vivía
y por el espectáculo de los escándalos bancarios, a simpatizar con los
anarquistas más violentos. Lo que era la anarquía,
lo que ésta quería, el pueblo lo ignoraba o poco menos. No consideraba a los
anarquistas sino desde un solo aspecto especial, parangonándolos a todos con
Vaillant, y su simpatía, innegable, al guillotinado, le llevaba insensiblemente
a aprobar sus misteriosas teorías... El pueblo que se deleita con el misterio,
y que se enamora de los individuos cuando más velados se le aparecen por una
oculta potencia, atribuía a los anarquistas una formidable organización secreta.
Y
este carácter misterioso que seducía al pueblo más miserable era atribuido a la
anarquía por los grandes rotativos, llenos en aquel tiempo y siempre de
fantásticas tremendas, de entrevistas imaginarias, de fechas, de nombres todos
equivocados, pospuestos y cambiados, pero todo encaminado a llamar la atención
del público sobre la anarquía. Tal vez -quién sabe-, desde cierto punto de
vista, todo esto haya sido un bien, en el sentido de que provocó un movimiento
de interés y de discusión en torno a la anarquía. Pero este caso beneficio que
haya podido reportar -beneficio que, por lo demás, se habría obtenido
igualmente con decir la simple verdad sobre los hechos y las cosas, por sí
mismos bastante interesantes- quedó neutralizado por la influencia maléfica que
toda esta confusión y desnaturalización de ideas hubo de ejercer en el campo
anarquista.
Porque
es verdad que los que vinieron a nuestro campo atraídos por el ruido de este
falsa propaganda burguesa, modificaron ciertamente, de un modo insensible,
mejorándolas, sus ideas, y arrojaron mucha arena que antes tomaron por oro de
ley; pero desgraciadamente también es verdad que, sin duda debido a su
temperamento, que a ellos les predisponía, ha quedado en ellos algo de lo
antiguo, residuos o frutos de aquella influencia burguesa. Cuando se toma una
falsa dirección mental, pocos son los que saben o tienen fuerza suficiente para
rectificarla.
Así
tenemos que aquellos que vinieron a nuestro campo por espíritu de represalia,
por la miseria y la desesperación, y que vinieron precisamente porque creyeron
que la anarquía era aquella idea de violenta represalia y de venganza que la
burguesía les describió, se han negado a aceptar lo que es concepción verdadera
del anarquismo, es decir, la negación de toda violencia y la sublimidad en el
amor del principio de solidaridad. Para estos individuos, la anarquía ha
continuado siendo la violencia, la bomba, el puñal, por una extraña confusión
entre causa y efecto, entre medio y fin, y tan verdad es esto, que cuando un
Parsons declaró que la anarquía no es la violencia, y cuando Malatesta les
repite que la anarquía no es la bomba, casi los tienen por renegados. A cuantos
se afanan por corregir estos errores, funestas degeneraciones burguesas,
recordando que la anarquía no es un ideal de venganza, que la revolución que
desean los anarquistas debe ser la revolución del amor y no del odio, que la
violencia debe ser considerada como un veneno mortal tan sólo empleado como
contraveneno, por necesidad impuesta por las condiciones de la lucha y no por
deseo de causar daño, a los que dicen todo esto, aunque sean los primeros en la
abnegación y en la lucha, se les califica de viles y cobardes por parte de
todos aquellos que en el cerebro tienen inoculada la palabra y burguesa teoría
de la violencia que debe emplearse como ley del Talión o de Lynk.
Como
es sabido, la anarquía es el ideal que se propone abolir la autoridad violenta
y coactiva del hombre sobre el hombre, así como de cualquier otra prepotencia,
sea económica, política o religiosa. Para ser anarquistas basta patrocinar esta
idea y obrar lo más posible en consecuencia, propagando en las mentes la
persuasión de que sólo la acción directa y revolucionaria del pueblo y de los
trabajadores puede conducirles a la completa emancipación económica y social.
Todo aquel que esté animado por estos sentimientos y tenga estas ideas y obre
coherentemente con éstas y por ellas luche y haga propaganda, es indudablemente
anarquista, aun cuando a su sentido moral le repugna cualquier acto de rebeldía
o de venganza cometido por alguno que se llame a sí mismo anarquista, y aún
cuando éste persuadido de que todos los actos de rebeldía individual son
perjudiciales a la causa anarquista. Este indicio podría estar equivocado en
sus apreciaciones, pero esto no impide que sea un anarquista coherente consigo
y verdaderamente convencido y consciente.
Así,
por ejemplo, hay anarquistas vegetarianos que incluyen en sus doctrinas el
vegetarianismo. Pero, sería muy extraño que éstos sostuvieran que no es un
verdadero anarquista el que no es vegetariano. De igual modo es extraño que no
se quiera tener por anarquista al que no aprueba o no siente simpatía por el
acto violento individual. Esta forma de propaganda podría ser útil o nociva,
pero no entra dentro de la doctrina anarquista; es, simplemente, un medio de
lucha que puede ser discutido, admitido en todo o en parte, o excluido por
completo, pero no constituye aquel artículo de fe -haciendo uso de una
frase católica-, fuera del cual no hay salvación, sin el cual no se puede ser
anarquista. Los que crean lo contrario y excomulguen papalmente a los demás,
simplemente porque éstos no sientan una soberana simpatía por Ravachol o por
Emilio Henry, estos, en verdad, son víctimas de la propaganda calumniosa de la
burguesía, pues creyeron seriamente las afirmaciones de ésta cuando dijo que la
anarquía era la violencia y la bomba. Desgraciadamente, de estos miopes
intelectuales, tenemos aún bastantes en el ambiente anarquista.
No
se detiene la influencia burguesa en esta sola cuestión de la violencia, que
tan divididos tiene los ánimos, sobre la que me he extendido largamente porque
es la más importante, y de la que volveré a hablar después.
Tal
vez algún lector recordará mi polémica con el amigo Lavablero, acerca de la
familia y del amor en la sociedad futura. Hice notar que entre muchos
anarquistas hay una deplorable tendencia a aceptar como teoría propia todo lo
que, o por lo menos mucho, los escritores burgueses encontraron para tener una
arma contra el anarquismo. Ya hemos visto que así ha sucedido con la
cuestión de la violencia. Igualmente ha ocurrido en esta otra cuestión de las
relaciones sexuales. Para desacreditarnos ante el pueblo, los escritores
burgueses, tomando pie de que nosotros criticamos el orden actual de la
familia, a base de autoridad, de interés y de dominio del hombre sobre la
mujer, han deducido que queremos la abolición de la familia, y, por lo tanto,
que queremos las mujeres en común, la promiscuidad, los hijos sin padre
conocido, con los relativos incestos, violencias carnales y todo cuanto de más
salvaje y al propio tiempo ridículo se pueda imaginar. Al contrario de todo
esto, la doctrina anarquista, ya desde su principio, no ha hecho más que
preconizar la purificación de los afectos de toda intromisión y sanción
extraña, sea de legisladores, o de sacerdotes, sea política o religiosa, y, con
esto, la emancipación de la mujer, libre e igual al hombre, la libertad del
amor sustraído a las violencias de la necesidad económica y de cualquier otra
autoridad extraña al mismo amor, en una palabra, la reducción de la familia,
restituida a sus bases naturales: la recíproca actuación amorosa y la libertad
de elección. Pues bien; no quiero decir que esta sana concepción del amor y de
la familia haya sido repudiada por los anarquistas para aceptar la brutal
concepción calumniosa de los burgueses; antes bien todo lo contrario. Pero la
calumnia burguesa no ha dejado de ejercer una cierta influencia en este
terreno. Aunque la inmensa mayoría de los anarquistas conservan en toda su
pureza el concepto del amor libre sobre la base de la libre unión, no ha
faltado, de vez en vez, alguno que, dando la razón a los críticos burgueses, ha
confundido la libertad del amor con la promiscuidad en el amor. Tan verdad es
esto, que hace algunos años, metió cierto ruido la teoría de la pluralidad de
afectos, del amorfismo en la vida sexual, el cual quiso basarse en
extravagancias seudo científicas, teoría que más tarde fue reconocida
fantástica por el que más de entusiasta fue de ella.
Ahora
bien, aunque atenuada, esta teoría amorfista sobre el amor tenía un origen
burgués, consecuencia de la manía de muchos revolucionarios que abrazan como óptima
cosa todo lo que ven que los conservadores combaten con horror, aunque éstos no
lo atribuyen con fines denigratorios. Lo mismo sucedió con la organización. Los
anarquistas han sostenido siempre que no hay vida fuera de la asociación y de
la solidaridad y que no es posible la lucha y la revolución sin una
organización preordenada de los revolucionarios. Pero a quienes les convenía
más pintarnos como factores de la anarquía, en el sentido de confusión, comenzaron a decir que éramos amorfistas,
enemigos de toda organización, y con tal objeto desenterraron a Nietszche y
después a Stirner... Muchos anarquistas mordieron el anzuelo, y muy en serio se
convirtieron en amorfistas, stirnerianos, nietszcheanos, y otras tantas
parecidas diabluras: negaron la organización, la solidaridad y el socialismo,
para acabar algunos restaurando la propiedad privada, haciendo de este modo,
precisamente, el juego de la burguesía individualista. Sus ideas se
convirtieron, valiéndose de una frase de Felipe Turati, en la exageración del individualismo burgués.
De
esta manía de aceptar como bueno todo lo que nuestros enemigos creen malo, se
podría buscar el origen hasta en el espíritu del todo humano, de contradicción
y de contraste: Mi enemigo cree que esto es malo, pero como mi enemigo no
tiene nunca la razón, lo que él cree malo, es, bien al contrario, una excelente
cosa. Muchos más hombres de los que nos figuramos, especialmente entre los
revolucionarios, hacen ese razonamiento, que por casualidad puede ser exacto en
los hechos, pero en sí mismo es equivocadísimo. Si nuestro enemigo dice que es
peligroso tirarse de cabeza en un pozo, ¿vamos a contradecirle diciendo que es
muy bueno hacerlo? Pues este espíritu de contradicción, y hasta diré de
despecho, más frecuentemente de lo que se cree es el guía de muchos hombres en
las luchas políticas y sociales.
¡Ah!
¿Nos llamáis malhechores? Pues bien, sí, somos malhechores. ¡Cuántas veces esta frase ha serpenteado en el lenguaje de algunos
anarquistas, que hasta tienen un ¡himno de malhechores! Todo esto, con cierta
ponderación, y como desafío al enemigo, puede pasar y hasta puede parecer un
bello gesto. Pero no hay que admitir en serio que los anarquistas somos
malhechores... Suele ocurrir que, a fuerza de repetir ese paradoja, alguno
acaba por tomarla como verdad demostrada, ¡Quod erat demonstrandum!
exclama triunfante la burguesía, la cual, después de habernos calificado de
ladrones, petroleros, enemigos de la familia y malhechores, oye satisfecha que,
aunque sea como simple acto de desafío, de amenaza y de desprecio, le damos la
razón. Es necesario, pues, evitar esto y guardarnos mucho de encariñarnos con
las paradojas.
El
espíritu de contradicción que empuja a decir y hacer precisamente y siempre, a
muchos revolucionarios, lo contrario de lo que hacen y dicen los conservadores
y los burgueses, significa, en definitiva, sufrir la influencia de éstos. Así,
cuando oigo a muchos anarquistas que se encarnizan contra algunas inicuas
satisfacciones de los sentidos y del sentimiento, contra ciertas
representaciones simbólicas y manifestaciones públicas de las ideas, contra
algunas actitudes sentimentales o artísticas, contra dadas manifestaciones
comunísimas de la vida familiar y social, no porque contradigan en modo alguno
las ideas anarquistas, sino solamente porque también los burgueses hacen lo
mismo o algo parecido, me entran grandes deseos de preguntarles si están
dispuestos a renunciar a comer todos los días por la razón de que también los
burgueses comen todos los días.
Procuremos,
mejor, nuestra comodidad y busquemos nuestro placer, independientemente de lo
que puedan hacer nuestros enemigos. Procuremos hacer, señaladamente, lo que
beneficie la propaganda de nuestras ideas, sin preocuparnos de si los burgueses
hacen en pro de los suyos lo contrario o lo mismo que nosotros. Comportándonos
de otro modo, haríamos como aquel marido de la fábula que para contrariar a su
mujer se hizo aquella amputación quirúrgica que servía para fabricar cantores
para la Capilla Sixtina.
Procuremos,
en suma, que nuestro movimiento camine sobre carriles propios, fuera de la
influencia directa o indirecta de la ideología y de la calumnia burguesa,
independientemente, sea en sentido positivo sea en sentido negativo, de la
conducta conservadora, y habremos hecho obra revolucionaria y eminentemente
libertaria, puesto que la teoría libertaria nos enseña que debemos emanciparnos
social e individualmente de todo preconcepto, de toda influencia que no
responda directamente y no derive de nuestro interés, de nuestra libertad y de
nuestra voluntad, entendidos en el sentido positivo de la palabra.
EL
USO DE LA VIOLENCIA Y LOS ANARQUISTAS
Más
adelante hablaremos, aparte, acerca de aquella violencia, del todo verbal,
usada, y desgraciadamente en boga, entre los propagandistas de los partidos
revolucionarios; de aquella especial violencia que tiene el desmérito de gastar
y deformar las ideas, de dividir los ánimos y cavar surcos de rencor hasta
entre gentes que tal vez estén mucho más de acuerdo de lo que a primera vista
parece. Esta violencia en la propaganda y en la polémica, que es más dolorosa
que una cuchillada cuando se emplea entre compañeros, y que cuando se emplea
contra los adversarios consigue el objeto contrario del que se propusieron los
propagandistas, aleja de nuestras ideas la atención del público y levanta entre
nosotros y el mundo una muralla de separación que nos reduce a la situación de
eternos soñadores, de sempiternos gañones, de hombres encerrados en limitación
excesiva.
Ahora,
nos ocuparemos solamente de la cuestión de la violencia, y no ya sólo verbal,
en la lucha revolucionaria contra la burguesía y el estado, en relación con la
filosofía anarquista.
Hablando
antes de la degeneración verbalista de una parte del anarquismo, o sedicente
tal, por la influencia burguesa que empujó a algunos espíritus sufrientes a
aceptar todo cuanto la burguesía quiso atribuir a los anarquistas, he tenido
ocasión de repetir lo que ya he dicho infinitas veces y lo que no me cansará
nunca de repetir: que
la anarquía es la negación de la violencia,
y que su objetivo final es la pacificación total entre los hombres. Si otras
veces no emplee estas mismas palabras, ciertamente mi pensamiento era el mismo.
En
efecto, la anarquía es la negación de la autoridad, y busca eliminarla de las
sociedades humanas. Un estado social anárquico será solamente posible cuando
ningún hombre pueda o tenga los medios de constreñir, fuera de los de la
persuasión, a otro hombre, a hacer lo que éste no quiera. No podemos prever hoy
si en un porvenir próximo podrá cesar también del todo hasta la autoridad
moral; tal vez es imposible que desaparezca del todo, ni siquiera sé si es
deseable que desaparezca, pero ciertamente ira disminuyendo a medida que
aumente y se eleve la conciencia individual de cada componente de la sociedad.
Hay
una cierta autoridad que proviene de la experiencia, de la ciencia, que no es
posible despreciar y que sería locura despreciarla, como sería locura que el
enfermero se rebelase contra la autoridad del médico referente a los modos de
curar un enfermo, o el albañil no quisiese seguir las instrucciones del
arquitecto sobre la construcción de un edificio, el marinero quisiese dirigir
la nave contra las indicaciones del piloto. El enfermero, el albañil y el
marinero obedecen respectivamente al médico, al arquitecto y al piloto voluntariamente,
porque precedentemente aceptaron de una manera libre la dirección técnica de
éstos. Ahora bien: cuando se hubiese establecido una sociedad en la que no
hubiese otra forma de autoridad que la técnica, la científica, o la de la
influencia moral, sin el empleo de la violencia del hombre sobre el hombre,
nadie podría negar que sería una sociedad anárquica. No hagamos equívocos con
las palabras: entiendo hablar de la violencia material, que se usa con la
fuerza material, contra una o muchas personas, violando o disminuyendo su
libertad personal, en contra o a despecho de su voluntad, con daño o dolor
suyo, o simplemente con la amenaza del empleo de una tal violencia. No puede
decirse que conseguiremos una anarquía perfecta -pues nada hay absolutamente
perfecto en este mundo-, y la perfecta pacificación social; pero es innegable
que la ausencia de la violencia coactiva del hombre sobre el hombre es la
condición sine qua non para la posibilidad de existencia de una organización
social anárquica.
Entonces,
naturalmente, sólo será posible y necesaria una sola forma de violencia contra
el propio semejante: la que tenga por objeto defenderse contra aquel que,
habiéndose puesto por sí mismo fuera de la sociedad y del pacto por todos
libremente aceptado, no se contentase con haberse salido del pacto y de la
sociedad, sino que quisiese violar la libertad y la tranquilidad de los demás.
Los sospechosos y los que hacen oído de mercader a la palabra de pacto
social ponen el grito en las nubes como si quisieran que ya desde ahora los
socialistas-anarquistas tuviesen que fijar un estado o un sistema de vida
obligatorio para todos. Nada de esto. Enrique Malatesta en su folleto Entre campesinos, plantea la cuestión
claramente en estos términos: Por lo demás -dice Jorge, uno de los personajes del
diálogo-, lo que queremos
hacer por medio de la fuerza es poner en común las primeras materias del suelo,
los instrumentos de trabajo, los edificios y todas las riquezas existentes.
Respecto al modo de organizar y distribuir la producción, el pueblo hará lo que
quiera... Se puede prever casi con certeza que en algunos puntos establecerá el
comunismo, en otros el colectivismo, en otros tal vez otra cosa, y luego,
cuando se hayan visto y tocado los resultados de los sistemas adoptados, los
demás irán aceptando el que les parezca mejor. Lo esencial es que nadie intente
mandar a los demás ni se apodere de la tierra y de los instrumentos de trabajo.
A esto sí hay que estar atentos, para impedirlo si tal ocurriera...
Y
a la pregunta de qué sería lo que haríamos si alguno quisiera oponerse a lo que
los demás hubiesen acordado en interés de todos, o bien si algunos intentasen
violar la ajena libertad con la fuerza, o se negasen a trabajar, perjudicando
así a sus semejantes, Malatesta responde: En
el peor
de los casos... si hubiesen quienes no quisiesen trabajar, todo se reduciría a
arrojarles de la comunidad dándoles las primeras materias y los instrumentos de
trabajo para que trabajasen aparte... Entonces -cuando alguno quisiese violar
la libertad ajena- naturalmente sería necesario recurrir a la fuerza, puesto
que si no es justo que la mayoría oprima a la minoría, tampoco es justo lo
contrario; así como las minorías tienen derecho a la insurrección, las mayorías
tienen derecho a la defensa... En estos casos la libertad individual no
quedaría violada desde el momento en que: Siempre y en todas partes los hombres
tendrían un derecho imprescindible a las primeras materias y a los instrumentos
de trabajo, pudiendo, por tanto, separarse siempre de los demás y permanecer
libres e independientes.
Se
comprende que el mismo razonamiento es válido para las minorías, que tendrían
siempre el derecho de rebelarse contra las mayorías que quisieran violentar su
voluntad y su libertad, pues si esto ocurriese, la anarquía existiría sólo de
nombre y no de hecho. Pero aún en este caso, se trataría de violencia defensiva
y no ofensiva, cuya necesidad demostraría en último análisis, que la anarquía
no había aún triunfado.
He
aquí en qué sentido yo creo por lo que se refiere a la sociedad futura
socialista y libertaria, que la violencia debe usarse lo menos posible y en
todos los casos solamente como medio defensivo y nunca ofensivo. Hablo siempre
de la violencia contra otros hombres, puesto que, por lo demás, la lucha para
la vida contendrá siempre cierta dosis de violencia, sino contra los hombres, ciertamente
contra las fuerzas ciegas de la naturaleza. Como han demostrado muy bien
Gauthier, Kropotkin, Lanessan y otros, la lucha por la vida, entre los hombres,
debe ser sustituida, cada vez más, por la asociación y el apoyo mutuo, la
solidaridad por la lucha contra la naturaleza, a la que debemos arrancar todo
el bienestar que sea posible. Sería pueril, por ejemplo, que porque decimos que
la violencia debe ser siempre defensiva, se nos atribuya la idea de que para
abrir un túnel de ferrocarril tuviéramos que esperar a que las montañas nos
agredieran. Claro está que son siempre los ingenieros los que las atacan.
Si,
por lo demás, tuviéramos que hablar de la violencia que se ha usado en el
pasado y en el presente y de la que tenga que emplearse en el porvenir, antes
de que nos sea posible establecer una vida social sobre las bases del apoyo
mutuo y de la solidaridad... esto ya sería cosa bien distinta.
Por
lo que se refiere al pasado, se necesitaría hacer todo un estudio histórico
para juzgar cuáles violencias han sido buenas y cuáles nocivas, cuáles
aportaron consecuencias útiles o dañosas al bienestar humano y al progreso en
general. Ciertamente, muchas guerras entre pueblos del pasado se nos presentan
como habiendo tenido efectos buenos, aunque la guerra en sí es cosa malvada.
Pero se podría, estudiándolas bien, divisar también sus efectos perjudiciales,
puesto que en sustancia los acontecimientos históricos no pueden ser divididos
de modo absoluto en buenos y malos, útiles o dañosos. Pero dejemos aparte el
pasado, sobre el cual mi opinión es la de que, en línea general, las violencias
sociales buenas y útiles en definitiva, han sido, más que todas las demás, las
de las varias revoluciones contra las diversas tiranías que han oprimido a los
pueblos, tanto las de objetivos políticos como las de económicos.
Nadie
pone ya en duda la utilidad de la violencia individual y colectiva desde
Armedio o Feliu Orsini, desde la rebelión de Espártaco, aunque plagada de
saqueos, hasta las infinitas revueltas que constituyeron la gran revolución
francesa, tan larga y violenta. Pero, repito, dejemos el pasado, ya que nos
importa más el presente y, de éste, mucho más y de modo especial, lo que al
anarquismo se refiere.
Así,
por ejemplo, ¿se podrá decir que hoy, en la lucha, es siempre condenable la
violencia? No, ciertamente. Un periódico de Roma me preguntó sobre este
particular, obtuvo de mí la repuesta, que no fue publicada, de que la violencia
no es un fin, sino un medio, y un medio que nosotros no hemos elegido deliberadamente
por amor a la violencia en sí, sino porque las condiciones peculiares de la
lucha nos han constreñido a emplearlo. En la sociedad actual todo es violencia
y por todos los poros absorbemos su influencia y su provocación, y
frecuentemente tenemos que devorar para no ser devorados. Es, ciertamente, una
cosa dolorosa, que está en esencial contradicción, señaladamente, con nuestros
principios anarquistas, pero ¿qué le vamos a hacer? No depende aún de nosotros
poder determinar ciertas formas de vida social con preferencia a otras, ni
poder escoger el género de relaciones humanas más en armonía con nuestras
ideas. Desde el momento en que no queremos ser solamente una escuela de
discusión filosófica, sino también un partido revolucionario, en la lucha empleamos
los medios que la situación nos consiente y que los propios adversarios nos
indican empleándolos ellos mismos.
En
este sentido, se puede decir que los anarquistas y los revolucionarios en su
rebelión contra la explotación y la opresión, se encuentran en estado de
legítima defensa, ya que el oprimido y el explotado que se rebela, no es nunca
el primero en emplear la violencia, ya que la primera violencia que se comete
es en su daño por parte del que le oprime y le explota, precisamente con la opresión
y la explotación que son formas de violencia continua mucho más terribles que
no el acto impaciente de un rebelde aislado o aún el de todo un pueblo en
rebelión. Sabido es que la más sangrienta de las revoluciones no ha causado
nunca víctimas como una sola guerra de breve duración, o como un solo año de
miseria entre la clase obrera. ¿Se sacará de esto en conclusión que los
anarquistas desaprueban siempre la violencia, fuera del caso de defensa en el
sentido de un ataque personal o colectivo, aislado y pasajero? Ni por sueños, y
el que quiera atribuirnos una idea tan tonta sería a su vez tonto y maligno.
Pero sería también tonto y maligno quien desde otro punto de vista quisiera
argüir que somos partidarios de la violencia siempre y a toda costa. La violencia,
además de estar por sí misma en contradicción con la filosofía anarquista, por
cuanto implica siempre dolor y lágrimas, es una cosa que nos entristece; puede
imponérnosla la sociedad, pero si es cierto que sería debilidad imperdonable
condenarla cuando es necesaria, malvado sería también su empleo cuando fuese
irracional, inútil, o cuando se acoplara en sentido contrario del que nos
proponemos.
En
todo, y a propósito de todo, los revolucionarios no deben abdicar nunca de su
propia razón. Si queriendo hacer un periódico, editar un folleto, organizar una
conferencia o un mitin, pensamos primeramente en medir si vale la pena gastar
tiempo y dinero y decidimos afirmativamente cuando creemos que los efectos
probables valen la energía necesaria para obtenerlos, ¿cómo no haríamos el
mismo razonamiento cuando el gasto, como dice muy bien Malatesta, se totaliza
en vidas humanas, para ver si este gasto tendrá por lo menos un resultado
equivalente con otra tanta propaganda o en otro tanto efecto prácticamente revolucionario?
Ciertamente que en cuestiones de esta índole no es posible tener una balanza de
precisión para medir el pro y el contra de todo acto; pero en sentido relativo
las susodichas consideraciones conservan la misma importancia: en líneas
generales, el razonamiento debe ser preferido y sustituir al azar o a la
irracionalidad.
Así,
para presentar un ejemplo, si en una revolución fuese necesario, para hacerla
triunfar, en un dado momento, pegar fuego a toda una biblioteca, yo que adoro
los libros, consideraría como delito el acto de quien se opusiera al incendio,
aunque considerase éste como una gran desventura. La violencia del innovador es
diferente de la del hombre que es violento por la violencia en sí; la violencia
del innovador, por implacable que sea, se emplea con intelecto amoroso:
comete piadosamente acciones crueles, decía Juan Bovio. De igual modo le
guía el amor cuando el cirujano la emplea sobre un enfermo; ¿Pero que diríais
de un cirujano que sin preocuparse de la salud del enfermo hiciese una
operación por el gusto de hacerla, precisamente porque es una bella operación?
Para
presentar un ejemplo más propio, en Rusia, todos los atentados contra el
gobierno y sus representantes y sostenedores son justificados hasta nuestros
mismos adversarios más moderados, aún cuando hieran a veces a inocentes; pero
ciertamente los mismos revolucionarios los desaprobarían si fuesen cometidos a
ciegas contra gentes que pasan por la calle o que están inofensivamente
sentadas en un café o en un teatro.
La
sociedad nueva no debe comenzar con un acto de vileza,
decía Nicolás Barbato en su memorable declaración ante un tribunal militar. En
efecto, sería vil pecar por exceso de sentimentalismo ante la historia cuando
la energía revolucionaria es un deber; pero sería asimismo erróneo esperar el
triunfo de la revolución de la violencia guiada por el odio, la cual, como dijo
muy bien Malatesta en un artículo, hace ya algunos años, nos conduciría a una
nueva tiranía aún cuando ésta se cobijara con el manto de la anarquía.
LA
VIOLENCIA DEL LENGUAJE EN LA POLÉMICA Y EN LA PROPAGANDA
Una
de las razones por las que a la propaganda revolucionaria y especialmente a la
anarquista, le es costoso hacerse escuchar, y más aún persuadir a los que la
escuchan, radica precisamente en que esta propaganda se efectúa en una forma y
un lenguaje tan violento que en lugar de atraer rechaza la simpatía y el
interés de quienes escuchan. Recuerdo que la primera vez que cayeron en mis manos
y ante mis ojos periódicos anarquistas, su estilo, en lugar de persuadirme me
ofendía, y probablemente no habría llegado a ser nunca un anarquista sin más
que la lectura de los periódicos, no hubiera abierto brecha en mi ánimo la
discusión benévola con algún amigo y la atenta lectura de los folletos y los
libros, por su naturaleza mucho más serios y serenos y nada virulentos. Y
recuerdo asimismo, que lo que llamó mi atención y simpatía hacia el anarquismo,
fue precisamente la violencia del lenguaje con que se le atacaba en aquel
periodo -1892-1893-, por parte de los escritores burgueses de todos los
matices.
En
aquella violencia de los ataques, advertía yo toda la debilidad de los
argumentos autoritarios, y más tarde fue precisamente esta mezquindad de los
argumentos contra el anarquismo lo que me persuadió, por una parte de las
razones libertarias, y por otra -persuasión que cada vez se ha hecho más firme
en mi ánimo-, de que en la polémica y en la propaganda, que es cuando se trata
de convencer y no de vencer, emplea un lenguaje más violento aquel que se
encuentra más pobre de argumentos. Desde entonces, cada vez que he tenido que
sostener una polémica, nunca me he sentido tan seguro de mi mismo como cuando se
me ha atacado groseramente: ¿Te enfadas? Pues es que
no tienes razón. Este ha sido en tales ocasiones mi
pensamiento acerca de mi adversario. Y me place que esta opinión mía he podido
hallarla en todos los anarquistas más notables por la ciencia y la cultura y
por la eficacia de su propaganda. En sus Memorias
de un revolucionario, al narrar, Pedro Kropotkin la
fundación del Révolté,
dice lo siguiente: Nuestro periódico era moderado en la
forma, pero sustancialmente revolucionario... Los periódicos socialistas
tienden a menudo a convertirse en una jeremiada sobre las condiciones
existentes... se describe con vivos colores la miseria y el sufrimiento, etc.
Para contrabalanzar el efecto deprimente que esta lamentación produce, se
recurre entonces a la magia de las palabras violentas, con las cuales se
pretende dar ánimo a los lectores... Yo creo, al contrario, que un periódico
revolucionario debe dedicarse, sobre todo, a recoger los síntomas que por todas
partes preludian el advenimiento de una nueva era, la germinación de nuevas
formas de vida social, la rebelión que aumenta contra las viejas instituciones.
Hacer sentir al obrero que su corazón late al unísono con el corazón de la
humanidad en el mundo entero, que toma parte en su rebeldía contra la secular injusticia,
en sus tentativas para crear nuevas condiciones sociales... He aquí cuál
debería ser la misión principal de un periódico revolucionario.
Puesto
que el objetivo de la propaganda es persuadir, es necesario saber emplear un
lenguaje apropiado. Recuerdo el caso de un anarquista francés que en sus
artículos, conferencias, y hasta en sus conversaciones familiares, lo primero
que hacía era tratar a sus adversarios de embrutecidos, fuesen curas o
burgueses, republicanos o socialistas, y hasta a los anarquistas que no
pensaban como él. Imaginaos a un adversario que nos tratara tan groseramente.
De no terminar a puñetazos es seguro que no nos persuadiría aunque tuviese mil
veces la razón.
¿Deberemos,
pues, ponernos los guantes para contender con nuestros enemigos y con los que
engañan al pueblo? No, ciertamente. Pero mejor sería que la violencia estuviera
en los argumentos y no en la forma exterior del lenguaje. Claro es que
actualmente, habiendo ya el pueblo abierto algo los ojos y odiando por ello a
los dominadores, no hay necesidad de tener pelos en la lengua. Pero suponed por
un instante que estáis haciendo propaganda en medio de un grupo de soldados no
subversivos, o de campesinos que salen de misa, o de jovenzuelos patriotas y
monárquicos: ¿Diréis a aquellos soldados lo que pensáis de su oficio, a los
campesinos que su cura es un impostor y su religión una porquería y a los
jóvenes monárquicos que la monarquía es una basura?
Algunos
me responderán que sí. Pues bien: no diré yo que en tal caso mentiríamos; muy
al contrario. Pero si nos hubiéramos propuesto hacer propaganda, podríamos
desde luego, renunciar a hacerla, porque nadie nos escucharía, mientras que si
con los hechos a la mano y con razones que convenzan, en lugar de ofender,
supiéramos demostrar la verdad, ésta acabaría iluminando la mente de más un
oyente. Naturalmente que con frecuencia es necesario llamar a las cosas y las
personas por su nombre pero es preciso que sea un instante propicio y con
razonamientos. Bajo la impresión de ciertos hechos, sería vil y dañoso callarse
la propia indignación. Pero indignarse siempre, venga o no a cuento, todos los
días, hasta cuando se habla del materialismo histórico, de individualismo o de
concentración del capital, es pueril y se corre el riesgo de que los
adversarios no nos tomen en serio, habituando de tal modo a los enemigos a las
palabras y frases gruesas, que hasta para esto acaban perdiendo toda su
eficacia.
Es
como aquellos enfermos del estómago que usan estimulantes; la violencia del
lenguaje puede ser para el cerebro lo que esos estimulantes para el estómago...
Un estimulante enérgico, empleado una, dos, tres veces, o raramente, es eficaz
para combatir muchos males gástricos y producir una buena digestión. Pero si el
estimulante lo empleáis todos los días, a cada comida, acabáis por echaros a
perder el estómago y no obtener de él ningún beneficio, aunque vayáis
aumentando la dosis.
Sé
de países muy libres donde la propaganda escrita no tiene obstáculos y la
fantasía más desenfrenada y violenta puede atacar el universo entero con toda
la dinamita y petróleo de que quiera echar mano contra el vil burgués.
Como que en estos países la policía no hace caso, los que escriben con
semejante furia agotan pronto todo el repertorio de violencias y ningún efecto
causan sobre los lectores. Y lo malo es que cuando un día en que realmente
habría que elevar el tono de voz en los artículos y discursos, los escritores y
los oradores son impotentes para provocar la menor impresión en un público ya
cansado de tales virulencias. Y entonces la propaganda pierde tres cuartas
partes de su valor.
Frecuentemente,
en la propaganda, somos violentos, no tanto como para convencer como para
despechar a nuestros adversarios, o para hacer un bello gesto literario.
Es el caso de Tailhade, apologista de todos los atentados, en prosa y en verso
admirables, pero que después de un año de cárcel plegó las velas y se metió en
el partido nacionalista porque, de continuar como hasta entonces, las cosas le
habrían salido ya mal. Es el caso de un terrible escritor individualista, poeta
dinamitero, que nos insultaba y nos llamaba moderados... desde América,
que cuando regresó a Italia se inscribió inmediatamente en el partido
socialista legalitario.
También
el bello gesto puede ser bueno y útil, pero cuando se hace con valentía
y dignidad, cuando la insolencia se lanza en pleno rostro del enemigo y se
aceptan todas las responsabilidades. Entonces la palabra resulta un acto, se
convierte en propaganda por el hecho. Más de uno hemos visto que pasa por
tímido entre los anarquistas y que, presentada la ocasión, fue un héroe ante un
tribunal o frente a las bayonetas, y en cambio hemos visto a muchos terribles
vozarrones que se aquietaron al asomar el peligro, o, peor aún, hicieron
papeles ridículos, como algunos de los más violentos redactores del Sempre Avanti, de Liorna, y del Ordine, de Turin, que en los años 1893-1894
escribían con una bomba de dinamita en la mesa de redacción, pero que, llevados
la tribunal renegaron de la anarquía, sacaron al párroco por testigo de lo
bondadosos que eran, después de haber comulgado devotamente, o se llamaron
anarquistas evolucionistas spencerianos y otras cosas peores. Y menos mal
cuando la violencia del lenguaje tenía la belleza artística o contenía un concepto
sustancialmente justo, pero en la inmensa mayoría de los casos, las cosas
dichas más violentamente lo son con un vocabulario que causa risa o pena.
Naturalmente,
lo antedicho debe entenderse cum gramu salis, pues desgraciadamente en
ciertos ambientes el lenguaje violento en la propaganda y en la polémica se ha
ido haciendo tan habitual, que muchos lo creen indispensable y se ofenderán con
mis palabras. Pero yo no hablo para estos hombres de valentía y de lealtad, o
mejor dicho, sí hablo para ellos, para convencerles con las pruebas de hecho
antedichas, de cuán dañoso es en interés de las ideas persistir en métodos no
adecuados, antes más bien deletéreos. Si los que me leen son personas
progresistas, razonables, no les irritará que ponga mano en la llaga; irritará,
indudablemente, a los pocos que saben que obran mal e insisten en hacerlo por
fines inconfesables de vanidad o de éxito personal o de gloria
seudorevolucionaria.
Hay
muchos hombres, verdad es, que si hablan alto y fuerte saben obrar también en
consecuencia. Pero también hay otros que no se limitan a ser moderados en los
términos y en las formas, sino que lo son también en la sustancia, en los
hechos. Deploro lo que hacen éstos y admiro a aquellos y me siento más cerca de
ellos que de éstos, aunque nos separen diferencias doctrinales o de táctica. No
obstante, la verdad no cambia, o sea, que todo debe estar proporcionado y
tendente al fin que nos proponemos.
El
fin de la propaganda y de la polémica es convencer y persuadir. Ahora bien: no se
convence y no se persuade con violencias en el lenguaje, con insultos e
invectivas, sino con la cortesía y la educación de los modales. Solamente
cuando se tiene delante una fuerza que nos amenaza y nos oprime, un obstáculo
material que nos impide el camino, una violencia opuesta que no se puede vencer
sin violencia -sea que se oponga a nuestra propaganda, sea que brutalmente
limite nuestra libertad y nuestro bienestar-, solamente entonces es lógica la
violencia; pero entonces, ser violentos... de palabra, sería en extremo
ridículo. Para presentaros una similitud, diré que es ridículo querer persuadir
a la gente con la violencia -sea del insulto o del palo- como sería ridículo
querer vencer una insurrección con simples argumentos escritos o hablados.
De
acuerdo, como he dicho antes, en que no todos los que gritan más violentamente
son pusilánimes, como no todos los que hablan y discuten moderadamente son de
la madera de los héroes, pero el daño que a la propaganda le proviene del
hábito de los primeros es insuperablemente mayor del que pueda provenir del
hábito de los segundos. Si mañana, en la lucha material, se muestra pusilánime
el que no peroraba como un matasiete, será un mal, pero un mal que
pasará inobservado. Pero si resulta pusilánime el que voceaba a todo pasto
cosas terribles y se atrajo la antipatía de los que no pensaban como él, el
efecto será desastroso, y el pueblo y los adversarios tendrán motivos
plausibles a primera vista para no tomarnos en serio.
Verdad
es que a veces, en tiempo de calma, se imponen en la propaganda y en la
polémica, la palabra ruda que azota el rostro cuando se tiene delante un hecho
que indigna o un adversario de reconocida mala fe. Pero la palabra áspera de la
protesta y de la bofetada moral tiene mucho más eficacia cuando menos se
emplea. Me explicaré. Si a un adversario que apenas roza nuestra sensibilidad u
ofende nuestras ideas, le arrojáis a la cara todo el tintero de las insolencias
sugeridas por vuestro resentimiento, el día en que otro adversario
verdaderamente vil y de mala fe os trate peor, entonces sois impotentes para
pararle los pies, puesto que las palabras que diréis contra él no tendrán valor
si las habéis ya lanzado contra otros por cosas de menos importancia.
Probad,
en cambio, a tener un lenguaje moderado en la forma, pero que sustancialmente
diga por completo y sin transigencias todo vuestro pensamiento, y habituad a
vuestros lectores a las formas corteses de la polémica, y veréis como, cuando
por un motivo serio levantéis el tono de la voz, seréis comprendidos mucho más
que si os obstináis en chillar como energúmenos todos los días.
En
la propaganda hay que procurar siempre hacer vibrar alguna cuerda del alma
humana, y esto os sería imposible si habituarais vuestro espíritu al maximum
de violencia. Después de la primera impresión, sucede el hábito. Es como una
persona que se impresionara enormemente al oír un simple estallido de disparo
de revólver y que no se conmoviera luego, lo más mínimo, puesta en un campo de
ejercicio de tiro. Y nosotros tenemos necesidad imprescindible, de conmover. Es
éste el modo de poder sinceramente llamar la ajena atención sobre nuestras
razones.
Se
me puede objetar, y con razón, que vivimos en un ambiente tal de violencia y de
maldad, que no es siempre posible conservar la serenidad deseable. Nadie
pretende esto. Mis observaciones sólo tienen un valor indicativo, de máxima,
para los que más se dedican a la propaganda. Así, es verdad que hay
instituciones y personas hacia las cuales no es posible sentir tolerancia y
contra las cuales se tiene el sacrosanto deber, como dice un poeta nuestro, de
combatirlas sin respeto y sin cortesía.
Por
ejemplo, cuando se habla del gobierno, sería pueril ir en busca de eufemismos.
Hablando mal de él, se es más elocuente.
Verdad
es que cuando se habla mal de un canalla hay que guardarse mucho de atribuirle
actos que no ha hecho, a fin de no darle ocasión con nuestro error, de que haga
protestas de bondad y honradez. Por incurrir demasiado en esta exageración, ha
podido tener nacimiento en nuestros adversarios, la irónica frase que dice: ¿Llueve? ¡La culpa la tiene el gobierno!
Más como todos los gobiernos, aunque no tengan la culpa de que llueva,
ocasionan daños mucho mayores, no hay que andarse con temores para atacarles
crudamente. De gobiernos, curas y patronos, nunca se dirá bastante, y si la
violencia en la polémica y en la propaganda no se emplease sino contra ellos,
nada habría dicho, limitándome a poner de relieve el defecto señalado.
Pero
la violencia del lenguaje en la polémica y en la propaganda, la violencia
verbal y escrita, que a veces se ha resuelto dolorosamente en hechos de
violencia material contra las personas, la violencia que, sobre todo, deploro,
es la que se emplea contra otros partidos progresistas, más o menos
revolucionarios, que esto poco importa, que están compuestos de oprimidos y
explotados como nosotros, de gentes que como nosotros están animadas por el
deseo de cambiar hacia un estado mejor la situación política y social presente.
Aquellos partidos, que aspiran al poder, cuando a él lleguen, indudablemente
serán enemigos de los anarquistas, pero como esto está aún lejos de ser, como
que su intención puede ser buena y muchos males de los que quieren eliminar
también queremos nosotros verlos suprimidos, y como que tenemos muchos enemigos
comunes y en común tendremos, sin duda, que librar más de una batalla, es
inútil, cuando no perjudicial, tratarlos violentamente, dado que por ahora lo
que nos divide es una diferencia de opinión, y tratar violentamente a alguno
porque no piensa u obra como nosotros es una prepotencia, es un acto
antisocial.
La
propaganda y la polémica que hacemos entre los elementos de los demás partidos,
tiende a persuadirles de la bondad de nuestras razones, a atraerlos a nuestro
ambiente. Lo que hemos dicho anteriormente en líneas generales, es decir, que
se persuade mal al que se trata mal, es más aplicable en línea particular
tratándose de elementos asimilables: de obreros, de jóvenes, de inteligencias
ya despiertas, de hombres que ya están en camino hacia la verdad. El choque de
la violencia, al contrario, lejos de empujarles, los detiene en este camino,
por reacción. Algunos de sus jefes pueden obrar de mala fe, pero decidme:
¿estamos seguros de que entre nosotros no haya también personas que obren del
mismo modo? Debemos procurar atacarles cogiéndoles, como suele decirse, en el
garlito, cuando realmente se ve que obran de mala fe, y no involucrar en el
ataque a todo el partido. Ciertamente que muchas doctrinas suyas son erróneas,
pero para demostrar su error no son necesarios los insultos; algunos de sus
métodos son nocivos a la causa revolucionaria, pero obrando nosotros de modo
diferente y propagando con el ejemplo y la demostración razonada, les
enseñaremos que nuestros métodos son mejores.
Todas
las consideraciones de este trabajo me han sido sugeridas por la constatación
de un fenómeno que he observado en nuestro campo. Nos hemos acostumbrado tanto
a ahuecar la voz siempre y en todo, que hemos ido perdiendo gradualmente el
valor de las palabras y de su relatividad. Los mismos adjetivos despreciativos
nos sirven de igual modo para atacar de frente al cura, al monárquico, al
republicano, al socialista y hasta al anarquista que no piense como nosotros. Y
eso es un defecto primordial. Si alguna diferencia se establece, más bien es en
beneficio de nuestros peores enemigos. Se puede decir que los anarquistas y los
socialistas no hemos dicho nunca tantas insolencias a los curas y a los
monárquicos como a los republicanos, y que los anarquistas nunca dijeron tantas
a los burgueses como llevan dichas a los socialistas. Más diré todavía:
especialmente en los últimos tiempos, ha habido anarquistas que han tratado a
otros anarquistas, que no pensaban exactamente como ellos, como jamás trataron
a los clericales, explotadores y policías juntos.
Sin
querer insistir sobre las innumerables veces que entre buenos compañeros nos
hemos llamado mixtificadores, clericales, locos, cobardes
y otras lindezas semejantes, basta un ejemplo que he hallado y que cito con
disgusto, en un periódico que se llama anarquista. Helo aquí: en la lista de
los suscriptores había un donante que firmaba -no quiero decir su nombre-
augurando que en el Congreso de los socialistas-anarquistas, que entonces se preparaba
para ser celebrado en Roma, se les arrojara a los congresistas una bomba.
Parecerá una burla, una triste burla por cierto, si toda la índole del
periódico no fuese un testimonio de que aquella frase expresaba verdaderamente
un rencor, casi un odio.
Suele
decirse que entre hermanos es donde más abundan las peleas... Triste hermandad
por cierto. Yo pienso que urge reaccionar contra estos métodos dolorosos y
lamentables, y el único medio adecuado me parece que será el de no recoger
nunca los insultos, o, a lo sumo, limitarse a señalar a quien emplea semejante
lenguaje del mismo modo que señalamos a los que vienen a sembrar la discordia y
la confusión en nuestro campo. A estos antes nos conviene hacerles el honor de
la discusión, y si nos vemos obligados a discutir, jamás debemos imitar su
estilo ni descender a su terreno, tanto si se trata de adversarios más o menos
afines, como si se trata de sedicentes compañeros. En lugar de discutir con
ellos sobre ideas, mejor será darles nociones de educación.
Y
aún creo que sería mejor que procurásemos conocernos, y, sobre todo, trabajar
sin perder nunca de vista que en frente tenemos al enemigo, al verdadero
enemigo que acecha el momento de nuestra debilidad para asestarnos sus golpes.
Porque nunca como en medio de los partidos en que la acción es la única razón
de vida, se puede decir con mayor motivo que el ocio es el peor de todos los
vicios y el primero de éstos es el de la discordia.
No
siempre, especialmente entre los que saben manejar la pluma, la violencia
contra los compañeros o contra los amigos de los partidos afines, se emplea del
modo más rudo, que acaso no sería peor. ¡Cuántos alfilerazos propinados con
sabia malignidad! ¡Cuántas elegantes ironías, cuánto sarcasmo, cuánto deseo de
tumbar a un adversario! Especialmente se usan estas armas cuando sabemos que no
tenemos razón, cuando la conciencia nos dice que atacamos a quien no lo merece
y a quien más bien es digno de alabanza. Y entonces, por tratarse de persona
superior, se daña doblemente la propaganda, porque no tan sólo no logramos
convencer al atacado, sino que disgustamos a los demás que le estiman.
Otro
defecto gravísimo cuando se polemiza con alguno y se le critica, es el de
suponerle a priori de mala fe. Naturalmente, con quien discute de mala fe, es
necesario poder aducir pruebas evidentes para todos. Bastará presentar estas
pruebas para dar por terminada decorosamente la polémica. Y si la prueba no
puede darse, y no se tiene la certeza absoluta, sería erróneo basar una ruda
polémica sobre presunciones vagas y simples. Es preferible, aunque se sospeche
lo contrario, suponer una buena fe en el adversario, sin perjuicio de
vapulearle cuando más tarde su mala fe resultase evidente. En general, cuando
se trata de propaganda o de polémica proselitista, es necesario plantear la
discusión sobre la base de la recíproca buena fe admitida a priori, dado
que el objeto es convencer con preferencia al mayor número posible de oyentes
afines del adversario. Si me pongo a discutir con un jefe de partido político
sobre la conquista de los poderes públicos, sé muy bien que difícilmente
lograré convencerle, pero lo que primordialmente me interesará es hacerme
escuchar de la gente que le sigue. Pues bien: para que sea posible una
discusión semejante, para no darle pretexto de negarse a la controversia,
tendré interés en tratarle como si fuese de buena fe.
Por
lo demás, este deber de tratar con respeto a las ideas y las personas que las
sostienen, se impone cuando se discute con gente que no conocemos y que vive
lejos de nosotros. Imaginaos que tuviéramos que discutir con otros anarquistas
de localidades distintas a la nuestra. ¿Qué se diría si les tratásemos como si
fuesen gentes equívocas y de mala fe, basándonos en la arbitraria
interpretación de un hecho aislado o sobre frases que se nos han dicho de
ellos, o sobre un artículo de un periódico, o sobre cualquier otro dato simple
de esta índole? ¿Qué se diría si les imputáramos errores en que acaso nosotros
mismos hubiésemos incurrido? ¿Qué se diría si les atribuyéramos ideas que no
tienen, propensos a pensar de ellos mal antes que bien? ¿Qué se diría, en suma,
si les tratáramos, no como a compañeros sinceros, sino como a gente mal
intencionada y adversaria a la que se debe o se quiere vilipendiar o anular?
Pues se diría que somos unos mal educados, unos maliciosos, unos intolerantes
que pretenden ahogar la voz del que no piensa como ellos. Se diría que más
deseamos difamarles para arrebatarles la estimación del público que les sigue,
y por espíritu de supremacía a todo trance. Tal vez no fuésemos tan culpables,
pero se tendría razón en suponerlo.
Puesto
que estamos hablando de la violencia en el lenguaje, hablemos también, antes de
terminar, de aquella violencia dirigida, no ya contra las personas, sino contra
las ideas, y a la que podríamos llamar violencia retórica.
Cuando
hacemos propaganda, tenemos la costumbre, para causar más impresión, de hablar
y escribir de modo figurado, por medio de contrastes, de hipérboles, de
similitudes. Es un método natural, al que nos obliga el tener que dirigirnos a
personas o poco cultas o de ánimo sencillo, y, por lo tanto, más
impresionables, a las cuales nuestras ideas se les pueden inculcar más viva y
sentidamente en forma imaginativa que con razones demasiado frías y
matemáticas.
Pero
esta utilidad tiene un peligro. Por la tendencia natural que todos tenemos a
exagerar el argumento y las imágenes cuando escribimos o hablamos de cosas que
nos apasionan, la misma exageración consigue a veces neutralizar el efecto de
nuestras palabras.
En
el fondo, muchas de las consideraciones ya desarrolladas sobre la apreciación
de las personas, son, en cierta medida, válidas también para la apreciación de
los hechos.
Para
explicar mi pensamiento, me valdré de un ejemplo personal. Una vez me
encontraba entre buenísimos compañeros reunidos en una ciudad de las Marcas.
Era el día veinte de septiembre, aniversario de la caída del poder temporal de
los papas. Entre otras cosas, se me escapó decir que ésta era una fecha de
importancia histórica relevante y que para el progreso la caída del poder
temporal fue una fortuna. ¡Qué efecto produjeron mis palabras! Habituados los
compañeros a decir y a oír decir todos los días que actualmente estamos peor
que bajo el gobierno de los curas, habían acabado por creerlo, y por más que me
esforcé por dar mis razones y en demostrar que no por esto me había vuelto
monárquico, aquellos compañeros se quedaron con la convicción de que yo era un
anarquista muy poco convencido y muy poco conciente.
Otro
ejemplo: hace algún tiempo, leí en un periódico anarquista, a propósito de la
política anticongregacionista francesa, un bello artículo sobre la inanidad de
la legislación anticlerical, en lo cual yo estaba de completo acuerdo con el
articulista. Pero la conclusión del artículo era que la
mentira laica es más peligrosa que la mentira religiosa.
La mentira es siempre despreciable, sea laica, sea religiosa, sea anarquista.
Pero en el sentido que a la palabra mentira daba el articulista, la
conclusión suponía un gran error. Y este error consistía en tener por peor la
tiranía laica que la religiosa.
Entendámonos.
A mi me parece que los anarquistas no debemos hacer muchas distinciones: que el
gobierno, sea monárquico, teocrático, socialista o republicano, es para
nosotros casi lo mismo y que debemos combatirlos a todos.
Pero
si alguna distinción debe hacerse, no debemos hacerla precisamente a beneficio
de los peores. Por esto no puede decirse que la mentira laica sea peor que la
religiosa.
La
mentira religiosa es siempre la más potente y nociva de todas, en modo
superlativamente mayor que la laica, la cual, no por mérito suyo, sino por su
debilidad intrínseca, es menos nociva. Y de hecho, más fácilmente venceremos a
ésta que a aquella.
Me
explicaré mejor. Si sois víctimas de un accidente y, al mismo tiempo, sufrís de
mal de muelas, seguramente, refiriéndoos al segundo caso no diréis en serio que
es peor el mal de muelas que un ataque de apoplejía. Ciertamente, es preferible
no sufrir de ninguna de las dos cosas, de acuerdo. Pero si alguna distinción se
debe hacer, francamente, preferimos el dolor de muelas. ¿No os parece?
Esto
mismo decía Carlos Malato a propósito de la revolución rusa de 1905,
polemizando con ciertos compañeros que sostenían, por amor a las hipérboles,
que en Francia se estaba peor que en la Rusia de los zares, exageración que
llevaba a la consecuencia de desinteresarse por el movimiento ruso y no tomar
parte en la protesta que el mundo intelectual y obrero de París llevaba en pro
de los revolucionarios rusos. Bien contrario era lo que debía decirse. Debía
decirse que si el gobierno francés era más liberal que el ruso, no es por
mérito suyo, sino porque el pueblo francés supo hacer la revolución, la Comuna,
y, por tanto, ha sabido resistir a todas las violencias reaccionarias. Debía
decirse: deseamos que el pueblo ruso sepa hacer más que el pueblo francés, y
mejor...
Deben,
pues, dejarse a un lado las exageraciones inútiles, las inútiles violencias,
las polémicas fraticidas; y debe trabajarse para hacer algo, por poco que sea,
pero algo, en lugar de perder el tiempo charlando demasiado.